El renacimiento italiano
El punto de vista moderno, como opuesto al medieval, comenzó en Italia con el movimiento llamado Renacimiento. Al principio, sólo unos pocos individuos, especialmente Petrarca, tenían ese criterio, pero durante el siglo XV se extendió a la gran mayoría de los italianos cultivados, tanto seglares como eclesiásticos. En algunos aspectos, los italianos del Renacimiento —con excepción de Leonardo y unos cuantos más— no tenían el respeto por la ciencia que ha caracterizado a la mayoría de los innovadores importantes desde el siglo XVII; con esta deficiencia está asociada su liberación tan parcial de la superstición, especialmente en cuanto a la astrología. Muchos de ellos conservaban aún el respeto por la autoridad que habían tenido los filósofos medievales, pero sustituían la autoridad de la Iglesia por la de los antiguos. Era, sin duda, un paso hacia la emancipación, puesto que los antiguos disentían unos de otros y era preciso el juicio individual para decidir cuál de ellos habían de seguir. Pero muy pocos italianos del siglo XV se hubieran atrevido a sostener una opinión para la que no se hubiera podido hallar una autoridad, bien sea en la Antigüedad o en la doctrina de la Iglesia.
Para entender el Renacimiento es necesario primero examinar brevemente la situación política de Italia. Después de la muerte de Federico II en 1250, Italia estuvo, en lo fundamental, libre de injerencia extranjera hasta que el rey francés Carlos VIII invadió el país en 1494. Había en Italia cinco Estados importantes: Milán, Venecia, Florencia, los Estados Pontificios y Nápoles; además de éstos, había cierto número de pequeños principados que cambiaban en su alianza o sometimiento a alguno de los Estados mayores. Hasta 1378 Génova rivalizó con Venecia en comercio y poderío naval, pero después de ese año quedó sometida a la soberanía milanesa.
Milán, que dirigió la resistencia al feudalismo en los siglos XII y XIII, cayó, después de la derrota final de los Hohenstaufen, bajo el dominio de los Visconti, familia poderosa cuya fuerza era plutocrática, no feudal. Éstos gobernaron unos 170 años, de 1277 a 1447; luego, después de tres años de gobierno republicano restaurado, una nueva familia, la de los Sforza, ligada con los Visconti, adquirió el gobierno y tomó el título de duques de Milán. De 1494 a 1535, Milán fue un campo de batalla entre los franceses y los españoles; los Sforza se aliaban a veces con unos, a veces con los otros. Durante este período fueron en ocasiones desterrados, otras mantuvieron un poder nominal. Finalmente, en 1535, Milán fue anexionada por el emperador Carlos V.
La República de Venecia se mantiene algo aparte de la política italiana, especialmente en los primeros siglos de su grandeza. Nunca había sido conquistada por los bárbaros y, al principio, se consideró a sí misma como sometida a los emperadores de Oriente. Esta tradición, unida al hecho de que su comercio era con el Oriente, le dio una independencia de Roma que aún persistía en la época del Concilio de Trento (1545), sobre el cual el veneciano Paolo Sarpi escribió una historia muy antipapal. Hemos visto cómo, en la época de la Cuarta Cruzada, Venecia insistió en la conquista de Constantinopla. Esto fomentó el comercio veneciano que, inversamente, decayó cuando conquistaron aquella ciudad los turcos en 1453. Por varias razones, en parte relacionadas con la provisión de alimentos, los venecianos creyeron necesario, durante los siglos XIV y XV, adquirir considerables territorios en la península italiana. Esto suscitó enemistades y condujo, por último, en 1509, a la formación de la Liga de Cambray, una combinación de Estados poderosos que motivó la derrota de Venecia. Pudo haberse recuperado de esta desgracia, pero no después del descubrimiento por Vasco da Gama de la ruta del Cabo para la India (1497-1498). Esto, añadido al poder de los turcos, arruinó a Venecia que, no obstante, persistió hasta que Napoleón le privó de su independencia.
La Constitución de Venecia, que había sido originariamente democrática, gradualmente dejó de serlo, y después de 1297 se convirtió en una cerrada oligarquía. La base del Poder político era el Gran Consejo, la pertenencia al cual, después de esa fecha, era hereditaria y estaba limitada a las familias principales. El Poder ejecutivo pertenecía al Consejo de los Diez, que era elegido por el Gran Consejo. El dux, jefe ceremonial del Estado, era elegido de modo vitalicio; sus poderes nominales eran muy limitados, pero en la práctica su influencia era ordinariamente decisiva. A la diplomacia veneciana se la consideraba excesivamente astuta y los informes de los embajadores venecianos eran especialmente penetrantes. Desde Ranke, los historiadores los han utilizado entre las mejores fuentes para el conocimiento de los hechos de que tratan.
Florencia era la ciudad más civilizada del mundo y la fuente principal del Renacimiento. Casi todos los grandes nombres de la literatura y los primeros, así como algunos de los últimos de los grandes nombres del arte, están relacionados con Florencia. Mas ahora nos ocupamos de política más que de cultura. En el siglo XIII había tres clases rivales en Florencia: los nobles, los comerciantes ricos y los plebeyos. Los nobles, en general, eran gibelinos; las otras dos clases, güelfos. Los gibelinos fueron finalmente derrotados en 1266 y durante el siglo XIV el partido de los plebeyos aventajó al de los comerciantes ricos. El conflicto, no obstante, no condujo a una democracia estable, sino al gradual desarrollo de lo que los griegos hubieran llamado una tiranía. La familia Médicis, que al final llegó a poseer el gobierno de la ciudad, había empezado siendo sus miembros cabecillas del partido democrático. Cósimo de Médicis (1389-1464), el primero de la familia que logró encumbrarse, no alcanzó todavía ningún puesto oficial; su fuerza se basaba en la habilidad para manipular las elecciones. Era astuto, conciliador cuando era posible, implacable cuando era preciso. Le sucedió, después de un corto intervalo, su nieto Lorenzo el Magnífico, que conservó el Poder desde 1469 hasta su muerte, en 1492. Ambos debieron su posición a su riqueza, adquirida principalmente en el comercio, pero también en la minería y otras industrias. Comprendieron la forma en que Florencia podía hacerse rica, como ellos mismos, y bajo su mando la ciudad prosperó.
Pietro, el hijo de Lorenzo, carecía de los méritos de su padre y fue expulsado en 1494. Luego siguieron los cuatro años de influencia de Savonarola, durante los cuales una especie de renacimiento puritano volvió a los hombres contra la alegría y el lujo, contra el libre pensamiento y hacia la piedad que se suponía característica de una época más sencilla. Al final, sin embargo, principalmente por razones políticas, los enemigos de Savonarola triunfaron, éste fue ejecutado y su cuerpo quemado (1498). La República, democrática en su intención, plutocrática de hecho, sobrevivió hasta 1512, cuando fueron restaurados los Médicis. Un hijo de Lorenzo, que había llegado a cardenal a los catorce años, fue elegido Papa en 1513, tomando el nombre de León X. La familia Médicis, con el título de Grandes Duques de Toscana, gobernó Florencia hasta 1737; pero mientras tanto, Florencia, lo mismo que el resto de Italia, se había vuelto pobre e insignificante.
El Poder temporal del Papa, que debía su origen a Pipino y a la imaginaria Donación de Constantino, se incrementó grandemente durante el Renacimiento, mas los métodos empleados por los papas con ese fin privaron al Papado de autoridad espiritual. El movimiento conciliar, que salió mal parado en el conflicto entre el Concilio de Basilea y el papa Eugenio IV (1431-1447), representaba a los elementos más sanos de la Iglesia; lo que quizá era más importante, representaba la opinión eclesiástica del norte de los Alpes. La victoria de los papas era la victoria de Italia y (en grado menor) la de España. La civilización italiana, en la segunda mitad del siglo XV, era totalmente diferente de la de los países nórdicos, que había seguido siendo medieval. Los italianos tomaron en serio la cultura, pero no la moral ni la religión; incluso en las mentes de los eclesiásticos, la elegante latinidad servía para cubrir una multitud de pecados. Nicolás V (1447-1455), el primer Papa humanista, dio cargos papales a los eruditos cuyo saber respetaba, sin tener en cuenta otras consideraciones; Lorenzo Valla, un epicúreo y el hombre que probó la falsedad de la Donación de Constantino, que ridiculizó el estilo de la Vulgata y acusó a San Agustín de herejía, fue nombrado secretario apostólico. Esta política de fomentar el humanismo más que la piedad o la ortodoxia continuó hasta el Saco de Roma en 1527.
El fomento del humanismo, aunque chocara al Norte sano, podía, desde nuestro punto de vista, ser estimado como una virtud, pero la política bélica y la vida inmoral de algunos papas no podía ser defendida desde ningún punto de vista, excepto el del simple Poder político. Alejandro VI (1492-1503) consagró su vida como Papa al engrandecimiento propio y de su familia. Tenía dos hijos, el duque de Gandía y César Borgia, mostrando gran preferencia por el primero. No obstante, el duque fue asesinado, probablemente por su hermano; las pretensiones dinásticas del Papa tuvieron, por consiguiente, que concentrarse en César. Juntos conquistaron la Romaña y Ancona, destinadas a formar un principado para César. Mas cuando el Papa murió, César estaba muy enfermo y no pudo actuar con prontitud. A consecuencia de ello, sus conquistas revirtieron al patrimonio de San Pedro. La perversión de estos dos hombres se hizo pronto legendaria y es difícil separar la verdad de la falsedad en lo que se refiere a los innumerables asesinatos de que se los acusa. No cabe duda, sin embargo, de que llevaron las artes de la perfidia más lejos de lo que habían llegado hasta entonces. Julio II (1503-1513), que sucedió a Alejandro VI, no fue notable por la piedad, pero dio menos ocasión de escándalo que su antecesor. Continuó el proceso de expansión del Poder pontificio; como soldado tuvo mérito, pero no como cabeza de la Iglesia de Cristo. La Reforma, que comenzó bajo su sucesor León X (1513-1521), era la consecuencia natural de la política pagana de los papas del Renacimiento.
El extremo meridional de Italia lo ocupaba el reino de Nápoles, con el que, muchas veces, estaba unida Sicilia. Nápoles y Sicilia habían sido el reino personal especial del emperador Federico II; había introducido una monarquía absoluta del tipo mahometano, ilustrada, pero despótica, que no concedía ningún poder a la nobleza feudal. Después de su muerte, en 1250, Nápoles y Sicilia pasaron a su hijo natural Manfredo que, no obstante, heredó la implacable hostilidad de la Iglesia y fue expulsado por los franceses en 1266. Los franceses se hicieron impopulares y fueron asesinados en las Vísperas sicilianas (1282), tras de lo cual el reino perteneció a Pedro III de Aragón y a sus herederos. Después de varias incidencias que condujeron a la separación temporal de Nápoles y Sicilia, éstos volvieron a unirse en 1443 bajo Alfonso el Magnánimo, distinguido protector de las letras. A partir de 1495, tres reyes franceses trataron de conquistar Nápoles, pero, al final, el reino lo conquistó Fernando de Aragón (1502). Carlos VIII, Luis XII y Francisco I, reyes de Francia, alegaron títulos (no muy válidos jurídicamente) sobre Milán y Nápoles; todos ellos invadieron Italia, con éxito temporal, pero todos fueron por fin derrotados por los españoles. La victoria de España y la Contrarreforma pusieron fin al renacimiento italiano. Siendo el papa Clemente VII un obstáculo para la Contrarreforma y, como los Médicis, amigos de Francia, Carlos V dio motivo a que en 1527 un numeroso ejército protestante saqueara Roma. Después de esto, los papas se hicieron religiosos y terminó el renacimiento italiano.
El juego del Poder político en Italia era increíblemente complicado. Los príncipes menores, en su mayoría tiranos elevados al Poder por sí mismos, se aliaban ya con uno de los Estados mayores, ya con otro; si hacían el juego torpemente, eran exterminados. Hubo guerras constantes, pero hasta la llegada de los franceses en 1494 fueron casi incruentas; los soldados eran mercenarios que tenían la preocupación de reducir al mínimo los riesgos de su profesión. Estas guerras puramente italianas no dificultaban mucho el comercio ni impedían que el país aumentase su riqueza. Había mucha habilidad política, pero ninguna orientación prudente; cuando llegaron los franceses, el país se hallaba prácticamente indefenso. Las tropas francesas horrorizaron a los italianos al ver que de hecho mataban a la gente en el campo de batalla. Las guerras que siguieron entre franceses y españoles, fueron guerras en serio, ocasionando sufrimientos y empobrecimiento. Pero los Estados italianos continuaron intrigando unos contra otros, invocando la ayuda de Francia o de España en sus luchas intestinas, sin ningún sentimiento de unidad nacional. Al final, todos fueron destrozados. Debemos decir que Italia hubiera perdido inevitablemente su importancia, debido al descubrimiento de América y de la ruta del Cabo hacia el Oriente, pero el colapso hubiera sido menos catastrófico y menos destructor de la calidad de la civilización italiana.
El Renacimiento no fue un período de grandes logros en filosofía, pero hizo ciertas cosas, preliminares necesarios para la grandeza del siglo XVII. En primer lugar, provocó la caída del rígido sistema escolástico, que se había convertido en una camisa de fuerza intelectual. Renovó el estudio de Platón y, por lo tanto, hizo necesaria por lo menos la independencia de pensamiento precisa para elegir entre él y Aristóteles. Respecto a ambos, promovió un conocimiento auténtico y de primera mano, libre de las glosas de los neoplatónicos y de los comentaristas árabes. Y lo que es más importante aún, fomentó el hábito de considerar la actividad intelectual como una deliciosa aventura social y no como una meditación enclaustrada dirigida al mantenimiento de una ortodoxia predeterminada.
La sustitución del Aristóteles escolástico por Platón se activó por el contacto con la cultura bizantina. Ya en el Concilio de Ferrara (1438), que reunió nominalmente a las Iglesias de Oriente y Occidente, hubo un debate en el que los bizantinos sostuvieron la superioridad de Platón respecto a Aristóteles. Gemisto Pletho, ardiente platónico griego de dudosa ortodoxia, hizo mucho para fomentar el platonismo en Italia; lo mismo Besarión, un griego que llegó a cardenal. Cósimo y Lorenzo de Médicis fueron adictos a Platón; Cósimo fundó y Lorenzo continuó la Academia Florentina, ampliamente dedicada al estudio de Platón. Cósimo murió escuchando uno de los diálogos platónicos. Los humanistas de la época, sin embargo, estaban demasiado atareados en adquirir el saber de la Antigüedad para poder producir algo original en filosofía.
El Renacimiento no fue un movimiento popular sino un movimiento de un reducido grupo de eruditos y artistas, que animaron protectores generosos, especialmente los Médicis y los papas humanistas. Si no hubiera sido por estos protectores hubiera logrado un éxito muchísimo más pequeño. Petrarca y Boccaccio, en el siglo XIV, pertenecen mentalmente al Renacimiento, pero debido a las diferentes condiciones políticas de su tiempo, su influencia inmediata fue menor que la de los humanistas del siglo XV.
La actitud de los humanistas del Renacimiento respecto a la Iglesia es difícil de caracterizar en pocas palabras. Algunos eran librepensadores declarados, aunque incluso éstos recibían ordinariamente la extremaunción, haciendo las paces con la Iglesia cuando sentían que se acercaba la muerte. Muchos de ellos estaban espantados de la perversión de los papas contemporáneos, pero a pesar de todo, les agradaba que les diesen empleo. Guicciardini, el historiador, escribía en 1529: «Nadie está más disgustado que yo por la ambición, avaricia y desenfreno de los sacerdotes, no sólo porque cada uno de estos vicios es odioso en sí mismo sino porque todos y cada uno de ellos son más impropios en aquellos que a sí mismos se atribuyen relaciones especiales con Dios y también porque son vicios tan opuestos entre sí que sólo pueden existir en naturalezas muy singulares. No obstante, mi posición en la corte de varios papas me forzaba a desear su grandeza, por mi propio interés. Pero si no hubiera sido por eso, hubiera amado a Martín Lutero como a mí mismo, no con el fin de liberarme de las leyes de la cristiandad, tal como generalmente se entienden y explican, sino con el fin de ver a esta caterva de bribones reintegrados a sus puestos respectivos, de modo que se vean obligados a vivir sin vicios o sin Poder».[1]
Esto es deliciosamente sincero y muestra con claridad por qué los humanistas no podían iniciar una reforma. Además, muchos no veían un término medio entre la ortodoxia y el libre pensamiento; una posición como la de Lutero era imposible para ellos, porque ya no tenían el sentido medieval para las sutilezas de la teología. Masuccio, después de describir la perversión de monjes, monjas y frailes, dice: «El mejor castigo para ellos sería que Dios aboliese el purgatorio; de ese modo no recibirían más limosnas y se verían obligados a volver a sus azadas».[2] Pero no se le ocurre, como a Lutero, negar el purgatorio, mientras conserva la mayor parte de la fe católica.
La riqueza de Roma dependía sólo en reducida proporción de los ingresos obtenidos de los Estados Pontificios; en lo fundamental, era un tributo procedente de todo el mundo católico, obtenido por medio de un sistema teológico, lo que hacía que los papas conservaran las llaves del Cielo. Un italiano que pusiera en tela de juicio este sistema causaría el empobrecimiento de Italia y la pérdida de su posición en el mundo occidental. Por consiguiente, la heterodoxia italiana, en el Renacimiento, fue puramente intelectual, y no condujo al cisma, ni a ningún intento de crear un movimiento popular fuera de la Iglesia. La única excepción, y esa muy parcial, fue Savonarola, que pertenecía mentalmente a la Edad Media.
La mayoría de los humanistas conservaban las creencias supersticiosas que encontraban apoyo en la Antigüedad. La magia y la hechicería podían ser impías, pero no se las consideraba imposibles. Inocencio VIII, en 1484, publicó una bula contra la hechicería, que motivó una espantosa persecución de las brujas en Alemania y en otras partes. La astrología la estimaron especialmente los librepensadores; adquirió una boga que no había tenido desde los tiempos antiguos. El primer efecto de la emancipación de la Iglesia no fue hacer que los hombres pensaran racionalmente, sino abrir sus mentes a toda suerte de necedades antiguas.
Moralmente, el primer efecto de la emancipación fue en igual medida desastroso. Las viejas normas morales ya no fueron respetadas; la mayoría de los gobernantes de los Estados habían adquirido su posición por medio de traiciones y la conservaban con una crueldad despiadada. Cuando los cardenales eran invitados a comer en la coronación del Papa traían su propio vino y su propio copero, por temor al veneno.[3] Salvo Savonarola, difícilmente un italiano de la época exponía nada por una finalidad pública. Los males de la corrupción papal eran obvios, pero no se hizo nada respecto a ellos. La conveniencia de la unidad italiana era evidente, pero los gobernantes eran incapaces de llegar a una componenda. El peligro de la dominación extranjera era inminente; sin embargo, todo gobernante italiano estaba dispuesto a invocar la ayuda de cualquier Poder exterior, incluso el turco, en cualquier disputa con otro gobernante italiano. No puedo pensar en un crimen, salvo el de la destrucción de los manuscritos antiguos, del que los hombres del Renacimiento no fueran culpables con frecuencia.
Fuera del ámbito de la moral, el Renacimiento tuvo grandes méritos. En arquitectura, pintura y poesía ha conservado la fama. Produjo hombres muy grandes, como Leonardo, Miguel Ángel y Maquiavelo. Libertó a los hombres educados de la estrechez de la cultura medieval e, incluso mientras siguió siendo un esclavo del culto a la Antigüedad, hizo saber a los doctos que, casi sobre todas las cuestiones, autoridades afamadas habían sostenido diversidad de criterios. Al renovar el conocimiento del mundo griego, creó una atmósfera mental en la que fue posible otra vez rivalizar con las realizaciones helénicas, y en la que el genio individual pudo florecer con una libertad desconocida desde la época de Alejandro. Las condiciones políticas del Renacimiento favorecían el desarrollo individual, pero eran inestables; la inestabilidad y el individualismo estaban estrechamente enlazados, como en la Grecia antigua. Un sistema social estable es necesario, pero todos los sistemas estables ideados hasta aquí han impedido el desarrollo del mérito intelectual o artístico excepcional. ¿Cuántos asesinatos y cuánta anarquía estamos dispuestos a soportar por amor a las grandes realizaciones, como las del Renacimiento? En el pasado, mucha cantidad; en nuestra época, mucho menos. Hasta ahora no se ha hallado ninguna solución a este problema, aunque el crecimiento de la organización social lo está haciendo cada día más importante.