CAPÍTULO VI

Desarrollo de la ciencia

Casi todo lo que distingue al mundo moderno de los siglos anteriores es atribuible a la ciencia, que logró sus triunfos más espectaculares en el siglo XVII. El renacimiento italiano, aunque no es medieval, no es moderno; es más afín a la mejor época de Grecia. El siglo XVI, con su preocupación por la teología, es más medieval que el mundo de Maquiavelo. El mundo moderno, por lo que se refiere a la actitud mental, comienza en el siglo XVII. Ningún italiano del Renacimiento hubiera sido ininteligible para Platón o Aristóteles; Lutero habría horrorizado a Tomás de Aquino, pero no hubiera sido difícil para él entenderle. En el siglo XVII es diferente: Platón y Aristóteles, Aquino y Occam no hubieran podido comprender nada de Newton.

Los nuevos conceptos que la ciencia introdujo influyeron profundamente en la filosofía moderna. Descartes, en cierto sentido fundador de la filosofía moderna, fue uno de los creadores de la ciencia del siglo XVII. Debe decirse algo acerca de los métodos y resultados de la astronomía y de la física para que la atmósfera mental de la época en que comenzó la filosofía moderna pueda ser entendida.

Cuatro grandes hombres —Copérnico, Kepler, Galileo y Newton— ocupan lugar preeminente en la creación de la ciencia. De éstos, Copérnico pertenece al siglo XVI, pero en su propia época tuvo poca influencia.

Copérnico (1473-1543) era un sacerdote polaco, de impecable ortodoxia. En su juventud viajó por Italia y absorbió algo de la atmósfera del Renacimiento. En 1500 dio un curso o una cátedra de matemáticas en Roma, pero en 1503 volvió a su país natal, donde fue canónigo de Frauenburg. Gran parte de su tiempo parece haberlo empleado en combatir a los alemanes y en reformar el sistema monetario, pero sus ocios los dedicó a la astronomía. Llegó pronto a creer que el Sol está en el centro del Universo y que la Tierra tiene un doble movimiento: una rotación diurna y una vuelta anual alrededor del Sol. El temor a la censura eclesiástica le llevó a retrasar la publicación de sus puntos de vista, aunque permitió que fueran conocidos. Su obra principal, De revolutionibus orbium caelestium, fue publicada el año de su muerte (1543), con un prefacio de su amigo Osiander, diciendo que la teoría heliocéntrica sólo era formulada como una hipótesis. No se sabe hasta qué punto sancionó Copérnico esta afirmación, pero la cuestión no es muy importante, pues él hizo declaraciones parecidas en el curso de la obra.[7] El libro está dedicado al Papa y se libró de la condena católica oficial hasta la época de Galileo. En el tiempo en que vivió Copérnico, la Iglesia era más liberal que después del Concilio de Trento: los jesuitas y la restablecida Inquisición habían hecho su obra.

La atmósfera de la obra de Copérnico no es moderna; podía más bien calificarse de pitagórica. Da por axiomático que todos los movimientos celestes tienen que ser circulares y uniformes y, como los griegos, se deja influir por motivos estéticos. En su sistema hay aún epiciclos, aunque sus centros están en el Sol o, más bien, cerca de él. El hecho de que el Sol no está exactamente en el centro malogró la sencillez de su teoría. Aunque tenía noticia de las doctrinas pitagóricas, no parece haber conocido la teoría heliocéntrica de Aristarco, pero no hay nada en sus especulaciones que no pudiera habérsele ocurrido a un astrónomo griego. Lo importante en su obra es el destronamiento de la Tierra de su geométrica preeminencia. Al fin y al cabo, esto hacía difícil darle al hombre la importancia cósmica que se le atribuye en la teología cristiana, pero tales consecuencias de su teoría no hubieran sido aceptadas por Copérnico, cuya ortodoxia era sincera y que protestaba contra la opinión de que su teoría contradecía a la Biblia.

Había auténticas dificultades en la teoría copernicana. La mayor de éstas era la ausencia de paralaje estelar. Si la Tierra, en cualquier punto de su órbita, está a 186.000.000 de millas del punto en que estará dentro de seis meses, esto debe originar una desviación en las posiciones aparentes de las estrellas, lo mismo que un barco en el mar que se halla al Norte desde un punto de la costa, no estará al Norte desde otro. No se observó ningún paralaje y Copérnico dedujo rectamente que las estrellas fijas tienen que estar mucho más lejos que el Sol. Fue necesario esperar hasta el siglo XIX, cuando la técnica de la medición llegó a ser lo suficientemente precisa como para que el paralaje estelar fuese observado, y entonces sólo en unas pocas estrellas de las más próximas.

Otra dificultad surgía en lo que respecta a la caída de los cuerpos. Si la Tierra está moviéndose continuamente de Oeste a Este, un cuerpo soltado desde una altura no debía caer verticalmente debajo de su punto de partida, sino en un punto algo más al Oeste, puesto que la Tierra se habrá movido un poco durante el tiempo de la caída. La respuesta a esta dificultad la dio la ley de la inercia de Galileo, pero en la época de Copérnico no había en perspectiva ninguna respuesta.

Hay un libro interesante de E. A. Burtt, titulado Fundamentos metafísicos de la Ciencia física moderna (1925), que expone con mucho énfasis las múltiples suposiciones insostenibles hechas por los hombres que fundaron la ciencia moderna. Señala con plena verdad que no había en el tiempo de Copérnico ningún hecho conocido que impulsara a la adopción de su sistema y que había varios que se oponían a él. «Los empiristas contemporáneos, si hubieran vivido en el siglo XVI, hubieran sido los primeros en burlarse de la nueva filosofía del Universo». La finalidad principal del libro es desacreditar a la ciencia moderna, insinuando que sus descubrimientos fueron accidentes afortunados, surgidos al azar, de supersticiones tan toscas como las de la Edad Media. Creo que esto revela un concepto erróneo de la actitud científica: no es lo que el hombre de ciencia cree lo que distingue a éste, sino el cómo y el por qué lo cree. Sus creencias son tentativas, no dogmas; están basadas en pruebas, no en una autoridad o en la intuición. Copérnico estaba en lo cierto al llamar hipótesis a su teoría; sus oponentes estaban en el error al considerar indeseables las nuevas hipótesis.

Los hombres que fundaron la ciencia moderna tuvieron dos méritos que no se encuentran reunidos necesariamente: inmensa paciencia en la observación y gran audacia en la construcción de hipótesis. El segundo de estos méritos había pertenecido a los primeros filósofos griegos; el primero existió, en grado considerable, en los últimos astrónomos de la Antigüedad. Pero ninguno, entre los antiguos, salvo quizá Aristarco, poseyó ambos méritos, y en la Edad Media nadie poseyó ninguno de ellos. Copérnico, como sus grandes sucesores, poseyó los dos. Supo todo lo que podía saberse, con los instrumentos existentes en su tiempo, acerca de los movimientos aparentes de los cuerpos celestes en la esfera celeste y se dio cuenta de que la rotación diurna de la Tierra era una hipótesis más económica que la revolución de todas las esferas celestes. Conforme al criterio moderno, que considera todo movimiento como relativo, la sencillez es la única ganancia resultante de su hipótesis, pero éste no era su criterio ni el de sus contemporáneos. En lo que respecta a la revolución anual de la Tierra hubo también una simplificación, no tan notable como en la rotación diurna. Copérnico necesitó todavía epiciclos, pero menos que los exigidos por el sistema tolemaico. Hasta que Kepler no descubrió sus leyes, no adquirió la nueva teoría toda su simplicidad.

Aparte del efecto revolucionario sobre la imagen del cosmos, los grandes méritos de la nueva astronomía fueron dos: primero, el reconocimiento de que lo que se había creído desde los tiempos antiguos podía ser falso; segundo, que la prueba de la verdad científica es la paciente compilación de hechos, combinada con la audaz adivinación de las leyes que agrupan estos hechos. Ninguno de los dos méritos se halla tan plenamente desarrollado en Copérnico como en sus sucesores, si bien ambos están ya presentes en alto grado en su obra.

Algunos de los hombres a quienes comunicó Copérnico su teoría eran alemanes luteranos, mas cuando ésta llegó a conocimiento de Lutero, el reformador se quedó profundamente sorprendido. «La gente presta oídos —dijo— a un astrólogo advenedizo que se esfuerza por demostrar que la Tierra gira, no los cielos o el firmamento, el Sol y la Luna. Cualquiera que desee parecer inteligente tiene que idear algún nuevo sistema, el cual, de todos los sistemas, es, desde luego, el verdaderamente mejor. Este necio desea trastornar toda la ciencia de la astronomía; pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué mandó pararse al Sol, y no a la Tierra». Calvino, de modo análogo, demolió a Copérnico con el texto: «El mundo está tan bien establecido, de modo que no puede ser movido» (Sal. XCIII, I), y exclamó: «¿Quién se atreverá a colocar la autoridad de Copérnico por encima de la del Espíritu Santo?». El clero protestante era por lo menos tan intransigente como los sacerdotes católicos; a pesar de todo, pronto empezó a haber mucha más libertad de especulación en los países protestantes que en los católicos, porque en aquéllos el clero tenía menos Poder. El aspecto importante del protestantismo fue el cisma, no la herejía, pues aquél condujo a las Iglesias nacionales y las Iglesias nacionales no eran bastante fuertes para controlar al Gobierno secular. Esto fue en su totalidad una ganancia, pues las Iglesias, en todas partes, se opusieron prácticamente cuanto pudieron a toda innovación que procurara un aumento de felicidad o de saber en la Tierra.

Copérnico no estaba en condiciones de dar ninguna prueba definitiva en favor de su hipótesis, y durante largo tiempo los astrónomos la rechazaron. El siguiente astrónomo de importancia fue Tycho Brahe (1546-1601), quien adoptó una posición intermedia: sostenía que el Sol y la Luna se movían alrededor de la Tierra, pero que los planetas giraban alrededor del Sol. En lo que respecta a la teoría, no fue muy original. Dio, no obstante, dos buenas razones contra la opinión de Aristóteles de que todo lo que se hallaba encima de la Luna era inmutable. Una de éstas fue la aparición de una nueva estrella en 1572, al descubrir que no tenía ningún paralaje diario y que, por consiguiente, debía estar más distante que la Luna. La otra razón se obtuvo de la observación de cometas, que también se descubrió eran distantes. El lector recordará la doctrina de Aristóteles de que el cambio y la decadencia están confinados en la esfera sublunar; esto, como todo lo demás que dijo Aristóteles sobre cuestiones científicas, resultó un obstáculo para el progreso.

La importancia de Tycho Brahe no estribaba en cuanto a su capacidad de teorizador, sino observador, primero bajo la protección del rey de Dinamarca, luego bajo el emperador Rodolfo II. Hizo un catálogo de estrellas y anotó las posiciones de los planetas durante muchos años. Hacia el final de su vida Kepler, entonces joven, fue ayudante suyo. Para Kepler sus observaciones fueron inapreciables.

Kepler (1571-1630) es uno de los más notables ejemplos de lo que puede lograrse mediante la paciencia aun sin mucho genio. Éste fue el primer astrónomo importante, después de Copérnico, que adoptó la teoría heliocéntrica, pero los datos de Tycho Brahe mostraban que podía no ser totalmente exacta la forma dada a la misma por Copérnico. Estaba influido por el pitagorismo y más o menos inclinado imaginativamente al culto del Sol, aunque buen protestante. Estos motivos le inclinaban, sin duda, hasta cierto punto a favor de la hipótesis heliocéntrica. Su pitagorismo también le inclinaba a seguir al Timeo de Platón en la suposición de que la significación cósmica debía estar vinculada a los cinco sólidos regulares. Él los usaba para sugerir hipótesis a su mente; al cabo, por un azar afortunado, una de éstas dio en el blanco.

La gran realización de Kepler fue el descubrimiento de sus tres leyes del movimiento planetario. Dos de ellas las publicó en 1609 y la tercera en 1619. Su primera ley afirma: Los planetas describen órbitas elípticas, de las cuales el Sol ocupa un foco. Su segunda ley declara: La línea que une a un planeta con el Sol recorre espacios iguales en tiempos iguales. Su tercera ley afirma: El cuadrado del período de revolución de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media del Sol.

Debemos decir, para explicar la importancia de estas leyes, que las dos primeras sólo podían ser probadas, en tiempos de Kepler, en el caso de Marte; en lo que respecta a los demás planetas, las observaciones eran compatibles con ellas, pero no permitían establecerlas definitivamente. No se tardó mucho, sin embargo, en encontrar una confirmación decisiva.

El descubrimiento de la primera ley, la de que los planetas se mueven en elipses, requirió un mayor esfuerzo de emancipación de la tradición de lo que un moderno puede fácilmente imaginar. La única cosa sobre la que todos los astrónomos, sin excepción, habían estado de acuerdo, era que todos los movimientos celestes eran circulares o estaban compuestos de movimientos circulares. Donde se descubrió que los círculos eran inadecuados para explicar los movimientos planetarios, se apeló a los epiciclos. Un epiciclo es la curva trazada por un punto de un círculo que rueda sobre otro círculo. Por ejemplo: tómese una rueda grande y fíjesela horizontalmente sobre el suelo: tómese una rueda más pequeña (colocada también horizontalmente en el suelo), atravesada por un clavo y hágase girar a la rueda pequeña alrededor de la grande, con la punta del clavo tocando el suelo. Entonces, la punta del clavo describirá un epiciclo sobre el suelo. La órbita de la Luna, en relación con el Sol, es aproximadamente de esta clase: aproximadamente, la Tierra describe un círculo alrededor del Sol y, mientras tanto, la Luna describe un círculo alrededor de la Tierra. Pero esto es solamente una aproximación. A medida que la observación era más exacta se vio que ningún sistema de epiciclos se conformaba exactamente con los hechos. Kepler descubrió que su hipótesis era mucho más conforme con las posiciones registradas del planeta Marte que la de Tolomeo e, incluso, que la de Copérnico.

La sustitución de círculos por elipses implicaba el abandono del prejuicio estético que había dominado siempre la astronomía desde Pitágoras. El círculo era una figura perfecta y los orbes celestes eran cuerpos perfectos, originariamente dioses, e incluso en Platón y Aristóteles estrechamente relacionados con dioses. Parecía obvio que un cuerpo perfecto debía moverse en una figura perfecta. Además, puesto que los cuerpos celestes se mueven libremente, sin ser empujados ni arrastrados, su movimiento tenía que ser natural. Pues bien: era fácil suponer que hay algo natural en un círculo, pero no en una elipse. De esta suerte, fue preciso descartar muchos prejuicios profundamente arraigados para que la primera ley de Kepler pudiese ser aceptada. Ningún antiguo, ni siquiera Aristarco de Samos, había anticipado tal hipótesis.

La segunda ley se refiere a la velocidad variable del planeta en diferentes puntos de su órbita. Si S es el Sol, y P1, P2, P3, P4, P5 son posiciones sucesivas del planeta en intervalos iguales de tiempo —por ejemplo, intervalos de un mes—, esa ley de Kepler establece que los espacios P1SP2, P2SP3, P3SP4, P4SP5, son todos iguales. El planeta se mueve, por lo tanto, con más rapidez cuando se halla más próximo al Sol y más lentamente cuando se halla más lejos de él. También esto era algo inadmisible; un planeta era demasiado majestuoso para tener que ir de prisa unas veces y despacio otras.

La tercera ley era importante, porque comparaba los movimientos de los diferentes planetas, mientras que las dos primeras trataban de ellos aisladamente. La tercera ley dice: si r es la distancia media de un planeta al Sol y T es la longitud de su año, entonces r3 dividido por T2 es lo mismo para todos los diferentes planetas. Ésta proporcionaba la prueba (por lo que respecta al sistema solar) de la ley de Newton del cuadrado inverso para la gravedad. Pero de esto hablaremos después.

Galileo (1564-1642) es el más grande de los fundadores de la ciencia moderna, con la posible excepción de Newton. Nació por los días en que murió Miguel Ángel y falleció el año en que nació Newton. Señalo estos hechos a los que todavía creen (si los hay) en la metempsicosis. Es importante como astrónomo, pero quizá más aún como fundador de la dinámica.

Galileo fue el primero que descubrió la importancia de la aceleración en la dinámica. Aceleración significa cambio de velocidad, en magnitud o en dirección; así, un cuerpo que se mueve uniformemente en un círculo, tiene en todos los tiempos una aceleración hacia el centro del círculo. En el lenguaje que había sido habitual antes de su época, podríamos decir que trató del movimiento uniforme en una línea recta como el único natural, ya sea en la Tierra o en los cielos. Se había creído natural que los cuerpos celestes se movieran en círculos y que los terrestres se movieran en líneas rectas, pero se pensó que los cuerpos terrestres en movimiento dejarían gradualmente de moverse si se los dejaba solos. Galileo sostuvo, frente a este criterio, que todo cuerpo, si se le deja solo, continuará moviéndose en línea recta con velocidad uniforme; todo cambio, ya sea en la velocidad o en la dirección del movimiento, es necesario explicarlo como producido por la acción de alguna fuerza. Este principio fue enunciado por Newton como la «primera ley del movimiento». También se la llama la ley de la inercia. Volveré luego a hablar de su significación, pero antes es preciso decir algo en detalle de los descubrimientos de Galileo.

Galileo fue el primero que estableció la ley de la caída de los cuerpos. Esta ley, dado el concepto de aceleración, es extremadamente sencilla. Dice que cuando un cuerpo cae libremente, su aceleración es constante, salvo la parte que pueda tener la resistencia del aire; además, la aceleración es la misma para todos los cuerpos, pesados o ligeros, grandes o pequeños. La prueba completa de esta ley no fue posible hasta que se inventó la bomba de aire, cosa que ocurrió hacia 1654. Después de esto fue posible observar la caída de los cuerpos en lo que prácticamente era el vacío, y se vio que las plumas caían tan a prisa como el plomo. Lo que Galileo probó fue que no hay ninguna diferencia mensurable entre las masas grandes y pequeñas de la misma sustancia. Hasta su tiempo se había supuesto que una masa grande de plomo caería mucho más rápidamente que una pequeña, pero Galileo probó por medio del experimento que no era así. La medición, en su tiempo, no era una cosa tan exacta como ha llegado a serlo después; no obstante, llegó a la verdadera ley de la caída de los cuerpos. Si un cuerpo cae libremente en el vacío, su velocidad aumenta en una proporción constante. Al final del primer segundo, su velocidad será 32 pies por segundo; al final del otro segundo, 64 pies por segundo; al final del tercero, 96 pies por segundo, y así sucesivamente. La aceleración, es decir, la proporción en que aumenta la velocidad, es siempre la misma; en cada segundo, el aumento de velocidad es (aproximadamente) 32 pies por segundo.

Galileo estudió también los proyectiles, cuestión de importancia para su protector, el duque de Toscana. Se había creído que un proyectil disparado horizontalmente avanzaba horizontalmente durante un rato y luego, de súbito, empezaba a caer verticalmente. Galileo demostró que, dejando a un lado la resistencia del aire, la velocidad horizontal permanecería constante, de conformidad con la ley de inercia, pero que había que añadir una velocidad vertical, que había de aumentar conforme a la ley de la caída de los cuerpos. Para averiguar cómo se movería el proyectil durante un corto espacio de tiempo, por ejemplo, un segundo, después de haber estado en el aire cierto tiempo, nosotros procedemos de este modo: Primero, si no estuviera cayendo, cubriría cierta distancia horizontal, igual a la que cubrió en el primer segundo de su vuelo. Segundo, si no estuviera moviéndose horizontalmente, sino sólo cayendo, caería verticalmente con una velocidad proporcional al tiempo, desde que comenzó el vuelo. Efectivamente, su cambio de lugar es lo que sería si al principio se hubiera movido horizontalmente durante un segundo con la velocidad inicial y luego cayera verticalmente durante un segundo con una velocidad proporcional al tiempo durante el cual ha estado en vuelo. Un simple cálculo muestra que su curso siguiente es una parábola y esto lo confirma la observación, excepto en la medida en que se interpone la resistencia del aire.

Lo anterior muestra un ejemplo sencillo de un principio que resultó inmensamente fecundo en la dinámica: el principio de que, cuando varias fuerzas actúan simultáneamente, el efecto es como si cada una de ellas actuara por turno. Esto es parte de un principio más general llamado la ley del paralelogramo. Supóngase, por ejemplo, que uno se encuentra en la cubierta de un buque en movimiento y pasea por ella. Mientras paseamos, el barco ha avanzado, de modo que, en relación con el agua, nos hemos movido hacia adelante y en sentido transversal a la dirección del movimiento del barco. Si necesitamos saber lo que hemos avanzado en relación con el agua, podemos suponer que primeramente estábamos parados mientras el barco avanzaba, y luego, durante un tiempo igual, que el barco permanecía inmóvil mientras nos paseábamos. El mismo principio se aplica a las fuerzas. Esto hace posible averiguar el efecto total de una serie de fuerzas y hace factible el análisis de los fenómenos físicos, descubriendo las leyes separadas de las diversas fuerzas a que están sometidos los cuerpos en movimiento. Fue Galileo quien introdujo este método inmensamente fecundo.

En lo que he dicho, he tratado de hablar, lo más aproximadamente posible, en el lenguaje del siglo XVII. El lenguaje moderno es diferente en importantes aspectos, mas para explicar lo que el siglo XVII llevó a cabo es conveniente, de momento, adoptar sus modos de expresión.

La ley de inercia explicó un enigma que, antes de Galileo, el sistema copernicano no había sido capaz de explicar. Como observamos antes, si se deja caer una piedra desde lo alto de una torre, caerá al pie de ésta y no un poco al oeste de la misma; sin embargo, si la Tierra está moviéndose, debe haberse deslizado un poco durante la caída de la piedra. La razón de que esto no ocurra es que la piedra conserva la velocidad de rotación que, antes de ser arrojada, compartía con todo lo que se encuentra sobre la superficie de la Tierra. En efecto, si la torre fuera bastante alta, tendríamos el efecto contrario a lo esperado por los adversarios de Copérnico. La parte alta de la torre, al estar más lejos del centro de la Tierra que la base, se mueve más de prisa y, por consiguiente, la piedra debería caer un poco al este del pie de la torre. Sin embargo, tal efecto sería demasiado pequeño para ser mensurable.

Galileo adoptó ardorosamente el sistema heliocéntrico; tuvo correspondencia con Kepler y aceptó sus descubrimientos. Habiendo tenido noticias de que un holandés había inventado hacía poco un telescopio, Galileo se hizo uno y muy pronto descubrió una cantidad de cosas importantes. Vio que la Vía Láctea consistía en una multitud de estrellas separadas. Observó las fases de Venus, que Copérnico sabía que estaban implícitas en su teoría, pero que a simple vista no podían percibirse. Descubrió los satélites de Júpiter que, en honor de su protector, llamó sidera medicea. Se descubrió que estos satélites obedecían a las leyes de Kepler. Había, no obstante, una dificultad. Siempre había habido siete cuerpos celestes, los cinco planetas y el Sol y la Luna; ahora bien: siete es un número sagrado. ¿No es el sábado el día séptimo? ¿No tenemos los candelabros de siete brazos y las siete iglesias de Asia? ¿Qué cosa más apropiada, entonces, que la existencia de siete cuerpos celestes? Pero si tenemos que añadirles las cuatro lunas de Júpiter, hacen un total de once, número que no tiene ninguna propiedad mística. Por este motivo, los tradicionalistas denunciaron el telescopio, se negaron a mirar por él y sostenían que sólo revelaba ilusiones. Galileo escribió a Kepler mostrando su deseo de poder reírse con él de la estupidez de la multitud; el resto de su carta aclara que la multitud se componía de los profesores de filosofía, que trataban de exorcizar las lunas de Júpiter, empleando «argumentos de lógica barata, como si se tratara de conjuros mágicos».

Galileo, como todo el mundo sabe, fue condenado por la Inquisición, primero; privadamente, en 1616; y, luego, públicamente, en 1633, en cuya segunda ocasión se retractó y prometió no sostener nunca más que la Tierra se movía o giraba. La Inquisición triunfó en el empeño de poner fin a la ciencia en Italia, que no volvió a revivir allí durante siglos. Pero fracasó en el propósito de impedir que los hombres de ciencia adoptaran la teoría heliocéntrica y ocasionó considerables daños a la Iglesia con su estupidez. Afortunadamente, había países protestantes, donde el clero, aunque deseoso de hacer daño a la ciencia, no pudo adquirir el dominio del Estado.

Newton (1642-1727) logró el triunfo final y completo para el que Copérnico, Kepler y Galileo habían preparado el camino. Partiendo de sus tres leyes del movimiento —de las cuales las dos primeras se deben a Galileo—, probó que las tres leyes de Kepler son equivalentes a la proposición de que todo planeta, en cada momento, mantiene una aceleración hacia el Sol que varía inversamente al cuadrado de las distancias a dicho astro. Mostró que las aceleraciones hacia la Tierra y el Sol, siguiendo la misma fórmula, explican el movimiento de la Luna y que la aceleración de los cuerpos que caen sobre la superficie de la Tierra se relaciona asimismo con la de la Luna, de acuerdo con la ley del cuadrado inverso. Definió la fuerza como la causa del cambio de movimiento, es decir, de la aceleración. De este modo pudo enunciar su ley de la gravitación universal: «Todos los cuerpos se atraen recíprocamente con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de las distancias». De esta fórmula pudo deducirlo todo en la teoría planetaria: los movimientos de los planetas y sus satélites, las órbitas de los cometas, las mareas. Más tarde se vio que incluso las pequeñas desviaciones de los planetas de sus órbitas elípticas eran deducibles de la ley de Newton. El triunfo era tan completo que Newton estuvo en peligro de convertirse en otro Aristóteles y de imponer una barrera insuperable al progreso. En Inglaterra aún no había transcurrido un siglo después de su muerte cuando los hombres se habían liberado de su autoridad lo suficiente para llevar a cabo una importante labor original en las materias de que se había ocupado.

El siglo XVII fue notable, no sólo en astronomía y dinámica, sino en muchos otros aspectos relacionados con la ciencia.

Tomemos primero la cuestión de los instrumentos científicos.[8] El microscopio compuesto fue inventado poco antes del siglo XVII, hacia 1590. El telescopio fue inventado en 1608 por un holandés llamado Lippershey, aunque Galileo fue el primero que lo usó formalmente con fines científicos. Galileo inventó también el termómetro —por lo menos, esto es lo que parece más probable—. Su discípulo Torricelli inventó el barómetro. Guericke (1602-1686) inventó la bomba de aire, o máquina neumática. Los relojes, aunque no nuevos, fueron muy perfeccionados en el siglo XVII, debido en gran parte a la obra de Galileo. Gracias a estos inventos, la observación se hizo inmensamente más exacta y extensa de lo que lo había sido en cualquier tiempo anterior.

Junto a esto, hubo una importante labor en otras ciencias, aparte de la astronomía y la dinámica. Gilbert (1540-1603) publicó su libro sobre el imán en 1600. Harvey (1578-1657) descubrió la circulación de la sangre, y publicó su descubrimiento en 1628.[9] Leeuwenhoek (1632-1723) descubrió los espermatozoos, aunque otro hombre, Stephen Hamm, los había descubierto, al parecer, unos pocos meses antes; Leeuwenhoek descubrió también los protozoos u organismos unicelulares, e incluso las bacterias. Robert Boyle (1627-1691) fue, como se enseñaba a los muchachos cuando yo era joven, «el padre de la química e hijo del conde de Cork»; ahora es recordado principalmente por la «Ley de Boyle», de que, en una cantidad dada de gas a una temperatura dada, la presión es inversamente proporcional al volumen.

Hasta aquí no he dicho nada de los avances en la matemática pura, pero éstos fueron también muy notorios e indispensables para gran parte de la obra de la física. Napier publicó su invención de los logaritmos en 1614. La geometría coordenada fue el resultado de la labor de varios matemáticos del siglo XVII, entre los cuales la mayor contribución se debe a Descartes. El cálculo diferencial e integral fue inventado independientemente por Newton y Leibniz; es el instrumento para casi todas las matemáticas superiores. Éstos son únicamente los hallazgos más destacados en la matemática pura; hay innumerables de gran importancia.

El resultado de la labor científica, que hemos examinado, fue que el criterio de los hombres cultivados se transformó por completo. A principios del siglo, Thomas Browne tomó parte en procesos por hechicería; a fines del siglo, tal cosa hubiera sido imposible. En la época de Shakespeare los cometas eran todavía portentos; después de la publicación de los Principia de Newton en 1687, se sabía que él y Halley habían calculado las órbitas de ciertos cometas y que éstos eran tan obedientes como los planetas a la ley de la gravitación. El reinado de la ley había impreso su huella en las imaginaciones de los hombres, haciendo increíbles cosas como la magia y la hechicería. En 1700, la actitud mental de los hombres educados era completamente moderna; en 1600, a excepción de muy pocos, era aún en gran parte medieval.

En el resto de este capítulo trataré de exponer brevemente las creencias filosóficas que parecían deducirse de la ciencia del siglo XVII y algunos de los aspectos en que la ciencia moderna difiere de la de Newton.

Lo primero que se debe observar es la eliminación de casi toda huella de animismo en las leyes físicas. Los griegos, aunque no lo dijeron explícitamente, sin duda consideraban el movimiento como un signo de vida. A los observadores corrientes les parece que los animales se mueven, mientras que la materia inanimada sólo se mueve cuando la impulsa una fuerza exterior. El alma de un animal, en Aristóteles, tiene varias funciones, y una de ellas es la de mover el cuerpo del animal. El Sol y los planetas, en el pensamiento griego, pueden ser dioses, o al menos regulados y movidos por dioses. Anaxágoras pensaba de otro modo, pero era impío; Demócrito pensaba de otro modo, pero se le despreció, excepto por los epicúreos, en favor de Platón y Aristóteles. Los cuarenta y siete o cincuenta y cinco motores inmóviles de Aristóteles son espíritus divinos y constituyen la fuente última de todo el movimiento del Universo. Abandonado a sí mismo, cualquier cuerpo inanimado se quedaría pronto inmóvil; por eso, la operación del alma sobre la materia tiene que ser continua, si el movimiento no ha de cesar.

Todo esto lo cambió la primera ley del movimiento. La materia inanimada, una vez puesta en movimiento, continuará moviéndose siempre, a menos que sea detenida por alguna causa externa. Además, las causas exteriores del cambio de movimiento fueron materiales en todos los casos en que se podían determinar con precisión. El sistema solar, en todo caso, se mantenía en movimiento por su propio impulso y sus propias leyes; ninguna intervención exterior era necesaria. Podía todavía parecer necesaria la intervención de Dios para poner el mecanismo en movimiento; los planetas, según Newton, fueron originariamente lanzados por la mano de Dios. Pero hecho esto y decretada la ley de la gravitación, todo continuó por sí mismo sin más necesidad de la intervención divina. Cuando Laplace sugirió que las mismas fuerzas que operan ahora podían haber motivado que los planetas se desprendieran del Sol, la parte de Dios en el curso de la Naturaleza se redujo mucho más aún. Él podía continuar como Creador, pero incluso eso era dudoso, puesto que no estaba claro que el mundo tuviera un principio en el tiempo. Aunque la mayoría de los hombres de ciencia eran modelos de piedad, el punto de vista que sugiere su obra era perturbador para la ortodoxia, y los teólogos tenían plenamente derecho a sentirse molestos.

Otro resultado de la ciencia fue un cambio profundo en la concepción del puesto del hombre en el Universo. En el mundo medieval, la Tierra era el centro de los cielos y todo tenía una finalidad relacionada con el hombre. En el mundo newtoniano, la Tierra era un planeta menor de una estrella relativamente insignificante; las distancias astronómicas eran tan enormes, que la Tierra, en comparación, era una simple punta de alfiler. Parecía inverosímil que este inmenso aparato estuviera todo él planeado para el bien de ciertas pequeñas criaturas en esta punta de alfiler. Además de esto, la finalidad, que desde Aristóteles había formado una parte íntima del concepto de ciencia, era ahora eliminada del proceso científico. Cualquiera podía seguir creyendo que los cielos existen para proclamar la gloria de Dios, pero nadie podía permitir a esta creencia intervenir en un cálculo astronómico. El mundo podía tener una finalidad, pero las finalidades no podían entrar ya en las explicaciones científicas.

La teoría copernicana debía haber sido humillante para el orgullo humano, pero de hecho produjo el efecto contrario, pues los triunfos de la ciencia reanimaron el orgullo humano. El agonizante mundo antiguo había estado obsesionado con el sentimiento del pecado y lo había transmitido como una opresión a la Edad Media. Ser humilde ante Dios era a la vez lícito y prudente, pues Dios castigaba el orgullo. Pestes, inundaciones, terremotos, los turcos, los tártaros y los cometas llenaban de perplejidad los siglos sombríos, y se daban cuenta de que sólo una humildad cada vez mayor apartaría estas calamidades actuales o amenazantes. Pero se hacía imposible seguir siendo humilde cuando los hombres lograban tales triunfos:

La Naturaleza y sus leyes estaban ocultas en la noche.

Dios dijo: «Aparezca Newton», y todo fue claridad.

Y en cuanto a la condenación, seguramente el Creador de un Universo tan enorme tenía algo más que pensar que enviar a los hombres al infierno por minúsculos errores teológicos. Judas Iscariote podía ser condenado, pero Newton no, aunque fuera arriano.

Había, sin duda, muchas otras razones para la propia satisfacción. Los tártaros habían sido confinados al Asia y los turcos ya no iban a ser amenaza. Los cometas habían sido humillados por Halley, y en cuanto a los terremotos, aunque eran todavía formidables, eran tan interesantes que los hombres de ciencia apenas si los lamentaban. Los europeos occidentales se estaban enriqueciendo rápidamente y se hacían dueños de todo el mundo: habían conquistado América del Norte y del Sur, eran poderosos en África y en la India, se los respetaba en China y eran temidos en el Japón. Cuando a todo esto se añadieron los triunfos de la ciencia, no es de extrañar que los hombres del siglo XVII se sintieran gente importante, y no los miserables pecadores que seguían todavía proclamándose los domingos.

Hay algunos aspectos en los que los conceptos de la moderna física teórica difieren de los del sistema newtoniano. Para empezar, el concepto de fuerza, que predomina en el siglo XVII, se ha considerado superfluo. Fuerza, en Newton, es la causa del cambio de movimiento, en magnitud o en dirección. La noción de causa se considera importante, y la fuerza es concebida imaginativamente como la clase de cosa que experimentamos cuando empujamos o arrastramos. Por esta razón se consideró como objeción a la gravitación el que actuara a distancia, y el mismo Newton concedía que tenía que haber algún medio por el cual fuera transmitida. Gradualmente se vio que todas las ecuaciones podían desarrollarse sin que se produjeran fuerzas. Lo observable era cierta relación entre aceleración y configuración; decir que esta relación era producida por mediación de una fuerza no era añadir nada a nuestro conocimiento. La observación muestra que los planetas tienen en todo momento una aceleración hacia el Sol, que varía inversamente al cuadrado de su distancia a él. Decir que esto se debe a la fuerza de gravitación, es simplemente decir una palabra, como afirmar que el opio hace que la gente duerma porque tiene una virtud somnífera. El físico moderno, por consiguiente, se limita meramente a exponer las fórmulas que determinan las aceleraciones y evita la palabra fuerza por completo. La fuerza fue el extraño fantasma del punto de vista vitalista en lo que se refiere a las causas de los movimientos y, gradualmente, ha sido exorcizado el fantasma.

Hasta el advenimiento de la mecánica de los cuantos, no ocurrió nada que modificara en ningún grado lo que constituye el sentido esencial de las dos primeras leyes del movimiento, a saber: las leyes de la dinámica han de ser expresadas en términos de aceleraciones. En este aspecto Copérnico y Kepler tienen todavía que ser clasificados entre los antiguos; buscaban leyes que determinaran las formas de las órbitas de los cuerpos celestes. Newton hizo patente que las leyes expresadas en esta forma no podían nunca ser más que aproximadas. Los planetas no se mueven en elipses exactas, debido a las perturbaciones originadas por las atracciones de otros planetas. Tampoco la órbita de un planeta se repite nunca exactamente, por la misma razón. Pero la ley de la gravitación, que trata de las aceleraciones, era muy sencilla y se pensó que era completamente exacta hasta doscientos años después del tiempo de Newton. Corregida por Einstein siguió siendo una ley de las aceleraciones.

Es verdad que la conservación de la energía es una ley que se refiere a velocidades, no a aceleraciones. Pero, en los cálculos en que se usa esta ley, aún deben emplearse las aceleraciones.

En cuanto a los cambios introducidos por la mecánica de los cuantos, éstos son muy profundos, pero son todavía, en cierto grado, motivos de controversia e incertidumbre.

Hay un cambio respecto a la filosofía newtoniana que debemos mencionar ahora: el abandono del espacio y del tiempo absolutos. El lector recordará que aludimos a este tema en relación con Demócrito. Newton creía en un espacio compuesto de puntos y en un tiempo compuesto de instantes, los cuales tenían una existencia independiente de los cuerpos y acontecimientos que los ocupaban. En cuanto al espacio, disponía de un argumento empírico para apoyar su criterio, verbigracia, que los fenómenos físicos nos permiten distinguir la rotación absoluta. Si damos vueltas al agua de un balde, ésta sube por los lados y baja en el centro; pero si al balde se le hace girar, sin agua, no se produce tal efecto. Después de su tiempo se ideó el experimento del péndulo de Foucault, que proporcionaba lo que se ha considerado demostración de la rotación de la Tierra. Aun en los criterios más modernos, la cuestión de la rotación absoluta presenta dificultades. Si todo movimiento es relativo, la diferencia entre la hipótesis de que la Tierra gira y la hipótesis de que los cielos dan vueltas es puramente verbal; no hay más diferencia que la existente entre las frases «Juan es el padre de Jaime» y «Jaime es el hijo de Juan». Pero si los cielos dan vueltas, las estrellas se mueven más rápidamente que la luz, lo que se considera imposible. No puede decirse que las respuestas modernas a esta dificultad sean completamente satisfactorias, pero son lo suficiente para hacer que casi todos los físicos acepten la opinión de que el movimiento y el espacio son puramente relativos. Esto, combinado con la amalgama de espacio y tiempo en el espacio-tiempo, ha modificado considerablemente nuestro criterio del Universo, con relación al que resultó de la obra de Galileo y Newton. Pero de esto, como de la teoría del cuanto, no diré nada por ahora.