CAPÍTULO III

Maquiavelo

Aunque no produjo ningún filósofo teórico importante, el Renacimiento sí produjo un hombre de sumo prestigio en la filosofía política: Nicolás Maquiavelo. Es costumbre mostrar repugnancia ante él y, ciertamente, es a veces repugnante. Pero muchos otros hombres lo serían igualmente si estuvieran también libres de la hipocresía. Su filosofía política es científica y empírica, basada en su experiencia de los negocios, preocupada por declarar los medios para alcanzar unos fines determinados, y despreocupada de la cuestión relativa a si los fines han de ser considerados buenos o malos. Cuando, en ocasiones, se permite mencionar los fines que él desea, son de tal naturaleza que todos podemos aprobarlos. Gran parte del convencional vilipendio que está asociado a su nombre se debe a la indignación de los hipócritas que odian la franca confesión de la acción perversa. Queda, es cierto, una buena parte que requiere crítica auténtica, pero en esto es una expresión de su época. Tal honradez intelectual respecto a la deshonestidad política apenas hubiera sido posible en ningún otro tiempo o en ningún otro país, excepto quizá en Grecia, entre hombres que debían su educación teórica a los sofistas y su adiestramiento práctico a las guerras de minúsculos Estados que, en la Grecia clásica como en la Italia del Renacimiento, eran la escuela política del genio individual.

Maquiavelo (1469-1527) era florentino; su padre, jurista, no era ni rico ni pobre. Cuando andaba por los veinte años, Savonarola dominaba Florencia; su desgraciado fin hizo evidentemente una gran impresión en Maquiavelo, pues éste observa que «todos los profetas armados han conquistado y los inermes han fracasado», presentando a Savonarola como un ejemplo de los segundos. En otro lugar menciona a Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo. Es típico del Renacimiento que no sea mencionado Cristo.

Inmediatamente después de la ejecución de Savonarola, Maquiavelo obtuvo un puesto de poca importancia en el gobierno florentino (1498). Continuó a su servicio, a veces con importantes misiones diplomáticas, hasta la restauración de los Médicis, en 1512; entonces, como siempre se había opuesto a ellos, fue detenido; libertado, se le permitió vivir retirado en el campo, cerca de Florencia. Se hizo escritor a falta de otra ocupación. Su obra más famosa, El príncipe, fue escrita en 1513, y dedicada a Lorenzo el Magnífico, ya que esperaba (en vano, como se vio) ganar el favor de los Médicis. Su tono se debe quizá en parte a su finalidad práctica; su obra más larga, los Discursos, que escribía al mismo tiempo, es claramente más republicana y más liberal. Al comienzo de El príncipe dice que no tratará en este libro de las repúblicas, porque se ha ocupado de ellas en otra parte. Los que no lean tampoco los Discursos es probable que tengan una visión unilateral de su doctrina.

No habiendo logrado la amistad de los Médicis, Maquiavelo se vio forzado a seguir escribiendo. Vivió en su retiro hasta el año de su muerte, el del Saco de Roma por las tropas de Carlos V. Puede computarse también este año como el de la muerte del renacimiento italiano.

El príncipe se propone descubrir, por la Historia y por los sucesos contemporáneos, cómo se ganan los principados, se conservan y se pierden. La Italia del siglo XV ofrecía multitud de ejemplos, tanto grandes como pequeños. Pocos gobernantes eran legítimos; incluso los papas, en muchos casos, se aseguraban la elección por medios corrompidos. Las reglas para lograr el éxito no eran completamente las mismas que las precisas cuando los tiempos fueron más tranquilos, pues nadie se hubiera asustado ante las crueldades y traiciones que hubieran descalificado a un hombre en los siglos XVIII o XIX. Quizá nuestra época pueda, de nuevo, apreciar mejor a Maquiavelo, pues algunos de los éxitos más notables de nuestro tiempo han sido logrados por métodos tan bajos como los empleados en la Italia del Renacimiento. Él hubiera aplaudido, como conocedor artístico de la política, el incendio del Reichstag, de Hitler, su depuración del partido en 1934 y su violación de lo pactado en Munich.

César Borgia, hijo de Alejandro VI, merece grandes elogios. Su problema era difícil: primero, por la muerte de su hermano, al convertirse en el único beneficiario de la ambición dinástica de su padre; segundo, al conquistar por la fuerza de las armas, en nombre del Papa, territorios que debían, después de la muerte de Alejandro, pertenecer a sí mismo y no a los Estados Pontificios; tercero, al manipular el Sacro Colegio de modo que el siguiente Papa fuera amigo suyo. Persiguió este difícil fin con gran habilidad; de su práctica, dice Maquiavelo, debe un príncipe nuevo deducir normas. César fracasó, es cierto, pero sólo «por la extraordinaria malignidad de la fortuna». Sucedió que, cuando su padre murió, se hallaba él también gravemente enfermo; cuando mejoró, sus enemigos habían organizado sus fuerzas y su más encarnizado antagonista había sido elegido Papa. El día de la elección, César dijo a Maquiavelo que lo había previsto todo, «pero que lo único en que no había pensado es que, al morir su padre, se hallase él también moribundo».

Maquiavelo, íntimo conocedor de sus villanías, hace este resumen: «Al reconsiderar así todas las acciones del duque (César), no encuentro nada censurable; por el contrario, me siento obligado, como lo he hecho, a ponerle como ejemplo de ser imitado por todos los que por la fortuna y con las armas de otros se han elevado al Poder».

Hay un interesante capítulo, «De los principados eclesiásticos», que, teniendo en cuenta lo que se dice en los Discursos, oculta evidentemente parte del pensamiento de Maquiavelo. La razón para el ocultamiento era, sin duda, que El príncipe estaba destinado a agradar a los Médicis, y cuando fue escrito, acababa uno de ellos de ser elegido Papa (León X). Respecto a los principados eclesiásticos, dice en El príncipe, la sola dificultad está en adquirirlos, pues una vez adquiridos, son defendidos por las viejas costumbres religiosas, que mantienen a sus príncipes en el Poder, cualquiera que sea la conducta de éstos. Sus príncipes no necesitan ejércitos (así lo afirma él), porque «son sostenidos por causas más altas que el entendimiento humano no puede captar». Son «exaltados y mantenidos por Dios» y «sería tarea de un hombre necio y presuntuoso discutirlos». No obstante, continúa, es lícito inquirir por qué medios incrementó tan grandemente Alejandro VI el Poder del Papa.

La discusión de los poderes papales en los Discursos es más amplia y más sincera. Aquí empieza por situar a los hombres eminentes en una jerarquía ética. Los mejores, dice, son los fundamentos de religiones; luego siguen los fundadores de monarquías o repúblicas; luego los hombres de letras. Éstos son buenos, pero los destructores de religiones, subvertidores de repúblicas o reinos y los enemigos de la virtud o de las letras, son malos. Los que establecen tiranías son malvados, incluyendo a Julio César; por otra parte, Bruto fue bueno. El contraste entre este criterio y el de Dante muestra el efecto de la literatura clásica. Él sostiene que la religión debía tener un lugar preeminente en el Estado, no a causa de su verdad sino como vínculo social; los romanos estaban en lo cierto al aparentar creer en los augurios y al castigar a aquellos que no los respetaban. Sus censuras a la Iglesia de su tiempo son dos: la de que por su mala conducta ha socavado la creencia religiosa y la de que el Poder temporal de los papas, con la política que inspira, impide la unificación de Italia. Estas críticas las expone con gran vigor. «Cuanto más cercana se halla la gente a la Iglesia de Roma, cabeza de nuestra religión, menos religiosa es… La ruina y el castigo de ésta se hallan próximos… Nosotros los italianos debemos a la Iglesia de Roma y a sus sacerdotes habernos hecho irreligiosos y malos; pero le debemos todavía una deuda mayor, y una deuda que será la causa de nuestra ruina, es decir, que la Iglesia ha mantenido y mantiene aún dividida a nuestra patria».[4]

Teniendo en cuenta estos pasajes, debe suponerse que la admiración de Maquiavelo por César Borgia era sólo por su habilidad, no por sus fines. La admiración por la habilidad y por las acciones que conducían a la gloria era muy grande en la época del Renacimiento. Este tipo de entusiasmo ha existido siempre, sin duda; muchos de los enemigos de Napoleón le admiraban con entusiasmo como estratega militar. Pero en la Italia del tiempo de Maquiavelo la admiración casi artística por la destreza era mucho mayor que en los siglos anteriores o posteriores. Sería un error tratar de conciliarla con los objetivos políticos más amplios que Maquiavelo consideraba importantes; las dos cosas, amor a la destreza y patriótico deseo de la unidad italiana, existían una al lado de la otra en su mente y no fueron nunca confundidas. Así, puede elogiar a César Borgia por su habilidad y censurarle por mantener desunida a Italia. El carácter perfecto, debemos suponer, sería, a su juicio, un hombre tan inteligente y sin escrúpulos como César Borgia, preocupado de los medios, pero encaminado a un fin diferente. El príncipe termina con un elocuente llamamiento a los Médicis para que liberen a Italia de los «bárbaros» (es decir, franceses y españoles), cuya dominación apesta. No esperaba que tal obra fuera acometida con móviles egoístas, sino por amor al Poder y, aún más, por amor a la gloria.

El príncipe es muy explícito al repudiar la moral aceptada en lo que se refiere a la conducta de los gobernantes. Un gobernante perecerá si es siempre bueno; debe ser tan astuto como una zorra y tan fiero como un león. Hay un capítulo titulado (XVIII): «De qué modo deben los príncipes mantener su palabra». Se nos dice que deben guardarla cuando es provechoso, pero no en otro caso. Un príncipe debe en ocasiones ser desleal.

«Pero es necesario saber disimular bien esta condición y ser un gran fingidor y disimulador; y los hombres son tan simples y tan dispuestos a obedecer a las necesidades presentes, que uno que engaña siempre encontrará quienes estén dispuestos a ser engañados. Sólo citaré un ejemplo moderno. Alejandro VI no hizo más que engañar a los hombres, no pensó en otra cosa, y halló ocasión para ello; nadie ha sido nunca más capaz de dar seguridades o de afirmar las cosas con juramentos más fuertes, y nadie los ha observado menos; no obstante, siempre tuvo éxito en sus engaños, pues conocía bien este aspecto de las cosas. No es necesario, por tanto, para un príncipe tener las cualidades antes mencionadas (las virtudes convencionales), pero es muy necesario aparentar tenerlas».

Continúa diciendo que, por encima de todo, un príncipe debe parecer que es religioso.

El tono de los Discursos, que son nominalmente un comentario a Livio, es muy diferente. Hay capítulos enteros que parecen casi como si los hubiese escrito Montesquieu; la mayor parte del libro podía haber sido aprobado por un liberal del siglo XVIII. La doctrina de los frenos y equilibrios se formula explícitamente. Príncipes, nobles y pueblo deben tener su parte en la Constitución; «así, estos tres Poderes se mantendrían en jaque recíprocamente». La Constitución de Esparta, según la estableció Licurgo, era la mejor, porque incorporaba el equilibrio más perfecto; la de Solón era demasiado democrática y, por consiguiente, condujo a la tiranía de Pisístrato. La Constitución romana republicana era buena, debido al antagonismo de Senado y pueblo.

La palabra libertad se usa en todas partes como para indicar algo valioso, aunque lo que denota no está muy claro. Esto procede, sin duda, de la Antigüedad y ha pasado a los siglos XVIII y XIX. La Toscana ha conservado sus libertades porque no contiene ni castillos ni señores, caballeros. (Caballeros es una traducción inexacta, pero grata). Parece admitido que la libertad política requiere cierto tipo de virtud personal en los ciudadanos. Sólo en Alemania, se nos dice, la probidad y la religión son aún corrientes y, por consiguiente, en Alemania hay muchas repúblicas. En general, el pueblo es más sensato y constante que los príncipes, aunque Livio y muchos otros escritores mantienen lo contrario. No sin buenas razones se dice: «La voz del pueblo es la voz de Dios».

Es interesante observar cómo el pensamiento político de griegos y romanos, en sus tiempos republicanos, adquirió en el siglo XV una actualidad que no había tenido en Grecia desde Alejandro o en Roma desde Augusto. Los neoplatónicos, árabes y escolásticos mostraron un interés apasionado por la metafísica de Platón y Aristóteles, pero ninguno por sus escritos políticos, porque los sistemas políticos de la época de las Ciudades-Estados habían desaparecido por completo. El desarrollo de las Ciudades-Estados en Italia sincronizó con la renovación de la cultura, haciendo posible que los humanistas se aprovecharan de las teorías políticas de los griegos y romanos republicanos. El amor a la libertad y la teoría de los frenos y equilibrios vino al Renacimiento desde la Antigüedad y a los tiempos modernos, en gran parte del Renacimiento, aunque también directamente de aquélla. Este aspecto de Maquiavelo es tan importante, por lo menos, como las más famosas doctrinas inmorales de El príncipe.

Es de notar que Maquiavelo no basa nunca ningún razonamiento político en razones cristianas o bíblicas. Los escritores medievales tenían un concepto del Poder legítimo que era el del Papa o el del emperador o derivado de ellos. Las escritores nórdicos, incluso hasta Locke, discuten sobre lo ocurrido en el Paraíso y piensan que pueden sacar de eso pruebas de que ciertas clases de Poder son legítimas. En Maquiavelo no aparece tal manera de ver. El Poder es para los que tienen la habilidad de apoderarse de él en una competición libre. Su preferencia por el Gobierno popular no deriva de ninguna idea de derechos, sino de la observación de que los gobiernos populares son menos crueles, más escrupulosos y menos inconstantes que las tiranías.

Tratemos de hacer una síntesis (que el mismo Maquiavelo no hizo) de las partes morales e inmorales de su doctrina. En lo que sigue no expreso mis propias opiniones, sino las que explícita o implícitamente son suyas.

Hay ciertos bienes políticos, de los cuales tres son especialmente importantes: la independencia nacional, la seguridad y una constitución bien ordenada. La mejor constitución es la que reparte los derechos legales entre el príncipe, los nobles y el pueblo en proporción con el Poder real de cada uno de ellos, pues bajo tal constitución son difíciles las revoluciones con probabilidades de triunfo y, por consiguiente, es posible la estabilidad; pero por consideraciones de estabilidad, sería prudente dar más Poder al pueblo. Hasta aquí, en lo que respecta a los fines.

Mas en política también está la cuestión de los medios. Es necio perseguir una finalidad política con métodos destinados al fracaso; si el fin es subsistir, debemos escoger medios adecuados para lograrlo. La cuestión de los medios debe tratarse de un modo puramente científico, sin consideración a la bondad o maldad de los fines. El éxito significa el logro del propósito que nos interese, cualquiera que sea. Si hay una ciencia del éxito, puede estudiarse tanto en los triunfos de los malvados como en los de los buenos; en realidad, mejor en aquéllos, puesto que los ejemplos de pecadores afortunados son más numerosos que los de los Santos con fortuna. Pero la ciencia, una vez establecida, será tan útil para el Santo como para el pecador. Pues el Santo, si se dedica a la política, debe desear, lo mismo que hace el pecador: lograr el triunfo.

La cuestión es, en última instancia, una cuestión de fuerza. Para lograr un fin político, es necesaria la fuerza, de una clase o de otra. Este hecho escueto lo ocultan frases, tales como «el derecho prevalecerá» o «el triunfo del mal dura poco». Si el aspecto, que uno cree justo, prevalece, es porque tiene una fuerza superior. Es verdad que la fuerza, con frecuencia, depende de la opinión, y la opinión, de la propaganda; es cierto también que significa una ventaja en la propaganda el parecer más virtuoso que el adversario, y que un modo de parecer virtuoso es ser virtuoso. Por esta razón puede ocurrir, a veces, que la victoria se incline hacia el lado que tenga más de lo que el público general considera que es la virtud. Tenemos que conceder a Maquiavelo que éste fue un elemento importante en el creciente Poder de la Iglesia durante los siglos XI, XII y XIII, lo mismo que en el éxito de la Reforma en el XVI. Pero hay importantes limitaciones. En primer lugar, los que se han apoderado del Gobierno pueden, dirigiendo la propaganda, hacer que su partido aparezca como virtuoso; nadie, por ejemplo, podría mencionar los pecados de Alejandro VI en una escuela pública de Nueva York o de Boston. En segundo lugar, hay períodos caóticos durante los cuales la bellaquería notoria triunfa frecuentemente; el período de Maquiavelo fue uno de ellos. En tales épocas, se tiende a un cinismo que hace rápidos progresos, que hace a los hombres olvidarlo todo con tal de que convenga. Incluso en tales tiempos, como dice el mismo Maquiavelo, es conveniente presentar una apariencia de virtud ante el público ignorante.

Esta cuestión puede profundizarse más. Maquiavelo opina que los hombres civilizados están casi seguros de ser unos egoístas sin escrúpulos. «Si un hombre deseara hoy establecer una república —nos dice—, le sería más fácil lograrlo con montañeses que con habitantes de una gran ciudad, pues estos últimos estarían ya corrompidos».[5] Si un hombre es un egoísta sin escrúpulos, su línea de conducta más prudente dependerá de la población con que tenga que operar. La Iglesia del Renacimiento escandalizaba a todo el mundo, pero sólo al norte de los Alpes escandalizó tanto al pueblo como para provocar la Reforma. En la época en que Lutero empezó su rebelión, los impuestos del Papado eran probablemente mayores de lo que hubieran sido si Alejandro VI y Julio II hubieran sido más virtuosos, y si esto es cierto, se debió al cinismo de la Italia renacentista. De esto se infiere que los políticos se conducirán mejor cuando dependan de una población virtuosa que cuando dependan de una que sea indiferente a las consideraciones de tipo moral; se conducirán mejor en una comunidad en la que sus faltas, si las cometen, pueden ser divulgadas ampliamente, que en otra donde haya una censura estrecha bajo su control. Algo puede, sin duda, ocultarse por medio de la hipocresía, pero puede disminuir mucho con instituciones adecuadas.

El pensamiento político de Maquiavelo, como el de muchos de los antiguos, es en un aspecto algo superficial. Se ocupó de grandes legisladores, tales como Licurgo y Solón, de los que se supone crearon una comunidad, toda de una pieza, sin fijarse mucho en lo hecho antes. El concepto de una comunidad como proceso orgánico que los estadistas sólo pueden modificar hasta cierto punto es, en lo esencial, moderno, y se ha visto grandemente reforzado por la teoría de la evolución. Este concepto no lo hemos de encontrar ya en Maquiavelo como en Platón.

Podía sostenerse, no obstante, que el concepto evolucionista de la sociedad, aunque verdadero en el pasado, no sólo no es ya aplicable, sino que, en cuanto al presente y al futuro, debe ser sustituido por un concepto mucho más mecanicista. En Rusia y Alemania han sido creadas nuevas sociedades casi de la misma manera en que se ha supuesto que el mítico Licurgo creó la comunidad espartana. El legislador antiguo era un mito benévolo; el legislador moderno es una realidad aterradora. El mundo se ha asemejado mucho más al de Maquiavelo de lo que era antes, y el hombre moderno, que espera refutar su filosofía, tiene que pensar más profundamente de lo que parecía necesario en el siglo XIX.