La teoría del conocimiento de Locke
John Locke (1632-1704) es el apóstol de la revolución de 1688, la más moderada y feliz de las revoluciones. Sus objetivos eran modestos, pero se lograron perfectamente y desde entonces no ha sido necesaria en Inglaterra ninguna revolución. Locke incorpora fielmente su espíritu y la mayoría de sus obras aparecieron poco después de 1688. Su obra principal de filosofía teórica, el Ensayo sobre el entendimiento humano, fue terminada en 1687 y publicada en 1690. Su Primera carta sobre la tolerancia fue originariamente publicada en latín en 1689, en Holanda, adonde Locke había considerado prudente retirarse en 1683. Dos nuevas cartas sobre la Tolerancia fueron publicadas en 1690 y 1692. Sus dos Tratados sobre el Gobierno obtuvieron la licencia de impresión en 1689 y se publicaron poco después. Su libro sobre Educación se publicó en 1693. Aunque su vida fue larga, todos los escritos suyos que tuvieron influencia se elaboraron en los seis años que median entre 1687 y 1693. Las revoluciones triunfantes son estimulantes para los que creen en ellas.
El padre de Locke era un puritano que combatió al lado del Parlamento. En la época de Cromwell, cuando Locke estaba en Oxford, la universidad era todavía escolástica en su filosofía; a Locke le molestaban el escolasticismo y el fanatismo de los independientes. Estuvo muy influido por Descartes. Se hizo médico y su protector fue lord Shaftesbury, el Achitophel de Dryden. Locke huyó a Holanda con Shaftesbury, en 1683, y permaneció allí hasta la revolución. Después de la revolución, excepto unos cuantos años durante los cuales estuvo empleado en la Junta de Comercio, dedicó su vida al trabajo literario y a las numerosas controversias suscitadas por sus libros.
Los años anteriores a la revolución de 1688, cuando Locke no podía, sin grave riesgo, tomar parte, teórica o prácticamente, en la política inglesa, los consagró a componer su Ensayo sobre el entendimiento humano. Ésta es su obra más importante y en la que su fama se basa con más firmeza; pero su influencia en la filosofía política fue tan grande y tan duradera que debe ser considerado como el fundador del liberalismo filosófico tanto como del empirismo en la teoría del conocimiento.
Locke es el más afortunado de todos los filósofos. Completó su obra de filosofía teórica justamente en el momento en que el Gobierno de su país caía en manos de hombres que compartían sus opiniones políticas. Tanto en la práctica como en la teoría, los puntos de vista que sostenía fueron mantenidos, durante muchos años, por los más vigorosos e influyentes políticos y filósofos. Sus doctrinas políticas, con los desarrollos debidos a Montesquieu, están incorporadas a la Constitución americana y las vemos entrar en acción siempre que hay una disputa entre el presidente y el Congreso. La Constitución británica estuvo basada en sus doctrinas hasta hace poco más de cincuenta años, y lo mismo ocurría con la que adoptaron los franceses en 1871.
Su inmensa influencia en la Francia del siglo XVIII se debió principalmente a Voltaire, que pasó de joven algún tiempo en Inglaterra, e interpretó las ideas inglesas a sus compatriotas en las Lettres philosophiques. Los filósofos y los reformadores moderados le siguieron; los revolucionarios extremados siguieron a Rousseau. Sus seguidores franceses, acertada o equivocadamente, creían en una relación íntima entre su teoría del conocimiento y su política.
En Inglaterra esta conexión es menos evidente. De sus dos seguidores más eminentes, Berkeley carecía políticamente de importancia, y Hume era un conservador que expresó sus opiniones reaccionarias en su Historia de Inglaterra. Pero después del tiempo de Kant, cuando el idealismo alemán empezó a influir en el pensamiento inglés, hubo de nuevo una conexión entre la filosofía y la política; en general, los filósofos que seguían a los alemanes eran conservadores, mientras que los benthamistas, radicales, estaban dentro de la tradición de Locke. Sin embargo, la correlación no era invariable: T. H. Green, por ejemplo, era liberal, pero idealista.
No solamente las opiniones válidas de Locke, sino incluso sus errores, eran útiles en la práctica. Tómese, por ejemplo, su doctrina respecto a las cualidades primarias y secundarias. Las cualidades primarias se definen como inseparables del cuerpo, y son la solidez, la extensión, la figura, el movimiento o quietud y el número. Las cualidades secundarias son todas las demás: color, sonidos, olores, etc. Las cualidades primarias —sostiene Locke— están realmente en los cuerpos; las cualidades secundarias, por el contrario, están sólo en el percipiente. Sin el ojo no habría colores; sin el oído no habría sonidos, y así sucesivamente. Para el criterio de Locke sobre las cualidades secundarias hay buenas razones: la ictericia, las gafas azules, etc. Pero Berkeley señaló que los mismos argumentos son aplicables a las cualidades primarias. A partir de Berkeley, el dualismo de Locke sobre este punto ha quedado desplazado filosóficamente. No obstante, siguió dominando en la física práctica hasta la aparición de la teoría de los cuantos, en nuestro tiempo. No sólo se daba por supuesto, explícita o tácitamente, por los físicos, sino que resultó fecundo como origen de muchos descubrimientos muy importantes. La teoría de que el mundo físico consiste sólo en materia en movimiento fue la base de las teorías aceptadas del sonido, la luz, el calor y la electricidad. Pragmáticamente, la teoría fue útil, por errónea que pudiera haber sido de modo teórico. Esto es típico de las doctrinas de Locke.
La filosofía de Locke, según se muestra en el Ensayo, tiene en conjunto ciertos méritos y ciertos deméritos. Ambos fueron útiles: los deméritos son tales sólo desde el punto de vista teórico. Él es siempre razonable y está siempre dispuesto a sacrificar la lógica antes que llegar a ser paradójico. Enuncia principios generales que, como el lector difícilmente dejará de captar, pueden llevar a consecuencias extrañas; pero cada vez que estas consecuencias extrañas están a punto de aparecer, Locke se abstiene suavemente de sacarlas. Para un lógico, esto es irritante; para un hombre práctico, es una prueba de juicio sólido. Como el mundo es lo que es, está claro que el razonamiento válido partiendo de principios sanos no puede llevar el error. Pero un principio puede ser tan verdadero aproximadamente como para merecer el respeto teórico y, sin embargo, puede conducir a consecuencias prácticas que sentimos absurdas. Hay, por consiguiente, una justificación para el sentido común en filosofía, pero sólo mostrando que nuestros principios teóricos no pueden ser enteramente correctos mientras sus consecuencias sean condenadas apelando al sentido común que experimentamos como algo irresistible. El teórico puede replicar que el sentido común no es más infalible que la lógica. Pero esta réplica, aunque hecha por Berkeley y Hume, hubiera sido totalmente extraña al temple intelectual de Locke.
Una característica de Locke, que trascendió de él a todo el movimiento liberal, es la carencia de dogmatismo. Toma unas cuantas certezas de sus predecesores: nuestra propia existencia, la existencia de Dios y la verdad de las matemáticas. Pero siempre que sus doctrinas difieren de las de sus antecesores, su efecto es mostrar que la verdad es difícil de averiguar, y que un hombre razonable debe sostener sus opiniones con cierta dosis de duda. Este temple de espíritu está obviamente relacionado con la tolerancia religiosa, con el éxito de la democracia parlamentaria, con el laissez-faire, y con todo el sistema de máximas liberales. Aunque es un hombre profundamente religioso, un devoto creyente en el cristianismo, que acepta la revelación como fuente del conocimiento, pone, sin embargo, a las revelaciones declaradas cierta valla de defensas racionales. En una ocasión dice: «El testimonio escueto de la revelación es la más alta certeza», pero en otra dice: «La revelación debe ser juzgada por la razón». De este modo, al final, la razón continúa siendo lo supremo.
Su capítulo «Del entusiasmo» es instructivo a este respecto. Entusiasmo no tenía entonces el mismo significado que ahora; significaba la creencia en una revelación personal a un cabecilla religioso o a sus seguidores. Era una característica de las sectas derrotadas en la Restauración. Cuando hay una multiplicidad de estas revelaciones personales, incompatibles unas con otras, la verdad, o lo que pasa por tal, se hace puramente personal y pierde su carácter social. El amor a la verdad, que Locke considera esencial, es una cosa muy diferente del amor a una doctrina particular proclamada como la verdad. Una muestra inequívoca del amor a la verdad, dice, es «no sostener ninguna proposición con mayor seguridad que la que permiten las pruebas con que ha sido elaborada». El apresuramiento en el dictamen, dice, muestra falta de amor a la verdad. «El entusiasmo, que abate la razón, es capaz de erigir la revelación sin ella; con lo cual, de hecho, elimina a la vez a la razón y a la revelación y pone en su lugar las fantasías sin base del cerebro de un hombre». Los hombres que sufren de melancolía o manías propenden a tener «síntomas de un contacto inmediato con Dios». A consecuencia de esto, las acciones y opiniones extrañas sufren la sanción divina, lo que halaga «la pereza de los hombres, su ignorancia y su vanidad». Concluye el capítulo con la máxima ya citada de que «la revelación debe ser juzgada por la razón».
Lo que Locke entiende por razón ha de ser colegido de todo su libro. Hay, sin duda, un capítulo titulado «De la razón», pero está dedicado principalmente a probar que la razón no consiste en el razonamiento silogístico, y se resume en la frase: «Dios no ha sido tan mezquino con los hombres como para hacerlos escuetamente unas criaturas bípedas y dejar a Aristóteles que los hiciera racionales». La razón, según usa Locke este término, consiste en dos partes: primera, una indagación respecto a las cosas que podemos conocer con certeza; segunda, una investigación de las proposiciones que es cuerdo aceptar en la práctica, aunque tengan sólo la probabilidad y no la certeza en su favor. «Los motivos de probabilidad son dos: conformidad con nuestra propia experiencia o el testimonio de la experiencia de otro». El rey de Siam, observa, dejó de creer lo que los europeos le contaban cuando mencionaron el hielo.
En su capítulo «De los grados del asentimiento» dice que el grado de asentimiento a una proposición debe depender de las causas de probabilidad que haya en su favor. Después de indicar que nosotros debemos actuar con frecuencia basándonos en probabilidades que distan poco de la certeza, dice que el recto uso de esta consideración «es la caridad e indulgencia mutuas. Puesto que es inevitable que la mayor parte de los hombres, si no todos, tengan varias opiniones, sin pruebas ciertas e indudables de su verdad; y es causa de que se les dé una reputación demasiado grande de ignorancia, ligereza o necedad a los hombres que dejan y renuncian a sus primitivos dogmas ante la fuerza de un argumento al que no pueden inmediatamente contestar demostrando su insuficiencia; convendría, a mi juicio, a todos los hombres mantener la paz y los oficios comunes de humanidad y amistad en la diversidad de opiniones, puesto que no podemos razonablemente esperar que cualquiera se ofrezca con diligencia y servicialmente a dejar su propia opinión y a abrazar la nuestra con una resignación ciega a una autoridad que el entendimiento del hombre no reconoce. Pues aunque pueda a menudo equivocarse, no puede reconocer otra guía que la razón, ni someterse ciegamente a la voluntad y dictados de otro. Si el que queréis traer a vuestras opiniones es una persona que examina antes de asentir, debéis darle la posibilidad, a su gusto, de que vuelva a examinar las razones y, evocando lo que está fuera de su mente, examine los detalles, para ver de qué lado está la ventaja; y si él no encuentra argumentos de bastante peso para meterse otra vez en tantos trabajos, eso y no otra cosa solemos hacer nosotros en caso parecido; y nosotros tomaríamos a mal si otros nos prescribieran qué puntos debíamos estudiar: y si es de los que desean hacer creer en sus opiniones, ¿cómo podemos imaginar que habría de renunciar a los principios que el tiempo y la costumbre han establecido de tal forma en su mente que él los cree evidentes y de una certeza indudable; o considera como impresiones que ha recibido del mismo Dios, o de los hombres enviados por Él? ¿Cómo podemos esperar, digo, que opiniones así afincadas sean abandonadas ante los argumentos o la autoridad de un extraño o adversario, particularmente si hay alguna sospecha de interés o designio, como nunca deja de ocurrir cuando los hombres se hallan mal tratados? Haríamos mejor en apiadarnos de nuestra mutua ignorancia y en tratar de eliminarla por todos los buenos procedimientos y de información a nuestro alcance, y no en tratar mal a los otros como obstinados y perversos porque no renuncian a sus opiniones y aceptan las nuestras, o por lo menos las que tratamos de hacerles aceptar, cuando es más que probable que nosotros no seamos menos obstinados al no abrazar alguna de las suyas. Pues ¿dónde está el hombre que tenga incontestable evidencia de la verdad de todo lo que sostiene, o de la falsedad de todo lo que condena, o pueda decir que ha examinado de arriba abajo sus propias opiniones o las de los otros? La necesidad de creer sin saber, es decir, a menudo con razones muy débiles, en este efímero estado de acción y ceguera en que estamos, debía hacernos más afanosos y cuidadosos en informarnos que en coaccionar a los otros… Hay razón para pensar que si los hombres estuvieran mejor instruidos tendrían menos afán de imponerse a los otros».[13]
Sólo me he ocupado hasta ahora de los últimos capítulos del Ensayo, donde Locke saca la consecuencia moral de su anterior investigación teórica de la naturaleza y limitaciones del conocimiento humano. Es hora ya de examinar lo que tiene que decirnos sobre esta cuestión más puramente filosófica.
Locke, por lo general, desdeña la metafísica. A propósito de alguna especulación de Leibniz, escribe a un amigo: «Usted y yo estamos bastante hartos de este tipo de enredos». El concepto de sustancia, que dominaba en la metafísica de su tiempo, lo considera vago e inútil, pero no se aventura a rechazarlo del todo. Admite la validez de los argumentos metafísicos de la existencia de Dios, pero no se detiene en ellos, y parece sentirse algo molesto con los mismos. Siempre que expresa ideas nuevas y no repite meramente las tradicionales, piensa en cuestión de detalles, más que en largas abstracciones. Su filosofía es fragmentaria, como la obra científica, no estatuaria y toda de una pieza como los grandes sistemas continentales del siglo XVII.
Locke puede ser considerado como el fundador del empirismo, la doctrina de que todo nuestro conocimiento (con la posible excepción de la lógica y de las matemáticas) deriva de la experiencia. De acuerdo con esto, en el libro I del Ensayo se ocupa de razonar, contra Platón, Descartes y los escolásticos: no hay ninguna idea ni principio innato. En el libro II se dedica a mostrar, en detalle, de qué forma da origen la experiencia a las diversas clases de ideas. Habiendo rechazado las ideas innatas, dice:
«Supongamos, pues, que la mente es, como si dijéramos, papel blanco, sin nada escrito, sin ninguna idea; ¿de qué forma se llena? ¿De dónde viene ese vasto almacén, que la afanosa e ilimitada fantasía del hombre ha pintado con una variedad infinita? ¿De dónde proceden todos los materiales de la razón y del conocimiento? A esto responderé con una palabra: de la experiencia; en ella está fundada todo nuestro saber y de ella deriva, en definitiva» (lib. II, cap. I, sec. 2).
Nuestras ideas derivan de dos fuentes: a) sensación, y b) percepción de la operación de nuestra propia mente, que puede llamarse «sentido interno». Puesto que solamente podemos pensar por medio de ideas y puesto que las ideas vienen de la experiencia, es evidente que nada de nuestro conocimiento puede ser anterior a la experiencia.
La percepción, dice, es «el primer paso y grado hacia el conocimiento y la penetración de todos los materiales del mismo». Esto puede parecer, para un moderno, casi una perogrullada, puesto que ha llegado a formar parte del sentido común formado, por lo menos en los países de habla inglesa. Pero en su época se suponía que la mente conocía toda clase de cosas a priori, y la completa dependencia del conocimiento de la percepción, que él proclamaba, era una doctrina nueva y revolucionaria. Platón, en el Teetetes, se había entregado a la tarea de refutar la identificación del conocimiento con la percepción, y a partir de entonces casi todos los filósofos, hasta Descartes inclusive y Leibniz, habían enseñado que gran parte de nuestro conocimiento más valioso no derivaba de la experiencia. El empirismo completo de Locke era, por tanto, una audaz innovación.
El libro III del Ensayo trata de las palabras, y se ocupa, en lo esencial, de mostrar que lo que la metafísica presenta como saber acerca del mundo es puramente verbal. El capítulo III, «De los términos generales», adopta una posición nominalista extrema en la cuestión de los universales. Todas las cosas que existen son particulares, pero nosotros podemos formar ideas generales, tales como hombre, que son aplicables a muchos particulares, y a estas ideas generales les podemos dar nombres. Su generalidad consiste solamente en el hecho de que son, o pueden ser, aplicables a una variedad de cosas particulares; en su propio ser, como ideas de nuestras mentes, son tan particulares como todo lo demás que existe.
El capítulo VI del libro III, «De los nombres de sustancias», se dedica a refutar la doctrina escolástica de la esencia. Las cosas pueden tener una esencia real, que consistirá en su constitución física, pero ésta es, en lo fundamental, desconocida para nosotros y no es la esencia de que hablan los escolásticos. La esencia, como nosotros podemos conocerla, es puramente verbal; consiste meramente en la definición de un término general. Argüir, por ejemplo, respecto a si la esencia del cuerpo es sólo extensión, o es extensión más solidez, es razonar sobre palabras: podemos definir la palabra cuerpo de otro modo, y no puede resultar ningún daño mientras nos adhiramos a nuestra definición. Las distintas especies no son un hecho de la naturaleza, sino del lenguaje; son «ideas complejas distintas con distintos nombres adheridos a ellas». Hay, es cierto, cosas diferentes en la Naturaleza, pero las diferencias proceden por graduaciones continuas: «Los confines de las especies, en que los hombres las clasifican, son hechos por los hombres». Procede a dar ejemplos de monstruos, sobre los cuales era dudoso si eran hombres o no. Este punto de vista no fue aceptado, generalmente, hasta que Darwin persuadió a los hombres a que adoptaran la teoría de la evolución por cambios graduales. Sólo quienes han permitido que los abrumen los escolásticos, se darán cuenta de la cantidad de balumba metafísica que esto arrastró consigo.
El empirismo y el idealismo se enfrentan, a la vez, con un problema al que, hasta ahora, la filosofía no ha encontrado ninguna solución satisfactoria: el de mostrar cómo tenemos conocimiento de otras cosas distintas de nosotros mismos y las operaciones de nuestra propia mente. Locke considera este problema, pero lo que expresa es claramente insuficiente. En un lugar[14] nos dice: «Puesto que la mente, en todos sus pensamientos y razonamientos, no tiene otro objeto inmediato que sus propias ideas, que ella sola contempla o puede contemplar, es evidente que nuestro conocimiento sólo trata de ellas». Y, asimismo: «El conocimiento es la percepción del acuerdo o desacuerdo entre dos ideas». De esto parecería seguirse inmediatamente que nosotros no podemos saber de la existencia de otras personas, o del mundo físico, pues éstos, si existen, no son meramente ideas de una mente. Cada uno de nosotros, por consiguiente, en lo que al conocimiento se refiere, debe estar encerrado en sí mismo y aislado de todo contacto con el mundo exterior.
Esto, sin embargo, es una paradoja, y Locke no tiene nada que hacer con las paradojas. En vista de ello, en otro capítulo, expone una teoría distinta, completamente incompatible con la anterior. Tenemos, nos dice, tres clases de conocimiento de la existencia real. El conocimiento de nuestra propia existencia es intuitivo, el de la existencia de Dios es demostrativo y el de las cosas presentes al sentido es sensitivo. (Lib. IV, cap. III).
En el capítulo siguiente se da cuenta más o menos de la incompatibilidad. Insinúa que alguien podría decir: «Si el conocimiento consiste en el acuerdo de ideas, el entusiasta y el sensato están en un mismo nivel». Y replica: «No es así como las ideas concuerdan con las cosas». Procede a razonar que todas las ideas simples tienen que concordar con cosas, puesto que «la mente, según hemos demostrado, no puede de ningún modo elaborar para sí» ideas simples, pues son todas «el producto de cosas que operan sobre la mente de un modo natural». Y en lo que respecta a las ideas complejas de sustancias «todas nuestras ideas complejas de ellas han de ser tales, y solamente tales, que estén formadas por las simples que se ha descubierto y coexisten en la Naturaleza». De nuevo, no podemos tener ningún conocimiento, excepto: primero, por intuición; segundo, por la razón, examinando el acuerdo o desacuerdo de dos ideas; tercero, «por sensación, percibiendo la existencia de cosas particulares» (lib. IV, cap. III, sec. 2).
En todo esto, Locke da por sabido que ciertos sucesos mentales, que él llama sensaciones, tienen causas exteriores a nosotros, y que estas causas, al menos en cierta medida y en ciertos aspectos, se asemejan a las sensaciones que son efectos suyos. Pero ¿de qué forma, compatible con los principios del empirismo, se conocen? Nosotros experimentamos las sensaciones, pero no sus causas; nuestra experiencia será exactamente la misma si nuestras sensaciones surgen espontáneamente. La creencia de que las sensaciones tienen causas y, aún más, la creencia de que se asemejan a sus causas, es una creencia que, de ser mantenida, ha de serlo sobre razones totalmente independientes de la experiencia. La opinión de que «el conocimiento es la percepción del acuerdo o desacuerdo entre dos ideas» es la única que Locke tiene derecho a sostener, y su evasión de las paradojas que entraña, la efectúa por medio de una contradicción tan grosera que sólo su firme adhesión al sentido común pudo haberle cerrado los ojos.
Esta dificultad ha perturbado al empirismo hasta hoy. Hume se desembarazó de ella lanzando la suposición de que las sensaciones tienen causas exteriores, pero retenía, incluso, esta suposición siempre que olvidaba sus propios principios, lo que ocurría muy a menudo. Su máxima fundamental —«ninguna idea sin una impresión anterior»—, que toma de Locke, es sólo aceptable mientras hablemos de impresiones que tengan causas externas, lo que la misma palabra impresión sugiere de modo irresistible. Y en los momentos en que Hume logra cierto grado de consecuencia es extrañamente paradójico.
Nadie ha inventado todavía una filosofía que sea a la vez creíble y consecuente consigo misma. Locke apuntaba a la credibilidad, y la logró a expensas de la consecuencia. La mayoría de los filósofos han hecho lo contrario. Una filosofía que no es consecuente consigo misma no puede ser totalmente verdadera, pero una filosofía que es consecuente puede muy bien ser completamente falsa. Las filosofías más fecundas han contenido notorias inconsecuencias, pero por esa misma razón han sido parcialmente verdaderas. No hay ninguna razón para suponer que un sistema consecuente consigo mismo contenga más verdad, como el de Locke, notoriamente más o menos erróneo.
Las doctrinas éticas de Locke son interesantes, en parte por sí mismas, en parte como una anticipación a las de Bentham. Cuando hablo de sus doctrinas éticas, no aludo con ello a su disposición moral como hombre práctico, sino a sus doctrinas generales sobre cómo los hombres actúan y cómo debían actuar. Como Bentham, Locke era un hombre lleno de sentimientos benévolos. Sin embargo, sostenía que todo el mundo (incluido él mismo) debía siempre moverse en la acción, solamente por el deseo de su propio placer o felicidad. Unas cuantas citas lo pondrán de relieve.
«Las cosas son buenas o malas sólo en relación con el placer o el dolor. Lo que llamamos bueno es lo apto para producir o aumentar el placer o disminuir el dolor en nosotros».
«¿Qué mueve al deseo? Respondo: la felicidad, y sólo esto».
«La felicidad, en su pleno significado, es el mayor placer de que somos capaces».
«La necesidad de buscar la verdadera felicidad (es) el fundamento de toda libertad».
«La preferencia del vicio a la virtud (es) un manifiesto juicio erróneo».
«El gobierno de nuestras pasiones (es) el recto perfeccionamiento de la libertad».[15]
La última afirmación parecería estar basada en la doctrina de los premios y castigos del otro mundo. Dios ha establecido ciertas normas morales; los que las siguen van al Cielo, y los que las quebrantan se exponen a ir al infierno. El buscador de placeres prudente será, por consiguiente, virtuoso. Con la decadencia de creer que el pecado conduce al infierno, se ha hecho más difícil elaborar un argumento puramente personal en favor de una vida virtuosa. Bentham, libre pensador, puso al legislador humano en el lugar de Dios: correspondía a las leyes e instituciones sociales establecer una armonía entre los intereses públicos y los privados, de modo que cada hombre, al perseguir su propia felicidad, se viera impelido a trabajar por la felicidad general. Pero esto es menos satisfactorio que la conciliación de los intereses públicos y privados efectuada por medio de Cielo e infierno, pues los legisladores no son siempre sabios o virtuosos y los gobiernos humanos no son omniscientes.
Locke debe admitir, lo que es notorio, que los hombres no actúan siempre de suerte que, conforme a un cálculo racional, obtengan el máximo de placer. Nosotros valoramos el placer presente más que el futuro, y el placer del futuro próximo más que el del futuro remoto. Puede decirse —esto no lo dijo Locke— que la proporción del interés es una medida cuantitativa del descuento general de placeres futuros. Si la perspectiva de gastar mil libras al año fuera tan deliciosa como el pensamiento de gastarlas hoy, yo no tendría que pagar por aplazar mi placer. Locke admite que creyentes devotos cometan a menudo pecados que, conforme a su credo, los ponen en peligro de ir al infierno. Todos conocemos a personas que tardan en ir al dentista más tiempo que si estuvieran empeñadas en la búsqueda racional del placer. De este modo, aun en el caso de que el placer de evitar el dolor sea nuestro motivo, debe añadirse que los placeres pierden su atractivo y los dolores su aspecto terrorífico en proporción a su distancia en el futuro.
Puesto que es sólo a la larga como, según Locke, coinciden el interés particular y el general, es importante que los hombres se guíen, en cuanto sea posible, por sus intereses a larga distancia. Es decir, los hombres debían ser prudentes. La prudencia es la única virtud que debe seguir predicándose, pues cada decadencia de la virtud es una falta de prudencia. La insistencia en la prudencia es característica del liberalismo. Esto se relaciona con la aparición del capitalismo, pues el prudente se hace rico mientras que el imprudente se empobrece. También se relaciona con ciertas formas de piedad protestante: la virtud con perspectivas de Cielo, psicológicamente se asemeja mucho a ahorrar con vistas a una inversión.
La creencia en la armonía entre los intereses públicos y privados es característica del liberalismo, y persistió con mucho al fundamento teológico que tenía en Locke.
Locke afirma que la libertad se basa en la necesidad de perseguir la verdadera felicidad y en el dominio de nuestras pasiones. Esta opinión la deduce de su doctrina de que los intereses privados y públicos son idénticos a la larga, aunque no necesariamente en períodos cortos. Se sigue de esta doctrina que, dada una comunidad de ciudadanos en la que todos sean piadosos y prudentes, actuarán, admitida la libertad, de modo que fomente el bien general. No habrá ninguna necesidad de leyes humanas para coaccionarlos, puesto que las divinas serán suficientes. El hasta ahora hombre virtuoso que se siente tentado a convertirse en un forajido, se dirá a sí mismo: «Yo podría evadirme del castigo del juez humano, pero no del castigo del Divino Juez». En vista de ello renunciará a sus planes perversos o vivirá tan virtuosamente como si tuviera la seguridad de ser cogido por la policía. La libertad jurídica, por tanto, sólo es completamente posible cuando la prudencia y la piedad sean universales; en otro caso las coerciones impuestas por la ley penal son indispensables.
Locke afirma repetidamente que la moral es susceptible de demostración, pero no desarrolla su idea todo lo plenamente que fuera de desear. El pasaje más importante es:
«La moral, susceptible de demostración. La idea de un Ser Supremo, infinito en poder, bondad y sabiduría, cuya obra somos y del cual dependemos, y la idea de nosotros mismos como seres racionales, capaces de entendimiento, estando como está tan clara en nosotros, proporcionarían, supongo, si fueran debidamente consideradas y proseguidas, tales fundamentos de nuestro deber y de las normas de nuestras acciones, que podrían colocar la moral entre las ciencias susceptibles de demostración; donde, no me cabe duda, por proposiciones evidentes, por consecuencias necesarias, tan incontestables como las de las matemáticas, las medidas de lo lícito y de lo ilícito aparecerían claras para cualquiera que las aplicara con la misma indiferencia y atención a ella, con que lo hace en las demás ciencias. La relación de otros modos puede ciertamente captarse, tanto como las del número y extensión, y no puedo comprender por qué no serían tan capaces de demostración, si se idearan los métodos debidos para examinar su acuerdo o desacuerdo. “Donde no hay propiedad, no hay injusticia”, es una proposición tan cierta como una demostración de Euclides, pues siendo la idea de propiedad un derecho a algo, y siendo la idea a que se da el nombre de injusticia la invasión o violación de ese derecho, es evidente que, establecidas así estas ideas y vinculados estos nombres a ellas, yo puedo conocer tan ciertamente que esta proposición es cierta como la de que un triángulo tiene tres ángulos que valen dos rectos. Asimismo: “Ningún Gobierno permite la libertad absoluta”; siendo la idea de Gobierno el establecimiento de la sociedad sobre ciertas normas o leyes, que requieren la conformidad a las mismas, y siendo la idea de libertad absoluta la de que cada uno haga lo que le plazca, soy tan capaz de percatarme de la certeza de la verdad de esta proposición como de cualquier proposición matemática».[16]
Este pasaje es desconcertante porque, al principio, parece hacer las normas morales dependientes de los decretos de Dios, mientras que los ejemplos sugieren que las normas morales son analíticas. Supongo que, de hecho, Locke consideraba algunas partes de la ética, analíticas, y otras dependientes de los decretos de Dios. Otro enigma es que los ejemplos dados no parecen ser proposiciones morales.
Hay otra dificultad que desearíamos examinar. Se sostiene, generalmente, por los teólogos que los decretos de Dios no son arbitrarios, sino que están inspirados por Su bondad y sabiduría. Esto requiere que haya algún concepto de bondad anterior a los decretos de Dios, que le haya llevado a dar justamente esos decretos y no otros. Lo que este concepto pueda ser, es imposible descubrirlo en Locke. Lo que dice es que un hombre prudente obrará de tal y cual manera, pues de otro modo Dios lo castigaría, pero nos deja completamente a oscuras por qué el castigo está vinculado a ciertos actos más que a sus contrarios.
Las doctrinas éticas de Locke no son, desde luego, defendibles. Aparte del hecho de que hay algo que choca en un sistema que considera la prudencia como la única virtud, hay otras objeciones, menos emocionales, a sus teorías.
En primer lugar, decir que los hombres sólo desean el placer es poner el carro delante del caballo. Desee lo que se me ocurra, sentiré placer en obtenerlo; pero en general, el placer se debe al deseo, no el deseo al placer. Es posible, como les ocurre a los masoquistas, desear el dolor; en ese caso, hay placer aun en la satisfacción del deseo, pero está mezclado con su contrario. Incluso en la propia doctrina de Locke, no es el placer como tal lo que es deseado, puesto que un placer próximo es más deseado que un placer remoto. Si la moral ha de derivarse de la psicología del deseo, como Locke y sus discípulos intentan, no puede haber ninguna razón para pedir la privación de los placeres ausentes o para presentar la prudencia como un deber moral. Su argumento, en pocas palabras, es: «Nosotros sólo deseamos el placer. Pero de hecho, muchos hombres desean, no el placer como tal, sino el placer próximo. Esto contradice nuestra doctrina de que ellos desean el placer como tal, y es, por consiguiente, malo». Casi todos los filósofos, en sus sistemas éticos, presentan primero una falsa doctrina y luego arguyen que la perversión consiste en actuar de un modo que prueba que ésta es falsa, lo que sería imposible si la doctrina fuera verdadera. Locke ofrece un ejemplo de este tipo.