CAPÍTULO XV

El eclipse del Papado

El siglo XIII había llevado a cabo una gran síntesis filosófica, teológica, política y social, elaborada lentamente por la combinación de muchos elementos. El primer elemento fue la filosofía griega pura, especialmente las filosofías de Pitágoras, Parménides, Platón y Aristóteles. Luego vino, como resultado de las conquistas de Alejandro, gran afluencia de creencias orientales.[37] Éstas, valiéndose del orfismo y de los misterios, transformaron la perspectiva del mundo de habla griega y, finalmente, del mundo de habla latina también. El dios muerto y resucitado, la comida sacramental de lo que representaba la carne del dios, el segundo nacimiento a una nueva vida por medio de una ceremonia análoga al bautismo, vino a formar parte de la teología de amplios sectores del mundo romano pagano. Con estas cosas se hallaba asociada una ética de liberación de la esclavitud de la carne, que era, al menos teóricamente, ascética. De Siria, Egipto, Babilonia y Persia vino la institución de un sacerdocio separado de la población laica, dotado de poderes más o menos mágicos y capaz de ejercer considerable influencia política. Ritos impresionantes, relacionados en gran parte con la creencia en una vida después de la muerte, vinieron de las mismas fuentes. De Persia, en particular, vino un dualismo que consideraba el mundo como campo de batalla de dos grandes huestes: una, que era el bien, conducida por Ahura-Mazda; la otra, que era el mal, dirigida por Ahriman. La magia negra era el tipo de lo realizado con la ayuda de Ahriman y sus seguidores en el mundo de los espíritus. Satán es una derivación de Ahriman.

Este influjo de ideas y prácticas bárbaras fue sintetizado con ciertos elementos helénicos en la filosofía neoplatónica. En el orfismo, el pitagorismo y algunos fragmentos de Platón, los griegos habían desarrollado puntos de vista fáciles de combinar con los de Oriente, quizá porque habían sido copiados de éste en tiempos mucho más remotos. Con Plotino y Porfirio termina el desarrollo de la filosofía pagana.

El pensamiento de estos hombres, aunque profundamente religioso, no era capaz, sin embargo, sin mucha transformación, de inspirar una religión popular victoriosa. Su filosofía era difícil y no podía ser entendida generalmente; su método de salvación era demasiado intelectual para las masas. Su conservadurismo los llevó a mantener la religión tradicional de Grecia que, no obstante, tenían que interpretar alegóricamente con el fin de suavizar sus elementos inmortales y reconciliarla con su monoteísmo filosófico. La religión griega había decaído, al ser incapaz de competir con los ritos y teologías orientales. Los oráculos habían enmudecido y el sacerdocio no había constituido nunca una poderosa casta distinta. El intento de reavivar la religión griega tuvo, por consiguiente, un carácter arcaizante que le dio cierta debilidad y pedantería, fácil de observar, particularmente en el emperador Juliano. Ya en el siglo III podía haberse previsto que alguna religión asiática conquistaría el mundo romano, aunque al mismo tiempo había aún varios competidores que parecían tener todos una posibilidad de victoria.

El cristianismo combinó fuertes elementos de diversas fuentes. De los judíos aceptó un Libro Sagrado y la doctrina de que todas las religiones, salvo una, son falsas y malas; pero evitó el exclusivismo racial de los judíos y los inconvenientes de la ley mosaica. El judaísmo postrero había aprendido ya a creer en la vida después de la muerte, pero los cristianos dieron una nueva precisión al Cielo y al infierno y a los modos de alcanzar el uno y de librarse del otro. La Pascua de Resurrección combinó la Pascua judía con celebraciones paganas del dios resucitado. El dualismo persa fue absorbido, pero con una certeza más firme de la omnipotencia última del principio del bien y con la añadidura de que los dioses paganos eran seguidores de Satán. Al principio los cristianos no estaban en pie de igualdad con sus adversarios en filosofía o en liturgia, mas gradualmente estas deficiencias fueron compensadas. Al principio, la filosofía había progresado más entre los gnósticos semicristianos que entre los ortodoxos, pero a partir de la época de Orígenes los cristianos desarrollaron una filosofía adecuada por medio de una modificación del neoplatonismo. La liturgia entre los primeros cristianos es una cuestión algo oscura, si bien, en todo caso, en la época de San Ambrosio había logrado ya ser extremadamente impresionante. El Poder y la separación del sacerdocio fueron tomados del Oriente, pero de modo gradual se fortalecieron con métodos de gobierno, dentro de la Iglesia, que debían mucho a la práctica del Imperio romano. El Viejo Testamento, las religiones de misterios, la filosofía griega y los métodos administrativos romanos fueron combinados todos en la Iglesia católica, y lo hicieron para darle una fuerza que ninguna organización social anterior había igualado.

La Iglesia occidental, como la antigua Roma, aunque más lentamente, evolucionó de república en monarquía. Hemos visto las etapas del crecimiento del Poder papal, desde Gregorio el Grande, pasando por Nicolás I, Gregorio VII e Inocencio III, hasta la derrota final de los Hohenstaufen en las guerras de güelfos y gibelinos. Al mismo tiempo, la filosofía cristiana, que hasta aquí había sido agustiniana y, por lo tanto, platónica, en gran parte, se enriqueció con nuevos elementos, debido al contacto con Constantinopla y los mahometanos. Aristóteles, durante el siglo XIII, llegó a ser conocido por completo en el Occidente y, por la influencia de Alberto Magno y Tomás de Aquino, se estableció en las mentes de los doctos como la autoridad suprema después de la Escritura y de la Iglesia. Hasta la época actual ha conservado esta posición entre los filósofos católicos. No puedo menos de pensar que la sustitución de Platón y de San Agustín por Aristóteles fue un error desde el punto de vista cristiano. El temperamento de Platón era más religioso que el de Aristóteles y la teología cristiana había sido adaptada, casi desde el principio, al platonismo. Platón había enseñado que el conocimiento no es percepción, sino una especie de visión reminiscente; Aristóteles era mucho más empírico. Santo Tomás, por poco que se lo propusiera, preparó el camino para el retorno desde el sueño platónico a la observación científica.

Los acontecimientos exteriores tuvieron que ver mucho más que la filosofía con la desintegración de la síntesis católica que empezó en el siglo XIV. El Imperio bizantino fue conquistado por los latinos en 1204 y permaneció en sus manos hasta 1261. Durante ese tiempo, la religión de su Gobierno fue católica, no griega. Después de 1261, Constantinopla se perdió para el Papa y no se recuperó nunca, a pesar de la unión nominal de Ferrara, en 1438. La derrota del Imperio occidental en su lucha con el Papado resultó inútil para la Iglesia, a causa de la aparición de monarquías nacionales en Francia e Inglaterra; durante la mayor parte del siglo XIV el Papa fue, políticamente, un instrumento en manos del rey de Francia. Más importante que estas causas resultó el advenimiento de una rica clase comercial y el aumento del saber en los seglares. Ambas cosas empezaron en Italia y tomaron mayor auge en ese país que en otras partes del Occidente hasta mediados del siglo XVI. Las ciudades italianas del Norte eran más ricas en el siglo XIV que las ciudades del Sur, y los seglares doctos, especialmente en derecho y medicina, iban siendo cada día más numerosos. Las ciudades tenían un espíritu de independencia, las cuales, puesto que el emperador no era ya una amenaza, podían volverse contra el Papa. Pero los mismos movimientos, aunque en grado menor, existían en otras partes. Flandes prosperó, lo mismo que las ciudades hanseáticas. En Inglaterra el comercio de la lana era una fuente de riqueza. Era una época en la que las tendencias, que pueden llamarse, de un modo amplio, democráticas, eran muy fuertes, y las tendencias nacionalistas eran más fuertes aún. El Papado, que se había vuelto muy mundano, aparecía, en gran medida, como un agente de tributos que obtenía grandes ingresos, los cuales, la mayoría de los países deseaban retener para sí. Los papas ya no tenían o merecían la autoridad moral que les había dado fuerza. San Francisco pudo actuar en armonía con Inocencio III y Gregorio IX, pero los hombres más serios del siglo XIV se vieron arrastrados a conflictos con el Papado.

Sin embargo, a principios del siglo, estas causas de decadencia del Papado no eran todavía evidentes. Bonifacio VIII, en la bula Unam Sanctam extremó más sus exigencias que ningún Papa anterior. Instituyó, en 1300, el año del Jubileo, en que se concedía indulgencia plenaria a todos los católicos que visitaran Roma y realizaran ciertas ceremonias mientras estuvieran allí. Esto reportó inmensas sumas de dinero a las arcas de la curia y a los bolsillos del pueblo romano. Debía haber un Jubileo cada cien años, pero los beneficios eran tan grandes que se redujo el plazo a cincuenta años y luego a veinticinco, período que sigue hasta ahora. El primer Jubileo de 1300 presentó al Papa en la cima de su éxito, y puede ser considerado propiamente como la fecha en que comienza la decadencia.

Bonifacio VIII era italiano, nacido en Anagni. Estuvo confinado en la Torre de Londres, cuando se hallaba en Inglaterra, en nombre del Papa, por apoyar a Enrique III contra los barones rebeldes, pero fue rescatado en 1267 por el hijo del rey, luego Eduardo I. En su tiempo había ya en la Iglesia un poderoso partido francés, y su elección fue combatida por los cardenales franceses. Tuvo un violento conflicto con el rey francés Felipe IV, sobre la cuestión de si el rey tenía derecho a imponer cargas al clero francés. Bonifacio era inclinado al nepotismo y a la avaricia, en consecuencia, deseaba conservar el dominio sobre todas las fuentes de ingresos que le fuera posible. Fue acusado de herejía, probablemente con justicia; parece que era averroísta y no creía en la inmortalidad. Su pugna con el rey de Francia adquirió tal acritud que el rey envió fuerzas para arrestarle, con vistas a que le depusiera un concilio general. Fue apresado en Anagni, pero escapó a Roma, donde murió. Después de esto, durante largo tiempo, ningún Papa se aventuró a oponerse al rey de Francia.

Después de un interregno muy breve, los cardenales eligieron, en 1305, al arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V. Era gascón y, por consiguiente, representaba en la Iglesia el partido francés. Durante su pontificado no fue nunca a Italia. Fue coronado en Lyón y en 1309 se estableció en Aviñón, donde los papas permanecieron durante unos setenta años. Clemente V demostró su alianza con el rey de Francia por su acción conjunta contra los templarios. Ambos necesitaban dinero; el Papa por su inclinación al favoritismo y al nepotismo; Felipe, por la guerra inglesa, la revuelta flamenca y los gastos de un Gobierno cada vez más enérgico. Después de haber saqueado a los banqueros de Lombardía y perseguido a los judíos hasta el límite de «lo que el tráfico permitía», se le ocurrió que los templarios, además de ser banqueros, tenían inmensas posesiones territoriales en Francia que, con la ayuda del Papa, podía adquirir. Se tramó, por consiguiente, que la Iglesia debía averiguar que los templarios habían caído en herejía y que el rey y el Papa debían repartirse los despojos. En un día determinado de 1307, todos los principales templarios de Francia fueron detenidos; una lista de importantes preguntas, previamente redactadas, se les entregó a todos ellos; sometidos a tortura, confesaron que habían dado culto a Satán y cometido otras varias abominaciones; por último, en 1313, el Papa suprimió la orden y todas sus propiedades fueron confiscadas. El mejor relato de este proceso se halla en la History, of the Inquisition, de Henry C. Lea donde, después de una completa investigación, se concluye que los cargos imputados a los templarios carecían totalmente de fundamento.

En el caso de los templarios, los intereses financieros del Papa y del rey coincidían. Pero las más de las veces, en la mayor parte de los países cristianos, pugnaban. En la época de Bonifacio VIII, Felipe IV se había asegurado el apoyo de los estamentos (incluso el estamento eclesiástico) en sus disputas con el Papa relativas a los tributos. Cuando los papas se subordinaron políticamente a Francia, los soberanos hostiles al rey francés eran necesariamente hostiles al Papa. Esto condujo a la protección de Guillermo de Occam y de Marsilio de Padua por el emperador; en época algo posterior, motivó la protección de Wiclef por Juan de Gante.

Los obispos, en general, se hallaban en esta época completamente sometidos al Papa; en una proporción creciente, eran de hecho designados por él. Las órdenes monásticas y los dominicos eran igualmente obedientes, pero los franciscanos tenían aún cierto espíritu de independencia. Esto provocó el conflicto con Juan XXII, que ya hemos examinado, en relación con Guillermo de Occam. Durante ese conflicto Marsilio persuadió al emperador a que marchase sobre Roma, donde le fue conferida la corona imperial por el populacho y se eligió un antipapa franciscano sólo después que declaró depuesto a Juan XXII. Sin embargo, de todo esto sólo resultó una disminución general del respeto al Papado.

La rebelión contra la dominación papal tomó diferentes formas en los distintos sitios. A veces estaba asociada al nacionalismo monárquico, a veces a un horror puritano contra la corrupción y mundanidad de la corte papal. En la misma Roma la rebelión estuvo asociada a una democracia arcaica. Bajo Clemente VI (1342-1352), Roma, durante cierto tiempo, trató de liberarse del Papa absentista, bajo el caudillaje de un hombre notable, Cola di Rienzi. Roma sufría no sólo por el gobierno de los papas, sino también por la aristocracia local, que continuaba las turbulencias que habían degradado al Papado en el siglo X. En realidad, fue en parte para escapar de los desaforados nobles romanos por lo que los papas se habían marchado a Aviñón. Al principio, Rienzi, hijo de un tabernero, se rebeló solo contra los nobles, y en esto tuvo el apoyo del Papa. Despertó tanto entusiasmo popular que los nobles huyeron (1347). Petrarca, que le admiraba y escribió una oda en su honor, le instó a que continuara su grande y noble obra. Rienzi tomó el título de tribuno y proclamó la soberanía del pueblo romano sobre el Imperio. Parece haber concebido esta soberanía democráticamente, pues llamó a representantes de las ciudades italianas a una especie de Parlamento. Sin embargo, el éxito le produjo delirios de grandeza. En esta época, como en muchas otras, había aspirantes rivales al Imperio. Rienzi conminó a los Electores a presentarse ante él, para decidir la cuestión, lo que, naturalmente, volvió a ambos candidatos contra él, y también al Papa, quien consideraba que le correspondía fallar en tales asuntos. Rienzi fue capturado por el Papa (1352) y mantenido en prisión durante dos años, hasta que murió Clemente VI. Entonces fue liberado y volvió a Roma, donde de nuevo tomó el Poder durante unos meses. En esta segunda ocasión, sin embargo, su popularidad fue breve, y al final lo asesinaron las turbas. Byron, lo mismo que Petrarca, compuso un poema en su honor.

Era evidente que, si el Papado había de conservar efectivamente la dirección de toda la Iglesia católica, tenía que desembarazarse de la dependencia de Francia, volviendo a Roma. Además, la guerra anglofrancesa, en la que Francia estaba sufriendo graves derrotas, hacía Francia insegura. En vista de ello, Urbano V marchó a Roma en 1367; pero la política italiana era demasiado complicada para él, y volvió a Aviñón muy poco antes de su muerte. El Papa siguiente, Gregorio XI, era más resuelto. La hostilidad a la curia francesa había hecho a muchas ciudades italianas, especialmente a Florencia, encarnizadamente antipapales, pero volviendo a Roma y oponiéndose a los cardenales franceses, Gregorio XI hizo todo lo que estaba en su mano para salvar la situación. A su muerte, sin embargo, los partidos francés y romano del Sacro Colegio se mostraron irreconciliables. De acuerdo con los deseos del grupo romano, un italiano, Bartolomeo Prignano, fue elegido, y tomó el nombre de Urbano VI. Pero un grupo de cardenales declaró su elección anticanónica y procedió a elegir a Roberto de Génova, que pertenecía al partido francés. Tomó el nombre de Clemente VII y vivió en Aviñón.

Así comienza el Gran Cisma, que duró unos cuarenta años. Francia, naturalmente, reconoció al Papa de Aviñón, y los enemigos de Francia reconocieron al Papa romano. Escocia era enemiga de Inglaterra, y ésta, de Francia; por consiguiente, Escocia reconoció al Papa de Aviñón. Cada Papa eligió cardenales entre sus propios partidarios, y cuando uno de ellos moría, sus cardenales elegían rápidamente otro. De esta suerte, no había modo de poner remedio al cisma, excepto haciendo intervenir a un Poder superior a ambos Papas. Estaba claro que uno de ellos tenía que ser legítimo. Por consiguiente, había que hallar un Poder superior a un Papa legítimo. La única solución estaba en un concilio ecuménico. La Universidad de París, dirigida por Gerson, desarrolló una nueva teoría, dando poderes de iniciativa a un concilio. Los soberanos seculares, para quienes el cisma era molesto, prestaron su apoyo. Por último, en 1409, fue convocado un concilio, que se reunió en Pisa. Éste fracasó, sin embargo, de modo ridículo. Declaró depuestos a ambos Papas por herejía y cisma, y eligió un tercero, que murió en seguida. Mas sus cardenales eligieron como sucesor a un ex pirata llamado Baltasar Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. De esta suerte, había tres papas en vez de dos, y el Papa del concilio era un rufián notorio. En este estado, la situación parecía más desesperada que nunca.

Pero los defensores del movimiento conciliar no cedieron. En 1414 se convocó en Constanza un nuevo concilio, que emprendió una acción enérgica. Decretó, primeramente, que los papas no podían disolver concilios y que tenían que someterse a ellos en ciertos aspectos; decidió también que los futuros papas debían convocar un concilio ecuménico cada siete años. Depuso a Juan XXIII e instó al Papa romano a dimitir. El Papa de Aviñón renunció a reinar y, después de su muerte, el rey de Aragón hizo que fuese elegido un sucesor del mismo. Pero Francia, en este tiempo a merced de Inglaterra, se negó a reconocerle, y el partido de aquél fue perdiendo importancia y, por último, dejó de existir. De esta suerte, no hubo al final oposición al Papa elegido por el concilio, que, designado en 1417, tomó el nombre de Martín V.

Esta obra fue digna de encomio, pero el trato dado a Huss, el discípulo bohemio de Wiclef, no lo fue. Aquél fue llevado a Constanza con la promesa de un salvoconducto, pero cuando estuvo allí se le condenó y murió en la hoguera. Wiclef había muerto de modo natural, pero el concilio ordenó que sus huesos fueran desenterrados y quemados. Los defensores del movimiento conciliar tenían la preocupación de librarse de toda sospecha de heterodoxia.

El Concilio de Constanza había puesto remedio al cisma, pero había deseado hacer mucho más y sustituir el absolutismo papal por una monarquía constitucional. Martín V había hecho muchas promesas antes de su elección; unas las mantuvo, otras, no. Había dado su asentimiento al decreto de que debía convocarse un concilio cada siete años, y cumplió su promesa. Disuelto el Concilio de Constanza en 1417, uno nuevo, que resultó sin importancia, fue convocado en 1424; luego se convocó otro en 1431, que se reunió en Basilea. Martín V murió precisamente en este momento, y su sucesor, Eugenio IV, durante su pontificado tuvo que luchar encarnizadamente con los reformadores que dominaban el concilio. El Papa lo disolvió, pero aquél se negó a considerarse disuelto; en 1433 cedió durante un tiempo, pero en 1437 lo disolvió de nuevo. A pesar de todo, continuó reunido hasta 1448; en ese momento era evidente para todos que el Papa había logrado un triunfo completo. En 1439 el concilio se había enajenado la simpatía al declarar depuesto al Papa y elegir un antipapa (el último de la Historia) que, no obstante, renunció casi inmediatamente. En el mismo año, Eugenio IV ganó prestigio al reunir un concilio en Ferrara, donde la Iglesia griega, con un miedo terrible a los turcos, se sometió nominalmente a Roma. El Papado resurgió así triunfante políticamente, pero su fuerza para inspirar reverencia moral había disminuido muchísimo.

Wiclef (hacia 1320-1384) ilustra, con su vida y doctrina, la disminuida autoridad del Papado en el siglo XIV. A diferencia de los primeros escolásticos, era un clérigo secular, y no monje o fraile. Tenía una gran reputación en Oxford, donde obtuvo el doctorado en teología el año 1372. Un breve período fue Master of Balliol. Fue el último de los escolásticos importantes de Oxford. Como filósofo no era progresista; fue realista y más platónico que aristotélico. Sostenía que los decretos de Dios no son arbitrarios, como algunos afirmaban; el mundo real no es uno entre los mundos posibles, sino el único mundo posible, ya que Dios está obligado a elegir lo mejor. Todo esto no le hace interesante, ni parece haber sido lo que más le interesó, pues se retiró de Oxford para vivir la vida de un clérigo rural. Durante los diez últimos años de su vida fue párroco de Lutterworth, por designación de la Corona. Continuó, sin embargo, dando conferencias en Oxford.

Wiclef es notable por la extremada lentitud de su evolución. En 1372, cuando tenía cincuenta años o más, aún era ortodoxo; después de esa fecha es cuando se hace heterodoxo. Parece haber sido arrastrado a la herejía por la fuerza de sus sentimientos morales: su simpatía hacia los pobres y su horror a los eclesiásticos ricos y mundanos. Al principio, su ataque al Papado fue sólo político o moral, no doctrinal; gradualmente se vio arrastrado a una rebelión más amplia.

El apartamiento de Wiclef de la ortodoxia comenzó en 1376 con un curso de conferencias, en Oxford, «Sobre la potestad civil». Propuso la teoría de que sólo la rectitud da el título al Poder y a la propiedad; que el clero injusto no tiene tal título, y que la decisión sobre si un eclesiástico debe conservar su propiedad o no, debe tomarla el Poder civil. Enseñó, más adelante, que la propiedad es la consecuencia del pecado; Cristo y los Apóstoles no tuvieron propiedades, y el clero no debe tener ninguna. Estas doctrinas molestaron a todos los clérigos, excepto a los frailes. El Gobierno inglés, no obstante, las apoyó, pues el Papa obtenía enormes tributos de Inglaterra, y la doctrina de que el dinero no debía ser enviado de Inglaterra al Papa era una doctrina conveniente. Así ocurría en especial mientras el Papa estaba subordinado a Francia e Inglaterra estaba en guerra con Francia. Juan de Gante, que ocupó el Poder durante la minoridad de Ricardo II, apoyó a Wiclef en todo lo posible. Gregorio XI, por otra parte, condenó dieciocho tesis de las conferencias de Wiclef, alegando que habían sido sacadas de Marsilio de Padua. Wiclef fue llamado a comparecer ante un tribunal de obispos, pero la reina y el populacho le protegieron, al mismo tiempo que la Universidad de Oxford se negaba a admitir la jurisdicción del Papa sobre sus maestros. (Incluso en aquellos tiempos las universidades inglesas creían en la libertad académica).

Mientras tanto, Wiclef continuó, durante 1378 y 1379, escribiendo doctos tratados, sosteniendo que el rey es vicario de Dios y que los obispos están sujetos a él. Cuando surgió el Gran Cisma, fue más lejos que antes, acusando al Papa de anticristo y diciendo que la aceptación de la donación de Constantino había hecho apóstatas a todos los papas siguientes. Tradujo la Vulgata al inglés e instituyó «sacerdotes pobres», que eran seglares. (Con esta acción molestó, por último, a los frailes). Empleó los «sacerdotes pobres» como predicadores ambulantes, cuya misión estaba dedicada especialmente a los pobres. Por último, al atacar el Poder sacerdotal, se vio arrastrado a negar la transubstanciación, que calificó de engaño y necedad blasfema. En este punto, Juan de Gante le ordenó que se callara.

La rebelión de los campesinos de 1381, dirigida por Wat Tyler, hizo más difíciles las cosas para Wiclef. No hay pruebas de que la alentara de un modo activo, pero a diferencia de Lutero en circunstancias parecidas, se abstuvo de condenarla. John Ball, el sacerdote secularizado socialista, uno de los jefes, admiraba a Wiclef, lo que era desconcertante. Pero como había sido excomulgado en 1366, cuando Wiclef era todavía ortodoxo, tuvo que haber llegado a sus creencias de modo independiente. Las opiniones comunistas de Wiclef, aunque, sin duda, los «sacerdotes pobres» las habían divulgado, las expuso sólo en latín, de modo que, de primera mano, eran inaccesibles a los campesinos.

Es sorprendente que Wiclef no sufriera más de lo que sufrió por sus opiniones y actividades democráticas. La Universidad de Oxford le defendió todo lo posible contra los obispos. Cuando la Cámara de los Lores condenó a sus predicadores ambulantes, la de los Comunes se negó a asentir. Sin duda las dificultades hubieran aumentado de haber vivido mucho tiempo, pero cuando murió, en 1384, aún no había sido condenado formalmente. Fue enterrado en Lutterworth, donde murió, y sus huesos reposaron en paz hasta que el Concilio de Constanza los hizo desenterrar y quemar.

Sus seguidores en Inglaterra, los lolardos, fueron severamente perseguidos y prácticamente aplastados. Pero, dado que la mujer de Ricardo II era de Bohemia, sus doctrinas fueron conocidas en ese país, donde Huss fue discípulo suyo; y en Bohemia, a pesar de la persecución, sobrevivieron hasta la Reforma. En Inglaterra, aunque subrepticiamente, la rebelión contra el Papado subsistió en las mentes y preparó el terreno al protestantismo.

Durante el siglo XV, otras diversas causas se unieron a la decadencia del Papado para producir un cambio muy rápido, tanto político como cultural. La pólvora fortaleció a los gobiernos centrales a expensas de la nobleza feudal. En Francia e Inglaterra, Luis XI y Eduardo IV se aliaron con la rica clase media, que les ayudó a sofocar la anarquía aristocrática. Italia, hasta los últimos años del siglo, estuvo completamente libre de los ejércitos del Norte y progresó rápidamente en riqueza y cultura. La nueva cultura era esencialmente pagana, admiraba a Grecia y Roma y despreciaba la Edad Media. La arquitectura y el estilo literario fueron adaptados a los modelos antiguos. Cuando Constantinopla, la última supervivencia de la Antigüedad, fue capturada por los turcos, los griegos que se refugiaron en Italia fueron acogidos con entusiasmo por los humanistas. Vasco da Gama y Colón ensancharon el mundo, y Copérnico dilató los cielos. La Donación de Constantino se rechazó como una fábula, y quedó sumergida entre la burla de los eruditos. Con la ayuda de los bizantinos Platón llegó a ser conocido, no sólo en las versiones neoplatónicas y agustinianas, sino de primera mano. Esta esfera sublunar no aparecía ya como un valle de lágrimas, como un lugar de peregrinación al otro mundo, sino como algo que daba oportunidad para los deleites paganos, la gloria, la belleza y la aventura. Los largos siglos de ascetismo fueron olvidados en una borrachera de arte, poesía y placer. Aun en Italia, es cierto, la Edad Media no murió sin lucha; Savonarola y Leonardo nacieron el mismo año. Pero en lo fundamental los viejos terrores cesaron de espantar y la nueva libertad del espíritu se consideró embriagadora. La embriaguez no podía durar, mas por el momento disipó el temor. En este momento de gozosa liberación nació el mundo moderno.