El leviatán de Hobbes
Hobbes (1588-1679) es un filósofo difícil de clasificar. Era empirista, como Locke, Berkeley y Hume, pero, a diferencia de ellos, era un admirador del método matemático, no sólo en las matemáticas puras, sino en sus aplicaciones. Su actitud general se inspiraba en Galileo más que en Bacon. Desde Descartes hasta Kant, la filosofía continental derivó de la matemática gran parte de su concepción de la naturaleza del conocimiento humano, pero consideraba la matemática como conocimiento independiente de la experiencia. Se vio arrastrada, de este modo, como el platonismo, a reducir al mínimo el papel desempeñado por la percepción y a resaltar excesivamente el papel desempeñado por el pensamiento puro. El empirismo inglés, por otra parte, estaba poco influido por la matemática y propendía a tener una concepción errónea del método científico. Hobbes no tenía ninguno de estos defectos. Es preciso llegar a nuestro tiempo para encontrar otros filósofos que sean empiristas y, no obstante, presten la debida atención a la matemática. A este respecto, el mérito de Hobbes es grande. Tiene, sin embargo, graves defectos que impiden colocarlo plenamente en el primer puesto. Le impacientan las sutilezas y se siente demasiado inclinado a cortar el nudo gordiano. Sus soluciones de los problemas son lógicas, pero están logradas omitiendo hechos desconcertantes. Es vigoroso, pero tosco; maneja el hacha como arma mejor que el estoque. A pesar de todo, su teoría del Estado merece ser examinada cuidadosamente, mucho más teniendo en cuenta que es más moderna que ninguna teoría anterior, incluida la de Maquiavelo.
El padre de Hobbes fue un pastor, ineducado y de temperamento violento; perdió su puesto por pelearse con otro pastor vecino a la puerta de la iglesia. Después de esto, Hobbes fue educado por un tío. Adquirió un buen conocimiento de los clásicos y tradujo la Medea de Eurípides, en yámbicos latinos, a los catorce años. (Posteriormente, alardeaba, con justificación, de que aunque se abstenía de citar poetas y oradores clásicos, no se debía a falta de familiaridad con sus obras). A los quince años fue a Oxford, donde le enseñaron la lógica escolástica y la filosofía de Aristóteles. Éstas fueron sus pesadillas en su vida madura, y sostuvo que había sacado poco provecho de sus años universitarios; efectivamente, en sus escritos censura constantemente a las universidades en general. En el año 1610, cuando tenía veintidós años, fue preceptor de lord Hardwick (luego segundo conde de Devonshire), con quien hizo el gran viaje. Fue en esta época cuando empezó a conocer la obra de Galileo y Kepler, que influyeron profundamente en él. Su alumno se convirtió en su protector, y continuó siéndolo hasta su muerte, en 1628. Por su mediación conoció Hobbes a Ben Jonson, a Bacon, a lord Herbert de Cherbury y a otros muchos hombres importantes. Después de la muerte del conde de Devonshire, que dejó un hijo joven, Hobbes vivió algún tiempo en París, donde comenzó el estudio de Euclides; luego fue preceptor del hijo de su antiguo alumno. Con él viajó por Italia, donde visitó a Galileo, en 1636. En 1637 volvió a Inglaterra.
Las opiniones políticas expresadas en el Leviatán, realistas en extremo, habían sido sostenidas por Hobbes durante mucho tiempo. Cuando el Parlamento de 1628 formuló la Petición de Derechos, Hobbes publicó una traducción de Tucídides, con la intención expresa de mostrar los males de la democracia. Cuando el Parlamento Largo se reunió en 1640, y Laud y Strafford fueron enviados a la Torre, Hobbes se aterrorizó y huyó a Francia. Su libro De Cive, escrito en 1641, aunque no publicado hasta 1647, expone esencialmente la misma teoría que aparece en el Leviatán. No fue la presencia real de la guerra civil lo que motivó sus opiniones, sino la perspectiva de la misma; sin embargo, como es natural, sus convicciones se afirmaron cuando sus temores se vieron confirmados.
En París fue bien acogido por muchos de los principales matemáticos y hombres de ciencia. Fue uno de los que vieron las Meditaciones de Descartes antes de que fueran publicadas, y escribió objeciones contra ellas, publicadas por Descartes, con sus réplicas. Pronto se encontró con un numeroso grupo de realistas ingleses refugiados con quienes asociarse. Durante algún tiempo, de 1646 a 1648, enseñó matemáticas al futuro Carlos II. Sin embargo, cuando en 1651 publicó el Leviatán, no agradó a nadie. Su racionalismo molestó mucho a los refugiados, y sus agrios ataques a la Iglesia católica al Gobierno francés. En vista de ello, Hobbes huyó secretamente a Londres, donde prestó acatamiento a Cromwell y se abstuvo de toda actividad política.
No se mantuvo ocioso ni en esta época ni en ninguna otra de su larga vida. Sostuvo una controversia con el obispo Bramhall sobre el libre albedrío; era un rígido determinista. Al valorar excesivamente sus aptitudes como geómetra, imaginó que había descubierto la cuadratura del círculo; sobre esta cuestión se embarcó muy tontamente en una controversia con Wallis, profesor de geometría en Oxford. Naturalmente, el profesor triunfó en su propósito de hacerle aparecer como tonto.
En la Restauración, Hobbes fue considerado como el menos serio de los amigos del rey, incluso por el mismo rey, que no sólo tenía el retrato de Hobbes en las paredes, sino que le concedió una pensión de cien libras al año, que, no obstante, su majestad se olvidó de pagar. El lord canciller Clarendon se extrañaba del favor dispensado a un hombre sospechoso de ateísmo, y lo mismo el Parlamento. Después de la peste y del gran incendio, cuando se despertaron los temores supersticiosos del pueblo, la Cámara de los Comunes designó un comité para investigar los escritos ateos, mencionando especialmente los de Hobbes. A partir de esta época no pudo obtener permiso en Inglaterra para imprimir nada sobre temas expuestos a controversia. Incluso su historia del Parlamento Largo, que tituló Behemoth, aunque exponía la doctrina más ortodoxa, tuvo que ser impresa en el extranjero (1668). La edición conjunta de sus obras apareció en Amsterdam en 1688. En su ancianidad, su reputación en el extranjero era mucho mayor que en Inglaterra. Para llenar sus ocios, escribió, a los ochenta y cuatro años, una autobiografía en versos latinos, y publicó, a los ochenta y siete, una traducción de Homero. No he podido descubrir que haya escrito ningún libro importante después de los ochenta y siete años.
Examinaremos ahora las doctrinas del Leviatán, en el que se basa principalmente la fama de Hobbes. Proclama, en el mismo comienzo de la obra, su completo materialismo. La vida, dice, no es más que un movimiento de los miembros y, por consiguiente, los autómatas tienen una vida artificial. La comunidad, que él llama Leviatán, es una creación de arte, y es, de hecho, un hombre artificial. Se propone ser algo más que una analogía, y se describe con algún detalle. La soberanía es un alma artificial. Los pactos y contratos por los que es creado Leviatán, al principio, ocupan el lugar del fiat de Dios, cuando Él dijo: «Hagamos al hombre».
La primera parte trata del hombre como individuo y de la filosofía general que Hobbes juzga necesaria. Las sensaciones se producen por la presión de los objetos; colores, sonidos, etc., no están en los objetos. Las cualidades de los objetos que corresponden a nuestras sensaciones son movimientos. Se formula la primera ley del movimiento e inmediatamente aparece aplicada a la psicología: la imaginación es un sentido decadente, siendo ambos movimientos. La imaginación, cuando está dormida, es el soñar; las religiones de los gentiles surgen de no distinguir los sueños del estado de vigilia. (El lector atrevido puede aplicar el mismo argumento a la religión cristiana, pero Hobbes es demasiado cauto para hacerlo por sí mismo[10]). Creer que los sueños son proféticos es un engaño; lo mismo ocurre con la creencia en la hechicería y en los espectros.
La sucesión de nuestros pensamientos no es arbitraria, sino sujeta a leyes; unas veces las de asociación, otras las que dependen de una finalidad de nuestro pensar. (Esto es importante como aplicación del determinismo a la psicología).
Hobbes, como podía esperarse, es un nominalista declarado. «No hay nada universal —dice—, excepto los nombres, y sin palabras no podríamos concebir las ideas generales. Sin lenguaje, no habría verdad ni falsedad, pues verdadero y falso son atributos de lenguaje».
Considera la geometría como la única ciencia auténtica creada hasta entonces. El razonamiento es de la naturaleza del cálculo, y debe partir de definiciones. Pero es necesario evitar las ideas contradictorias en las definiciones, lo que no se hace habitualmente en filosofía. «Sustancia incorpórea», por ejemplo, es un disparate. Cuando se objeta que Dios es una sustancia incorpórea, Hobbes tiene dos respuestas: la primera, que Dios no es objeto de la filosofía; la segunda, que muchos filósofos han considerado a Dios corpóreo. «Todo error en las proposiciones generales procede —dice— del absurdo» (es decir, de la contradicción manifiesta); da como ejemplos de absurdo la idea del libre albedrío y la del queso que tiene los atributos del pan. (Sabemos que, según la fe católica, los accidentes del pan pueden ser inherentes a una sustancia que no es pan).
En este pasaje muestra Hobbes un racionalismo de tipo antiguo. Kepler había llegado a una proposición general: «Los planetas dan vueltas alrededor del Sol en elipses», mas otros puntos de vista, como los de Tolomeo, no son lógicamente absurdos. Hobbes no apreció el uso de la inducción para llegar a leyes generales, a pesar de su admiración por Kepler y Galileo. Contra Platón, Hobbes sostiene que la razón no es innata, sino que se desarrolla con diligencia.
Luego se ocupa de las pasiones. El intento (endeavour) puede ser definido como un pequeño comienzo del movimiento; si es hacia algo, es deseo, y si es de alejamiento de algo, es aversión. Amor es lo mismo que deseo y odio lo mismo que aversión. Llamamos buena a una cosa cuando es objeto de deseo y mala cuando es objeto de aversión. (Se observará que estas definiciones no dan ninguna objetividad a bueno y malo; si los hombres difieren en sus deseos no hay ningún método teórico de arreglar sus diferencias). Hay definiciones de varias pasiones, basadas en su mayoría en una visión de la vida como competencia; por ejemplo, la risa es la gloria repentina. El temor al Poder invisible —si es admitido públicamente— es religión; si no es permitido, superstición. De esta suerte, la decisión respecto a lo que es religión y a lo que es superstición queda en manos del legislador. La felicidad implica un progreso constante; consiste en prosperar, no en haber prosperado; la felicidad estática no existe, exceptuando, naturalmente, las alegrías del Cielo, que sobrepasan nuestra comprensión.
La voluntad no es sino el último apetito o aversión que queda en la deliberación. Es decir, la voluntad no es algo diferente del deseo y de la aversión, sino meramente lo más fuerte en caso de conflicto. Esto está relacionado, claramente, con la negación por Hobbes del libre albedrío.
A diferencia de la mayoría de los defensores del Gobierno despótico, Hobbes sostiene que todos los hombres son naturalmente iguales. En estado de naturaleza, antes de existir ningún gobierno, todo hombre desea conservar su propia libertad, pero adquirir dominio sobre los demás; ambos deseos están dictados por el instinto de conservación. De este conflicto surge una guerra de todos contra todos, que hace la vida «asquerosa, brutal y corta». En un estado de naturaleza, no hay propiedad, justicia ni injusticia; hay solamente guerra, y «la fuerza y el engaño son, en la guerra, las dos virtudes cardinales».
La segunda parte nos cuenta cómo se libran los hombres de estos males, reuniéndose en comunidades, cada una de las cuales está sujeta a una autoridad central. Esto, se dice, ha ocurrido mediante un contrato social. Se supone que una cantidad de personas se reúnen y acuerdan elegir un soberano, o un cuerpo soberano, que ejercerá la autoridad sobre ellos y pondrá fin a la guerra universal. No creo que este convenio (como Hobbes lo llama habitualmente) se considere como un acontecimiento histórico definido; inconsecuente para el razonamiento considerarlo como tal. Es un mito explicativo, empleado para aclarar por qué los hombres se someten, y deben someterse, a las limitaciones de la libertad personal que implica el acatamiento a la autoridad. «La finalidad de la coerción a que los hombres se someten —dice Hobbes— es librarse de la guerra universal que resultaría de nuestro amor a la propia libertad y del deseo de dominio sobre los demás».
Hobbes examina la cuestión de por qué los hombres no pueden cooperar como las hormigas y las abejas. Las abejas de la misma colmena, nos dice, no compiten, no tienen ningún deseo de gloria y no emplean la razón para criticar al Gobierno. Su acuerdo es natural, pero el de los hombres sólo puede ser artificial, por convenio. El convenio tiene que conferir Poder a un hombre o a una asamblea, pues de otro modo no se puede hacer cumplir. «Los convenios, sin la espada, no son más que palabras». (Desgraciadamente, el presidente Wilson olvidó esto). El convenio no es, como posteriormente en Locke y Rousseau, entre los ciudadanos y el Poder gobernante; es un convenio hecho por los ciudadanos entre sí para obedecer al Poder gobernante que la mayoría debe elegir. Cuando han elegido, el Poder político de los ciudadanos termina. La minoría se halla tan obligada como la mayoría, puesto que el convenio fue obedecer al Gobierno elegido por la mayoría. Cuando el Gobierno ha sido elegido, los ciudadanos pierden todos los derechos, salvo aquellos que el Gobierno pueda considerar conveniente concederles. No hay ningún derecho a la rebelión, porque el gobernante no está obligado por ningún contrato, mientras que los súbditos lo están.
Una multitud unida de este modo se llama una comunidad de naciones. Este Leviatán es un Dios mortal. Hobbes prefiere la monarquía, pero todos sus argumentos abstractos son igualmente aplicables a todas las formas de gobierno en que haya una autoridad suprema no limitada por los derechos legales de otros cuerpos. Él podía tolerar el Parlamento solo, pero no un sistema en el que el Poder gubernamental sea compartido por el rey y el Parlamento. Ésta es la antítesis exacta de las opiniones de Locke y Montesquieu. «La guerra civil inglesa ocurrió —dice Hobbes— porque el Poder estaba dividido entre el rey, los lores y los comunes».
El Poder supremo, sea un hombre o una asamblea, se llama soberano. Los poderes del soberano, en el sistema de Hobbes, son ilimitados. Tiene derecho de censura sobre toda expresión de opiniones. Se da por supuesto que su interés principal es la conservación de la paz interna y que, por lo tanto, no ha de usar el Poder de la censura para suprimir la verdad, pues una doctrina perjudicial para la paz no puede ser verdadera. (¡Una opinión singularmente pragmática!). Las leyes de la propiedad tienen que estar totalmente sometidas al soberano; porque en un estado de naturaleza no hay ninguna propiedad y, por consiguiente, la propiedad la crea el Gobierno, que puede controlar su creación como le plazca.
Se admite que el soberano puede ser despótico, pero incluso el peor despotismo es mejor que la anarquía. Además, en muchos puntos los intereses del soberano son idénticos a los de sus súbditos. Es más rico si éstos son más ricos, está más seguro si aquéllos son cumplidores de la ley, y así sucesivamente. La rebelión es mala, porque habitualmente fracasa y porque, si triunfa, da un mal ejemplo y enseña a los otros a rebelarse. La distinción aristotélica entre tiranía y monarquía es rechazada; tiranía, según Hobbes, es simplemente una monarquía que disgusta al que la titula de ese modo.
Se dan varias razones para justificar la preferencia del Gobierno monárquico sobre el de una asamblea. Se admite que el monarca ordinariamente buscará sus intereses particulares cuando están en pugna con los del público, pero lo mismo ocurre en una asamblea. Un monarca puede tener favoritos, pero lo mismo puede ocurrir a cada miembro de la asamblea; por consiguiente, es probable que el número total de favoritos sea más pequeño en una monarquía que en una asamblea. Un monarca puede oír consejos de cualquiera, secretamente; una asamblea sólo puede oír consejos de sus propios miembros, y eso públicamente. En una asamblea, la ausencia por azar de algunos puede ser la causa de que un partido diferente obtenga la mayoría, dando lugar, de este modo, a un cambio de política. Además, si la asamblea está dividida contra sí misma, el resultado puede ser la guerra civil. Por todas estas razones, concluye Hobbes, es mejor una monarquía.
En todo el Leviatán, Hobbes no considera nunca el posible efecto de elecciones periódicas en la corrección de la tendencia de las asambleas a sacrificar el interés público a los intereses privados de sus miembros. Parece, en efecto, estar pensando, no en parlamentos elegidos democráticamente, sino en corporaciones como el Gran Consejo de Venecia o la Cámara de los Lores inglesa. Concibe la democracia, a la manera de la Antigüedad, como que incluye la participación directa de cada ciudadano en la legislación y la administración; al menos, éste parece ser su criterio.
La participación del pueblo, en el sistema de Hobbes, termina completamente con la primera elección de un soberano. La sucesión debe determinarla el soberano, como era costumbre en el Imperio romano cuando no intervenían insurrecciones. Se admite que el soberano elegirá habitualmente a uno de sus hijos, o a un pariente cercano si no tiene hijos, pero se sostiene que ninguna ley puede impedirle que obre de ese modo.
Hay un capítulo sobre la libertad de los súbditos, que comienza con una definición admirablemente precisa: libertad es la ausencia de impedimentos externos al movimiento. En este sentido, la libertad es compatible con la necesidad; por ejemplo, el agua discurre necesariamente por la montaña cuando no hay impedimentos a su movimiento y cuando, por consiguiente, de acuerdo con la definición, es libre. Un hombre es libre para hacer lo que quiera, pero necesita hacer lo que Dios quiere. Todas nuestras voliciones tienen causas y son, en este sentido, necesarias. En cuanto a la libertad de los súbditos, éstos son libres donde las leyes no intervienen; esto no es una limitación de la soberanía, puesto que las leyes pueden intervenir si el soberano lo decide así. Los súbditos no tienen derecho contra el soberano, excepto lo que el soberano voluntariamente conceda. Cuando David hizo que Urías fuese muerto no cometió ninguna injuria contra él, porque Urías era súbdito suyo; pero hizo una injuria a Dios, porque él era súbdito de Dios y estaba desobedeciendo la ley de Dios.
Los autores antiguos, con sus elogios a la libertad, han conducido a los hombres, según Hobbes, a favorecer los tumultos y las sediciones. Sostiene que, cuando son rectamente interpretados, la libertad que exaltaban era la de los soberanos, es decir, la libertad de la dominación extranjera. La resistencia interior a los soberanos la condena, incluso cuando podía parecer más justificada. Por ejemplo, sostiene que San Ambrosio no tenía ningún derecho a excomulgar al emperador Teodosio después de la matanza de Tesalónica. Y censura con vehemencia al papa Zacarías por haber ayudado a deponer al último de los merovingios en favor de Pipino.
Admite, no obstante, una limitación en el deber de sumisión a los soberanos. El derecho de autoconservación lo considera absoluto, y los súbditos tienen el derecho de la propia defensa, incluso contra los monarcas. Esto es lógico, puesto que él ha hecho de la autoconservación el motivo de la institución del Gobierno. Basándose en esto, sostiene (aunque con limitaciones) que un hombre tiene derecho a negarse a combatir cuando es llamado por el Gobierno a hacerlo. Éste es un derecho que ningún Gobierno moderno concede. Un curioso resultado de esta ética egoísta es que la resistencia al soberano sólo se justifica en defensa propia; la resistencia en defensa de otro es siempre culpable.
Hay otra excepción completamente lógica: un hombre no tiene ningún deber respecto a un soberano que no tiene fuerza para protegerlo. Esto justificó la sumisión de Hobbes a Cromwell cuando Carlos II estaba en el exilio.
No puede haber, como es natural, cuerpos como los partidos políticos o lo que llamaríamos ahora sindicatos. Todos los maestros tienen que ser ministros del soberano y tienen que enseñar solamente lo que el soberano crea útil. Los derechos de propiedad son sólo válidos contra otros súbditos, no contra el soberano. El soberano tiene derecho a regular el comercio exterior. No está sujeto a la ley civil. Su derecho a castigar procede de él mismo, no de ningún concepto de justicia, porque conserva la libertad que todos los hombres tenían en el estado de naturaleza, cuando ningún hombre podía ser censurado por infligir una injuria a otro.
Hay una serie interesante de razones (aparte de la conquista extranjera) para la disolución de la comunidad. Éstas son: otorgar un Poder demasiado limitado al soberano; permitir el juicio privado a los súbditos; la teoría de que todo lo que es contrario a la conciencia es pecado; la creencia en la inspiración; la doctrina de que el soberano está sujeto a las leyes civiles; el reconocimiento de la propiedad privada absoluta; la división del Poder soberano; la imitación de los griegos y romanos; la separación de los poderes espirituales y temporales; la negación al soberano del Poder de imponer tributos; la popularidad de súbditos poderosos y la libertad de disputar con el soberano. De todas éstas había abundantes ejemplos en la entonces reciente historia de Inglaterra y Francia.
«No debía haber —piensa Hobbes— mucha dificultad en enseñar al pueblo a creer en los derechos del soberano, pues ¿no ha sido enseñado a creer en el cristianismo e incluso en la transubstanciación, contraria a la razón?». Debían destinarse unos días aparte para enseñar el deber de sumisión. La instrucción del pueblo depende del derecho de enseñar en las universidades, que deben, por lo tanto, vigilarse cuidadosamente. Debe haber uniformidad de culto, pues la religión es ordenada por el soberano.
La parte II termina con la esperanza de que algún soberano leerá el libro y se hará absoluto: una esperanza menos quimérica que la de Platón, de que algún rey se volviera filósofo. A los monarcas se les asegura que el libro es de fácil lectura y todo él interesante.
La parte III, «De una comunidad cristiana», explica que no hay ninguna Iglesia universal, porque la Iglesia tiene que depender del Gobierno civil. En cada país, el rey tiene que ser la cabeza de la Iglesia; la supremacía e infalibilidad del Papa no pueden ser admitidas. Arguye, como podía esperarse, que un cristiano súbdito de un soberano no cristiano debe sometérsele aparentemente, pues ¿no soportó Naaman vivir sumiso en la casa de Rimmon?
La parte IV, «Del reino de la oscuridad», está dedicada principalmente a la crítica de la Iglesia de Roma, que Hobbes detesta porque coloca el Poder espiritual por encima del temporal. El resto de esta parte es un ataque contra la «filosofía vana», con lo que se alude habitualmente a Aristóteles.
Tratemos ahora de decidir qué es lo que debemos pensar del Leviatán. La cosa no es fácil, porque lo bueno y lo malo están íntimamente entremezclados.
En política hay dos cuestiones diferentes: una en cuanto a la mejor forma del Estado y la otra en cuanto a sus poderes. La mejor forma de Estado, según Hobbes, es la monarquía, pero esto no es la parte importante de su doctrina. Lo importante es su tesis de que los poderes del Estado deben ser absolutos. Esta doctrina, o algo parecido a ella, se había desarrollado en la Europa occidental durante el Renacimiento y la Reforma. Primero, la nobleza feudal la intimidaron Luis XI, Eduardo IV, Fernando e Isabel, y sus sucesores. Luego la Reforma, en los países protestantes, permitió al Gobierno secular llevarle ventaja a la Iglesia. Enrique VIII gozó de un Poder que ningún rey inglés había tenido antes. Pero en Francia, la Reforma, al principio, no tuvo ningún efecto contrario; entre los Guisas y los hugonotes, los reyes estaban casi sin Poder. Enrique IV y Richelieu, no mucho antes de que Hobbes escribiera, pusieron los cimientos de la monarquía absoluta que duró en Francia hasta la Revolución. En España, Carlos V prevaleció sobre las Cortes y Felipe II fue absoluto, salvo en relación con la Iglesia. En Inglaterra, sin embargo, los puritanos habían deshecho la obra de Enrique VIII; su obra sugirió a Hobbes que la anarquía debía ser la consecuencia de la resistencia al soberano.
Toda comunidad se halla frente a dos peligros: la anarquía y el despotismo. Los puritanos, especialmente los independientes, estaban muy impresionados con el peligro del despotismo. Hobbes, por el contrario, por haber tenido la experiencia del conflicto de fanatismos rivales, estaba obsesionado por el miedo a la anarquía. Los filósofos liberales que surgieron después de la Restauración y adquirieron el dominio después de 1688, se dieron cuenta de ambos peligros; los molestaban tanto Strafford como los anabaptistas. Esto llevó a Locke a la doctrina de la división de poderes y de los equilibrios y frenos. En Inglaterra hubo una verdadera división de poderes mientras el rey tuvo influencia; luego, el Parlamento adquirió la supremacía y, por último, el Gabinete. En América, aún hay frenos y equilibrios, en cuanto el Congreso y el Tribunal Supremo pueden resistir a la Administración. En Alemania, Italia, Rusia y Japón el Gobierno tuvo aún más Poder que el que Hobbes creía deseable antes de la Segunda Guerra Mundial. En general, por consiguiente, en lo que respecta a los Poderes del Estado, el mundo ha seguido el camino que Hobbes deseaba, después de un largo período liberal durante el cual, al menos en apariencia, se iba moviendo en la dirección contraria. Parece evidente que las funciones del Estado tienen que seguir aumentando y que la resistencia al mismo debe ser cada día más difícil.
La razón que Hobbes alega para apoyar al Estado, a saber, que es la única alternativa a la anarquía es, fundamentalmente, válida. Un Estado puede, sin embargo, ser tan malo que la anarquía temporal parezca preferible a su continuación, como ocurrió en Francia en 1789 y en Rusia en 1917. Además, la tendencia de todo Gobierno a la tiranía no puede mantenerse en jaque a menos que los gobernantes sientan el temor a la rebelión. Los gobiernos serían peores de lo que son si la actitud de sometimiento predicada por Hobbes fuera adoptada universalmente por los súbditos. Esto es verdad en la esfera política, donde los gobiernos tratarían, si pudieran, de hacerse personalmente inamovibles; es verdad en la esfera económica, donde tratarían de hacerse ricos ellos y sus amigos a expensas del público; es cierto en la esfera intelectual, donde suprimirían todo nuevo descubrimiento o doctrina que pareciese amenazar su Poder. Éstas son razones para no pensar sólo en el riesgo de la anarquía, sino también en el peligro de la injusticia y de la osificación inherente a la omnipotencia del Gobierno.
Los méritos de Hobbes aparecen con más claridad cuando le contrastamos con los anteriores teóricos de la política. Está completamente libre de superstición; no razona con lo que les ocurrió a Adán y Eva en el tiempo de la Caída. Es claro y lógico; su ética, acertada o equivocada, es completamente inteligible y no implica el empleo de ningún concepto dudoso. Aparte de Maquiavelo, que es mucho más limitado, es el primer escritor verdaderamente moderno sobre teoría política. Donde está equivocado, se equivoca por una excesiva simplificación, no porque la base de su pensamiento sea irreal y fantástica. Por esta razón aún es digno de ser refutado.
Sin criticar la metafísica o la ética de Hobbes, hay dos cosas que apuntar en contra suya. La primera, que siempre considera el interés nacional como un todo, y da por supuesto, tácitamente, que los intereses mayores de todos los ciudadanos son los mismos. No se da cuenta de la importancia de la lucha entre las diferentes clases, que Marx convierte en la causa principal del cambio social. Ello está relacionado con el supuesto de que los intereses del monarca son aproximadamente idénticos a los de sus súbditos. En tiempo de guerra hay una unificación de intereses, especialmente si la guerra es cruel, pero en tiempo de paz la pugna puede ser muy grande entre los intereses de una clase y los de otra. Desde luego, no siempre es cierto que, en tal situación, el mejor modo de evitar la anarquía sea predicar el Poder absoluto del soberano. Alguna concesión en el modo de compartir el Poder puede ser la única forma de evitar la guerra civil. Esto debía haber sido obvio para Hobbes por la historia reciente de Inglaterra.
Otro punto en el que la doctrina de Hobbes es injustamente limitada es el que hace referencia a las relaciones entre los diferentes Estados. No hay ni una palabra en Leviatán que sugiera ninguna relación entre ellos, excepto las de guerra y conquista, con intervalos ocasionales de paz. Esto obedece, según sus principios, a la ausencia de un Gobierno internacional, pues las relaciones de los Estados están todavía en estado de naturaleza, que es el de la guerra de todos contra todos. Mientras haya anarquía internacional, no está de ningún modo claro que el aumento de eficiencia en los Estados separados lo sea en interés de la humanidad, puesto que ello aumentaría la ferocidad y poder destructivo de la guerra. Cada uno de los argumentos que aduce en favor del Gobierno, en la medida en que son válidos, lo son en favor del Gobierno internacional. Mientras los Estados nacionales existan y se combatan, sólo la ineficacia de los mismos puede preservar la especie humana. Perfeccionar la cualidad combativa de los distintos Estados sin tener ningún medio de impedir la guerra es el camino de la destrucción universal.