Erasmo y Moro
En los países nórdicos el Renacimiento comenzó más tarde que en Italia, y pronto se vio implicado en la Reforma. Pero hubo un breve período, al principio del siglo XVI, durante el cual el nuevo saber se estaba diseminando vigorosamente por Francia, Inglaterra y Alemania sin estar envuelto en la controversia teológica. Este renacimiento nórdico fue, en muchos aspectos, muy diferente del de Italia. No era anárquico o amoral; por el contrario, estaba asociado con la piedad y con la virtud pública. Se hallaba muy interesado en aplicar las normas eruditas a la Biblia y en conseguir un texto más exacto que el de la Vulgata. Era menos brillante y más sólido que su progenitor italiano, menos preocupado de la exhibición personal de sabiduría y más deseoso de extender el saber todo lo posible.
Dos hombres, Erasmo y Tomás Moro, servirán como ejemplos del renacimiento nórdico. Eran íntimos amigos y tenían mucho de común. Ambos eran letrados, aunque Moro menos que Erasmo; ambos despreciaban la filosofía escolástica; ambos aspiraban a una reforma eclesiástica desde dentro, pero deploraron el cisma protestante cuando éste surgió; los dos eran ingeniosos, tenían humor y eran escritores muy experimentados. Antes de la rebelión de Lutero eran conductores del pensamiento, pero después de ésta el mundo era demasiado violento, por ambos lados, para hombres de su clase. Moro sufrió martirio y Erasmo se consumió en la ineficacia.
Ni Erasmo ni Moro eran filósofos en el sentido estricto de la palabra. El motivo para hablar de ellos es que ilustran el carácter de una época prerrevolucionaria, cuando es grande la exigencia de una reforma moderada y los hombres tímidos no han sido impelidos todavía a la reacción por los extremistas. Ejemplifican también el disgusto por todo lo sistemático en teología o filosofía que caracterizó las reacciones contra el escolasticismo.
Erasmo (1466-1536) nació en Rótterdam.[6] Era hijo ilegítimo, e inventó una historia románticamente falsa sobre las circunstancias de su nacimiento. En realidad, su padre era sacerdote, hombre de alguna cultura, con conocimiento del griego. Sus padres murieron antes de ser él adulto, y sus tutores (evidentemente, porque habían robado su dinero) le engatusaron para que entrara de monje en el monasterio de Steyr, paso que lamentó el resto de su vida. Uno de sus tutores era maestro de escuela, pero sabía menos latín que el que sabía ya Erasmo cuando era escolar; en respuesta a una epístola latina del muchacho, el maestro escribió: «Si vuelves a escribir tan elegantemente, ten la bondad de añadir un comentario».
En 1493 era secretario del obispo de Cambrai, y éste, canciller de la Orden del Toisón de Oro. Esto le dio la oportunidad para dejar el monasterio y viajar, aunque no a Italia, como hubiera deseado. Su conocimiento del griego era aún muy somero, mas era ya un latinista muy completo, particularmente admiraba a Lorenzo Valla, por su libro sobre las elegancias de la lengua latina. Él consideraba la latinidad totalmente compatible con la verdadera devoción, poniendo como ejemplos a Agustín y a Jerónimo; olvidando, evidentemente, el sueño en que Nuestro Señor amenazó al segundo por leer a Cicerón.
Estuvo algún tiempo en la Universidad de París, pero no encontró allí nada que le sirviera de provecho. La universidad había tenido su gran época, desde el comienzo del escolasticismo hasta Gerson y el movimiento conciliar, pero ahora las viejas disputas se habían vuelto áridas. Tomistas y escotistas, juntamente llamados los antiguos, disputaban contra los ocamistas, llamados los nominalistas, o modernos. Por último, en 1482, se reconciliaron e hicieron causa común contra los humanistas, que estaban tomando auge en París, fuera de los círculos universitarios. Erasmo odiaba a los escolásticos, a los que consideraba incapacitados y anticuados. Decía en una carta que, cuando trató de obtener el grado de doctor, se tuvo que proponer no decir nada gracioso ni ingenioso. Realmente, no le gustaba ninguna filosofía, ni siquiera la de Platón y Aristóteles, aunque de éstos, por ser antiguos, había que hablar con respeto.
En 1499 hizo su primera visita a Inglaterra, donde le gustó la moda de besar a las muchachas. En Inglaterra se hizo amigo de Colet y de Moro, que le alentaron a emprender una obra seria en vez de juegos literarios. Colet disertaba sobre la Biblia sin saber griego; Erasmo, pensando que le gustaría trabajar sobre la Biblia, consideró esencial conocer el griego. Después de dejar Inglaterra a comienzos de 1500, se puso a estudiar griego, aunque era demasiado pobre para proporcionarse un maestro; hacia el otoño de 1502 ya sabía bastante, y cuando en 1506 fue a Italia descubrió que los italianos no tenían nada que enseñarle. Determinó editar a San Jerónimo y publicar un Testamento griego con una nueva traducción latina; ambas cosas fueron realizadas en 1516. El descubrimiento de inexactitudes en la Vulgata fue luego útil a los protestantes en las controversias. Trató de aprender hebreo, pero lo abandonó.
El único libro de Erasmo que se lee todavía es el Elogio de la locura. La idea de este libro se le ocurrió en 1509, cuando se hallaba cruzando los Alpes en el viaje de Italia a Inglaterra. Lo escribió rápidamente en Londres, en la casa de Tomás Moro, al que está dedicado, con una traviesa insinuación de su oportunidad, puesto que moros significa necio. El libro es una exposición hecha por la Locura; ésta canta sus propios méritos con gran arte, y su texto lo animan aún más las ilustraciones de Holbein. Abarca todas las partes de la vida humana y todas las clases y profesiones. Si no fuera por ella, la especie humana se extinguiría, pues ¿quién podría casarse sin estar loco? Ella aconseja, como un antídoto de la sabiduría, «tomar una mujer, una criatura tan inocente y tonta y sin embargo, tan útil y conveniente, que es capaz de suavizar y hacer flexible la rigidez y el áspero humor de los hombres». ¿Quién podría ser feliz sin la adulación o sin el amor a sí mismo? No obstante, tal felicidad es una necedad. Los hombres más felices son los que se hallan más próximos a las bestias y se apartan de la razón. La mejor felicidad es la que se basa en la ilusión, ya que cuesta menos; es más fácil imaginarse que se es rey que ser rey en realidad. Erasmo se burla luego del orgullo nacional y de la presunción profesional: casi todos los profesores de las artes y de las ciencias son inmensamente presumidos y obtienen la felicidad de su engreimiento.
Hay pasajes donde la sátira deja paso a la invectiva y la Locura expresa las opiniones serias de Erasmo; éstas se refieren a los abusos eclesiásticos. Absoluciones e indulgencias, por las cuales los sacerdotes «computan el tiempo de la estancia de cada alma en el purgatorio»; el culto de los Santos, incluso de la Virgen, «cuyos ciegos devotos creen que esto es una manera de colocar a la Madre delante del Hijo»; las disputas de los teólogos respecto a la Trinidad y a la Encarnación, la doctrina de la transubstanciación; las sectas escolásticas; papas, cardenales y obispos: todos son ferozmente ridiculizados. Particularmente feroz es el ataque a las órdenes monásticas: hay «necios de cerebros enfermos» que tienen muy poca religión y, sin embargo, están «altamente enamorados de sí mismos y son entusiastas admiradores de su propia felicidad». Se comportan como si toda la religión consistiera en nimiedades: «El número preciso de nudos con que atan sus sandalias; los distintos colores de sus hábitos respectivos y de qué tejido están hechos; la anchura y largo de sus cíngulos», y así sucesivamente. «Sería bonito oír sus alegatos ante el gran tribunal: uno alardeará de cómo ha mortificado su apetito carnal alimentándose sólo de pescado; otro dirá que pasó la mayor parte de su vida terrena en el divino ejercicio de cantar salmos…; otro, que en sesenta años no ha tocado nunca una moneda, pues las ha cogido con un grueso par de guantes». Pero Cristo interrumpirá: «Malditos seáis, escribas y fariseos… Os di un precepto: amaos los unos a los otros, y no he oído que ninguno haya alegado que lo ha cumplido fielmente». Sin embargo, estos hombres son temidos en la Tierra, pues conocen muchos secretos de confesionario y con frecuencia los parlan cuando están bebidos.
No se olvida de los papas. Debían imitar a su Maestro en la humildad y la pobreza. «Sus únicas armas debían ser las del Espíritu; y de éstas, en efecto, son altamente pródigos, como de sus entredichos, suspensiones, denuncias, vejaciones, sus excomuniones mayores y menores y sus rugientes bulas, que fulminan contra todo el que los combate; y estos muy reverendos padres nunca las lanzan con tanta frecuencia como contra los que, a instigación del diablo, y sin tener el temor de Dios ante su vista, intentan alevosa y maliciosamente aminorar y menoscabar el patrimonio de San Pedro».
Podría suponerse, dados estos pasajes, que Erasmo acogió con júbilo la Reforma, pero no fue así.
El libro termina con la severa insinuación de que la verdadera religión es una forma de Locura. Hay, en todo el libro, dos clases de Locuras, una elogiada irónicamente, y otra, seriamente; la elogiada seriamente es la que se muestra en la sencillez cristiana. Este elogio es de la misma clase que la antipatía de Erasmo por la filosofía escolástica y por los doctores letrados cuyo latín no era clásico. Pero tiene también un aspecto más profundo. Es la primera aparición en literatura, por lo menos en lo que conozco, del pensamiento expuesto por Rousseau en El vicario Saboyano, según el cual la verdadera religión viene del corazón, no de la cabeza, y toda la teología elaborada es superflua. Este punto de vista se ha generalizado cada día más, y es ahora casi generalmente aceptado entre los protestantes. Esto es, de modo esencial, un repudio del intelectualismo helénico por el sentimentalismo del Norte.
En su segunda visita a Inglaterra, Erasmo permaneció en ella cinco años (1509-1514), parte en Londres y parte en Cambridge. Tuvo una influencia considerable en el fomento del humanismo inglés. La educación en las escuelas inglesas ha seguido siendo en lo esencial, hasta hace poco, casi exactamente lo que él habría deseado: una base completa de griego y latín, que comprendía, no sólo traducción, sino composición en verso y en prosa. La ciencia, aunque intelectualmente dominante desde el siglo XVII, se consideraba indigna de la atención de un caballero o de un teólogo; Platón debía ser estudiado, pero no las cuestiones que Platón creía dignas de ser estudiadas. Todo esto va unido a la influencia de Erasmo.
Los hombres del Renacimiento tenían una inmensa curiosidad; «estas mentes —dice Huizinga— nunca lograron la parte que deseaban de incidentes interesantes, detalles curiosos, rarezas y anomalías». Pero al principio ellos buscaban estas cosas, no en el mundo, sino en los viejos libros. Erasmo se interesó por el mundo, pero no lo podía digerir en crudo: tenía que ser servido en platos latinos o griegos para que pudiera asimilarlo. Los relatos de los viajeros eran menospreciados, pero cualquier maravilla de Plinio era creída. No obstante, poco a poco la curiosidad fue pasando de los libros al mundo real; los hombres se fueron interesando por los salvajes y por los animales extraños que iban realmente descubriendo más que por los descritos por los autores clásicos. Calibán procede de Montaigne, y los caníbales de Montaigne proceden de los viajeros. «Los antropófagos y los hombres cuyas cabezas crecen bajo los hombros» habían sido vistos por Otelo, no sacados de la Antigüedad.
Y de este modo, la curiosidad del Renacimiento, que había sido literaria, gradualmente se fue haciendo científica. Tal catarata de hechos nuevos abrumó a unos hombres que, al principio, no podían más que dejarse arrastrar por la corriente. Los viejos sistemas eran evidentemente erróneos; la física de Aristóteles, la astronomía de Tolomeo y la medicina de Galeno no podían ser ampliadas para incluir los descubrimientos que se habían hecho. Montaigne y Shakespeare están contentos con la confusión: el descubrimiento es delicioso y el sistema es su enemigo. En el siglo XVII fue cuando la facultad de construir sistemas se puso a la altura del nuevo saber práctico. Sin embargo, todo esto nos ha llevado lejos de Erasmo, para quien Colón era menos interesante que los Argonautas.
Erasmo era incurable y desvergonzadamente literario. Escribió un libro, Enchiridion militis christiani, dando consejos a los militantes iletrados: debían leer la Biblia, pero también a Platón, Ambrosio, Jerónimo y Agustín. Hizo una vasta colección de proverbios latinos a la que, en ediciones posteriores, añadió muchos en griego; su propósito originario fue que la gente pudiese escribir latín idiomáticamente. Escribió un libro muy acertado de Coloquios, para enseñar a la gente a hablar en latín de las cosas cotidianas, tales como el juego de bolos. Esto era, quizá, más útil de lo que parece ahora. El latín era el único idioma internacional, y los estudiantes de la Universidad de París procedían de toda Europa occidental. Puede haber ocurrido que el latín fuera el único lenguaje en el que dos estudiantes podían conversar.
Después de la Reforma, Erasmo vivió primeramente en Lovaina, que conservaba una ortodoxia católica perfecta, luego en Basilea, que se hizo protestante. Cada bando trataba de ganársele, pero durante mucho tiempo, en vano. Como hemos visto, se había pronunciado vigorosamente contra los abusos eclesiásticos y la perversión de los papas; en 1517, el mismo año de la rebelión de Lutero, publicó una sátira, titulada Julius exclusos, describiendo el fracaso de Julio II para alcanzar el Cielo. Pero la violencia de Lutero le repelía, y odiaba la guerra. Por último, se inclinó al bando católico. En 1524 escribió una obra defendiendo el libre albedrío, que Lutero, siguiendo y exagerando a Agustín, rechazaba. Lutero replicó violentamente, y Erasmo fue arrastrado más lejos por la reacción. Desde este momento hasta su muerte fue perdiendo cada día más importancia. Siempre había sido tímido, y los tiempos no eran ya propicios para la gente tímida. Para los hombres honrados, las únicas alternativas honrosas eran el martirio o la victoria. Su amigo Tomás Moro fue obligado a escoger el martirio, y Erasmo comentó: «¡Si Moro no se hubiera mezclado nunca en ese peligroso asunto y hubiera dejado la causa teológica a los teólogos!». Erasmo vivió demasiado, en una época de nuevas virtudes y nuevos vicios —heroísmo e intolerancia—, ninguno de los cuales pudo adquirir.
Tomás Moro (1478-1535) fue, como hombre, mucho más admirable que Erasmo, pero tuvo una influencia mucho menos importante. Era un humanista, pero también un hombre de profunda piedad. En Oxford se dedicó a aprender griego, lo que era entonces insólito, y se creyó que mostraba simpatía por los italianos infieles. Las autoridades y su padre se opusieron, y fue expulsado de la universidad. A consecuencia de esto se sintió atraído hacia los cartujos, practicó austeridades extremadas y pensó en entrar en la orden. Se le disuadió de esta idea, evidentemente por la influencia de Erasmo, con quien se encontró por primera vez en esta época. Su padre era abogado y decidió seguir la profesión de éste. En 1504 era miembro del Parlamento, y dirigió la oposición a la petición de nuevos impuestos formulada por Enrique VII. Triunfó, pero el rey se puso furioso y envió al padre de Moro a la Torre; le puso en libertad, no obstante, mediante el pago de cien libras. A la muerte del rey, en 1509, Moro volvió al ejercicio de su profesión, y ganó el favor de Enrique VIII. Fue hecho caballero en 1514 y empleado en varias embajadas. El rey continuó invitándole a la corte, pero Moro no iba; por último, el rey se presentó, sin ser invitado, a comer en casa de Moro, en Chelsea. Moro no se hacía ilusiones respecto a Enrique VIII; cuando se le habló de la favorable disposición del rey, contestó: «Si mi cabeza le sirviera para ganar un castillo en Francia, no dejaría de ir».
Cuando Wolsey cayó, el rey designó canciller a Moro en su lugar. Contrariamente a la práctica usual, rehusó todos los presentes de los litigantes. Pronto cayó en desgracia, porque el rey estaba decidido a divorciarse de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, y Moro se opuso resueltamente al divorcio. Por consiguiente, dimitió en 1532. Su incorruptibilidad en el cargo la demuestra el hecho de que después de su renuncia sólo tenía cien libras al año. A pesar de sus opiniones, el rey le invitó a su boda con Ana Bolena, pero Moro rehusó la invitación. En 1534, el rey envió al Parlamento el Acta de Supremacía, declarándole a él, no al Papa, cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Por tal acta se exigía un Juramento de Supremacía, que Moro se negó a prestar; esto sólo implicaba el delito de deslealtad, que no acarreaba la pena de muerte. Se probó, sin embargo, por medio de un testimonio muy dudoso, que había dicho que el Parlamento no podía hacer a Enrique cabeza de la Iglesia; con esta prueba se le declaró convicto de alta traición y fue decapitado. Sus bienes fueron entregados a la princesa Isabel, que los conservó hasta su muerte.
A Moro se le recuerda casi únicamente por su Utopía (1518). Utopía es una isla del hemisferio Sur, donde todo se hace del mejor modo posible. La visita accidentalmente un marino llamado Rafael Hythloday, que pasa en ella cinco años, y sólo vuelve a Europa para dar a conocer sus sabias instituciones. En Utopía, como en la República de Platón, todas las cosas se poseen en común, pues el bien público no puede prosperar donde hay propiedad privada, y sin comunismo no puede haber igualdad. Moro, en el diálogo, objeta que el comunismo haría a los hombres holgazanes y destruiría el respeto a los magistrados; a esto replica Rafael que nadie que haya vivido en Utopía podría decir eso.
Hay en Utopía cincuenta y cuatro ciudades, todas conforme al mismo diseño, salvo una que es la capital. Todas las calles tienen veinte pies de anchura, y todas las casas particulares son exactamente iguales, con una puerta a la calle y otra al jardín. No hay cerraduras en las puertas, y todo el mundo puede entrar en cualquier casa. Los tejados son planos. Cada diez años la gente cambia de casa —indudablemente, para impedir cualquier sentimiento de propiedad—. En el campo hay granjas, cada una de las cuales no contiene menos de cuarenta personas, incluyendo dos siervos; cada granja se halla bajo el mando de un hombre y de una mujer, que son viejos y prudentes. Los pollos no son criados por las gallinas, sino en incubadoras (que no existían aún en la época de Moro). Todos se visten del mismo modo, salvo que hay una diferencia entre el traje del hombre y el de la mujer, y entre los solteros y los casados. Las modas no cambian nunca, y no hay ninguna diferencia entre el traje de verano y el de invierno. Para el trabajo se usan pieles o cueros; un traje dura siete años. Cuando dejan de trabajar se echan una capa de lana encima de sus ropas de trabajo. Todas estas capas son iguales, y son del color natural de la lana. Cada familia hace sus propios vestidos.
Todo el mundo —lo mismo hombres que mujeres— trabaja seis horas al día, tres antes de comer y tres después. Todos van a la cama a las ocho y duermen ocho horas. En las primeras horas de la mañana hay conferencias, a las que asisten muchedumbres, aunque no son obligatorias. Después de la cena se dedica una hora al juego. Seis horas de trabajo son bastantes, porque no hay ociosos y no hay ningún trabajo inútil; en nuestro sistema, se dice, las mujeres, los sacerdotes, la gente rica, los criados y los mendigos, la mayor parte no hacen nada útil, y debido a la existencia de los ricos se emplea mucho trabajo en producir lujos innecesarios; todo esto se evita en Utopía. A veces se descubre que hay un superávit, y los magistrados anuncian una jornada de trabajo más corta durante cierto tiempo.
Se eligen algunos hombres para que se dediquen a la ciencia, y están exentos de otro trabajo mientras se cree realizan una labor satisfactoria. Todos los que se dedican al Gobierno son elegidos entre los letrados. El Gobierno es una democracia representativa, con un sistema de elección indirecta: al frente se halla un príncipe, cuya elección es vitalicia, pero puede ser depuesto por su tiranía.
La vida de la familia es patriarcal; los hijos casados viven en la casa de su padre y son gobernados por éste, a menos que se halle en la extrema vejez. Si alguna familia crece demasiado, los hijos sobrantes pasan a otra. Si una ciudad aumenta mucho, algunos de sus habitantes son trasladados a otra. Si todas las ciudades aumentan demasiado, se construye una nueva en la tierra improductiva. No se dice nada respecto a lo que ha de hacerse cuando toda la tierra inculta haya sido ocupada. Toda matanza de animales para la alimentación la efectúan siervos, para que los ciudadanos libres no aprendan la crueldad. Hay hospitales para los enfermos, tan excelentes que la gente enferma prefiere ir a ellos. Se permite comer en casa, pero la mayoría lo hace en refectorios comunes. Aquí los «servicios viles» son realizados por esclavos, pero las mujeres guisan y los hijos mayores sirven a la mesa. Los hombres se sientan en un banco y las mujeres en otro; las madres que están criando, con los chicos menores de cinco años, están en un salón aparte. Todas las mujeres crían a sus hijos. Los chicos mayores de cinco años, si son demasiado pequeños para servir a la mesa, «están al lado en un maravilloso silencio», mientras sus mayores comen; no tienen una comida aparte, sino que deben contentarse con los pedazos que se les den desde la mesa.
En cuanto al matrimonio, tanto hombres como mujeres son severamente castigados si no van vírgenes a él, y el dueño de una casa donde haya ocurrido tal transgresión está expuesto a incurrir en infamia por descuido. Antes de casarse los novios se ven desnudos; nadie compraría un caballo sin quitarle primero la brida y la silla, y consideraciones análogas deben aplicarse al matrimonio. Hay divorcio por adulterio o «intolerable indocilidad» de cualquiera de las partes, pero la parte culpable no puede volverse a casar. A veces se concede el divorcio únicamente porque lo desean ambas partes. Los que quebrantan el matrimonio son castigados con la esclavitud.
Hay comercio exterior, principalmente con el fin de conseguir hierro, que no se encuentra en la isla. El comercio se emplea también para finalidades relacionadas con la guerra. Los utópicos no estiman la gloria marcial, aunque todos aprenden a combatir, mujeres y hombres. Acuden a la guerra por tres motivos: para defender su territorio cuando es invadido; para liberar el territorio de cualquier aliado de los invasores, y para liberar de la tiranía a una nación oprimida. Pero siempre que pueden, emplean mercenarios para que peleen por ellos. Les interesa que otras naciones sean deudoras suyas, permitiéndoles satisfacer estas deudas con el suministro de mercenarios. Para fines de guerra consideran conveniente también tener una provisión de oro y plata, pues la pueden emplear para pagar a los mercenarios extranjeros. Para ellos no tienen moneda, y enseñan a despreciar el oro, usándolo para fabricar orinales y las cadenas de los esclavos. Las perlas y los diamantes se emplean como adornos de los niños, pero nunca para los adultos. Cuando se hallan en guerra, ofrecen grandes recompensas al que mate al príncipe del país enemigo y premios aún mayores al que lo traiga vivo, y al mismo príncipe si se entrega. Tienen piedad con el pueblo de sus enemigos, «sabiendo que ha sido arrastrado y obligado a ir a la guerra contra su voluntad por la locura furiosa de sus príncipes y gobernantes». Las mujeres combaten lo mismo que los hombres, pero no se las obliga a pelear. «Idean e inventan máquinas de guerra maravillosamente ingeniosas». Se verá que su actitud respecto a la guerra es más racional que heroica, aunque muestran gran valor cuando es necesario.
En cuanto a la moral, se nos dice que tienen demasiada inclinación a pensar que la felicidad consiste en el placer. Este criterio no tiene, sin embargo, malas consecuencias, porque ellos piensan que en la otra vida los buenos son recompensados, y los malos, castigados. No son ascéticos y consideran necio el ayuno. Hay muchos religiosos entre ellos, todos los cuales son tolerados. Casi todos creen en Dios y en la inmortalidad; los pocos que no creen no se cuentan como ciudadanos y no tienen ninguna parte en la vida política, pero no son molestados de ningún otro modo. Algunos hombres píos se abstienen de la carne y del matrimonio; se los considera santos, pero no sabios. Las mujeres pueden ser sacerdotes, si son viejas y viudas. Los sacerdotes son escasos; tienen honores, pero no Poder.
Los esclavos son los condenados por delitos odiosos, o los extranjeros condenados a muerte en su país y que los utópicos han accedido a tomar como esclavos.
En caso de una enfermedad incurable y penosa, se le aconseja al paciente que se suicide, pero si se niega a hacerlo es atendido cuidadosamente.
Rafael Hythloday refiere que predicó el cristianismo a los utópicos y que muchos se convirtieron cuando supieron que Cristo era opuesto a la propiedad privada. La importancia del comunismo se pone de relieve constantemente; casi al final se nos dice que en todas las demás naciones «no advierto sino cierta conspiración de los ricos, que buscan sus propias comodidades con el nombre y el título del bien común».
La Utopía de Moro era, en muchos aspectos, asombrosamente liberal. No considero tanto la predicación del comunismo, que estaba en la tradición de muchos movimientos religiosos. Estimo más bien lo que se dice acerca de la guerra, de la religión y de la tolerancia religiosa, contra la desenfrenada matanza de animales (hay un pasaje muy elocuente contra la caza) y en favor de una ley penal benigna. (El libro se inicia con un razonamiento contra la pena de muerte por robo). Debe reconocerse, sin embargo, que la vida en la Utopía de Moro, como en muchas otras, sería intolerablemente aburrida. La diversidad es esencial a la felicidad, y en Utopía difícilmente la hay. Éste es un defecto de todos los sistemas sociales planeados, tanto los reales como los imaginarios.