CAPÍTULO I

Características generales

El período de la Historia que, generalmente, se llama moderno tiene una perspectiva intelectual que difiere de la del período medieval en muchos aspectos. Dos son los más importantes: la debilitada autoridad de la Iglesia y la creciente autoridad de la ciencia. Con éstos se hallan relacionados otros aspectos. La cultura de los tiempos modernos es más laica que clerical. El Estado reemplaza cada vez más a la Iglesia como autoridad que regula la cultura. El gobierno de las naciones está, al principio, principalmente en manos de los reyes; luego, como en la antigua Grecia, los reyes van siendo gradualmente reemplazados por democracias o por tiranos. La fuerza del Estado nacional y las funciones que realiza, aumentan continuamente durante todo el período (aparte de algunas fluctuaciones insignificantes), pero en la mayoría de los casos el Estado tiene menos influencia sobre las opiniones de los filósofos que la ejercida por la Iglesia en la Edad Media. La aristocracia feudal que, al norte de los Alpes, había sido capaz, hasta el siglo XV, de conservar su Poder frente a los gobiernos centrales, pierde primero su importancia política y luego la económica. Es reemplazada por el rey, aliado con los comerciantes ricos; estos dos elementos comparten el poder en diferentes grados en los diversos países. Hay una tendencia que hace que los comerciantes ricos sean absorbidos por la aristocracia. A partir de las revoluciones americana y francesa, la democracia, en el sentido moderno, se convierte en una importante fuerza política. El socialismo, como algo opuesto a la democracia, basada en la propiedad privada, adquiere por vez primera el Poder gubernamental en 1917. Esta forma de gobierno tiene que traer consigo, sin embargo, si se extiende, una nueva forma de cultura; la cultura de que vamos a ocuparnos es, en lo fundamental, liberal, es decir, de tipo asociado del modo más natural al comercio. Hay importantes excepciones, especialmente en Alemania; Fichte y Hegel, para citar dos ejemplos, hacen una revisión disociada del comercio. Pero tales excepciones no son típicas de su tiempo.

El repudio de la autoridad eclesiástica, característica negativa de la Edad Moderna, comienza antes que su característica positiva: aceptación de la autoridad científica. En el renacimiento italiano la ciencia desempeñó un papel muy reducido; la oposición a la Iglesia, en la mente de los hombres, estaba relacionada con la Antigüedad, y miraba aún al pasado, pero a un pasado más lejano que al de la Iglesia primitiva y al de la Edad Media. La primera irrupción seria de la ciencia fue la publicación de la teoría de Copérnico en 1543, teoría que no adquirió influencia hasta que fue adoptada y perfeccionada por Kepler y Galileo en el siglo XVII. Entonces comienza la larga pugna entre la ciencia y el dogma, en la que los tradicionalistas riñeron una batalla perdida contra el nuevo conocimiento.

La autoridad de la ciencia, reconocida por muchos filósofos de la época moderna, es algo muy distinto de la autoridad de la Iglesia, puesto que es intelectual, no gubernativa. Ninguna pena recae sobre los que la rechazan; ningún argumento de prudencia influye en los que la aceptan. Prevalece únicamente por su apelación intrínseca a la razón. Ésta es, además, una autoridad fragmentada y parcial; no formula, como el cuerpo del dogma católico, un sistema completo que abarca la moral humana, las esperanzas humanas y la historia pasada y futura del universo. Se pronuncia sólo sobre lo que, en el tiempo, parece haberse averiguado científicamente, es un islote en un océano de ignorancia. Hay aún otra diferencia respecto a la autoridad eclesiástica; ésta declara que sus afirmaciones son absolutamente ciertas y eternamente inalterables; las de la ciencia se hacen a modo de ensayo, sobre una base de probabilidad, y se las considera sujetas a modificación. Esto crea una disposición de ánimo muy diferente a la del dogmático medieval.

Hasta aquí he hablado de ciencia teórica, que es un intento de entender el mundo. La ciencia práctica, que es un intento de cambiar el mundo, ha sido importante desde el principio y ha ido aumentando en importancia constantemente hasta casi desalojar a la ciencia teórica del pensamiento de los hombres. La importancia práctica de la ciencia fue reconocida primeramente en relación con la guerra; Galileo y Leonardo obtuvieron empleo del Gobierno por sus propósitos de perfeccionar la artillería y el arte de la fortificación. A partir de su tiempo, el papel de los hombres de ciencia en la guerra ha ido aumentando sin cesar. Su parte en el desarrollo de la producción de máquinas y en hacer que la gente se acostumbrara al uso, primero del vapor, luego de la electricidad, vino más tarde, y no empezó a tener efectos políticos importantes hasta casi el final del siglo XIX. El triunfo de la ciencia se debió, principalmente, a su utilidad práctica, y hubo un intento de disociar este aspecto del de la teoría, haciendo así de la ciencia, cada vez más, una técnica, y cada vez menos una doctrina sobre la naturaleza del mundo. La penetración de este punto de vista en los filósofos es muy reciente.

La emancipación de la autoridad de la Iglesia condujo al desarrollo del individualismo, incluso hasta el extremo de la anarquía. La disciplina, intelectual, moral y política, estaba asociada en las mentes de los hombres del Renacimiento con la filosofía escolástica y con el gobierno eclesiástico. La lógica aristotélica de los escolásticos era estrecha, pero proporcionaba un adiestramiento en cierto tipo de precisión. Cuando esta escuela de lógica pasó de moda, no fue, al principio, sustituida por algo mejor, sino únicamente por una imitación ecléctica de modelos antiguos. Hasta el siglo XVII no hubo nada importante en filosofía. La anarquía moral y política de la Italia del siglo XV fue aterradora y dio origen a las doctrinas de Maquiavelo. Al mismo tiempo, la liberación de los grilletes mentales condujo a un asombroso despliegue del genio en arte y literatura. Pero tal sociedad es inestable. La Reforma y la Contrarreforma, combinada con el sometimiento de Italia a España, puso fin a lo bueno y a lo malo del renacimiento italiano. Cuando el movimiento se extendió al norte de los Alpes no tuvo el mismo carácter anárquico.

La filosofía conservó, sin embargo, en su mayor parte, un carácter individualista y subjetivo. Esto se observa sobre todo en Descartes, que reconstruye todo conocimiento partiendo de la certeza de su propia existencia, y acepta la claridad y la distinción (ambas subjetivas) como criterio de verdad. No es predominante en Spinoza, pero reaparece en las mónadas sin ventanas de Leibniz. Locke, cuyo temperamento es completamente objetivo, se ve implicado de mala gana en la doctrina subjetiva de que el conocimiento es conformidad o disconformidad de ideas: una doctrina tan repulsiva para él que se evade de ella con violentas contradicciones. Berkeley, después de abolir la materia, sólo se salva del subjetivismo por un uso de Dios que muchos filósofos siguientes han considerado ilegítimo. En Hume la filosofía empírica culminó en un escepticismo que nadie podía refutar y nadie podía aceptar. Kant y Fichte fueron subjetivos de temperamento tanto como de doctrina; Hegel se salvó por medio de la influencia de Spinoza. Rousseau y el movimiento romántico extendieron la subjetividad de la teoría del conocimiento a la ética y a la política, y terminaron, lógicamente, en un completo anarquismo como el de Bakunin. Este extremo subjetivismo es una forma de locura.

Mientras tanto, la ciencia como técnica creaba en los hombres prácticos una actitud completamente distinta de la que iba a encontrarse entre los filósofos teóricos. La técnica daba un sentimiento de poder: el hombre está ahora mucho menos a merced de su ambiente de lo que estaba en tiempos anteriores. Pero el poder otorgado por la técnica es social, no individual; un individuo corriente, náufrago en una isla desierta, podía haber hecho más en el siglo XVII de lo que puede hacer hoy. La técnica científica requiere la cooperación de un gran número de individuos organizados bajo una sola dirección. Su tendencia, por tanto, va contra el anarquismo e, incluso, contra el individualismo, puesto que exige una estructura social bien trabada. A diferencia de la religión, es moralmente neutral: asegura a los hombres que pueden realizar maravillas, pero no les dice qué maravillas deben realizar. En este aspecto es incompleta. En la práctica, los objetivos a que ha de consagrarse la habilidad científica, dependen en gran medida del azar. Los hombres al frente de las vastas organizaciones que aquélla necesita pueden, dentro de ciertos límites, cambiarlos a su antojo. El estímulo del Poder tiene, así, un alcance que nunca había tenido antes. Las filosofías inspiradas por la técnica científica son filosofías del Poder y tienden a considerar todo lo no humano como mera materia prima. Los fines no se toman ya en consideración; sólo se aprecia la habilidad del procedimiento. Esto es también una forma de locura. Es, en nuestra época, la forma más peligrosa y una forma contra la cual una sana filosofía debía facilitar un antídoto.

El mundo antiguo descubrió un término a la anarquía en el Imperio romano, pero el Imperio romano era un hecho bruto, no una idea. El mundo católico buscó un término a la anarquía en la Iglesia, que era una idea, pero en realidad, nunca ha sido incorporada adecuadamente. Ni la solución antigua ni la medieval eran satisfactorias: la una porque no pudo ser idealizada, la otra porque no ha podido ser actualizada. El mundo moderno parece, al presente, encaminarse hacia una solución como la de la Antigüedad: un orden social impuesto por la fuerza, que represente la voluntad del poderoso más que las esperanzas del hombre corriente. El problema de un orden social duradero y satisfactorio sólo puede resolverse combinando la solidez del Imperio romano con el idealismo de la Ciudad de Dios de San Agustín. Para lograrlo será necesaria una filosofía nueva.