Liberalismo filosófico
La aparición del liberalismo, en política y en filosofía, proporciona material para el estudio de una cuestión muy general e importante, a saber: ¿cuál ha sido la influencia de las circunstancias políticas y sociales en los pensamientos de eminentes y originales pensadores e, inversamente, cuál ha sido la influencia de estos hombres en el posterior desenvolvimiento político y social?
Dos errores opuestos, comunes ambos, han de evitarse a este respecto. Por una parte, los hombres más familiarizados con los libros que con los negocios propenden a exagerar la influencia de los filósofos. Cuando ven algún partido político que se declara inspirado por la doctrina de Fulano de Tal, piensan que las acciones de este partido son atribuibles a Fulano de Tal, mientras que, con no poca frecuencia, al filósofo sólo se declara porque recomienda lo que el partido hubiera hecho en todo caso. Los autores de libros, hasta hace poco, han exagerado casi toda la eficiencia de sus predecesores en el mismo oficio. Pero, inversamente, ha surgido un nuevo error por reacción contra el antiguo, y consiste en considerar a los teorizantes casi como productos pasivos de las circunstancias y que apenas han tenido influencia en el curso de los acontecimientos. Las ideas, según este modo de ver, son la espuma que aparece en la superficie de las corrientes profundas, determinadas por causas materiales y técnicas; los cambios sociales se deben tanto al pensamiento como la corriente de un río a las burbujas que indican su dirección a un observador. Por mi parte, creo que la verdad se halla entre estos dos extremos. Entre las ideas y la vida práctica, como en todo lo demás, hay una acción recíproca; preguntar cuál es la causa y cuál es el efecto, es tan fútil como el problema de la gallina y del huevo. No perderé tiempo en un análisis de esta cuestión en abstracto, sino que he de considerar históricamente un caso importante de la cuestión general, o sea el desarrollo del liberalismo y sus consecuencias desde el final del siglo XVII hasta el momento presente.
El primitivo liberalismo fue un producto de Inglaterra y Holanda y tenía ciertas características muy marcadas. Defendía la tolerancia religiosa; era protestante, pero de índole más liberal que fanática; consideraba las guerras de religión como una necedad. Valoró el comercio y la industria y favoreció la subida de la clase media más que la monarquía y la aristocracia; tenía inmenso respeto por los derechos de propiedad, especialmente cuando ésta había sido acumulada por los esfuerzos de su dueño. El principio hereditario, aunque no rechazado, vio restringido su alcance más de lo que lo había sido anteriormente; en particular, el derecho divino de los reyes fue rechazado en favor del criterio de que toda comunidad tiene derecho, por lo menos inicialmente, a escoger su propia forma de Gobierno. Implícitamente, la tendencia del liberalismo primitivo era hacia una democracia moderada por el derecho de propiedad. Había la creencia —al principio no del todo explícita— de que todos los hombres nacen iguales y de que sus desigualdades posteriores son un producto de las circunstancias. Esto llevó a dar una gran importancia a la educación como cosa opuesta a las características congénitas. Había cierto resquemor contra el Gobierno, porque los gobiernos estaban casi en todas partes en manos del rey o de la aristocracia, quienes raramente comprendían o respetaban las necesidades de los comerciantes, pero este resquemor estaba refrenado por la esperanza de que el entendimiento y el respeto necesarios se lograrían antes de pasar mucho tiempo.
El liberalismo primitivo era optimista, activo y filosófico, porque representaba fuerzas crecientes que parecía iban a obtener la victoria sin gran dificultad y traer con ella grandes beneficios a la humanidad. Era opuesto a todo lo medieval, tanto en filosofía como en política, porque las teorías medievales habían sido utilizadas para sancionar los poderes de la Iglesia y del rey, para justificar la persecución e impedir el desarrollo de la ciencia, mas era igualmente opuesto a los entonces modernos fanatismos de calvinistas y anabaptistas. Necesitaba poner fin a la lucha política y teológica con objeto de liberar energías para las estimulantes empresas del comercio y de la ciencia, tales como la Compañía de las Indias Orientales y el Banco de Inglaterra, la teoría de la gravitación y el descubrimiento de la circulación de la sangre. En todo el mundo occidental el fanatismo iba cediendo el puesto a la Ilustración, el temor al Poder de España iba desapareciendo, la prosperidad de todas las clases iba en aumento y las más altas esperanzas aparecían garantizadas por el juicio más sensato. Durante un centenar de años no ocurrió nada que oscureciera estas esperanzas. Luego, por último, ellas mismas engendraron la Revolución francesa, que llevó directamente a Napoleón y de aquí a la Santa Alianza. Después de estos acontecimientos el liberalismo tuvo que tomar nuevo aliento antes de que se hiciera posible el renovado optimismo del siglo XIX.
Antes de entrar en ningún detalle, convendrá examinar la índole general de los movimientos liberales desde el siglo XVII al XIX. Esta índole es al principio sencilla, pero gradualmente va haciéndose más y más compleja. El carácter distintivo de todo el movimiento es, en cierto sentido amplio, el individualismo; pero éste es un término vago hasta que sea más precisado. Los filósofos de Grecia, hasta inclusive Aristóteles, no eran individualistas en el sentido en que deseo emplear el término. Consideraban al hombre como esencialmente miembro de una comunidad; la República de Platón, por ejemplo, se ocupa de definir la buena comunidad, no el buen individuo. Con la pérdida de la libertad política, a partir de la época de Alejandro, el individualismo se desarrolló, y lo representaron los cínicos y los estoicos. Según la filosofía estoica, un hombre podía llevar una vida buena en cualquier circunstancia social. Éste fue también el punto de vista del cristianismo. Especialmente antes de que adquiriera el dominio del Estado. Pero en la Edad Media, mientras los místicos mantenían vivas las originales tendencias individualistas de la moral cristiana, el criterio de la mayor parte de los hombres, incluyendo la mayoría de los filósofos, estaba dominado por una firme síntesis de dogma, derecho y costumbre, que dio motivo a que las creencias teóricas de los hombres y la moral práctica fueran regidas por una institución social: la Iglesia católica; lo verdadero y lo bueno tenía que ser determinado, no por la meditación solitaria, sino por la sabiduría colectiva de los concilios.
La primera brecha importante en este sistema la produjeron los protestantes, quienes afirmaron que los concilios generales podían errar. Determinar la verdad no fue ya una empresa social, sino un asunto individual. Como los diferentes individuos llegaban a distintas conclusiones, el resultado fue que la lucha y las decisiones teológicas no se buscaban ya en asambleas de obispos sino en el campo de batalla. Como ningún partido fue capaz de eliminar al otro, se hizo evidente al final que era preciso hallar un método para conciliar el individualismo intelectual y moral con la vida social ordenada. Éste fue uno de los principales problemas que el liberalismo primitivo intentó resolver.
Mientras tanto, el individualismo había penetrado en la filosofía. La fundamental certeza de Descartes: «Pienso, luego existo», hacía diferente para cada persona la base del conocimiento, puesto que para cada uno el punto de partida era su propia existencia, no la de otros individuos o la de la comunidad. Su acentuación en la veracidad de las ideas claras y distintas se proyectaba en la misma dirección, puesto que por la introspección es como pensamos descubrir si nuestras ideas son claras y distintas. La mayor parte de la filosofía posterior a Descartes ha tenido este aspecto intelectual individualista en mayor o menor grado.
Hay, sin embargo, varias formas de esta posición general, que tienen en la práctica consecuencias muy distintas. La actitud del típico descubridor científico encierra quizá la dosis más pequeña de individualismo. Cuando llega a una nueva teoría, lo hace porque le parece lícito; no se doblega a la autoridad, porque si lo hiciera, continuaría aceptando las teorías de sus predecesores. Al mismo tiempo apela a las normas de verdad generalmente admitidas y espera persuadir a los demás hombres, no con su autoridad, sino con los argumentos convincentes para ellos como individuos. En la ciencia, todo conflicto entre el individuo y la sociedad es, en esencia, transitorio, porque los hombres de ciencia, hablando en términos generales, aceptan todos los mismos patrones intelectuales y, por tanto, el debate y la investigación habitualmente terminan en un acuerdo al final. Esto, no obstante, es una adquisición moderna; en la época de Galileo, la autoridad de Aristóteles y de la Iglesia se las consideraba todavía tan convincentes, por lo menos, como la evidencia de los sentidos. Esto demuestra cómo el elemento del individualismo en el método científico, aunque no preeminente es, a pesar de todo, esencial.
El liberalismo primitivo era individualista en las cuestiones intelectuales y también en las económicas, pero no fue emocional ni moralmente afirmativo de la individualidad. Esta forma de liberalismo dominó al siglo XVIII inglés, a los fundadores de la Constitución americana y a los enciclopedistas franceses. Durante la Revolución francesa estuvo representado por los partidos más moderados, incluyendo a los girondinos, pero con la exterminación de éstos desapareció por espacio de una generación de la política francesa. En Inglaterra, después de las guerras napoleónicas, adquirió de nuevo influencia con la aparición de los benthamistas y la Escuela de Manchester. Su mayor éxito lo ha logrado en América donde, sin los obstáculos del feudalismo y de una Iglesia-Estado, ha dominado desde 1776 hasta nuestros días o, en todo caso, hasta 1933.
Un nuevo movimiento, que se ha convertido gradualmente en la antítesis del liberalismo, comienza con Rousseau y adquiere fortaleza del movimiento romántico y del principio de nacionalidad. En este movimiento, el individualismo amplía su ámbito desde la esfera intelectual a la de las pasiones, y los aspectos anárquicos del individualismo se hacen más explícitos. El culto del héroe, tal como ha sido desarrollado por Carlyle y Nietzsche es típico de esta filosofía. Diversos elementos aparecen combinados en él. Había aversión contra el industrialismo primitivo, odio a la fealdad que producía y una reacción contra sus crueldades. Se sentía nostalgia de la Edad Media, idealizada debido al odio del mundo moderno. Hubo un intento de combinar la defensa de los decadentes privilegios de la Iglesia y de la aristocracia con la defensa de los asalariados contra la tiranía de los fabricantes. Hubo una afirmación vehemente del derecho de rebeldía en nombre del nacionalismo y de la gloria de la guerra en defensa de la libertad. Byron fue el poeta de este movimiento; Fichte, Carlyle y Nietzsche fueron sus filósofos.
Pero como todos no podemos tener la carrera de caudillos heroicos y como todos no podemos hacer que nuestra persona individual prevalezca, esta filosofía, como todas las otras formas de anarquismo, conduce inevitablemente, cuando es adoptada, al gobierno despótico del héroe más afortunado. Y cuando éste ha logrado establecer su tiranía, suprime en los otros la moral afirmativa de sí mismo que le ha servido para elevarse al Poder. Toda esta teoría de la vida, pues, se refuta a sí misma, en el sentido de que su adopción en la práctica lleva a la realización de algo completamente distinto: un Estado dictatorial en que el individuo es severamente oprimido.
Hay aún otra filosofía que, en lo fundamental, es consecuencia del liberalismo, es decir: la de Marx. La analizaré más adelante, pues por el momento basta con tenerlo en cuenta.
La primera exposición comprensiva de la filosofía liberal se hallará en Locke, el más influyente, aunque de ningún modo, el más profundo de los filósofos modernos. En Inglaterra, sus puntos de vista estaban tan plenamente en armonía con los de los hombres más inteligentes, que es difícil descubrir su influencia, salvo en la filosofía teórica; en Francia, por otra parte, donde motivaron a una oposición al régimen existente en la práctica y al cartesianismo dominante en la teoría, tuvieron claramente un influjo considerable en cambiar el curso de los acontecimientos. Éste es un ejemplo de un principio general: una filosofía desarrollada en un país política y económicamente avanzado, que es, en sus orígenes, poco más que una clarificación y sistematización de la opinión predominante, puede convertirse en otro sitio en una fuente de ardor revolucionario y, por último, de una verdadera revolución. Es principalmente por medio de los teóricos como llegan a ser conocidas en los países menos avanzados las máximas que regulan la política de los países avanzados. En éstos, la práctica inspira la teoría; en los otros, la teoría inspira la práctica. Esta diferencia es una de las razones por las que las ideas trasplantadas tienen raras veces tanto éxito como en su país de origen.
Antes de examinar la filosofía de Locke, pasemos revista a algunas de las circunstancias del siglo XVII inglés que tuvieron influencia en la formación de sus doctrinas.
El conflicto entre el rey y el Parlamento en la guerra civil dio a los ingleses, de una vez para siempre, un amor a la transacción y a la moderación, y un temor a llevar una teoría a su conclusión lógica, que han prevalecido hasta nuestros días. Los principios por los que luchó el Parlamento Largo tuvieron, al principio, el apoyo de una gran mayoría. Éstos deseaban abolir el derecho del rey a conceder monopolios comerciales y hacerle reconocer el derecho exclusivo del Parlamento en la imposición de tributos. Deseaban libertad dentro de la Iglesia de Inglaterra para las opiniones y prácticas que combatía el arzobispo Laud. Sostenían que el Parlamento debía reunirse a intervalos determinados y no solamente ser convocado en las raras ocasiones en que el rey estimaba indispensable su colaboración. Se oponían a las detenciones arbitrarias y a la subordinación de los jueces a los deseos reales. Pero muchos, aunque preparados para alborotarse por estos fines, no lo estaban para levantarse en armas contra el rey, cosa que les parecía un acto de traición y de impiedad. Tan pronto como estalló la verdadera guerra, la división de fuerzas se hizo aproximadamente igual.
El desenvolvimiento político desde el estallido de la guerra civil hasta el establecimiento de Cromwell como Lord Protector siguió el curso que se ha hecho ahora familiar, pero entonces carecía de precedentes. El partido parlamentario constaba de dos facciones, los presbiterianos y los independientes; los presbiterianos deseaban conservar una Iglesia-Estado, pero aboliendo los obispos; los independientes coincidían con ellos en lo de los obispos, pero sostenían que cada congregación debía tener libertad para elegir su propia teología, sin la intervención de ningún Gobierno eclesiástico central. Los presbiterianos eran, en general, de una clase social más alta que los independientes y sus opiniones políticas eran más moderadas. Deseaban llegar a un acuerdo con el rey tan pronto como la derrota hizo a éste conciliador. Su política, sin embargo, fue imposible por dos circunstancias: 1.a, el rey mostró una obstinación de mártir en lo de los obispos; 2.a, la derrota del rey resultó difícil y se logró solamente por el ejército de nuevo cuño de Cromwell, formado por independientes. En consecuencia, cuando la resistencia militar del rey se quebró, no pudo, sin embargo, obligársele a hacer un tratado, y los presbiterianos habían perdido el predominio de fuerza armada en los ejércitos parlamentarios. La defensa de la democracia había puesto el Poder en manos de una minoría y ésta lo empleó con un olvido completo de la democracia y del Gobierno parlamentario. Cuando Carlos I intentó detener a los cinco miembros hubo un clamor universal y su fracaso le puso en ridículo. Pero Cromwell no tuvo tales dificultades. Con la Purga del Orgullo eliminó unos cien miembros presbiterianos y obtuvo, durante un tiempo, una mayoría obediente. Cuando, finalmente, despidió a todo el Parlamento, «ni un perro ladró»: la guerra había dado por resultado que sólo la fuerza militar pareciera importante y había motivado el desprecio a las formas constitucionales. Durante el resto de la vida de Cromwell, el Gobierno de Inglaterra fue una tiranía militar, odiada por una mayoría creciente de la nación, imposible de eliminar mientras sus partidarios fueran los únicos que estaban armados.
Carlos II, después de haber estado escondido en unos robles y de vivir como refugiado en Holanda, determinó, en la Restauración, que no se le obligaría a viajar de nuevo. Esto impuso cierta moderación. No solicitó poder para imponer tributos no sancionados por el Parlamento. Prestó su asentimiento al Acta de Habeas Corpus, que privaba a la Corona del poder de las detenciones arbitrarias. En una ocasión pudo burlar el poder fiscal del Parlamento con motivo de unos subsidios de Luis XIV, pero en general fue un monarca constitucional. La mayoría de las limitaciones del Poder real originariamente deseadas por los adversarios de Carlos I fueron concedidas en la Restauración y respetadas por Carlos II, porque se había demostrado que los reyes también podían sufrir a manos de sus súbditos.
Jacobo II, a diferencia de su hermano, carecía totalmente de sutileza y de finura. Con su catolicismo fanático unió en contra suya a los anglicanos y a los no conformistas, a pesar de sus intentos para atraerse a los segundos, concediéndoles la tolerancia y desafiando al Parlamento. La política extranjera también desempeñó un papel. Los Estuardos, con objeto de evitar la tributación requerida en tiempo de guerra, que los hubiera hecho dependientes del Parlamento, llevaron a cabo una política de subordinación, primero respecto a España, y luego respecto a Francia. El creciente Poder de Francia suscitó la invariable hostilidad inglesa al Estado continental predominante, y la revocación del Edicto de Nantes hizo a los protestantes sentirse en agria oposición a Luis XIV. Al final, casi todo el mundo deseaba en Inglaterra deshacerse de Jacobo. Pero casi todo el mundo estaba igualmente determinado a evitar la vuelta a los tiempos de la guerra civil y de la dictadura de Cromwell. Como no había ningún modo constitucional para deshacerse de Jacobo, tenía que haber una revolución, pero ésta debía terminarse rápidamente para no dar oportunidad a las fuerzas disolventes. Los derechos del Parlamento debían quedar asegurados de una vez para siempre. El rey tenía que irse, pero la monarquía debía conservarse; sin embargo, no debía ser una monarquía de derecho divino, sino dependiente de la sanción legislativa y, por lo tanto, del Parlamento. Con una combinación de la aristocracia y los grandes comerciantes, todo esto se logró en un momento, sin necesidad de disparar un tiro. El compromiso y la moderación habían triunfado después de que todas las formas de la intransigencia se habían intentado y habían fracasado.
El nuevo rey, como holandés, trajo consigo la sabiduría comercial y teológica proverbiales en su país. Se creó el Banco de Inglaterra; la deuda nacional constituyó una inversión segura, no expuesta ya a ser rechazada por el capricho de un monarca. El Acta de Tolerancia, al paso que dejaba a católicos y no conformistas sujetos a diversas incompatibilidades, puso fin a la verdadera persecución. La política extranjera se hizo resueltamente antifrancesa y continuó así, con breves intermitencias, hasta la derrota de Napoleón.