Introducción
La filosofía católica, en el sentido en que emplearé el término, es la que dominó el pensamiento europeo desde Agustín hasta el Renacimiento. Ha habido filósofos, antes y después de este período, que pertenecieron a la misma escuela general. Antes de San Agustín fueron los primeros Padres, especialmente Orígenes; después del Renacimiento hubo muchos, incluyendo, en los días presentes, todos los profesores ortodoxos católicos de filosofía que se adhieren a cierto sistema medieval, en especial al de Tomás de Aquino. Pero es sólo desde San Agustín al Renacimiento cuando los mejores filósofos de la época se dedican a elaborar o a perfeccionar la síntesis católica. En los siglos cristianos anteriores a San Agustín, los estoicos y neoplatónicos eclipsan a los Padres en habilidad filosófica; después del Renacimiento ninguno de los filósofos destacados, ni incluso los que eran católicos ortodoxos, se dedicó a continuar la escolástica o la tradición agustiniana.
El período de que nos ocuparemos en este libro difiere de los primeros y de los últimos tiempos, no sólo en filosofía, sino en muchos otros aspectos. El más notable de ellos es el Poder de la Iglesia. La Iglesia llevó las creencias filosóficas a una relación más íntima con las circunstancias sociales y políticas que la que había tenido antes o después del período medieval, lo que podemos calcular desde el 400 d. C. a 1400, aproximadamente. La Iglesia es una institución social construida sobre un credo, en parte filosófico, en parte relacionado con la historia sagrada. Por medio de su credo recabó Poder y riqueza. Los legisladores laicos, que estaban en frecuente conflicto con ella, fueron derrotados, porque una gran mayoría de la población, incluyendo la mayoría de los legisladores laicos, estaban profundamente convencidos de la verdad de la fe católica. Hubo tradiciones —la romana y la germánica— contra las que la Iglesia hubo de luchar. La tradición romana era más fuerte en Italia, especialmente entre los legisladores; la tradición germana era más fuerte entre la aristocracia feudal surgida de la conquista bárbara. Pero durante muchos siglos ninguna de estas tradiciones resultó bastante fuerte para crear una oposición triunfante frente a la Iglesia; y esto se debió, en gran parte, al hecho de que no habían incorporado ninguna filosofía adecuada.
Una historia del pensamiento, tal como la que nos está ocupando, es inevitablemente monofacética, al tratar de la Edad Media. Con muy pocas excepciones, todos los hombres de este período que contribuyeron a la vida intelectual de su tiempo eran sacerdotes. El estado seglar en la Edad Media elaboró lentamente un vigoroso sistema político y económico, pero sus actividades eran ciegas en cierto sentido. Hubo en la última Edad Media una importante literatura, laica, muy diferente a la de la Iglesia; en una historia general esta literatura exigiría más consideración de la que reclama en una historia del pensamiento filosófico. Hasta Dante no encontramos un laico que escriba con un completo conocimiento de la filosofía eclesiástica de su tiempo. Hasta el siglo XIV los eclesiásticos tuvieron el monopolio virtual de la filosofía, y ésta, en consecuencia, está escrita desde el punto de vista de la Iglesia. Por esta razón, el pensamiento medieval no puede hacerse inteligible sin un justo balance extensivo del crecimiento de las instituciones eclesiásticas y, especialmente, del Papado.
El mundo medieval, en contraste con el mundo de la Antigüedad, se caracteriza por varias formas de dualismo. Se da el dualismo del clero y de lo seglar, el dualismo de lo latino y de lo teutónico, el dualismo del reino de Dios y de los reinos de este mundo, el dualismo del espíritu y el de la carne. Todos ellos están ejemplificados en el dualismo del Papa y el emperador. El dualismo de lo latino y de lo teutónico es un resultado de la invasión bárbara, pero los otros tienen orígenes más antiguos. Las relaciones del clero con el estado seglar en la Edad Media tuvieron que modelarse sobre las relaciones de Samuel y Saúl; la demanda por la supremacía del clero surgió del período de los emperadores y reyes arrianos o semiarrianos. El dualismo del reino de Dios y de los reinos de este mundo se encuentra en el Nuevo Testamento, pero fue sistematizado por San Agustín en su Ciudad de Dios. El dualismo del espíritu y de la carne se encuentra en Platón, y fue subrayado por los neoplatónicos; es importante en las enseñanzas de San Pablo; y dominó el ascetismo cristiano de los siglos IV y V.
La filosofía católica se dividió en dos períodos en las edades sombrías durante las cuales, en la Europa occidental, la actividad intelectual era casi inexistente. Desde la conversión de Constantino hasta la muerte de Boecio los pensamientos de los filósofos cristianos aún estaban dominados por el Imperio romano, ya como actualidad, ya como reciente memoria. Los bárbaros, en este período, se consideraron como mero estorbo, no como parte independiente de la cristiandad. Todavía hay una comunidad civilizada en la que la gente acomodada sabe leer y escribir, y un filósofo tiene que apelar al estado seglar tanto como, al clero. Entre este período y las épocas oscuras, a fines del siglo VI, está Gregorio el Grande, que se considera a sí mismo súbdito del emperador bizantino, pero es noble en su actitud con los reyes bárbaros. Después de su tiempo, por toda la cristiandad occidental, la separación del clero y el estado seglar se hace cada vez más patente. La aristocracia laica crea el sistema feudal, que templa débilmente la predominante anarquía turbulenta; la humildad cristiana es predicada por el clero, pero sólo practicada por las clases bajas; el orgullo pagano se incorpora en el duelo —ensayo de batalla—, los torneos y las venganzas privadas, lo que desagrada a la Iglesia, sin que pueda evitarlo. Con gran dificultad, empezando en el siglo XI, la Iglesia logra emanciparse a sí misma de la aristocracia feudal, y esta emancipación es una de las causas del surgimiento de Europa de la edad tenebrosa.
El primer gran período de la filosofía católica estuvo dominado por San Agustín, y por Platón entre los paganos. El segundo período culminó en Santo Tomás de Aquino, por quien —y por los sucesores suyos— Aristóteles superó a Platón. El dualismo de la Ciudad de Dios, sin embargo, sobrevive lleno de fuerza. La Iglesia representa la Ciudad de Dios y los filósofos políticos sostienen los intereses de la Iglesia. La filosofía estaba encaminada a defender la fe e invocaba la razón para proporcionarle argumentos contra quienes, como los mahometanos, no aceptaban la validez de la revelación cristiana. Por esta invocación a la razón los filósofos desafiaron la crítica, no como simples teólogos, sino como inventores de sistemas llamados a apelar a los hombres de cualquier credo. A la larga, la apelación a la razón fue, acaso, un error, pero en el siglo XIII pareció un éxito grande.
La síntesis del siglo XIII, que tuvo un aire de perfección y finalidad, fue destruida por una variedad de causas. Tal vez la más importante de éstas puso en evidencia el crecimiento de una clase comercial rica, primero en Italia, y luego en otras partes. La aristocracia feudal, en su mayoría, había sido ignorante, estúpida y bárbara; el pueblo común había tomado partido por la Iglesia como superior a la nobleza en inteligencia, en moralidad y en capacidad para combatir la anarquía. Pero la nueva clase comercial era tan inteligente como el clero, tan bien informada en materias mundanas, más capaz de contender con los nobles y más aceptable para las bajas clases urbanas, como campeones de la libertad cívica. Las tendencias democráticas vinieron primero y después de ayudar al Papa a derrotar al emperador, reemprendieron la tarea de emancipar la vida económica del control eclesiástico.
Otra causa del fin de la Edad Media fue la aparición de fuertes monarquías nacionales en Francia, Inglaterra y España. Habiendo suprimido la anarquía interna y aliándose con los mercaderes ricos contra la aristocracia, los reyes, después de mediado el siglo XV, fueron lo bastante fuertes para luchar contra el Papa por interés nacional.
El Papado, mientras tanto, había perdido el prestigio moral de que gozara y de que en general fue merecedor en los siglos XI, XII y XIII. Primero, por favorecer a Francia durante el período en que los Papas vivieron en Avignon; luego, por el Gran Cisma, habían persuadido al mundo occidental, inconscientemente, de que una desenfrenada autocracia papal no era posible ni deseable. En el siglo XV, su posición como gobernantes de la cristiandad llegó a subordinarse en la práctica a su posición como príncipes italianos, envuelta en el juego complejo y sin escrúpulos de los Poderes políticos italianos.
Y así el Renacimiento y la Reforma rompieron la síntesis medieval, que todavía no había triunfado por algo tan oportuno y tan completo en apariencia. El crecimiento y la decadencia de esta síntesis es el tema del libro II.
El genio de los pensadores durante todo el período fue de honda insatisfacción en relación con los asuntos de este mundo, convertido en soportable sólo por la esperanza de un mundo mejor en lo venidero. Esta insatisfacción era un reflejo de lo que estaba ocurriendo en toda la Europa occidental. El siglo III fue un período desastroso, en el que el nivel general de bienestar resultó mucho más bajo. Después de una calma durante el siglo IV, en el V se completó la extinción del Imperio occidental y el establecimiento de los bárbaros por casi todo su territorio. Los ricos ciudadanos cultivados, de quienes dependiera la última civilización romana, fueron reducidos ampliamente a la condición de refugiados desposeídos; el resto se dedicó a vivir de sus haciendas rurales. Nuevos choques continuaron hasta el año 1000 d. C., sin espacio suficiente para respirar, para permitir mejoría. Las guerras de bizantinos y lombardos destruyeron lo que quedaba de la civilización de Italia. Los árabes conquistaron la mayoría del territorio del Imperio oriental, se establecieron en África e Hispania, amenazaron las Galias y en alguna ocasión saquearon Roma. Los daneses y normandos causaron estragos en la Galia y en Britania, en Sicilia y en Italia meridional. La vida, en todos estos siglos fue precaria y llena de penalidades. Mala como era en realidad, las supersticiones tenebrosas la hicieron aún peor. Se pensó que la gran mayoría, hasta la de los cristianos, iría al infierno. En todo momento, los hombres se sentían a sí mismos rodeados de espíritus malos y expuestos a las maquinaciones de hechiceros y brujas. Ningún goce de la vida era posible, excepto, en afortunados momentos, para quienes conservaban la inconsciencia de los niños. La miseria general elevó la intensidad del sentimiento religioso. La vida del bueno aquí abajo era una peregrinación a la ciudad celeste; nada de valor era posible en el mundo sublunar, excepto la estable virtud que conduciría, al fin, a la gloria eterna. Los griegos, en sus grandes días, habían hallado goce y belleza en el mundo cotidiano. Empédocles, apostrofando a sus conciudadanos, dice: «Amigos que habitáis la gran ciudad que mira hacia abajo, sobre la roca amarilla de Acragas, por encima de la ciudadela, ocupados en buenas obras, puesto de honor para los extranjeros, hombres torpes en la mediocridad, salud a todos». En los últimos tiempos, hasta el Renacimiento, los hombres no tenían tan simple felicidad en el mundo visible, pero volvieron sus esperanzas al invisible. Acragas es reemplazada en su amor por Jerusalén la Dorada. Cuando la felicidad terrestre, al fin, volvió, la intensidad con que se ansiaba el otro mundo disminuyó gradualmente. Los hombres usaron las mismas palabras, pero con una sinceridad menos profunda.
Con el propósito de hacer la génesis y la significación de la filosofía católica inteligibles, he creído necesario dedicar más espacio a la historia general de lo necesario en relación con la antigua o la moderna filosofía. La filosofía católica es, en esencia, la filosofía de una institución, llamada la Iglesia católica; la filosofía moderna, aun cuando está lejos de la ortodoxia, está bastante relacionada con los problemas, especialmente en ética y teoría política, que se derivan de los conceptos cristianos de la ley moral y de las doctrinas católicas respecto a las relaciones de la Iglesia con el Estado. En el paganismo grecorromano no se da la dual lealtad que el cristiano, desde muy pronto, ha debido a Dios y al césar, o en términos políticos, a la Iglesia y al Estado.
Los problemas planteados por esta lealtad dual fueron, en su mayor parte, llevados a la práctica antes de que los filósofos facilitasen la teoría necesaria. En este proceso hubo dos etapas muy distintas: una anterior a la caída del Imperio occidental y otra posterior. La práctica de una larga sucesión de obispos, que culmina en San Ambrosio, proporcionó las bases para la filosofía política de San Agustín. Luego vino la invasión bárbara, seguida de un largo tiempo de confusión y de creciente ignorancia. Entre Boecio y San Anselmo, en un período de más de cinco siglos, hay un solo filósofo eminente, Juan Escoto, y él, como irlandés, había escapado a los varios procesos que estaban transformando el resto del mundo occidental. Pero este período, pese a la ausencia de filósofos, no fue tan mediocre que durante él no hubiese ningún desarrollo intelectual. El caos suscitó urgentes problemas prácticos, que fueron tratados por medio de instituciones y formas de pensamiento que dominaron la filosofía escolástica y son, en gran proporción, todavía importantes en los tiempos actuales. Estas instituciones y formas de pensamiento no fueron introducidos en el mundo por los teóricos, sino por hombres prácticos en la violencia del conflicto. La reforma moral de la Iglesia en el siglo XI, preludio inmediato de la filosofía escolástica, fue una reacción contra la absorción creciente de la Iglesia en el sistema feudal. Para comprender a la Iglesia hemos de comprender a Hildebrando, y para comprender a Hildebrando hemos de conocer algunos de los males contra los que contendió. Tampoco podemos ignorar la fundación del Sacro Imperio Romano y sus efectos sobre el pensamiento europeo.
Por estas razones, el lector hallará en las páginas siguientes una amplia historia política y eclesiástica, cuya importancia en el desarrollo del pensamiento filosófico puede no ser de inmediata evidencia. Es muy necesario relatar algo de esta historia, ya que el período a que se refiere es oscuro y nada familiar a muchos que conocen bien la historia antigua y moderna. Pocos filósofos técnicos han tenido tanta influencia sobre el pensamiento filosófico como San Ambrosio, Carlomagno e Hildebrando. Contar lo esencial respecto a estos hombres y sus épocas es, por lo tanto, indispensable en toda exposición adecuada de nuestro tema.