Descartes
A René Descartes (1596-1650) se le considera habitualmente como el fundador de la filosofía moderna y, a mi juicio, justamente. Es el primer hombre de alta capacidad filosófica cuyo criterio está influido de modo profundo por la nueva física y la nueva astronomía. Si es cierto que conserva mucho del escolasticismo, tampoco acepta las bases establecidas por sus predecesores, sino que intenta construir un edificio filosófico completo ex novo. Esto no había ocurrido desde Aristóteles, y es un signo de la nueva confianza en sí mismo que resultó del progreso de la ciencia. Hay una frescura en su obra que no se hallará en ningún eminente filósofo anterior a Platón. Todos los filósofos intermedios eran maestros, con la superioridad profesional correspondiente a esa ocupación. Descartes escribe, no como un maestro, sino como un descubridor y explorador, afanoso por comunicar lo que ha encontrado. Su estilo es fácil y sin pedantería, dirigido a los hombres inteligentes del mundo más que a discípulos. Es, además, un estilo extraordinariamente excelente. Es una gran suerte para la filosofía moderna que su precursor tuviera tan admirable sentido literario. Sus sucesores, tanto en el continente como en Inglaterra, hasta Kant, conservan su carácter no profesional, y varios de ellos conservan algo de su mérito estilístico.
El padre de Descartes era consejero del Parlamento de Bretaña y poseía una modesta hacienda. Cuando Descartes heredó, a la muerte de su padre, vendió sus fincas e invirtió el dinero, obteniendo una renta de seis o siete mil francos al año. Se educó, de 1604 a 1612, en el colegio de jesuitas de La Flèche, que parece haberle dado una base de matemática moderna mucho mejor que la que hubiera podido obtener en la mayor parte de las universidades de aquel tiempo. En 1612 fue a París, donde encontró la vida social fastidiosa y se retiró a un piso solitario en el Faubourg St. Germain, donde trabajó en geometría. No obstante, los amigos le descubrieron. Por este motivo, para asegurarse una tranquilidad más completa, se alistó en el ejército holandés (1617). Como Holanda estaba en paz en aquel tiempo, parece haber disfrutado dos años de meditación ininterrumpida. Sin embargo, la guerra de los Treinta Años le llevó a alistarse en el ejército bávaro (1619). Fue en Baviera, durante el invierno de 1619-1620, donde tuvo la experiencia que describe en el Discours de la Méthode. Como el tiempo era frío, se instaló[11] junto a una estufa por la mañana y se pasó todo el día meditando; según su propia confesión, su filosofía estaba medio terminada cuando salió de allí; pero no hay que tomarlo demasiado literalmente. Sócrates acostumbraba a meditar todo el día en la nieve, pero la mente de Descartes sólo trabajaba cuando tenía una temperatura cálida.
En 1621 abandonó las armas; después de una visita a Italia, se estableció en París en 1625. Pero de nuevo los amigos le visitaban antes de haberse levantado (raramente se levantaba antes de mediodía), por lo que en 1628 se incorporó al ejército que estaba sitiando La Rochela, la fortaleza hugonote. Cuando este episodio hubo terminado, decidió vivir en Holanda, probablemente para librarse del riesgo de la persecución. Era un hombre tímido, un católico militante, pero compartía las herejías de Galileo. Algunos creen que se había enterado de la primera condena (secreta) de Galileo, ocurrida en 1616. Sea como sea, decidió no publicar un libro extenso, Le Monde, en el que había trabajado. La razón era que este libro mantenía dos doctrinas heréticas: la rotación de la Tierra y la infinitud del Universo. (Este libro no se publicó nunca en su totalidad, aunque se publicaron algunos fragmentos después de su muerte).
Vivió en Holanda durante veinte años (1629-1649), con la excepción de unas breves visitas a Francia y una a Inglaterra, todas por asuntos de negocios. No es posible ponderar toda la importancia de Holanda en el siglo XVIII, como único país donde había libertad de especulación. Hobbes tuvo que imprimir sus libros allí; Locke se refugió en ella durante los cinco peores años de la reacción en Inglaterra, antes de 1688; Bayle (el del Diccionario, 1695) tuvo necesidad de vivir allí, y Spinoza difícilmente hubiera podido realizar su obra en ningún otro país.
He dicho que Descartes era un hombre tímido, pero quizá sería más amable decir que deseaba que le dejaran en paz para hacer su obra sin ser molestado. Siempre lisonjeó a los eclesiásticos, especialmente a los jesuitas: no sólo mientras estaba bajo su poder, sino después de su emigración a Holanda. Su psicología es oscura, pero me inclino a pensar que era un católico sincero y deseaba persuadir a la Iglesia —tanto en interés de ésta como en el suyo— de que fuera menos hostil a la ciencia moderna de lo que se mostró en el caso de Galileo. Hay quienes creen que su ortodoxia era simplemente política, pero aunque esto es un punto de vista posible, no creo que sea el más probable.
Aún en Holanda se vio sometido a ataques vejatorios, no por parte de la Iglesia romana, sino de los fanáticos protestantes. Se decía que sus opiniones llevaban al ateísmo, y hubiera sido perseguido de no haber mediado el embajador de Francia y el príncipe de Orange. Habiendo fracasado este ataque, otro, menos directo, lo efectuaron unos años después las autoridades de la Universidad de Leyden, que prohibieron hacer mención de él, favorable ni desfavorable. De nuevo intervino el príncipe de Orange, y dijo a la universidad que no fuera tan estúpida. Esto sirve de ejemplo de lo que ganaron los países protestantes con la subordinación de la Iglesia al Estado y de la relativa debilidad de las Iglesias, que no eran internacionales.
Desgraciadamente, por mediación de Chanut, embajador de Francia en Estocolmo, Descartes mantuvo correspondencia con la reina Cristina de Suecia, mujer apasionada y docta que creía que, como soberana, tenía derecho a malgastar el tiempo de los grandes hombres. Descartes le envió un tratado sobre el amor, tema que hasta entonces había descuidado un poco. También le envió una obra sobre las pasiones del alma, que había compuesto originariamente para la princesa Isabel, hija del elector del Palatinado. Estos escritos indujeron a la reina a solicitar su presencia en la corte; por último accedió Descartes, y Cristina le envió un barco de guerra para que se trasladara a Estocolmo (septiembre 1649). Resultó que ella quería recibir lecciones diariamente del filósofo, pero no podía disponer de tiempo, salvo a las cinco de la mañana. Este desusado madrugar, en el frío de un invierno escandinavo, no era lo más propio para un hombre delicado. Además, Chanut cayó enfermo de gravedad, y Descartes lo atendía. El embajador mejoró, pero Descartes cayó enfermo y murió en febrero de 1650.
Descartes no se casó, pero tuvo una hija natural que murió a los cinco años; éste fue, según dice, el mayor dolor de su vida. Siempre iba bien vestido y llevaba espada. No era laborioso; trabajaba pocas horas y leía poco. Cuando se fue a Holanda llevó pocos libros consigo, entre ellos la Biblia y Tomás de Aquino. Su obra parece haber sido hecha con gran concentración en períodos cortos, mas quizá, para guardar la apariencia de un aficionado distinguido, puede ser que haya tratado de aparentar que trabajaba menos de lo que en realidad trabajaba, pues de otro modo sus resultados parecen casi increíbles.
Descartes fue filósofo, matemático y hombre de ciencia. En filosofía y matemáticas su obra fue de importancia suprema; en ciencia, aunque estimable, no resultó tan buena como la de algunos de sus contemporáneos.
Su gran contribución a la geometría fue la invención de la geometría coordenada, aunque no del todo en su forma final. Empleó el método analítico, que supone resuelto un problema y examina las consecuencias de la suposición, y aplicó el álgebra a la geometría. En ambas cosas había tenido predecesores —en lo que respecta a la primera, incluso entre los antiguos—. Lo original suyo fue el empleo de las coordenadas, es decir, la determinación de la posición de un punto en un plano por su distancia de dos líneas dadas. No descubrió todo el poder de este método, pero hizo lo bastante para facilitar un progreso mayor. Desde luego, no fue ésta su única contribución a la matemática, sino la más importante.
El libro en que expuso la mayor parte de sus teorías científicas fue su Principia philosophiae, publicado en 1644. Hay, sin embargo, algunos otros importantes: Essais philosophiques (1637), trata de óptica y geometría, y uno de sus libros se titula De la formation du foetus. Acogió con entusiasmo el descubrimiento de Harvey de la circulación mayor de la sangre y siempre tuvo la esperanza (aunque en vano) de hacer algún descubrimiento de importancia en medicina. Consideraba los cuerpos de hombres y animales como máquinas; a los animales los consideraba como autómatas, gobernados enteramente por las leyes de la física y exentos de sentido o conciencia. Los hombres son diferentes: tienen un alma, que reside en la glándula pineal. Aquí, el alma entra en contacto con los «espíritus vitales» y por medio de este contacto hay una interacción entre alma y cuerpo. La cantidad total de movimiento en el Universo es constante y, por consiguiente, no puede afectar al alma; pero puede alterar la dirección del movimiento de los espíritus vitales y, por ello, indirectamente, de otras partes del cuerpo.
Esta parte de su teoría fue abandonada por su escuela, primero por su discípulo holandés Geulincx y posteriormente por Malebranche y Spinoza. Los físicos descubrieron la conservación del momento, según lo cual la cantidad total de movimiento del mundo en cualquier dirección dada es constante. Esto demostró que la clase de acción de la mente sobre la materia que Descartes imaginaba era imposible. Suponiendo —como se suponía generalmente en la escuela cartesiana— que toda acción física es de la naturaleza del impacto, las leyes dinámicas bastan para determinar los movimientos de la materia y no hay lugar para ninguna influencia de la mente. Pero esto suscita una dificultad. Mi brazo se mueve cuando yo quiero que se mueva, pero mi querer es un fenómeno mental y el movimiento de mi brazo es un fenómeno físico. ¿Por qué, entonces, si alma y materia no pueden actuar recíprocamente, se conduce mi cuerpo como si mi mente lo dirigiera? Geulincx inventó una respuesta a esta pregunta, conocida por teoría de los «dos relojes». Supóngase que tenemos dos relojes que marchan perfectamente; siempre que uno de ellos marca la hora el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al otro podría pensarse que el uno hace sonar al otro. Lo mismo ocurre con el alma y el cuerpo. Dios les da cuerda a los dos para que marchen acompasados, de modo que, en el caso de mi volición, leyes puramente físicas son las que hacen mover a mi brazo, aunque mi voluntad no ha actuado realmente sobre mi cuerpo.
Había, desde luego, dificultades en esta teoría. En primer lugar, era muy extraña; en segundo lugar, puesto que la serie física estaba rígidamente determinada por leyes naturales, la serie mental, que corría paralela a ella, tenía que ser igualmente determinista. Si la teoría era válida, debía haber una especie de posible diccionario, en el que cada ocurrencia cerebral fuera traducida en la correspondiente ocurrencia mental. Un calculador ideal podía calcular la ocurrencia cerebral por las leyes de la dinámica e inferir la concomitante ocurrencia mental por medio del diccionario. Incluso sin el diccionario, el calculador podía inferir palabras y acciones, puesto que éstas son movimientos corporales. Esta tesis sería difícil de conciliar con la moral cristiana y el castigo del pecado.
No obstante, estas consecuencias no fueron inmediatamente evidentes. La teoría parecía tener dos méritos. La primera consecuencia hacía al alma, en un sentido, totalmente independiente del cuerpo, puesto que no era influida por él. La segunda permitía el principio general: «una sustancia no puede actuar sobre otra». Había dos sustancias, espíritu y materia, y éstas eran tan diferentes que una acción recíproca parecía inconcebible. La teoría de Geulincx explicaba la apariencia de la acción recíproca a la par que negaba su realidad.
En mecánica, Descartes acepta la primera ley del movimiento, según la cual un cuerpo abandonado a sí mismo se movería con velocidad constante en línea recta. Pero no hay ninguna acción a distancia, como más tarde en la teoría de la gravitación de Newton. No existe el vacío y no hay átomos; más aún, toda acción recíproca es de la naturaleza del impacto. Si supiéramos bastante, podríamos reducir la química y la biología a mecánica; el proceso por medio del cual una semilla se convierte en un animal o una planta es puramente mecánico. No hay necesidad de las tres almas de Aristóteles; sólo existe una de ellas, el alma racional, y ésa, solamente en el hombre.
Con la debida cautela, para evitar la censura teológica, Descartes desarrolla una cosmogonía, no distinta de las de algunos filósofos preplatónicos. «Sabemos —dice— que el mundo ha sido creado según el Génesis, pero es interesante ver de qué forma podía haberse desarrollado naturalmente». Elabora una teoría de la formación de vórtices; alrededor del Sol hay un inmenso vórtice en la plétora, que lleva a los planetas en torno suyo. La teoría es ingeniosa, pero no puede explicar por qué las órbitas planetarias son elípticas y no circulares. Fue generalmente aceptada en Francia, donde sólo lentamente fue desplazada por la teoría newtoniana. Cotes, el editor de la primera edición inglesa de los Principia de Newton, arguye elocuentemente que la teoría del vórtice lleva al ateísmo, mientras que la de Newton requiere que Dios ponga a los planetas en movimiento en una dirección que no sea hacia el Sol. Por esta razón, concluye, debe ser preferido Newton.
Abordo ahora las dos obras de Descartes más importantes en lo que respecta a la pura filosofía. Éstas son: el Discurso del método (1637) y las Meditaciones (1642). Éstas se superponen y no es necesario estudiarlas aisladamente. En estos libros Descartes empieza por explicar el método de la «duda cartesiana» como se le ha llegado a llamar. Con el fin de tener una base firme para su filosofía se decide a dudar de todo lo que le sea posible dudar. Como prevé que el proceso puede necesitar algún tiempo, se decide mientras tanto a regular su conducta por las normas comúnmente admitidas; esto permitirá a su mente verse libre de las posibles consecuencias de sus dudas en relación con la práctica.
Empieza por el escepticismo en relación con los sentidos. ¿Puedo dudar, dice, de que me encuentro sentado aquí, al lado del fuego, en un salón? Sí, pues a veces he soñado que estaba aquí cuando en realidad estaba desnudo en la cama. (Los pijamas e incluso las camisas de dormir no se habían inventado aún). Además, los locos tienen a veces alucinaciones, de modo que es posible que yo pueda estar en un caso parecido.
Los sueños, sin embargo, como los pintores, nos presentan copias de cosas reales, por lo menos en lo que respecta a sus elementos. (Podemos soñar con un caballo alado, pero sólo porque hemos visto caballos y alas). Por consiguiente, la naturaleza corpórea en general, que implica cosas como extensión, magnitud y número, es menos fácil de ponerse en duda que las creencias respecto a cosas particulares. La aritmética y la geometría, que no tratan de cosas particulares, son, por consiguiente, más ciertas que la física y la astronomía; son verdaderas incluso de objetos soñados, que no difieren de los reales en lo que respecta al número y a la extensión. Incluso respecto a la aritmética y a la geometría es posible, no obstante, la duda. Puede ser que Dios me haga cometer errores siempre que trato de contar los lados de un cuadrado o sumar 2 y 3. Quizá sea un error, hasta en la imaginación, atribuir tal malignidad a Dios, pero podía haber un demonio malo, no menos astuto y engañador que poderoso, que empleara toda su habilidad en extraviarme. Si hay tal demonio, puede ser que todas las cosas que yo veo sean sólo ilusiones que él emplea como trampas para mi credulidad.
Queda algo, sin embargo, de lo que no puedo dudar: ningún demonio, por astuto que sea, podría engañarme si yo no existiera. Puedo no tener cuerpo: éste podría ser una ilusión. Pero el pensamiento es diferente. «Mientras quería pensar que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuera algo, y observando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan sólida y tan cierta que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de derribarla, consideré que podía admitirla sin escrúpulo como primer principio de la filosofía que buscaba».[12]
Este pasaje es el núcleo de la teoría del conocimiento de Descartes y contiene lo más importante de su filosofía. La mayoría de los filósofos posteriores a Descartes han concedido importancia a la teoría del conocimiento y esto se debe en gran parte a él. «Pienso, luego existo», hace al pensamiento más cierto que la materia y a mi pensamiento (para mí) más verdadero que los de los otros. Hay de este modo, en toda la filosofía derivada de Descartes, una tendencia al subjetivismo y a considerar la materia como algo que sólo es cognoscible, si lo es, por deducción de lo que se sabe del pensamiento. Estas dos tendencias existen tanto en el idealismo del continente como en el empirismo británico; en el primero, de una manera triunfante, en el segundo, con pesar. Ha habido, en tiempos muy recientes, un intento de evadirse de este subjetivismo por la filosofía conocida con el nombre de instrumentalismo, pero de esto no voy a hablar ahora. Con esta excepción, la filosofía moderna ha aceptado en muy amplia medida la formulación de problemas hecha por Descartes, mientras no acepta sus soluciones.
El lector recordará que San Agustín anticipó un argumento estrechamente parecido al del cogito. Sin embargo, no le concedió preeminencia, y el problema que con él trataba de resolver ocupó sólo una pequeña parte de sus pensamientos. La originalidad de Descartes, por lo tanto, debe admitirse, aunque consista menos en haber inventado el argumento que en darse cuenta de su importancia.
Habiéndose asegurado en esta forma una base firme, Descartes se lanza a la obra de reconstruir el edificio del conocimiento. El Yo, que se ha demostrado existe, ha sido deducido del hecho de que yo pienso; por consiguiente, yo existo mientras pienso, y sólo entonces. Si dejara de pensar no habría ninguna prueba de mi existencia. Yo soy una cosa que piensa, una sustancia cuya total naturaleza o esencia consiste en pensar y que no necesita ningún lugar o cosa material para su existencia. El alma, por consiguiente, es totalmente distinta del cuerpo y más fácil de conocer que el cuerpo; sería lo que es aunque no existiera ningún cuerpo.
Luego Descartes se pregunta a sí mismo: ¿por qué es el cogito tan evidente? Concluye que lo es sólo porque es claro y distinto. En vista de ello, adopta como norma general el principio: Todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente son verdaderas. Admite, sin embargo, que a veces hay dificultad en saber cuáles son estas cosas.
El pensar lo usa Descartes en un sentido muy amplio. «Una cosa que piensa —dice— es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, desea, imagina y siente; pues sentir, como ocurre en los sueños, es una forma de pensar. Puesto que el pensamiento es la esencia de la mente, la mente tiene que pensar siempre, incluso durante el sueño profundo».
Descartes reanuda ahora la cuestión de nuestro conocimiento de los cuerpos. Toma como ejemplo un pedazo de cera del panal. Ciertas cosas son evidentes a los sentidos: ésta sabe a miel, huele a flores, tiene un cierto color sensible, tamaño y forma, es dura y fría y si la golpeamos emite un sonido. Pero si la ponemos cerca del fuego, estas cualidades cambian, aunque la cera persiste; por consiguiente, lo que aparecía ante los sentidos no era la cera misma. La cera misma está constituida por extensión, flexibilidad y movimiento, que son entendidas por la mente, no por la imaginación. La cosa que es la cera no puede ella misma ser sensible, puesto que está igualmente implicada en todas las apariencias de la cera para los diversos sentidos. La percepción de la cera «no es una visión o contacto, o imaginación, sino una inspección de la mente». Yo no veo la cera, como tampoco veo hombres en la calle cuando veo sombreros y levitas. «Yo entiendo por el solo poder del juicio, que reside en mi mente, lo que pensé que veía con mis ojos». El conocimiento por los sentidos es confuso y lo compartimos con los animales, pero ahora he despojado a la cera de sus vestidos y mentalmente la percibo desnuda. De mi ver razonablemente la cera, se sigue con certeza mi propia existencia, pero no la de la cera. El conocimiento de las cosas externas tiene que ser por la mente, no por los sentidos.
Esto conduce a una consideración de diferentes clases de ideas. «El más común de los errores —dice Descartes— es pensar que mis ideas son parecidas a las cosas exteriores». (La palabra idea incluye percepciones sensitivas, tal como la emplea Descartes). Las ideas parecen ser de tres clases: 1) las que son innatas, 2) las que son extrañas y vienen de fuera, y 3) las que son inventadas por mí. La segunda clase de ideas —lo suponemos naturalmente— son parecidas a los objetos exteriores. Supongamos esto, en parte porque la Naturaleza nos enseña a pensarlo así, en parte porque tales ideas vienen independientemente de la voluntad (es decir, por la sensación) y, por consiguiente, parece razonable suponer que una cosa extraña imprime su semejanza en mí. Pero ¿son estas razones buenas? Cuando hablo de «ser enseñado por la Naturaleza», sólo quiero dar a entender que tengo cierta inclinación a creerlo, no que yo lo vea por una luz natural. Lo que se ve por una luz natural no puede ser negado, pero una mera inclinación puede darse hacia lo que es falso. Y en cuanto a que las ideas procedentes de los sentidos son involuntarias, eso no es una razón, pues los sueños son involuntarios aunque vienen de dentro. Las razones para suponer que las ideas de los sentidos vienen de fuera no son, por consiguiente, convincentes.
Además, hay a veces dos ideas diferentes del mismo objeto exterior; verbigracia, el Sol tal como aparece a los sentidos y el Sol en el que creen los astrónomos. Éstas no pueden ser a la vez semejantes al Sol, y la razón muestra que viene directamente de la experiencia y tiene que ser la menos parecida de las dos.
Pero estas consideraciones no han agotado los argumentos escépticos que sembraban la duda sobre la existencia del mundo exterior. Esto sólo puede hacerse probando primero la existencia de Dios.
Las pruebas de Descartes de la existencia de Dios no son muy originales; en lo principal vienen de la filosofía escolástica. Éstas fueron mejor expuestas por Leibniz y omitiré el examen de las mismas hasta que lleguemos a él.
Cuando la existencia de Dios ha sido probada, lo demás se sigue con facilidad. Puesto que Dios es bueno, Él no actuará como el engañoso demonio al que Descartes imaginó como una razón para la duda. Ahora bien, Dios me ha dado tan fuerte inclinación a creer en los cuerpos, que sería un impostor si no los hubiera; por consiguiente, los cuerpos existen. Él tiene que haberme dado, además, la facultad de corregir los errores. Yo uso esta facultad cuando empleo el principio de que lo que es claro y distinto es verdadero. Esto me permite conocer las matemáticas y también la física, si recuerdo que debo conocer la verdad acerca de los cuerpos sólo por la mente, no con la mente y el cuerpo juntos.
La parte constructiva de la teoría del conocimiento de Descartes es mucho menos interesante que la anterior parte destructiva. Emplea toda clase de máximas escolásticas, tales como la de que un efecto no puede nunca tener más perfección que su causa, que se han librado en cierto modo del escrutinio crítico inicial. No se da ninguna razón para la aceptación de estas máximas, aunque son ciertamente menos evidentes por sí mismas que la de la propia existencia de uno, que es probada con un floreo de trompetas. Platón, San Agustín y Santo Tomás contienen la mayor parte de lo positivo en las Meditaciones.
El método de la duda crítica, aunque el mismo Descartes lo aplicara sólo con frialdad, fue de gran importancia filosófica. Está claro, como cuestión de lógica, que sólo puede dar resultados positivos si el escepticismo se para en alguna parte. Si ha de haber conocimiento lógico y conocimiento empírico, tiene que haber dos clases de puntos de parada: los hechos indubitables y los principios indubitables de deducción. Los hechos indubitables de Descartes son sus propios pensamientos —usando pensamiento en el sentido más amplio posible—. «Yo pienso» es su premisa fundamental. Aquí la palabra Yo es realmente ilegítima; él debió exponer su premisa fundamental en la forma «hay pensamientos». La palabra Yo es gramaticalmente conveniente, pero no describe un dato. Cuando prosigue, diciendo: «Yo soy una cosa que piensa», está ya usando de una forma no crítica del aparato de categorías transmitidas por el escolasticismo. Él no prueba en ninguna parte que los pensamientos necesitan un pensador, ni hay razón para creer eso, salvo en un sentido gramatical. La decisión, sin embargo, de considerar los pensamientos más bien que los objetos exteriores como las primordiales certidumbres empíricas, fue muy importante y tuvo un profundo efecto en toda la filosofía siguiente.
En otros dos aspectos fue importante la filosofía de Descartes. Primero: llevó a su conclusión, o muy cerca de su conclusión, el dualismo de espíritu y materia que empezó con Platón y lo desarrolló, en gran parte por razones religiosas, la filosofía cristiana. Dejando a un lado los curiosos trabajos sobre la glándula pineal, que fueron desechados por los seguidores de Descartes, el sistema cartesiano presenta dos mundos paralelos e independientes —el del espíritu y el de la materia—, cada uno de los cuales puede ser estudiado sin referencia al otro. Que el espíritu no mueve al cuerpo fue una idea nueva, debida explícitamente a Geulincx, pero implícitamente a Descartes. Ésta tuvo la ventaja de hacer posible decir que el cuerpo no mueve al espíritu. Hay una importante discusión en las Meditaciones: por qué el espíritu siente pesar cuando el cuerpo tiene sed. La correcta respuesta cartesiana era que el cuerpo y el espíritu eran como dos relojes, y que cuando uno indicaba sed el otro indicaba pesar. Desde el punto de vista religioso había, sin embargo, un gran inconveniente para esta teoría, y esto me lleva a la segunda característica del cartesianismo a que he aludido antes.
En toda la teoría del mundo material, el cartesianismo era rígidamente determinista. Los organismos vivos, tanto como la materia inanimada, eran gobernados por las leyes físicas; no había ya necesidad, como en la filosofía aristotélica, de una entelequia o alma, para explicar el desarrollo de los organismos y los movimientos de los animales. El mismo Descartes permitía una pequeña excepción: un alma humana podía, por volición, alterar la dirección, aunque no la cantidad del movimiento de los espíritus vitales. Esto, sin embargo, era contrario al espíritu del sistema y resultaba contrario a las leyes de la mecánica; por consiguiente fue desechado. La consecuencia fue que todos los movimientos de la materia eran determinados por leyes físicas y, debido al paralelismo, los acontecimientos mentales tenían que ser igualmente determinados. Por consiguiente, los cartesianos se encontraron con dificultad respecto al libre albedrío. Y para los que prestaban más atención a la ciencia de Descartes que a su teoría del conocimiento, no fue difícil extender la teoría de que los animales eran autómatas: ¿por qué no decir lo mismo del hombre y simplificar el sistema haciendo de él un materialismo consecuente? Este paso fue dado de hecho en el siglo XVIII.
Hay en Descartes un dualismo no resuelto entre lo que aprendió de la ciencia contemporánea y el escolasticismo que le enseñaron en La Flèche. Esto le llevó a contradicciones, pero también le hizo más rico en ideas fructíferas de lo que hubiera podido haber sido un filósofo completamente lógico. La consecuencia podía haber hecho de él meramente el fundador de un nuevo escolasticismo, mientras que la inconsecuencia le convirtió en la fuente de dos importantes, pero divergentes, escuelas de filosofía.