Leibniz
Leibniz (1646-1716) ha sido uno de los intelectos supremos de todos los tiempos, pero como ser humano no fue admirable. Tenía, ciertamente, las virtudes que desearíamos encontrar en un informe sobre un empleado en perspectiva: era laborioso, económico, sobrio y honrado en cuestiones de dinero. Pero estaba totalmente desprovisto de aquellas superiores virtudes filosóficas que son tan notables en Spinoza. Su mejor pensamiento no era apropiado para ganarle popularidad, y dejó los papeles en que lo recogía inéditos en su pupitre. Lo que publicó estaba destinado a obtener la aprobación de los príncipes y de las princesas. La consecuencia es que hay dos sistemas de filosofía que pueden considerarse representativos de Leibniz: uno, que él proclamó, era optimista, ortodoxo, fantástico y superficial; el otro, que ha sido extraído lentamente de sus manuscritos por editores muy recientes, era profundo, coherente, en gran medida spinozista y asombrosamente lógico. Fue el Leibniz popular el que inventó la doctrina de que éste es el mejor de todos los mundos posibles (a la que F. H. Bradley añadió la sardónica coletilla: «y en el cual todo es un mal necesario»); fue este Leibniz el que Voltaire caricaturizó en el doctor Pangloss. Sería antihistórico ignorar a este Leibniz, pero el otro tiene una importancia filosófica mucho mayor.
Leibniz nació dos años antes del final de la guerra de los Treinta Años, en Leipzig, donde su padre era profesor de filosofía moral. En la universidad estudió Derecho, y en 1666 obtuvo el grado de doctor en Altdorf, donde se le ofreció una cátedra, que rehusó, diciendo que «tenía cosas muy diferentes en perspectiva». En 1667 entró al servicio del arzobispo de Mainz que, como otros príncipes alemanes del Oeste, estaba paralizado por el miedo a Luis XIV. Con la aprobación del arzobispo, Leibniz trató de persuadir al rey francés para que invadiera Egipto en lugar de Alemania, pero se encontró con la cortés indicación de que, después de la época de San Luis, la guerra santa contra el infiel había pasado de moda. Su proyecto no fue conocido del público hasta que fue descubierto por Napoleón cuando ocupó Hannóver en 1803, cuatro años después de su propia y fracasada expedición a Egipto. En 1672, en relación con este proyecto, Leibniz fue a París, donde pasó la mayor parte de los cuatro años siguientes. Sus contactos en París fueron de gran importancia para su desenvolvimiento intelectual, pues París, en aquel tiempo, llevaba la dirección del mundo en filosofía y matemáticas. Fue aquí, en 1675-1676, donde inventó el cálculo infinitesimal, ignorando la anterior, aunque inédita obra de Newton sobre la misma cuestión. La obra de Leibniz fue publicada por vez primera en 1684, y la de Newton en 1687. La consiguiente disputa sobre la prioridad fue desafortunada y deshonrosa para ambas partes.
Leibniz era algo mezquino en cuanto al dinero. Cuando alguna dama de la corte se casaba, acostumbraba a hacerle lo que él llamaba un «regalo de boda», consistente en máximas útiles que terminaban con el consejo de no abandonar el lavado ahora que había conseguido un marido. La Historia no nos dice si las novias quedaban agradecidas.
En Alemania habían enseñado a Leibniz una filosofía aristotélica neoescolástica, de la que conservó algo durante toda su vida. Pero en París conoció el cartesianismo y el materialismo de Gassendi, que influyeron sobre él; en esta época, nos dice, abandonó las «escuelas triviales», aludiendo con ello al escolasticismo. En París conoció a Malebranche y a Arnauld, el jansenista. La última influencia importante sobre su filosofía fue la de Spinoza, al que visitó en 1676. Pasó un mes en frecuentes discusiones con él y conoció parte de la Ética en manuscrito. Años después se unió a los que desacreditaban a Spinoza y quitó importancia a sus encuentros con él, diciendo que lo había visto una vez y que Spinoza le había contado algunas buenas anécdotas sobre política.
Su relación con la Casa de Hannóver, a cuyo servicio permaneció todo el resto de su vida, empezó en 1673. A partir de 1680 fue su bibliotecario en Wolfenbuttel, y estuvo empleado oficialmente en la redacción de la historia de Brunswick. Había llegado al año 1009 de esta historia cuando murió. La obra no fue publicada hasta 1843. Empleó algún tiempo en la formación de un proyecto para la unión de las Iglesias, pero éste fracasó. Fue a Italia para obtener pruebas de que los duques de Brunswick estaban relacionados con la familia de Este. Mas a pesar de estos servicios, fue postergado en Hannóver cuando Jorge I fue rey de Inglaterra, siendo la principal razón de ello su polémica con Newton que le atrajo la enemistad de Inglaterra. No obstante, la princesa de Gales, según dijo a todos sus corresponsales, estuvo a su lado frente a Newton. A pesar del favor de ésta, murió olvidado.
La filosofía popular de Leibniz puede hallarse en la Monadología y en los Principios de la Naturaleza y de la Gracia, una de las cuales (no se sabe cuál) escribió para el príncipe Eugenio de Saboya, colega de Malborough. La base de su optimismo teológico está expresada en la Teodicea, que escribió para la reina Carlota de Prusia. Empezaré por la filosofía expuesta en estos escritos y luego continuaré con su obra más sólida, que dejó sin publicar.
Como Descartes y Spinoza, Leibniz basó su filosofía en la noción de sustancia, pero difería radicalmente de ellos en lo que respecta a la relación de espíritu y materia y en lo referente al número de sustancias. Descartes admitía tres sustancias: Dios, espíritu y materia; Spinoza admitía solamente a Dios. Para Descartes, la extensión es la esencia de la materia; para Spinoza, la extensión y el pensamiento son atributos de Dios. Leibniz sostenía que la extensión no puede ser un atributo de la sustancia. Su argumento era que la extensión envuelve la pluralidad y sólo puede pertenecer, por lo tanto, a un agregado de sustancias; cada sustancia aislada tiene que ser inextensa. Él creía, por consiguiente, en un número infinito de sustancias, que llamó mónadas. Cada una de éstas tendría algunas de las propiedades de un punto físico, pero sólo cuando se las consideraba abstractamente; de hecho, cada mónada es un alma. Esto se sigue, naturalmente, del hecho de rechazar la extensión como un atributo de la sustancia; el único atributo restante, esencial, posible parecía ser el pensamiento. De este modo, Leibniz se vio arrastrado a negar la realidad de la materia y a sustituirla por una familia infinita de almas.
La doctrina de que las sustancias no pueden afectarse recíprocamente, desarrollada por los seguidores de Descartes, fue conservada por Leibniz y condujo a curiosas consecuencias. Ninguna pareja de mónadas, sostenía, puede tener nunca ninguna relación causal entre sí; cuando parece que la tienen, las apariencias son engañosas. Las mónadas, según decía, no tienen ventanas. Esto acarreaba dos dificultades: una, en dinámica, donde los cuerpos parecen afectarse unos a otros, especialmente en el choque; la otra, en relación con la percepción, que parece ser un efecto del objeto percibido sobre el que lo percibe. Dejaremos a un lado por ahora la dificultad dinámica y examinaremos sólo la cuestión de la percepción. Leibniz sostenía que cada mónada refleja el Universo, no porque éste le afecte, sino porque Dios le ha dado una naturaleza que produce espontáneamente este resultado. Hay una «armonía preestablecida» entre los cambios de una mónada y los de otra, que produce la apariencia de una acción recíproca. Esto es claramente una extensión de los dos relojes, que suenan al mismo tiempo porque los dos marcan perfectamente la hora. Leibniz tiene un número infinito de relojes, todos ordenados por el Creador para sonar en el mismo instante, no porque unos influyan sobre otros, sino porque cada uno de ellos es un mecanismo de una exactitud perfecta. A los que consideran extraña la armonía preestablecida, recaba su atención Leibniz sobre la admirable prueba que facilita la existencia de Dios.
Las mónadas forman una jerarquía, en la que algunas son superiores a otras en la claridad y distinción con que reflejan el Universo. En todas hay algún grado de confusión en la percepción, pero la cuantía de la confusión cambia según la dignidad de la mónada de que se trate. Un cuerpo humano está compuesto enteramente de mónadas, cada una de las cuales es un alma y cada una de las cuales es inmortal, pero hay una mónada dominante que es la que se llama el alma del hombre, de cuyo cuerpo forma parte. Esta mónada es dominante no sólo en el sentido de que tiene percepciones más claras que las otras, sino también en otro sentido. Los cambios que se realizan en un cuerpo humano (en circunstancias ordinarias) ocurren a causa de la mónada dominante: cuando mi brazo se mueve, el propósito servido por el movimiento está en la mónada dominante, es decir, en mi mente, no en las mónadas que componen mi brazo. Ésta es la verdad de lo que aparece ante el sentido común como el dominio de mi voluntad sobre mi brazo.
El espacio, tal como aparece ante los sentidos y tal como es supuesto en la física, no es real, pero tiene una contrapartida real, o sea la disposición de las mónadas en un orden tridimensional, según el punto de vista desde el cual reflejan el mundo. Cada mónada ve el mundo desde cierta perspectiva que le es peculiar; en este sentido podemos hablar, algo imprecisamente, de la mónada, como que tiene una posición espacial.
Aceptando esta manera de hablar, podemos decir que no existe el vacío; cada posible punto de vista está ocupado por una mónada real, y sólo por una. No hay dos mónadas que sean exactamente iguales; éste es el principio de Leibniz de la «identidad de indiscernibles».
Contrastando con Spinoza, Leibniz insiste mucho en el libre albedrío permitido por su sistema. Tiene un «principio de razón suficiente», según el cual nada ocurre sin una razón; pero cuando nos ocupamos de los agentes libres, las razones para sus acciones «predisponen sin necesidad». Lo que hace un ser humano siempre tiene un motivo, pero la razón suficiente de su acción no tiene necesidad lógica. Eso, al menos, es lo que dice Leibniz cuando escribe popularmente, pero como veremos, tenía otra doctrina que se guardó para sí, después de ver que Arnauld la consideró chocante.
Las acciones de Dios tienen el mismo tipo de libertad. Él siempre actúa del mejor modo, pero no se halla bajo ninguna coerción lógica para hacerlo. Leibniz coincide con Santo Tomás en que Dios no puede actuar de modo contrario a las leyes de la lógica, pero que Él puede decretar cuanto sea lógicamente posible y que esto le permite una gran amplitud de posibilidades.
Leibniz llevó a su forma final las pruebas metafísicas de la existencia de Dios. Estas pruebas tenían una historia larga; comienzan con Aristóteles, o incluso con Platón; son formalizadas por los escolásticos y una de ellas, el argumento ontológico, fue inventada por San Anselmo. Este argumento, aunque rechazado por Santo Tomás, fue renovado por Descartes. Leibniz, cuya habilidad lógica era suprema, expuso los argumentos de una forma más perfecta que nunca. Ésta es la razón que nos mueve a examinarlos al tratar de él.
Antes de examinar los argumentos en detalle, conviene tener en cuenta que los teólogos modernos no se basan ya en ellos. La teología medieval es un producto del intelecto griego. El Dios del Antiguo Testamento es un Dios de poder; el Dios del Nuevo Testamento es también un Dios de amor; pero el Dios de los teólogos, desde Aristóteles hasta Calvino, es un Dios cuya apelación es intelectual: su existencia resuelve ciertos enigmas que de otro modo crearían dificultades de argumentación en la comprensión del Universo. Esta deidad que aparece al fin de un razonamiento, como la prueba de una proposición en geometría, no satisfizo a Rousseau, que volvió a un concepto de Dios más afín al de los Evangelios. En lo fundamental, los teólogos modernos, especialmente los protestantes, han seguido en este punto a Rousseau. Los filósofos han sido más conservadores: en Hegel, Lotze y Bradley persisten los argumentos de tipo metafísico, a pesar de que Kant declarara haber demolido tales argumentos de una vez para siempre.
Los argumentos de Leibniz respecto a la existencia de Dios son cuatro: 1.º, el argumento ontológico; 2.º, el argumento cosmológico; 3.º, el argumento de las verdades eternas, y 4.º, el argumento de la armonía preestablecida, que puede ser generalizado en el argumento del plan o argumento fisicoteológico, como lo llama Kant. Examinaremos estos argumentos sucesivamente.
El argumento ontológico se basa en la distinción entre existencia y esencia. Cualquier persona o cosa —se sostiene—, por una parte, existe, y por otra, tiene ciertas cualidades que constituyen su esencia. Hamlet, aunque no existe, tiene cierta esencia: es melancólico, indeciso, ingenioso, etc. Cuando describimos una persona, la cuestión de si es real o imaginaria continúa pendiente, por minuciosa que sea nuestra descripción. Esto se expresa en lenguaje escolástico, diciendo que, en el caso de cualquier sustancia finita, su esencia no implica su existencia. Pero en el caso de Dios, definido como el Ser más perfecto, San Anselmo, seguido por Descartes, mantiene que la esencia implica la existencia, basándose en que un Ser que posee todas las demás perfecciones, es mejor si existe que si no existe, de lo que se sigue que, si no existe, no es el mejor Ser posible.
Leibniz no acepta ni rechaza totalmente este argumento; necesita ser completado, según dice, con la prueba de que el Dios, así definido, es posible. Él compuso una prueba de que la idea de Dios es posible, que mostró a Spinoza cuando le vio en La Haya. Esta prueba define a Dios como el Ser más perfecto, es decir, como el sujeto de todas las perfecciones y se define la perfección como una «cualidad simple que es positiva y absoluta y que expresa sin límites todo lo que expresa». Leibniz prueba fácilmente que dos perfecciones, como las definidas, no pueden ser incompatibles. Y concluye: «Hay, por consiguiente, o puede concebirse, un sujeto de todas las perfecciones, o Ser más perfecto. De donde se sigue también que Él existe, pues la existencia está entre el número de las perfecciones».
Kant rechazó este argumento, manteniendo que la existencia no es un predicado. Otro tipo de refutación resulta de mi teoría de las descripciones. El argumento no parece muy convincente para una mente moderna, pero es más fácil sentir la convicción de que tiene que ser falso que hallar precisamente dónde estriba la falsedad.
El argumento cosmológico es más aceptable que el ontológico. Es una forma del argumento de la Causa Primera que, a su vez, deriva del argumento de Aristóteles del motor inmóvil. El argumento de la Causa Primera es sencillo. Indica que todo lo finito tiene una causa, la que, a su vez, tuvo una causa, y así sucesivamente. Esta serie de causas previas no puede —se afirma— ser infinita y el primer término de la serie tiene que carecer de causa, pues de otro modo no sería el primer término. Hay, por lo tanto, una causa, incausada, de todo y ésta es, sin duda alguna, Dios.
En Leibniz, el argumento adopta una forma algo distinta. Arguye que en el mundo toda cosa particular es contingente, es decir, que sería lógicamente posible que no existiera; y esto es verdad, no sólo de cada cosa en particular, sino de todo el Universo. Aun en el caso de que supongamos que el Universo ha existido siempre, no hay nada dentro del Universo que muestre por qué existe. Pero todo tiene que tener una razón suficiente, según la filosofía de Leibniz; por consiguiente, el Universo como conjunto tiene que tener una razón suficiente, que tiene que estar fuera del Universo. Esta razón suficiente es Dios.
Este argumento es mejor que el argumento simple de la Causa Primera y no puede ser refutado con tanta facilidad. El argumento de la Causa Primera se basa en el supuesto de que toda serie tiene que tener un primer término, lo que es falso; por ejemplo, la serie de fracciones propias no tiene ningún primer término. Pero el argumento de Leibniz no se basa en la opinión de que el Universo tiene que tener un principio en el tiempo. El argumento es válido mientras admitamos el principio de Leibniz de la razón suficiente, pero si se niega este principio, el argumento cae por su base. Lo que quiere dar a entender exactamente Leibniz con el principio de razón suficiente es una cosa dudosa. Couturat sostiene que significa que toda proposición verdadera es analítica, es decir, que su contradictoria es contradictoria de sí misma. Pero esta interpretación (que se apoya en escritos que Leibniz no publicó) pertenece, si es verdadera, a la doctrina esotérica. En sus obras publicadas sostiene que hay una diferencia entre las proposiciones necesarias y las contingentes, que solamente las primeras se siguen de las reglas de la lógica y que todas las proposiciones, que declaran existencia, son contingentes, con la única excepción de la existencia de Dios. Aunque Dios existe necesariamente, Él no fue compelido por la lógica a crear el mundo; por el contrario, éste fue una libre elección, motivada, pero no necesitada, por Su bondad.
Está claro que Kant está en lo cierto al decir que este argumento se basa en el argumento ontológico. Si la existencia del mundo puede explicarse solamente por medio de la existencia de un Ser necesario, entonces tiene que haber un Ser cuya esencia implique la existencia, pues eso es lo que se entiende por un Ser necesario. Pero si es posible que haya un Ser cuya esencia implique la existencia, entonces la razón sola, sin la experiencia, puede definir a tal Ser, cuya existencia se deducirá del argumento ontológico, pues todo lo que tiene que ver solamente con la esencia puede ser conocido independientemente de la experiencia; tal es, al menos, la opinión de Leibniz. La mayor fuerza aparente del argumento cosmológico, comparado con el ontológico es, por consiguiente, ilusoria.
El argumento de las verdades eternas es un poco difícil de exponer con precisión. Aproximadamente, el argumento es esto: una afirmación como «está lloviendo» es a veces verdadera y a veces falsa, pero «dos y dos son cuatro» es siempre verdadera. Todas las afirmaciones que tienen solamente que ver con la esencia, no con la existencia, son o siempre verdaderas o nunca verdaderas. Las que son siempre verdaderas se llaman «verdades eternas». El quid del argumento es que las verdades son parte del contenido de las mentes y que una verdad eterna tiene que ser parte del contenido de una mente eterna. Hay ya en Platón un argumento no distinto de éste, en el cual deduce la inmortalidad de la eternidad de las ideas. Pero en Leibniz, el argumento está más desarrollado. Éste sostiene que la razón última de las verdades contingentes tiene que encontrarse en las verdades necesarias. El razonamiento es aquí análogo al argumento cosmológico: tiene que haber una razón para todo el mundo contingente y esta razón no puede ser contingente, sino que ha de buscarse entre las verdades eternas. Pero una razón para lo que existe, tiene ella misma que existir; por lo tanto, las verdades eternas tienen, en algún sentido, que existir y sólo pueden existir como pensamientos en la mente de Dios. Este argumento es, en realidad, sólo otra forma del argumento ontológico. Está expuesto, sin embargo, a la nueva objeción de que difícilmente puede decirse que una verdad existe en una mente que la aprehende.
El argumento de la armonía preestablecida es sólo válido, en la forma que lo expone Leibniz, para los que acepten sus mónadas sin ventanas, todas las cuales reflejan el Universo. El argumento es que, pues todos los relojes marcan el tiempo a la vez sin ninguna acción recíproca causal, tiene que haber habido una sola Causa exterior que los regulara a todos. La dificultad, desde luego, es la que suscita toda la monadología: si las mónadas nunca actúan recíprocamente, ¿cómo sabe cualquiera de ellas que existen otras? Lo que parece reflejar el Universo puede ser meramente un sueño. Efectivamente, si Leibniz está en lo cierto, eso es meramente un sueño, pero él ha descubierto de algún modo que todas las mónadas tienen sueños semejantes al mismo tiempo. Esto, naturalmente, es fantástico, y no hubiera parecido creíble, a no ser por la historia previa del cartesianismo.
El argumento de Leibniz puede, sin embargo, desligarse de la dependencia de su peculiar metafísica y ser transformado en el llamado argumento del plan. Este argumento sostiene que, si echamos una ojeada al mundo conocido, encontramos cosas que no pueden explicarse razonablemente como producto de fuerzas naturales ciegas, sino que es mucho más razonable considerarlas como pruebas de una finalidad benévola.
Este argumento no tiene ningún defecto lógico formal; sus premisas son empíricas y su conclusión proclama que se ha logrado de acuerdo con las normas usuales de la deducción empírica. La cuestión de si ha de ser aceptado o no, gira, por consiguiente, no sobre cuestiones metafísicas generales, sino sobre consideraciones relativamente de detalle. Hay una diferencia importante entre este argumento y los otros, a saber: el Dios (si es válido el argumento) cuya necesidad demuestra, no tiene todos los comunes atributos metafísicos. No necesita ser omnipotente u omnisciente; puede ser solamente mucho más sabio y poderoso que nosotros. Los males del mundo pueden atribuirse a Su limitado poder. Algunos teólogos modernos han hecho uso de estas posibilidades al formar su concepto de Dios. Pero tales especulaciones están lejos de la filosofía de Leibniz, a la cual tenemos que volver ahora.
Uno de los rasgos más característicos de esa filosofía es la doctrina de los muchos mundos posibles. Un mundo es posible si no contradice las leyes de la lógica. Hay un número infinito de mundos posibles, todos los cuales los contempló Dios antes de crear el mundo real. Siendo bueno, Dios decidió crear el mejor de los mundos posibles y consideró que sería el mejor uno que tuviera el mayor exceso del bien sobre el mal. Podía haber creado un mundo que no incluyera el mal, pero ése no hubiera sido tan bueno como el mundo actual. Esto es porque algunos grandes bienes están lógicamente unidos a ciertos males. Para tomar un ejemplo trivial: un trago de agua fresca cuando uno está sediento en un día de calor, puede darnos tal placer que uno puede pensar que la sed previa, aunque molesta, valía la pena de sufrirla, porque sin ella el goce siguiente no podía haber sido tan grande. Para la teología, no son ejemplos como éste los importantes, sino la relación del pecado con el libre albedrío. El libre albedrío es un gran bien, pero era lógicamente imposible para Dios conceder el libre albedrío y al mismo tiempo decretar que no hubiera pecado. Dios decidió, por tanto, hacer al hombre libre, aunque previó que Adán se comería la manzana, y que el pecado traería consigo inevitablemente el castigo. El mundo que resultó, aunque contiene el mal, tiene mayor abundancia de bien sobre el mal que cualquier otro mundo posible; éste es, por consiguiente, el mejor de todos los mundos posibles y el mal que contiene no proporciona ningún argumento contra la bondad de Dios.
Este argumento satisfizo evidentemente a la reina de Prusia. Sus siervos continuaron soportando el mal mientras ella continuó disfrutando del bien, y era reconfortante que un gran filósofo le asegurara que era justo y lícito.
La solución de Leibniz al problema del mal, como la mayoría de sus doctrinas populares, es posible de modo lógico, pero no muy convincente. Un maniqueo podía replicarle que éste es el peor de todos los mundos posibles, en el que las cosas buenas que existen sólo sirven para resaltar los males. El mundo —podría decir— fue creado por un demiurgo malvado, que permitió el libre albedrío, que es bueno, para estar seguro del pecado, que es malo, y cuyo mal supera al bien del libre albedrío. El demiurgo —podía continuar— creó algunos hombres virtuosos, con el fin de que pudieran ser castigados por los malos, pues el castigo del virtuoso es un mal tan grande que hace al mundo peor que si no existiera ningún hombre bueno. No estoy defendiendo esta opinión, que considero fantástica; sólo digo que no es más fantástica que la teoría de Leibniz. La gente desea creer que el Universo es bueno y es clemente con los malos argumentos que lo prueban, mientras que los malos argumentos que prueban que es malo son examinados con toda atención. De hecho, naturalmente, el mundo es en parte bueno y en parte malo, y no surge ningún «problema del mal» a menos que se niegue este hecho notorio.
Vengo ahora a la filosofía esotérica de Leibniz, en la que hallamos razones para mucho de lo que parece arbitrario o fantástico en sus exposiciones populares, así como una interpretación de sus doctrinas que, si llegara a ser ampliamente conocida, las haría mucho menos aceptables. Es un hecho notable que él engañara de tal modo a los posteriores estudiantes de filosofía, que la mayoría de los editores, que publicaron selecciones de la inmensa mole de sus manuscritos, prefirieron lo que confirmaba la interpretación aceptada de su sistema y rechazaron como ensayos sin importancia los que demuestran que fue un pensador mucho más profundo de lo que él deseaba se le creyera. La mayor parte de los textos en que tenemos que basarnos para una comprensión de su doctrina esotérica los publicó Louis Couturat por vez primera en 1901 o 1903, en dos obras. Uno de estos textos lo encabezó incluso Leibniz con esta observación: «Aquí he hecho enormes progresos». Pero a pesar de esto, ningún editor lo creyó digno de imprimirlo hasta que transcurrieron cerca de dos siglos después de la muerte de Leibniz. Es verdad que sus cartas a Arnauld, que contienen una parte de su filosofía más profunda, fueron publicadas en el siglo XIX; pero yo fui el primero en percatarme de su importancia. La acogida de Arnauld a estas cartas fue desalentadora. Escribe: «Encuentro en estos pensamientos tantas cosas que me alarman, y casi todos los hombres, si no me equivoco, las encontrarán tan chocantes, que no veo qué utilidad puede tener un escrito que, sin duda, rechazará todo el mundo». Esta opinión hostil movió, sin duda, a Leibniz, como consecuencia, a adoptar una política de secreto respecto a sus verdaderos pensamientos sobre cuestiones filosóficas.
El concepto de sustancia, fundamental en las filosofías de Descartes, Spinoza y Leibniz, se deriva de la categoría lógica de sujeto y predicado. Algunas palabras pueden ser sujetos o predicados: por ejemplo, yo puedo decir «el cielo es azul» y «el azul es un color». Otras palabras —de las que los nombres propios son los ejemplos más notorios— no pueden aparecer nunca como predicados, sino sólo como sujetos, o como uno de los términos de una relación. Tales palabras se destinan para designar sustancias. Las sustancias, además de esta característica lógica, persisten a través del tiempo, a menos que sean destruidas por la omnipotencia de Dios (lo que, colegimos, no ocurre nunca). Toda proposición verdadera es, o general, como «todos los hombres son mortales», en cuyo caso demuestra que un predicado implica otro, o particular, como «Sócrates es mortal», en cuyo caso el predicado está contenido en el sujeto, y la cualidad denotada por el predicado forma parte de la noción de la sustancia denotada por el sujeto. Cualquier cosa que le ocurra a Sócrates puede ser enunciada en una frase en la que Sócrates es el sujeto y las palabras que explican el acontecimiento en cuestión son el predicado. Todos estos predicados reunidos constituyen la noción de Sócrates. Todos pertenecen a él necesariamente, en este sentido, pues una sustancia que no se pudiera predicar de él, verdaderamente no sería Sócrates, sino algún otro.
Leibniz era un firme creyente en la importancia de la lógica, no sólo en su propia esfera, sino como base de la metafísica. Trabajó sobre la lógica matemática, lo que hubiera sido enormemente importante si lo hubiera publicado; en ese caso, habría sido el fundador de la lógica matemática, que hubiera sido conocida siglo y medio antes de lo que lo fue realmente. Se abstuvo de publicar porque continuó hallando pruebas de que la doctrina del silogismo, de Aristóteles, era errónea en algunos puntos; el respeto por Aristóteles le hacía imposible creer esto, por lo que erróneamente supuso que los errores tenían que ser suyos. A pesar de todo, acarició a través de su vida la esperanza de descubrir una clase de matemáticas generalizadas, que llamaba Characteristica Universalis, por medio de la cual el pensamiento podía ser reemplazado por el cálculo. «Si tuviéramos esto —dice— seríamos capaces de razonar en metafísica y en moral casi del mismo modo que en geometría y en análisis». «Si surgían controversias, los filósofos no tendrían necesidad de más disputas que las que hay entre dos peritos en contabilidad: bastaría que cogieran los lápices, que se sentaran al lado de sus pizarras y se dijeran el uno al otro (con un amigo como testigo, si querían): Calculemos».
Leibniz basó su filosofía en dos premisas lógicas: el principio de contradicción y el principio de razón suficiente. Ambas se basan en la noción de una proposición analítica, que es una proposición en la que el predicado está contenido en el sujeto; por ejemplo: «todos los hombres blancos son hombres». El principio de contradicción establece que todas las proposiciones analíticas son verdaderas. El principio de la razón suficiente (en el sistema esotérico solamente) establece que todas las proposiciones verdaderas son analíticas. Esto se aplica incluso a lo que consideraríamos como aseveraciones empíricas sobre cuestiones de hecho. Si hago un viaje, la idea de mi ser tiene que haber incluido, desde toda la eternidad, la noción de este viaje, que es un predicado de mi ser. «Podemos decir que la naturaleza de una sustancia individual, o ser completo, es tener una noción tan completa que baste para comprender, e inferir de ella, todos los predicados del sujeto al que esta noción se atribuye. Así, la cualidad de rey, que pertenece a Alejandro Magno, abstraída del sujeto, no está determinada suficientemente para un individuo, y no envuelve otras cualidades del mismo sujeto, ni todo lo que la noción de este príncipe contiene, mientras que Dios, al ver la noción individual de Alejandro, ve en ella al mismo tiempo el fundamento y la razón de todos los predicados que pueden serle atribuidos verdaderamente como, por ejemplo, si vencería a Darío y a Poro, incluso sabiendo a priori (y no por experiencia) si moriría de muerte natural o envenenado, lo que nosotros sólo podemos conocer por la Historia».
Una de las más precisas exposiciones de la base de su metafísica aparece en una carta a Arnauld:
«Al examinar la idea que yo tengo de toda proposición verdadera, encuentro que todo predicado, necesario o contingente, pasado, presente o futuro, está comprendido en la noción del sujeto y no pregunto más… La proposición en cuestión es de gran importancia y merece quedar bien establecida, pues se sigue de ello que cada alma es como un mundo aparte, independiente de todo, salvo de Dios; que es no solamente inmortal, y por decirlo así, impasible, sino que guarda en su sustancia huellas de todo lo que le sucede».
Continúa explicando que las sustancias no actúan unas sobre otras, pero que coinciden en reflejar todas el Universo, cada una desde su propio punto de vista. No puede haber ninguna acción recíproca, porque todo lo que sucede a cada sujeto es parte de su noción y está determinado eternamente si esa sustancia existe.
Este sistema es evidentemente tan determinista como el de Spinoza. Arnauld expresa su horror ante la aseveración (que Leibniz le ha hecho): «Que la noción individual de cada persona envuelve de una vez para siempre todo lo que le sucederá a ésta». Tal criterio es evidentemente incompatible con la doctrina cristiana del pecado y del libre albedrío. Viendo que esto era mal recibido por Arnauld, Leibniz se abstuvo cuidadosamente de hacerlo público.
En cuanto a los seres humanos, es cierto que hay una diferencia entre las verdades conocidas por la lógica y las conocidas por la experiencia. Esta diferencia surge de dos modos. En primer lugar, aunque todo lo que le ocurre a Adán se sigue de su noción, si él existe, nosotros sólo podemos descubrir su existencia por medio de la experiencia. En segundo lugar, la noción de cualquier sustancia individual es infinitamente compleja y el análisis requerido para deducir sus predicados es sólo posible para Dios. No obstante, estas diferencias sólo son debidas a nuestra ignorancia y limitación intelectual; para Dios no existen. Dios aprehende la noción de Adán en toda su infinita complejidad y puede, por ende, ver todas las proposiciones verdaderas acerca de Adán como analíticas. Dios puede también descubrir a priori si Adán existe. Pues Dios conoce su propia bondad, de lo que se sigue que Él crearía el mejor mundo posible; y Él también sabe si Adán forma o no parte de este mundo. No hay, en consecuencia, ninguna escapatoria real del determinismo por medio de nuestra ignorancia.
Hay, sin embargo, un nuevo punto, muy curioso. En muchas ocasiones, Leibniz representa la Creación como un acto libre de Dios, que requiere el ejercicio de Su Voluntad. Según esta doctrina, la determinación de lo que realmente existe no la efectúa la observación, sino que ha de efectuarse por la vía de la bondad de Dios. Aparte de la bondad de Dios, que le lleva a crear el mejor mundo posible, no hay a priori ninguna razón por la que una cosa tenga que existir más que otra.
Pero a veces, en documentos no mostrados a ningún ser humano, hay una teoría completamente distinta sobre por qué algunas cosas existen y otras, igualmente posibles, no existen. Según esta opinión, todo lo que no existe pugna por existir, pero no todas las cosas posibles pueden existir, porque todas no son composibles. Puede ser posible que A existiera y también posible que B existiera, pero puede no ser posible que A y B existan a la vez; en tal caso, A y B no son composibles. Dos o más cosas son solamente composibles cuando les es posible existir a todas ellas. Leibniz parece haber imaginado una especie de guerra en el Limbo habitado por esencias que están tratando todas ellas de existir; en esta guerra, grupos de composibles se combinan, y el grupo mayor de ellos gana, lo mismo que el grupo mayor de presión en una pugna política. Leibniz utiliza incluso este concepto como un modo de definir la existencia. Dice: «Lo existente puede ser definido como aquello que es compatible con más cosas que aquello que es incompatible con él». Es decir, que si A es incompatible con B, mientras que A es compatible con C y D y E, pero B sólo es compatible con F y G, entonces A, pero no B, existe por definición. «Lo existente —dice— es el ser que es compatible con más cosas».
En esta exposición no aparece ninguna mención de Dios y, evidentemente, ningún acto de creación. Tampoco es necesario más que la pura lógica para determinar lo que existe. La cuestión de si A y B son composibles es, para Leibniz, una cuestión lógica, a saber: ¿Envuelve la existencia de A y B una contradicción? Se sigue que, en teoría, la lógica puede decidir la cuestión de qué grupo de composibles es el mayor, y este grupo, por consiguiente, existirá.
Sin embargo, acaso Leibniz no se diera cuenta realmente de que lo anterior era una definición de existencia. Si era meramente un criterio, puede conciliarse con sus opiniones populares por medio de lo que él llama «perfección metafísica». Perfección metafísica, según emplea él este término, parece indicar cuantidad de existencia. «Es —dice— nada más que la magnitud de realidad positiva estrictamente entendida». Siempre arguye que Dios creó tanto como era posible; ésta es una de las razones para rechazar el vacío. Hay una creencia general (que no he comprendido nunca) de que es mejor existir que no existir; basándose en esta razón, se exhorta a los chicos a mostrar su gratitud a los padres. Leibniz mantenía evidentemente este punto de vista y consideraba como parte de la bondad de Dios crear un Universo tan lleno como era posible. Se seguiría de esto que el mundo actual consistiría en el grupo más amplio de composibles. También sería cierto que la lógica sola, dado un lógico suficientemente capaz, podría decidir si una sustancia posible dada existiría o no.
Leibniz, en su pensar privado, es el mejor ejemplo de un filósofo que usa la lógica como una clave para la metafísica. Este tipo de filosofía empieza con Parménides y lo desarrolla Platón al usar la teoría de las ideas para probar varias proposiciones extralógicas. Spinoza pertenece al mismo tipo, lo mismo que Hegel. Pero ninguno de éstos tiene tanta habilidad como Leibniz en extraer deducciones de la sintaxis al mundo real. Este tipo de argumentación ha caído en descrédito debido al desarrollo del empirismo. Lo de si es posible llevar deducciones válidas del lenguaje a hechos no lingüísticos, es una cuestión sobre la que no tengo interés en dogmatizar, pero ciertamente las deducciones halladas en Leibniz y en otros filósofos a priori no son válidas, puesto que todas ellas se deben a una lógica defectuosa. El sujeto —predicado lógico, que todos estos filósofos del pasado aceptaron—, o ignora las relaciones totalmente o crea argumentos sofísticos para probar que las relaciones son irreales. Leibniz es culpable de una contradicción especial al combinar el sujeto-predicado lógico con pluralismo, pues la proposición «hay muchas mónadas» no es de la forma del sujeto-predicado. Para ser consecuente, un filósofo que cree que todas las proposiciones deben ser de esta forma, debía ser monista, como Spinoza. Leibniz rechazó el monismo debido en gran parte a su interés por la dinámica y a su argumento de que la extensión implica repetición y, por consiguiente, no puede ser un atributo de una sustancia aislada.
Leibniz es un escritor torpe y su influjo sobre la filosofía alemana fue hacerla pedantesca y árida. Su discípulo Wolf, que dominó las universidades alemanas hasta la publicación de la Crítica de la razón pura, de Kant, abandonó todo lo que había de más interesante de Leibniz y creó un modo de pensar seco y profesoral. Fuera de Alemania, la filosofía de Leibniz tuvo poca influencia; su contemporáneo Locke dominó la filosofía inglesa, mientras en Francia continuó reinando Descartes hasta que fue derrocado por Voltaire, que puso de moda el empirismo inglés.
A pesar de todo, Leibniz sigue siendo un hombre grande y su grandeza es más evidente ahora de lo que fue en cualquier otro tiempo. Aparte de su prodigio como matemático e inventor del cálculo infinitesimal, fue un precursor de la lógica matemática, cuya importancia adivinó cuando nadie se daba cuenta de ello. Y sus hipótesis filosóficas, aunque fantásticas, son muy claras y capaces de una expresión precisa. Incluso sus mónadas pueden ser todavía útiles, al sugerir posibles modos de considerar la percepción, aunque no pueden considerarse como carentes de ventanas. Lo que por mi parte estimo lo mejor de su teoría de las mónadas, son sus dos clases de espacio, uno subjetivo, en las percepciones de cada mónada, y otro objetivo, consistente en la reunión de los puntos de vista de las diversas mónadas. Esto, creo, es todavía útil, al relacionar la percepción con la física.