CAPÍTULO XIV

La filosofía política de Locke

a) El principio hereditario

En los años 1689 y 1690, justamente después de la revolución de 1688, Locke escribió sus dos Tratados sobre el Gobierno, el segundo especialmente, muy importante en la historia de las ideas políticas. El primero de estos dos tratados es una crítica de la doctrina del Poder hereditario. Es una réplica al libro de Robert Filmer: Patriarcha, o el poder natural de los reyes, publicado en 1680, pero escrito bajo Carlos I. Robert Filmer, apasionado defensor del derecho divino de los reyes, tuvo la desgracia de vivir hasta 1653, y debió de haber sufrido terriblemente por la ejecución de Carlos y la victoria de Cromwell. Pero Patriarcha fue escrito antes de estos tristes acontecimientos, no antes de la guerra civil, de suerte que se muestra conocedor de las doctrinas subversivas. Tales doctrinas, según Filmer señala, no eran nuevas en 1640. En efecto, tanto los teólogos protestantes como los católicos, en sus discusiones con los monarcas católicos y protestantes, respectivamente, habían afirmado vigorosamente el derecho de los súbditos a resistir a los príncipes tiránicos, y sus agitaciones suministraron a Robert Filmer abundante material para la controversia.

Robert Filmer fue instituido caballero por Carlos I, y se dice que su casa fue saqueada por los parlamentarios diez veces. Cree que no es improbable que Noé navegara por el Mediterráneo y repartiera África, Asia y Europa a Cam, Sem y Jafet, respectivamente. Sostenía que, por la Constitución inglesa, los lores eran los únicos que daban consejo al rey, según dice, el único que hace las leyes, que proceden exclusivamente de su voluntad. El rey, según Filmer, está perfectamente libre de todo control humano y no puede considerarse obligado por los actos de sus predecesores, ni siquiera por los suyos propios, pues es «imposible por naturaleza que un hombre pueda darse una ley a sí mismo».

Filmer, como estas opiniones muestran, pertenecía a la parte más extrema del partido del Derecho Divino.

Patriarcha empieza combatiendo la «opinión corriente» de que «la humanidad está dotada de modo natural y nace libre de toda sujeción, y libertad para elegir la forma de Gobierno que le plazca, y el poder que un hombre tiene sobre los otros se le concedió primeramente de acuerdo con la discreción de la multitud». «Este principio —dice— se concibió primero en las escuelas». La verdad, según él, es totalmente distinta; es que originariamente Dios concedió el Poder real a Adán, del cual descendió a sus herederos y, por último, llegó a los diversos monarcas de los tiempos modernos. Ahora, los reyes, nos asegura, «o son, o tienen que ser considerados como los herederos próximos de aquellos primeros padres que fueron al principio los padres naturales de todo el mundo». Nuestro primer padre, según parece, no apreció adecuadamente su privilegio como monarca universal, pues «el deseo de libertad fue la primera causa de la caída de Adán». El deseo de libertad es un sentimiento que Robert Filmer considera impío.

Las pretensiones formuladas por Carlos I, y por sus representantes en nombre suyo, excedían de lo que los tiempos antiguos hubieran concedido a los reyes. Filmer indica que Parsons, el jesuita inglés, y Buchanan, el calvinista escocés, que no coincidían en casi nada más, mantenían que los soberanos podían ser depuestos por el pueblo por su mal gobierno. Parsons, naturalmente, pensaba en la protestante reina Isabel, y Buchanan, en la católica reina María de Escocia. La doctrina de Buchanan fue sancionada por el éxito, pero la de Parsons la refutó su colega de ejecución Campion.

Incluso antes de la Reforma, los teólogos tendían a creer en la limitación del Poder real. Esto formaba parte de la batalla entre la Iglesia y el Estado que ardió en Europa durante la mayor parte de la Edad Media. En esta batalla el Estado se apoyaba en la fuerza armada, la Iglesia en la inteligencia y la santidad. Mientras la Iglesia tuvo estos méritos, ganó; cuando llegó a tener solamente la inteligencia, perdió. Pero las cosas que los hombres eminentes y santos habían dicho contra el Poder de los reyes permanecieron en la memoria. Aunque fueron dichas en defensa de los intereses del Papa, podían emplearse para apoyar los derechos del pueblo a gobernarse por sí mismo. «Los sutiles escolásticos —dice Filmer— para estar seguros de arrojar al rey a los pies del Papa, pensaron que el modo más seguro era colocar al pueblo por encima del rey, de modo que el Poder papal pudiese ocupar el lugar del Poder real». Cita al teólogo Belarmino, quien dice que el Poder secular es concedido por los hombres (es decir, no por Dios) y «está en el pueblo, a menos que éste lo conceda a un príncipe»; así, Belarmino, según Filmer, «hace a Dios el autor inmediato de un Estado democrático»; lo que le suena a él de modo tan chocante como sonaría a un plutócrata moderno decir que Dios es el autor inmediato del bolchevismo.

Filmer deriva el Poder político, no de un contrato, ni siquiera de ninguna consideración relativa al bien público, sino enteramente de la autoridad de un padre sobre sus hijos. Su opinión es que la fuente de la autoridad real es la sujeción de los hijos a los padres; que los patriarcas del Génesis eran monarcas; que los reyes son los herederos de Adán, o por lo menos, deben ser considerados como tales; que los derechos naturales de un rey son los mismos que los de un padre, y que, por naturaleza, los hijos no están nunca libres del poder paterno, ni siquiera cuando el hijo es adulto y el padre está chocheando.

Toda la teoría parece tan fantástica a una mente moderna que es difícil creer que fuera sostenida en serio. Nosotros no estamos acostumbrados a derivar los derechos políticos de la historia de Adán y Eva. Admitimos como evidente que la patria potestad debe cesar completamente cuando hijo o hija alcanzan la edad de veintiún años, y que antes de esa edad debe estar muy estrictamente limitada por el Estado y por el derecho de la iniciativa independiente que la juventud ha ido adquiriendo de modo gradual. Reconocemos que la madre tiene unos derechos iguales, por lo menos, a los del padre. Mas aparte de todas estas consideraciones, no se le ocurriría a ningún hombre moderno, salvo en el Japón de antes de la Segunda Guerra Mundial, suponer que el Poder político debía ser asimilado al de los padres sobre los hijos. Es verdad que en el Japón se sostenía aún una teoría semejante a la de Filmer, y había de ser enseñada por todos los profesores y maestros de escuela. El Mikado puede perfilar su genealogía desde la Diosa Sol, cuyo heredero es; otros japoneses descienden también de ella, pero pertenecen a las ramas menores de su familia. Por consiguiente, el Mikado es divino, y toda resistencia es impía. Dicha teoría fue, en lo esencial, inventada en 1868, pero se alega en el Japón que ha sido transmitida por la tradición desde la creación del mundo.

El intento de imponer sobre Europa una teoría semejante —de cuyo intento forma parte el Patriarcha de Filmer— fue un fracaso. ¿Por qué? La aceptación de tal teoría no repugna, de ningún modo, a la naturaleza humana; por ejemplo, fue sostenida, aparte del Japón, por los antiguos egipcios, y por los mexicanos y peruanos, antes de la conquista española. En cierta etapa del desarrollo humano es natural. La Inglaterra de los Estuardos había pasado esta etapa, no el Japón moderno.

La derrota de las teorías del derecho divino, en Inglaterra, se debió a dos causas principales. Una, la pluralidad de religiones; otra, la lucha por el Poder entre la monarquía, la aristocracia y la alta burguesía. En cuanto a la religión, el rey, desde el reinado de Enrique VIII, era la cabeza de la Iglesia en Inglaterra, opuesta a Roma y a la mayoría de las sectas protestantes. La Iglesia de Inglaterra alardeaba de ser una transacción: el Prefacio a la Versión Autorizada empieza diciendo que «ha sido sabiduría de la Iglesia de Inglaterra, desde la primera compilación de su liturgia pública, guardar la posición media entre dos extremos». En conjunto, este compromiso agradó a la mayoría. La reina María y el rey Jacobo II trataron de arrastrar el país hacia Roma, y los vencedores de la guerra civil trataron de arrastrarla hacia Ginebra, pero estos intentos fracasaron, y después de 1688 el Poder de la Iglesia de Inglaterra fue indiscutido. No obstante, sus adversarios sobrevivieron. Los no conformistas, particularmente, eran hombres vigorosos, y había muchos entre los comerciantes ricos y los banqueros, cuyo poder aumentaba continuamente.

La posición teológica del rey era algo peculiar, pues no sólo se trataba del jefe de la Iglesia de Inglaterra, sino también del jefe de la de Escocia. En Inglaterra, tenía que creer en los obispos y rechazar el calvinismo; en Escocia, tenía que rechazar a los obispos y creer en el calvinismo. Los Estuardos tenían sinceras convicciones religiosas, que hicieron imposible para ellos esta actitud ambigua y les ocasionaron aún más molestias en Escocia que en Inglaterra. Pero después de 1688, la conveniencia política llevó a los reyes a prestar su asentimiento a la profesión de las dos religiones a la vez. Esto militaba contra el celo religioso y hacía difícil considerarlos como personas divinas. En todo caso, ni los católicos ni los no conformistas podían asentir a ninguna pretensión religiosa por parte de la monarquía.

Los tres partidos del rey, de la aristocracia y de la clase media rica hicieron diferentes combinaciones en distintos tiempos. Bajo Eduardo IV y Luis XI, el rey y la clase media se unieron contra la aristocracia; bajo Luis XIV, el rey y la aristocracia se unieron contra la clase media; en Inglaterra, en 1688, la aristocracia y la clase media se unieron contra el rey. Cuando éste tenía a su lado a una de las otras partes era fuerte; cuando éstas se unían contra él era débil.

Por estas razones, entre otras, Locke no encontró ninguna dificultad para deshacer los argumentos de Filmer. En lo que respecta a la argumentación, Locke se encontró, naturalmente, con una tarea fácil. Señala que si nos referimos a la patria potestad, el poder de la madre debía ser igual al del padre. Carga el acento sobre la injusticia de la primogenitura, que es inevitable si la herencia ha de ser la base de la monarquía. Bromea con el absurdo de suponer que los monarcas actuales sean, en ningún sentido real, los herederos de Adán. Adán puede tener solamente un heredero pero nadie sabe quién es. ¿Mantendría Filmer —se pregunta— que, si fuera descubierto el verdadero heredero de Adán, todos los monarcas existentes deberían poner las Coronas a sus pies? Si la base de Filmer respecto a la monarquía fuera aceptada, todos los reyes, salvo uno a lo más, serían usurpadores, y no tendrían ningún derecho a exigir la obediencia de sus súbditos de facto. Además, la patria potestad es temporal, dice, y no se extiende a la vida ni a la propiedad.

Por tales razones, aparte de motivos más fundamentales, la herencia no puede, según Locke, ser aceptada como la base del Poder político legítimo. En vista de ello, en su segundo tratado sobre el Gobierno busca una base más defendible.

El principio hereditario casi ha desaparecido de la política. Durante mi vida, los emperadores del Brasil, China, Rusia, Alemania y Austria han desaparecido, para ser reemplazados por dictadores que no se proponen la fundación de una dinastía hereditaria. La aristocracia ha perdido sus privilegios en toda Europa, excepto en Inglaterra, donde se ha convertido en poco más que en una forma histórica. Todo esto, en la mayor parte de los países, es muy reciente y tiene mucho que ver con el advenimiento de las dictaduras, puesto que la base tradicional del Poder ha sido eliminada y los hábitos de la mente exigidos para la práctica normal de la democracia no han tenido tiempo para desarrollarse. Hay una gran institución que nunca ha tenido ningún elemento hereditario: la Iglesia católica. Podemos hacer la excepción de las dictaduras, si sobreviven, en el desarrollo gradual de una forma de gobierno análoga a la de la Iglesia. Esto ha ocurrido ya en el caso de las grandes corporaciones de América, que tienen, o tenían, hasta Pearl Harbour, poderes casi iguales a los del Gobierno.

Es curioso que el repudio del principio hereditario en política no haya tenido casi ningún efecto, en la esfera económica, en los países democráticos. (En los Estados totalitarios, el Poder económico ha sido absorbido por el Poder político). Todavía consideramos natural que un hombre deba dejar sus propiedades a sus hijos, es decir, aceptamos el principio hereditario en lo que se refiere al Poder económico, mientras lo rechazamos respecto al Poder político. Las dinastías políticas han desaparecido, pero las económicas persisten. Por el momento, no estoy razonando ni en pro ni en contra de este diferente trato de las dos formas de Poder; indico simplemente que existe y que la mayoría de los hombres no se han fijado en ello.

Si pensáramos en lo natural que nos parece que el Poder sobre las vidas de los demás, resultante de la gran riqueza, deba ser hereditario, se comprendería mejor cómo hombres del temple de Robert Filmer podían adoptar la misma posición en lo referente al Poder de los reyes, y cuán importante fue la innovación representada por los hombres que pensaban como Locke.

Para comprender cómo podía creerse la teoría de Filmer y cómo la teoría contraria de Locke pudo parecer revolucionaria, solamente tenemos que pensar que un reino era considerado entonces lo mismo que se considera ahora una propiedad territorial. El propietario de la tierra tiene varios derechos legales importantes, el principal escoger a quienes se quedarán con ella. La propiedad puede ser transmitida por herencia, y estimamos que quien ha heredado una finca tiene un justo título a todos los privilegios que la ley le concede en consecuencia. Sin embargo, en el fondo, su posición es la misma que la de los monarcas cuyas pretensiones defiende Robert Filmer. Hay en la actualidad, en California, una cantidad de enormes posesiones cuyos títulos derivan de las concesiones reales o supuestas hechas por el rey de España. Él era el único que podía hacer tales concesiones, a) porque España aceptaba un criterio semejante al de Filmer, y b) porque los españoles eran capaces de derrotar a los indios en la guerra. No obstante, nosotros mantenemos que los herederos de aquellos que recibieron las concesiones tienen un título justo a las mismas. Quizá en el futuro esto parecerá tan fantástico como parece ahora Filmer.

b) El estado de naturaleza y el derecho natural

Locke comienza su segundo Tratado sobre el Gobierno diciendo que, habiendo demostrado la imposibilidad de derivar la autoridad del Gobierno de la del padre, expondrá lo que él cree su verdadero origen. Empieza suponiendo que lo que él llama un «estado de naturaleza», es anterior a todo Gobierno humano. En este estado hay una «ley de la naturaleza», pero la ley de la naturaleza consiste en mandatos divinos y no es impuesta por ningún legislador humano. No está claro hasta qué punto es el estado de naturaleza, para Locke, una mera hipótesis ilustrativa y hasta qué punto supone que ha tenido una existencia histórica; pero me temo se inclinaba a pensar que era una etapa que realmente había tenido vigencia. Los hombres salieron de este estado de naturaleza por medio de un contrato social que instituyó el gobierno civil. Esto lo consideraba también como más o menos histórico. Pero por el momento es el estado de naturaleza lo que nos interesa.

Lo que Locke tiene que decirnos acerca del estado de naturaleza y de la ley de la naturaleza no es, en lo esencial, original, sino una repetición de las doctrinas escolásticas medievales. Así, Santo Tomás de Aquino dice:

«Toda ley concebida por el hombre lleva el carácter de la ley exactamente en la medida en que se deriva de la ley de la naturaleza. Pero si en algún punto está en pugna con ella, cesa en el acto de ser ley; es una mera perversión de la ley».[17]

Durante la Edad Media, la ley de la naturaleza se argüía para condenar la usura, es decir, el préstamo de dinero por interés. La propiedad de la Iglesia estaba casi íntegramente formada por tierras y los terratenientes han sido siempre prestatarios más que prestamistas. Pero cuando surge el protestantismo, su apoyo —en especial el apoyo del calvinismo— viene principalmente de la clase media rica, prestamista más que prestataria. Por consiguiente, primero Calvino, luego los otros protestantes y, por último, la Iglesia católica, sancionaron la usura. De esta suerte, la ley natural vino a ser concebida de modo distinto, pero nadie dudaba de que era tal cosa.

Muchas doctrinas que sobrevivieron a la creencia en la ley natural deben su origen a ella; por ejemplo, el laissez-faire y los derechos del hombre. Estas doctrinas están emparentadas y ambas tienen su origen en el puritanismo. Dos citas aducidas por Tawney lo ilustrarán. Un comité de la Cámara de los Comunes, en 1604, afirmaba:

«Todos los súbditos libres nacen con derecho a heredar, en lo tocante a su tierra y también en lo tocante al libre ejercicio de su industria, en aquellas artes a que se aplican y de las cuales viven».

Y en 1656, Joseph Lee escribe:

«Es una máxima innegable que cada uno por la luz de la naturaleza y de la razón hará lo que hace en su mayor beneficio… El mejoramiento de los particulares repercutirá en beneficio del público».

Con la excepción de las palabras «por la luz de la naturaleza y de la razón», esto podía haber sido escrito en el siglo XIX.

En la teoría del Gobierno de Locke, repito, hay poca originalidad. En esto se parece Locke a la mayoría de los hombres que han adquirido fama con sus ideas. En general, el hombre que piensa por vez primera una idea nueva se adelanta tanto a su tiempo que todo el mundo lo cree tonto, de modo que permanece en la oscuridad y es pronto olvidado. Luego, gradualmente, el mundo va madurando para la idea, y el hombre que la proclama en el momento afortunado obtiene toda la fama. Así ocurrió, por ejemplo, con Darwin; el pobre lord Monboddo fue un hazmerreír.

En lo referente al estado de naturaleza, Locke fue menos original que Hobbes, que le consideraba como aquel en que la situación era la guerra de todos contra todos y donde la vida era sucia, brutal y corta. Pero Hobbes tenía fama de ateo. La opinión del estado de naturaleza y de la ley natural que Locke aceptaba de sus predecesores, no puede desprenderse de su base teológica; donde sobrevive sin ella, como en gran parte del liberalismo moderno, carece de claro fundamento lógico.

La creencia en un feliz «estado de naturaleza» en el pasado remoto deriva parcialmente del relato bíblico de la edad de los patriarcas y en parte del mito clásico de la edad de oro. La creencia general en la maldad del pasado remoto sólo surge con la doctrina de la evolución.

Lo más próximo a una definición del estado de naturaleza en Locke es:

«Los hombres, que viven juntos conforme a la razón, sin un superior común en la Tierra con autoridad para juzgar entre ellos, es propiamente el estado de naturaleza».

Esto no es una descripción de la vida de los salvajes, sino la de una imaginaria comunidad de anarquistas virtuosos, que no necesitan ni policía ni tribunales porque siempre obedecen a la razón, que es lo mismo que la «ley natural», la cual a su vez consiste en aquellas normas de conducta que se suponen de origen divino. (Por ejemplo: «No matarás», es parte de la ley natural, pero el reglamento de las carreteras no lo es).

Unas cuantas citas aclararán más el sentido de la doctrina de Locke: «Para comprender bien el Poder político —dice— y la procedencia de su origen, tenemos que considerar aquel estado en que los hombres están naturalmente: estado de libertad perfecta para ordenar sus acciones y disponer de sus propiedades y personas según estimen conveniente, dentro de los límites de la ley de la naturaleza; sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún hombre.

»Un estado asimismo de igualdad, en el que todo el Poder y jurisdicción son recíprocos, no teniendo ninguno más que los otros; no habiendo nada más evidente que criaturas de la misma especie y rango, promiscuamente nacidas con las mismas ventajas de la naturaleza y el uso de las mismas facultades, deban también ser iguales entre sí sin subordinación ni sujeción; a menos que el señor y el dueño de todas ellas haya puesto, por una declaración manifiesta de su voluntad, a una sobre otra y le haya conferido, por una evidente y clara designación, un derecho indudable al dominio y a la soberanía.

»Pero, aunque el estado de naturaleza sea un estado de libertad, no es, sin embargo, un estado de licencia; aunque el hombre en ese estado tiene una libertad incontrolable para disponer de su persona o bienes, no tiene, sin embargo, libertad para destruirse a sí mismo ni a ninguna criatura que se halle en su posesión, donde algún uso más noble que su mera conservación lo requiere. El estado de naturaleza tiene una ley natural que lo gobierna, que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad, que sólo tiene que consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie debe causar daño a otro en su vida, salud, libertad o propiedades[18] (pues todos nosotros somos propiedad de Dios)[19]».

Ocurre, sin embargo, que donde la mayor parte de los hombres están en estado de naturaleza puede haber algunos que no vivan de acuerdo con la ley natural y esta ley provee, hasta cierto punto, lo que puede hacerse para resistir a tales criminales. En un estado de naturaleza, se nos dice, todo hombre puede defender su persona y lo que es suyo. «La sangre de aquel que vierte la sangre de otro, por mano de hombre debe ser vertida», forma parte de la ley natural. Yo puedo incluso matar a un ladrón mientras está robando mis bienes y este derecho sobrevive a la institución del Gobierno, aunque donde hay Gobierno, si el ladrón se escapa, yo debo renunciar a la venganza privada y acudir a la ley.

La gran objeción contra el estado de naturaleza es que, mientras persiste, cada hombre es el juez de su propia causa, puesto que tiene que confiar en sí mismo para defensa de sus derechos. Para este mal, el Gobierno es el remedio, pero no es un remedio natural. El estado de naturaleza, según Locke, fue abandonado por medio de un pacto destinado a crear un gobierno. Ningún pacto termina el estado de naturaleza, salvo aquel que hace a un organismo político. Los diversos gobiernos de Estados independientes se hallan ahora en estado de naturaleza entre sí.

El estado de naturaleza, se nos dice en un pasaje probablemente dirigido contra Hobbes, no es lo mismo que un estado de guerra, sino lo más próximo a su contrario. Después de explicar el derecho a matar a un ladrón, basándose en que al ladrón puede considerársele haciéndonos la guerra, Locke dice:

«Y aquí tenemos la clara diferencia entre el estado de naturaleza y el estado de guerra, los cuales, por más que algunos los hayan confundido, se hallan tan distantes como un estado de paz, buena voluntad, asistencia y defensa mutua y un estado de enemistad, malicia, violencia y destrucción recíproca lo están uno de otro».

Quizá la ley de naturaleza deba ser considerada como poseedora de un radio más amplio que el estado de naturaleza, puesto que la primera trata de ladrones y asesinos, mientras que en el segundo no hay tales malhechores. Esto por lo menos sugiere una evidente contradicción en Locke, consistente en que a veces representa el estado de naturaleza como un estado en el que todo el mundo es virtuoso y otras veces discute lo que puede hacerse lícitamente en un estado de naturaleza para resistir las agresiones de los malvados.

Algunas partes de la ley natural de Locke son sorprendentes. Por ejemplo, dice, que los prisioneros de una guerra justa son esclavos por la ley natural. También dice que por naturaleza todo hombre tiene derecho a castigar los ataques contra sí mismo o contra sus bienes, incluso con la muerte. Y no hace ninguna distinción, de modo que si sorprendo a una persona haciendo una fechoría, tengo, evidentemente, por la ley natural derecho a matarla.

La propiedad tiene mucho relieve en la filosofía política de Locke y es, según él, la principal razón para la institución del gobierno civil:

«El grande y principal fin de la unión de los hombres en comunidades y de que se pongan bajo un Gobierno es la defensa de su propiedad; para lo cual, en el estado de naturaleza, faltan muchas cosas».

El conjunto de su teoría del estado de naturaleza y de la ley natural es en un sentido claro, pero en otro muy oscuro. Está claro lo que Locke pensaba, pero no está claro cómo puede haberlo pensado. La ética de Locke, como hemos visto, es utilitaria, pero en su consideración de los derechos no se basa en consideraciones utilitarias. Algo de esto penetra toda la filosofía del Derecho, según es enseñada por los juristas. Los derechos legales pueden definirse: hablando en general, un hombre tiene un derecho legal cuando puede apelar a la ley para que le proteja contra una ofensa. Un hombre tiene, en general, un derecho legal a su propiedad, pero si tiene (por ejemplo) un depósito ilícito de cocaína, no tiene ningún remedio legal contra otro que le robe. Pero el legislador tiene que decidir los derechos legales que han de crearse y se remonta naturalmente a la concepción de los derechos naturales, como aquellos que la ley debe proteger.

Estoy intentando llegar en lo posible a una exposición de algo semejante a la teoría de Locke en términos no teológicos. Si se da por supuesto que la ética y la clasificación de los actos como lícitos e ilícitos es lógicamente anterior a la ley real, se hace posible reproducir la teoría en términos que no impliquen la historia mítica. Para llegar a la ley natural, podemos plantear la cuestión de este modo: cuando no hay ley ni Gobierno, ¿qué clases de actos de A contra B justifican la venganza de B contra A, y qué clase de venganza está justificada en los distintos casos? Generalmente se sostiene que nadie puede ser censurado por defenderse contra un ataque contra su vida, incluso, si es necesario, hasta el extremo de matar al atacante. Puede igualmente defender a su mujer e hijos o a cualquier miembro de la comunidad. En tales casos, la existencia de la ley contra el asesinato pierde su importancia si, como puede ocurrir fácilmente, el hombre atacado es muerto antes de poder invocar la ayuda de la policía; tenemos, por consiguiente, que remontarnos al derecho natural. Un hombre tiene también derecho a defender su propiedad, aunque las opiniones varían respecto a la cuantía del castigo que puede infligirse a un ladrón.

En las relaciones entre Estados, como Locke señala, la ley natural es suficiente. En tales circunstancias, ¿está justificada la guerra? Mientras no exista un Gobierno internacional, la respuesta a esta pregunta es puramente ética, no legal; debe darse la misma respuesta que a un individuo en un estado de anarquía.

La teoría legal estará basada en el criterio de que los derechos de los individuos deben ser protegidos por el Estado. Es decir, cuando un individuo sufre la clase de ofensa que justificaría la venganza, según los principios de la ley natural, la ley positiva debería disponer que la venganza la ejecutase el Estado. Si vemos que un hombre está agrediendo gravemente a un hermano nuestro, tenemos derecho a matarlo si de otro modo no podemos salvar a nuestro hermano. En un estado de naturaleza —esto al menos es lo que sostiene Locke—, si un hombre ha matado a vuestro hermano, tenéis el derecho de matarlo. Pero donde existe la ley, perdéis ese derecho, que es asumido por el Estado. Y si matáis en defensa propia o en defensa de otro, tendréis que probar ante un tribunal que ésa fue la razón de vuestra acción.

Podemos, pues, identificar la ley natural con las normas morales en cuanto son independientes de las disposiciones legales positivas. Es preciso existan tales normas si ha de haber alguna distinción entre leyes buenas y malas. Para Locke, la cuestión es sencilla, puesto que las normas morales han sido establecidas por Dios y se hallan en la Biblia. Cuando eliminamos esta base teológica, la cuestión es más difícil. Pero mientras se sostenga que hay una distinción ética entre las acciones lícitas y las ilícitas, podemos decir: La ley natural decide qué acciones serán moralmente lícitas y cuáles no, en una comunidad que carece de Gobierno; y la ley positiva debe ser, en todo lo posible, guiada e inspirada por la ley natural.

En su forma absoluta, la doctrina de que un individuo tiene ciertos derechos inalienables es incompatible con el utilitarismo, es decir, con la doctrina de que los actos lícitos son los que fomentan más la felicidad general. Mas para que una doctrina pueda ser una base adecuada para la ley, no es necesario que haya de ser verdadera en todos los casos posibles, sino únicamente en una mayoría abrumadora. Todos podemos imaginar casos en los que el asesinato estaría justificado, pero son raros y no proporcionan un argumento contra la ilegalidad del mismo. De modo análogo, puede ser —no digo que lo sea— deseable, desde un punto de vista utilitario, reservar a cada individuo cierta esfera de libertad personal. Si es así, la doctrina de los Derechos del Hombre será una base apropiada para las leyes adecuadas, aun en el caso de que estos derechos admitan excepciones. Un utilitario tendrá que examinar la doctrina, considerada como base de la ley, desde el punto de vista de sus efectos prácticos; no puede condenarla ab initio como contraria a su propia ética.

c) El contrato social

En la especulación política del siglo XVII, había dos tipos principales de teorías respecto al origen del Gobierno. De uno de ellos hemos visto un ejemplo en Robert Filmer, quien sostenía que Dios había concedido el Poder a ciertas personas, y éstas, o sus herederos, constituían el Gobierno legítimo, constituyendo la rebelión contra el mismo no sólo una traición, sino una impiedad. Este criterio estaba sancionado por sentimientos de antigüedad inmemorial: en casi todas las civilizaciones primitivas el rey era una persona sagrada. Los reyes, como es natural, consideraban admirable esta teoría. Las aristocracias tenían motivos para apoyarla y motivos para combatirla. En su favor estaba el hecho de que exaltaba el principio hereditario y apoyaba extraordinariamente la resistencia contra la advenediza clase mercantil. Allí donde la clase media era más temida u odiada que el rey, estos motivos prevalecían. Donde ocurría lo contrario, y especialmente donde la aristocracia tenía una posibilidad de obtener para sí el Poder supremo, tendía a oponerse al rey y, por consiguiente, a rechazar las teorías del derecho divino.

El otro tipo de teorías —del que Locke es un representante— sostenía que el gobierno civil es el resultado de un contrato, y es un asunto puramente de este mundo y no algo establecido por la autoridad divina. Algunos escritores consideraban el contrato social como un hecho histórico; otros, como una ficción legal; lo importante, para todos ellos, era hallar un origen terreno para la autoridad gubernamental. De hecho, no podían encontrar otra alternativa al derecho divino que el supuesto contrato. Sentían todos, excepto los rebeldes, que debía hallarse alguna razón para obedecer a los gobiernos, y no se creía suficiente decir que para la mayoría de la gente la autoridad de aquél era una cosa conveniente. El Gobierno ha de tener derecho, en algún sentido, a exigir la obediencia, y el derecho conferido por un contrato parecía ser la única alternativa al mandato divino. En consecuencia, la doctrina de que el Gobierno fue instituido por un contrato se hizo popular, prácticamente entre todos los adversarios del derecho divino de los reyes. Hay un indicio de esta teoría en Tomás de Aquino, pero el primer desarrollo serio de la misma se halla en Grocio.

La doctrina del contrato fue capaz de adoptar formas que justificaban la tiranía. Hobbes, por ejemplo, sostenía que hubo un contrato entre los ciudadanos para transmitir todo el Poder al soberano escogido, pero que el soberano no era parte del contrato y, por lo tanto, adquirió una autoridad ilimitada. Esa teoría, al principio, podía haber justificado el Estado totalitario de Cromwell; después de la Restauración, justificaba a Carlos II. En la forma que la doctrina adoptó en Locke, el Gobierno es una parte del contrato, y puede hacérsele frente con justicia si deja de cumplir sus obligaciones. La doctrina de Locke es, en esencia, más o menos democrática, pero el elemento democrático está limitado por el criterio (implícito, más que expreso) de que los que no tienen propiedades no son reconocidos como ciudadanos.

Veamos lo que Locke tiene que decir sobre esta cuestión. Hay primero una definición del Poder político: «Considero que el Poder político es el derecho de hacer leyes, con pena de muerte y, consiguientemente, todas las penas menores, para la regulación y defensa de la propiedad, y el derecho de emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa de la comunidad contra la agresión extranjera, y todo esto solamente por el bien común».

El Gobierno, se nos dice, es un remedio para los inconvenientes que surgen, en el estado de naturaleza, del hecho de que, en tal estado, cada hombre es el juez de su propia causa. Pero donde el monarca es una parte de la disputa, no hay ningún remedio, puesto que el monarca es, a la vez, juez y parte. Estas consideraciones inclinan al criterio de que los gobiernos no deben ser absolutos y que el Poder Judicial debe ser independiente del Ejecutivo. Tales argumentos tenían un importante porvenir en Inglaterra y América, pero por el momento no nos interesan.

«Por naturaleza —dice Locke— todo hombre tiene derecho a castigar los ataques contra su persona o su propiedad, incluso con la muerte». Hay una sociedad política allí, y sólo allí, donde los hombres hayan cedido este derecho a la comunidad o a la ley.

La monarquía absoluta no es un forma de gobierno civil, porque no hay ninguna autoridad neutral que decida las disputas entre el monarca y un súbdito; de hecho, el monarca, en relación con sus súbditos, está aún en un estado de naturaleza. Es inútil esperar que el hecho de ser rey haga un hombre virtuoso de un hombre que por naturaleza es violento.

«Aquel que hubiera sido insolente y agresivo en los bosques de América lo sería, de modo probable, mucho más en un trono, donde quizá se encuentre ciencia y religión para justificar todo lo que haga a sus súbditos y donde la espada es posible que reduzca al silencio a los que se atrevan a discutirlo».

La monarquía absoluta es como si los hombres se protegieran contra las mofetas y las zorras, «pero estuvieran contentos, es decir, se creyeran seguros, de ser devorados por leones».

La sociedad civil implica la regla de la mayoría, a menos que se convenga en exigir una cifra mayor. (Como, por ejemplo, en los Estados Unidos, para cambiar la Constitución o para la ratificación de un tratado). Esto suena a democrático, pero debe recordarse que Locke da por supuesta la exclusión de las mujeres y de los pobres del derecho de ciudadanía. «El comienzo de la sociedad política depende del consentimiento de los individuos para unirse y formar una sociedad». Se arguye —sin mucha fuerza— que tal consentimiento debió ocurrir realmente en alguna época, si bien se admite que el origen del Gobierno antecede a la Historia en todas partes, excepto entre los judíos.

El convenio civil que instituye el Gobierno obliga sólo a los que lo hicieron; el hijo tiene que prestar su asentimiento de nuevo a un convenio hecho por su padre. (Está claro que esto se sigue de los principios de Locke, pero no es muy realista. Un joven americano que, al llegar a los veintiún años, anunciara: «Me niego a considerarme obligado por el convenio que dio origen a Estados Unidos», se encontraría con dificultades).

El Poder del Gobierno, por el contrato, se nos dice, nunca se extiende más allá del bien común. Hace un momento cité una frase respecto a los poderes del Gobierno, que terminaba: «y todo esto sólo para el bien público». Parece no habérsele ocurrido a Locke preguntar quién sería el juez del bien común. Evidentemente, si el Gobierno es el juez siempre decidirá en su favor. Probablemente, Locke diría que la mayoría de los ciudadanos ha de ser el juez. Pero muchas cuestiones han de decidirse demasiado rápidamente para que sea posible averiguar la opinión del electorado; de éstas, la paz y la guerra son quizá las más importantes. El único remedio en tales casos es conceder a la opinión pública o a sus representantes algún poder —tal como presentar una acusación— para castigar luego a los miembros del Poder Ejecutivo cuyos actos se consideren impopulares. Pero, con frecuencia es un remedio muy inadecuado.

He citado ya una frase que debo citar ahora de nuevo: «El grande y principal fin de que los hombres se unan en comunidades y se sometan a un Gobierno es la defensa de su propiedad». De acuerdo con esta doctrina, declara Locke: «El Poder supremo no puede despojar a un hombre de ninguna parte de su propiedad sin su propio consentimiento».

Aún más sorprendente es la afirmación de que, si bien los mandos militares pueden disponer de la vida y de la muerte de sus soldados, no tienen poder para tomar dinero. (Se sigue de esto que, en cualquier ejército, sería ilícito castigar las infracciones menores de la disciplina por medio de multas; pero estaría permitido castigarlas con castigos corporales, tales como una azotaina. Esto demuestra las absurdas consecuencias a que llega Locke por su culto a la propiedad).

Podía suponerse que la cuestión de los impuestos ofrecería dificultades para Locke, pero no ve ninguna. Los gastos del Gobierno, dice, deben soportarlos los ciudadanos, pero con su consentimiento, es decir, con el de la mayoría. Mas ¿cómo, se pregunta uno, puede bastar el consentimiento de la mayoría? Se nos ha dicho que era necesario el consentimiento de cada uno para que el Gobierno pudiera tomar cualquier parte de su propiedad. Supongo que este tácito asentimiento a los impuestos, de acuerdo con la decisión de la mayoría, se supone está implicado en su ciudadanía que, a su vez, se presume ha de ser voluntaria. Todo esto es, sin duda, totalmente contrario a los hechos. La mayor parte de los hombres no tienen ninguna libertad efectiva de elección respecto al Estado a que deban pertenecer, y ninguno tiene libertad, en nuestros días, para pertenecer a ningún Estado. Supongamos, por ejemplo, que uno es pacifista y reprueba la guerra. Dondequiera que viva, el Gobierno se apoderará de algunas de nuestras propiedades para fines de guerra. ¿Con qué derecho pueden obligarnos a someternos a esto? Puedo imaginar muchas respuestas, pero no creo que ninguna de ellas sea compatible con los principios de Locke. Confía en el principio mayoritario sin la debida consideración y no ofrece ninguna transición a ella desde sus premisas individualistas, excepto el mítico contrato social.

El contrato social, en el sentido deseado, es mítico, incluso cuando, en algún período anterior, hubiera habido realmente un contrato que creara el Gobierno en cuestión. Estados Unidos ofrece un ejemplo adecuado. Cuando se adoptó la Constitución, los hombres tenían libertad de elección. Incluso entonces, muchos votaron en contra, y no fueron, por lo tanto, partes del contrato. Podían, sin duda, haber dejado el país, y al quedarse se juzgó quedaban obligados por un contrato al que ellos no habían asentido. Pero en la práctica es habitualmente difícil dejar el país de uno. Y en el caso de los hombres nacidos después de la adopción de la Constitución, su consentimiento es aún más superficial.

La cuestión de los derechos del individuo frente al Gobierno es muy difícil. Se da por supuesto con demasiada ligereza por los demócratas que, cuando el Gobierno representa a la mayoría, tiene derecho a coaccionar a la minoría. Hasta cierto punto, esto tiene que ser cierto, puesto que la coerción pertenece a la esencia del Gobierno. Pero el derecho divino de las mayorías, si se lleva demasiado lejos, puede llegar a ser tan tiránico como el derecho divino de los reyes. Locke habla poco sobre esta cuestión en sus Ensayos sobre el Gobierno, pero lo trata con alguna extensión en sus Cartas sobre la tolerancia, donde arguye que ningún creyente en Dios debe ser castigado por sus opiniones religiosas.

La teoría de que el Gobierno fue creado por un contrato es, sin duda, preevolucionista. El Gobierno, como el sarampión y la tos ferina, debe haberse ido desarrollando gradualmente, aunque, como estas enfermedades, pudo haberse introducido de repente en nuevas regiones, tales como las islas de los mares del Sur. Antes de que los hombres hubieran estudiado antropología no tenían ninguna idea de los mecanismos psicológicos implicados en los comienzos del Gobierno, ni de las razones fantásticas que condujeron a los hombres a adoptar instituciones y costumbres que luego resultaron útiles. Pero como ficción legal, para justificar el Gobierno, la teoría del contrato social tiene alguna parte de verdad.

d) Propiedad

De lo que se ha dicho hasta ahora respecto al criterio de Locke sobre la propiedad, podía aparecer como el campeón de los grandes capitalistas contra sus superiores e inferiores sociales, pero esto no sería sino la verdad a medias. Hallamos en él, frente a frente e irreconciliables, doctrinas que prefiguran las del capitalismo desarrollado y doctrinas que perfilan un punto de vista más cercano al socialismo. Es fácil dar una falsa representación de él con citas unilaterales, tanto en esta cuestión como en muchas otras.

Señalaré, por orden de aparición, los principales aforismos de Locke sobre el tema de la propiedad.

Dice primero que todo hombre posee la propiedad privada de los productos de su propio trabajo o, al menos, debería tenerla. En la época preindustrial, esta máxima no era tan antirrealista como ha sido después. La producción urbana la llevaban a cabo principalmente artesanos que poseían sus instrumentos de trabajo y vendían sus productos. En cuanto a la producción agrícola, la escuela a que pertenecía Locke sostenía que la propiedad de los campesinos sería el mejor sistema. Locke afirma que un hombre puede poseer tanta tierra como pueda cultivar, pero no más. Parece desconocer que en todos los países de Europa la realización de este programa difícilmente sería posible sin una revolución sangrienta. En todas partes la inmensa mayoría de la tierra labrada pertenecía a los aristócratas, que obtenían de los campesinos o una parte fija de producto (con frecuencia la mitad) o una renta que podía variarse de vez en cuando. El primer sistema predominaba en Francia e Italia, el segundo, en Inglaterra. En el Este, en Rusia y Prusia, los trabajadores eran siervos que trabajaban para el propietario y no tenían ningún derecho. Con el viejo sistema terminaron en Francia la Revolución y en la Italia del Norte y en la Alemania occidental las conquistas de los ejércitos franceses revolucionarios. La servidumbre fue abolida en Prusia a consecuencia de la derrota infligida por Napoleón, y en Rusia a consecuencia de la derrota en la guerra de Crimea. Pero en ambos países los aristócratas conservaron sus propiedades territoriales. En el este de Prusia, tal sistema, aunque drásticamente controlado por los nazis, ha sobrevivido hasta la época actual; en Rusia y en lo que ahora son Lituania, Letonia y Estonia, los aristócratas fueron desposeídos por la revolución rusa. En Hungría, Rumania y Polonia sobrevivieron; en la Polonia oriental fueron liquidados por el Gobierno soviético en 1940. El Gobierno soviético, no obstante, ha hecho todo lo que ha estado en su poder para sustituirlos por granjas colectivas, en lugar de entregar la propiedad a los campesinos, en toda Rusia.

En Inglaterra, la evolución ha sido más compleja. En la época de Locke, la posición del trabajador rural estaba mitigada por la existencia de propiedades, en las cuales tenía importantes derechos, que le permitían obtener parte considerable de su alimento. Este sistema era una supervivencia de la Edad Media y lo consideraron reprobable los hombres de espíritu moderno, quienes decían que desde el punto de vista de la producción era antieconómico. De acuerdo con esto, hubo un movimiento para cercar las propiedades comunes, iniciado bajo Enrique VIII y confinado bajo Cromwell, pero no adquirió fuerza hasta aproximadamente 1750. A partir de ese tiempo, durante unos noventa años, una propiedad común tras otra se cercó y entregó a los propietarios locales. Cada cerca exigía un Acta del Parlamento, y los aristócratas que dominaban ambas Cámaras aprovecharon sin medida su poder legislativo para enriquecerse, al paso que ponían a los trabajadores agrícolas al borde del hambre. Gradualmente, debido al desarrollo de la industria, la situación de los labradores mejoró, puesto que de otro modo no hubiera podido impedirse su emigración a las ciudades. Al presente, a consecuencia de los impuestos introducidos por Lloyd George, los aristócratas se han visto obligados a desprenderse de la mayor parte de sus propiedades rurales. Pero los que poseen también propiedades urbanas o industriales han podido aferrarse a sus propiedades. No ha habido una revolución súbita, sino una transición gradual todavía en marcha. Al presente, los aristócratas todavía ricos deben su riqueza a sus propiedades urbanas o industriales.

Este prolongado desarrollo puede considerarse, salvo en Rusia, conforme con los principios de Locke. Lo extraño es que pudiera anunciar unas doctrinas que exigían tanta revolución para ponerlas en práctica y, sin embargo, no muestra ningún indicio de haber considerado injusto el sistema existente en su tiempo ni de haberse dado cuenta de que era diferente del que propugnaba.

La teoría del valor del trabajo —es decir, la doctrina de que el valor de un producto depende del trabajo empleado en él—, que algunos atribuyen a Karl Marx y otros a Ricardo, se halla en Locke, y se la sugirió una serie de predecesores que se remonta hasta Santo Tomás. Como dice Tawney, resumiendo la doctrina escolástica:

«La esencia del argumento era que el pago propiamente lo pueden pedir los artesanos que hacen la mercancía o los comerciantes que las transportan, pues ambos trabajaban en su oficio y satisfacen la necesidad común. El pecado imperdonable es el del especulador o intermediario, que roba la ganancia privada por la explotación de las necesidades públicas. El verdadero descendiente de Aquino es la teoría del valor del trabajo. El último de los escolásticos fue Karl Marx».

La teoría del valor del trabajo tiene dos aspectos: uno ético, otro económico. Es decir, puede aseverar que el valor de un producto debe ser proporcional al trabajo empleado en él, o que de hecho el trabajo regula el precio. La segunda doctrina es verdadera sólo de un modo aproximado, según reconoce Locke. Nueve décimas partes del valor, dice, se deben al trabajo; pero de la otra décima parte no dice nada. Es el trabajo, asegura, el que establece en todo la diferencia de valor. Pone como ejemplo la tierra en la América ocupada por los indios, que casi no tiene ningún valor porque los indios no la cultivan. Parece no darse cuenta de que la tierra puede adquirir valor tan pronto como la gente esté dispuesta a trabajarla y antes de que realmente lo hayan hecho. Si tenemos un trozo de tierra desierta en el que otro encuentra petróleo, podemos venderlo por un buen precio sin hacer ningún trabajo en ella. Como era natural en su época, no piensa en tales contingencias, sino sólo en la agricultura. La propiedad del campesino, que favorece, es inaplicable a cosas tales como la minería en gran escala, que requiere aparatos costosos y muchos trabajadores.

El principio de que un hombre tiene derecho al producto de su propio trabajo es inútil en una civilización industrial. Supongamos que estamos empleados para hacer un trabajo en la fábrica de coches Ford: ¿cómo va nadie a calcular qué proporción del beneficio total se debe a nuestro trabajo? O supongamos que estamos empleados en una compañía ferroviaria en el transporte de mercancías: ¿quién puede decidir la parte que nos corresponde en la producción de las mercancías? Tales consideraciones han llevado a los que desean impedir la explotación del trabajo a abandonar el principio del derecho al producto de nuestro propio trabajo en favor de métodos más socialistas de la organización de la producción y de la distribución.

La teoría del valor del trabajo ha sido habitualmente defendida en oposición a una clase considerada como explotadora. Los escolásticos, en la medida en que la defendían, lo hacían por oposición a los usureros, que eran en su mayoría judíos. Ricardo la defendió en oposición a los terratenientes y Marx en oposición a los capitalistas. Pero Locke parece haberla sostenido en el vacío, sin hostilidad a ninguna clase. Su única hostilidad es contra los monarcas, pero esto no tiene relación con sus opiniones sobre el valor.

Algunas de las opiniones de Locke son tan extrañas que no veo la manera de hacerlas parecer razonables. Dice que un hombre no debe tener tantas ciruelas como para que se expongan a estropearse antes de que él y su familia se las puedan comer; pero puede tener tanto oro y tantos diamantes como pueda legalmente poseer porque el oro y los diamantes no se estropean. No se le ocurre que el hombre dueño de las ciruelas puede venderlas antes de que se le estropeen.

Insiste mucho en el carácter inalterable de los metales que, según dice, son la fuente del dinero y de la desigualdad de las fortunas. Parece, de un modo abstracto y académico, lamentar la desigualdad económica, pero ciertamente no piensa que sería más prudente tomar las medidas que pudieran impedirla. Sin duda estaba impresionado, como lo estaban todos los hombres de su tiempo, por los progresos de la civilización, debidos a los hombres ricos principalmente como protectores de las artes y de las letras. La misma actitud existe en la moderna América, donde la ciencia y el arte dependen en gran medida de la munificencia de los millonarios. Este hecho es la base de lo más respetable en el conservadurismo.

e) Frenos y equilibrios

La doctrina de que las funciones legislativa, ejecutiva y judicial deben mantenerse separadas, es característica del liberalismo, y surgió en Inglaterra en el curso de la resistencia contra los Estuardos y es claramente formulada por Locke, por lo menos en relación con los Poderes Legislativo y Ejecutivo. «El Legislativo y el Ejecutivo deben estar separados —dice— para evitar el abuso de Poder». Debe entenderse, como es natural, que cuando él habla de legislatura alude al Parlamento, y cuando del Ejecutivo, alude al rey; al menos esto es a lo que alude emocionalmente, sea lo que sea lo que lógicamente se proponga significar. Por consiguiente, considera al Legislativo virtuoso, mientras que el Ejecutivo es ordinariamente perverso.

«El Poder Legislativo —dice— debe ser supremo, salvo que ha de renovarlo la comunidad». Se sobreentiende que, como la Cámara inglesa de los Comunes, el Legislativo ha de ser elegido de tiempo en tiempo por voto popular. La condición de que el Legislativo ha de ser reelegido por el pueblo, si se toma en serio, condena la parte que atribuye la Constitución británica en el tiempo de Locke al rey y a los lores como partes del Poder Legislativo.

«En todos los Gobiernos bien constituidos —dice Locke— los poderes Legislativo y Ejecutivo están separados». Se presenta, por lo tanto, la cuestión: ¿qué ha de hacerse cuando se enfrentan? Si el Ejecutivo deja de convocar al Legislativo en las ocasiones señaladas, se nos dice, el Ejecutivo está en guerra con el pueblo y puede ser eliminado por la fuerza. Esto es claramente una opinión suscitada por lo ocurrido bajo Carlos I. De 1628 a 1640 éste trató de gobernar sin Parlamento; tales cosas, piensa Locke, deben impedirse, con la guerra civil si es necesario.

«La fuerza —dice— sólo debe oponerse a lo injusto y a la fuerza ilegítima». Este principio es inútil en la práctica, a menos que exista algún cuerpo con el derecho legal de pronunciar cuándo la fuerza es «injusta e ilegítima». El intento de Carlos I de cobrar el impuesto sobre los buques sin el consentimiento del Parlamento fue declarado por sus adversarios «injusto e ilegítimo», y para él era justo y legítimo. Sólo el resultado militar de la guerra civil probó que su interpretación de la Constitución fue errónea. Lo mismo ocurrió en la guerra civil americana. ¿Tenían los Estados derecho a separarse? Nadie lo sabía, y sólo la victoria del Norte decidió la cuestión. La creencia que hallamos en Locke y en muchos escritores de su tiempo, de que cualquier hombre honrado puede conocer lo que es justo y lícito, es una creencia inadmisible, o por la fuerza de los prejuicios de partido por ambos lados, o por la dificultad de establecer un tribunal, ya exteriormente o en la intimidad de la conciencia, capaz de pronunciarse autorizadamente sobre cuestiones enojosas. En la práctica, tales cuestiones, si son de suficiente importancia, se deciden simplemente por la fuerza, no por justicia ni ley.

En cierto modo, aunque en un lenguaje velado, Locke reconoce este hecho. «En una disputa entre el Legislativo y el Ejecutivo —dice— no hay, en ciertos casos, ningún juez bajo los cielos». Puesto que los cielos no hacen pronunciamientos explícitos, esto significa, en efecto, que sólo puede adoptarse una decisión por medio del combate, ya que se da por supuesto que el cielo dará la victoria a la mejor causa. Tal criterio es esencial a toda doctrina que divida el Poder gubernamental. Allí donde semejante doctrina está incorporada en la Constitución, el único modo de evitar una eventual guerra civil es practicar la transigencia y el buen sentido. Pero el compromiso y el buen sentido son hábitos de la mente y no pueden ser incorporados a una Constitución escrita.

Es sorprendente que Locke no diga nada acerca del Poder Judicial, cuestión palpitante en su tiempo. Hasta la revolución, los jueces podían ser depuestos por el rey en cualquier momento; consecuentemente, éstos condenaban a sus enemigos y perdonaban a sus amigos. Después de la revolución, los hicieron inamovibles, salvo por un mensaje de ambas Cámaras. Se pensaba que esto haría que sus decisiones estuvieran guiadas por la ley; de hecho, en los casos que implican espíritu de partido, sólo ha servido para sustituir el prejuicio del rey por el prejuicio del juez. Sea lo que sea, dondequiera que ha prevalecido el principio de frenos y equilibrios, el Poder Judicial se ha convertido en una tercera rama del Gobierno independiente, junto al Legislativo y al Ejecutivo. El ejemplo más notable es el Tribunal Supremo de Estados Unidos.

La historia de la doctrina de los frenos y equilibrios ha sido interesante.

En Inglaterra, país de su origen, se dirigía a limitar el Poder del rey, quien hasta la revolución, tenía completo dominio del ejército. Sin embargo, el Poder Ejecutivo fue haciéndose gradualmente dependiente del Parlamento, ya que era imposible que un Ministerio continuara en el Poder sin contar con una mayoría en la Cámara de los Comunes. El Ejecutivo resultó, en realidad, un comité elegido de hecho, aunque no en la forma, por el Parlamento, con la consecuencia de que los poderes Legislativo y Ejecutivo se fueron uniendo cada día más. Durante los últimos cincuenta años más o menos se efectuó un nuevo proceso, debido a la facultad de disolución del primer ministro y a la creciente rigidez de la disciplina de partido. La mayoría del Parlamento decide ahora qué partido ha de estar en el Poder, pero una vez decidido, no puede en la práctica decidir nada más. La legislación que se propone al Parlamento es difícilmente aprobada a menos que el Gobierno la presente. De este modo, el Gobierno es a la vez el Poder Legislativo y el Ejecutivo y su Poder está sólo limitado por la necesidad de celebrar elecciones generales en determinadas ocasiones. Este sistema es, sin duda, totalmente contrario a los principios de Locke.

En Francia, donde la doctrina fue predicada con gran fuerza por Montesquieu, la sostuvieron los partidos más moderados de la Revolución francesa, pero se echó en olvido temporal por la victoria de los jacobinos. Napoleón, como es natural, no tenía nada que hacer con ella, pero fue renovada en la Restauración, para desaparecer de nuevo con el advenimiento de Napoleón III. Volvió a tener vigencia otra vez en 1871 y condujo a la adopción de una Constitución en la que el presidente tenía muy poco Poder y el Gobierno no podía disolver las Cámaras. El resultado fue conceder considerable poder a la Cámara de Diputados, tanto contra el Gobierno como contra el electorado. Había más división de poderes que en la Inglaterra moderna, pero menos del que debía haber conforme a los principios de Locke, puesto que el Legislativo eclipsaba al Ejecutivo. Lo que la Constitución francesa será después de la última guerra es imposible de prever.

El principio de Locke de la división de poderes ha hallado su más plena aplicación en los Estados Unidos, donde el presidente y el Congreso son totalmente independientes entre sí y el Tribunal Supremo independiente de ambos. De modo inadvertido, la Constitución hizo del Tribunal Supremo una rama del Legislativo, puesto que nada puede llegar a ser ley si el Tribunal Supremo dice que no. El hecho de que sus poderes sean nominalmente sólo interpretativos aumenta, en realidad, dichos poderes, puesto que hace difícil criticar lo que se supone son decisiones puramente legales. Dice mucho en favor de la sagacidad política de los americanos el hecho de que su Constitución sólo haya llevado una vez a un conflicto armado.

La filosofía política de Locke fue, en conjunto, adecuada y útil hasta la revolución industrial. Desde entonces, ha sido cada vez más incapaz de resolver los problemas importantes. El Poder de la propiedad, vinculado a grandes corporaciones, ha crecido más allá de lo imaginado por Locke. Las funciones necesarias del Estado —por ejemplo, en educación— han aumentado enormemente. El nacionalismo ha producido una alianza, a veces una amalgama, del Poder económico con el político, haciendo de la guerra el principal medio de competencia. El simple ciudadano aislado no tiene ya el Poder y la independencia que tenía en las especulaciones de Locke. Nuestra época es una época de organización y sus conflictos se dan entre organizaciones, no entre individuos aislados. El estado de naturaleza, como dice Locke, existe aún entre los Estados. Es necesario un nuevo contrato social internacional para que podamos gozar los prometidos beneficios del Gobierno. Una vez que haya sido creado un Gobierno internacional, gran parte de la filosofía política de Locke será aplicable de nuevo, aunque no la de la propiedad privada.