CAPÍTULO XIII

Santo Tomás de Aquino

A Tomás de Aquino (nacido en 1225 o 1226, muerto en 1274) se le considera el más grande de los filósofos escolásticos. En todas las instituciones pedagógicas católicas que enseñan filosofía, su sistema se enseña como el único verdadero; ha sido la norma desde un rescripto de León XIII dado en el año 1879. Santo Tomás, pues, no tiene solamente interés histórico, sino que representa una influencia viva como Platón, Aristóteles, Kant y Hegel. Mayor, en efecto, que estos dos últimos. En muchos aspectos, sigue tan estrechamente a Aristóteles que el Estagirita tiene entre los católicos casi la autoridad de uno de los Padres; criticarle en materia de pura filosofía se ha llegado a considerar casi como impiedad.[27]

Esto no fue así siempre. En el tiempo de Aquino, aún tenía que librarse la batalla en favor de Aristóteles contra Platón. La influencia de Aquino aseguró la victoria hasta el Renacimiento; después, Platón, al que se conocía ya mejor que en la Edad Media, adquirió de nuevo la supremacía en la opinión de la mayoría de los filósofos. En el siglo XVII era posible ser ortodoxo y cartesiano; Malebranche, aunque sacerdote, no fue nunca censurado. Pero hoy día tales libertades pertenecen al pasado. Los eclesiásticos católicos deben aceptar a Santo Tomás si se ocupan de filosofía.

Santo Tomás era hijo del conde de Aquino, cuyo castillo en el reino de Nápoles estaba cerca del monte Casino, donde empezó la educación del Doctor Angélico. Estuvo seis años en la Universidad de Nápoles de Federico II. Después se hizo dominico y fue a Colonia para estudiar con Alberto Magno, el aristotélico más eminente entre los filósofos de su época. Después de un período en Colonia y París volvió a Italia en 1259, donde pasó el resto de su vida, excepto los tres años de 1269-1272. Durante estos tres años estuvo en París, donde los dominicos, por su aristotelismo, estaban en lucha con las autoridades de la universidad, y eran sospechosos de simpatía herética con los partidarios de Averroes, que representaron un partido poderoso en la universidad. Los averroístas sostenían, basándose en su interpretación de Aristóteles, que el alma en cuanto individual, no es inmortal; la inmortalidad pertenece solamente al intelecto, que es impersonal e idéntico en distintos seres intelectuales. Cuando a la fuerza tuvieron que darse cuenta de que su doctrina era contraria a la fe católica, se aferraron al subterfugio de la «doble verdad»; una, basada en la razón, en la filosofía, y otra basada en la revelación, en la teología. Todo esto dio a Aristóteles mala fama, y Santo Tomás, en París, se preocupó en reparar este mal causado por una adhesión demasiado estrecha a las doctrinas árabes. En esto tuvo un éxito singular.

Aquino, a diferencia de sus predecesores, poseía un conocimiento realmente competente de Aristóteles. Su amigo Guillermo de Moerbeke le procuró traducciones del griego y él mismo escribió comentarios. Hasta su época, las nociones de los hombres respecto a Aristóteles habían ido quedando oscurecidas con las adherencias neoplatónicas. Sin embargo, él se adhirió al auténtico Aristóteles y rechazó el platonismo, incluso como aparece en San Agustín. Logró persuadir a la Iglesia de que el sistema de Aristóteles era preferible al de Platón como base de la filosofía cristiana, y que los mahometanos y averroístas cristianos habían interpretado mal a Aristóteles. Por mi parte, diría que De anima conduce mucho más naturalmente a la idea de Averroes que a la de Aquino; sin embargo, la Iglesia, desde Santo Tomás pensó de otro modo. Diría, además, que las ideas de Aristóteles sobre la mayoría de las cuestiones de lógica y filosofía no eran definitivas, y desde entonces han sido muy erróneas; esta opinión tampoco puede sostenerla ningún filósofo o maestro de filosofía católico.

La obra más importante de Santo Tomás, la Summa contra gentiles, fue escrita durante los años 1259-1264. Trata de establecer la verdad de la religión cristiana con argumentos dirigidos a un lector imaginario que aún no es cristiano; se deduce que el supuesto lector es considerado como persona versada en la filosofía de los árabes. Escribió otro libro, Summa Theologiae, de casi igual importancia, pero de menor interés para nosotros, porque resulta menos adecuada para emplear argumentos que no supongan de antemano la verdad del cristianismo.

Lo que sigue es un extracto de la Summa contra gentiles.

Consideremos primeramente lo que se entiende por sabiduría. Una persona puede ser sabia en algún aspecto particular, como construir casas, por ejemplo; esto implica que conoce los medios para un fin determinado. Pero todos los fines particulares están subordinados al fin del universo, y la sabiduría per se se preocupa de la finalidad del universo. Ahora bien, el fin del universo es el bien del intelecto, esto es, la Verdad. Buscar la sabiduría en este sentido es lo más perfecto, sublime, provechoso y valioso. Todo esto se prueba apelando a la autoridad del filósofo: Aristóteles.

Mi intención (así dice) es declarar la verdad que profesa la fe católica. Pero aquí debo recurrir a la razón natural, puesto que los gentiles no aceptan la autoridad de la Sagrada Escritura. La razón natural, sin embargo, es deficiente en las cosas de Dios. Puede probar algunas partes de la fe, pero otras no. Puede probar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, pero no la Trinidad, la Encarnación o el Juicio Final. Todo lo que sea demostrable está de acuerdo con la fe cristiana, y en la revelación no hay nada que sea contrario a la razón. Pero es importante separar las partes de la fe que se pueden probar por la razón de las que no. Por lo tanto, de los cuatro libros en los que la Summa está dividida, los tres primeros no apelan a la revelación, excepto al señalar que están de acuerdo con las conclusiones obtenidas por la razón; sólo en el libro cuarto se tratan temas que únicamente por la revelación pueden ser conocidos.

El primer paso consiste en probar la existencia de Dios. Algunos creen que esto no es necesario, puesto que la existencia de Dios (dicen) es evidente por sí misma. Si conociésemos la esencia de Dios, esto sería cierto, puesto que (como más tarde se prueba), en Dios, la esencia y la existencia son todo uno. Pero no conocemos su esencia sino muy imperfectamente. Los hombres sabios saben más de su esencia que los ignorantes, y los ángeles conocen más que ambos, pero ninguna criatura sabe lo suficiente para ser capaz de deducir la existencia de Dios de Su esencia. Sobre esta base se rechaza el argumento ontológico.

Es importante recordar que las verdades religiosas capaces de ser demostradas pueden conocerse también por la fe. Las pruebas son difíciles, y sólo los cultos las pueden comprender, pero la fe es necesaria también a los ignorantes, a los jóvenes y a los que a causa de las preocupaciones prácticas no tienen tiempo para estudiar filosofía. Para ellos basta la revelación.

Algunos dicen que Dios es solamente cognoscible por la fe. Arguyen que, si los principios de la demostración nos fueran conocidos a través de la experiencia derivada de los sentidos, tal como se dice en los Analíticos posteriores, todo lo que va más allá de los sentidos no puede ser demostrado. Esto, sin embargo, es falso, e incluso, si fuese cierto, Dios sería conocido por sus efectos sensibles.

La existencia de Dios se demuestra, como en Aristóteles, por el argumento del motor inmóvil.[28]

Hay cosas que sólo son movidas y otras que mueven y son movidas. Todo lo que es movido lo es por algo, y puesto que es imposible un progreso hasta el infinito, debemos llegar en alguna parte a algo que mueve las otras cosas sin ser movido. Este motor inmóvil es Dios. Se puede objetar que este argumento incluye la eternidad del movimiento, que rechazan los católicos. Sería un error: es válido sobre la hipótesis de la eternidad del movimiento, pero la hipótesis opuesta sólo lo refuerza, pues comprende un principio y, en consecuencia, una Primera Causa.

En la Summa Theologiae se dan cinco pruebas de la existencia de Dios. Primero, el argumento del motor inmóvil, que hemos mencionado. Segundo, el argumento de la Primera Causa que, a su vez, depende de la imposibilidad de un progreso infinito. Tercero, debe haber una última fuente de toda necesidad; esto es, lo mismo casi que el segundo argumento. Cuarto, encontramos varias perfecciones en el mundo, y éstas deben tener su fuente en algo completamente perfecto. Quinto, hallamos incluso cosas inanimadas que tienden a un fin, que debe ser de alguien que esté fuera de ellas, puesto que solamente las cosas vivientes pueden tener una finalidad interna.

Volviendo a la Summa contra gentiles, habiendo demostrado la existencia de Dios, podemos decir ahora muchas cosas sobre Él; pero todas son, en cierto sentido, negativas; la naturaleza de Dios nos es solamente conocida por lo que no es. Dios es eterno, puesto que es inmóvil; es invariable, puesto que no contiene ninguna potencialidad pasiva. David de Dinant (un panteísta materialista del principio del siglo XIII) devanea que Dios es lo mismo que la materia prima; esto es absurdo, puesto que la materia prima es pura pasividad y Dios es pura actividad. En Dios no hay composición, por consiguiente no es un cuerpo, porque los cuerpos tienen partes.

Dios es su propia esencia, puesto que de otro modo no sería simple, sino compuesto de esencia y existencia. (Este punto es importante). En Dios, la esencia y la existencia son idénticas. No hay accidentes en Dios: no puede ser especificado por ninguna diferencia sustancial; no está en ningún género; no puede ser definido, pero no carece de la excelencia de cualquier género. Las cosas son en cierta manera como Dios, en otra no. Es más adecuado decir que las cosas son como Dios, que decir que Dios es como las cosas.

Dios es bueno, y es su propia bondad; es el bien de todo lo bueno. Es inteligente, y su acto de inteligencia es su esencia. Comprende por su esencia y se comprende a Sí mismo perfectamente (Juan Escoto, como se recordará, pensaba de manera distinta).

Aunque no hay composición en el intelecto divino. Dios comprende muchas cosas. Esto podía parecer una dificultad, pero las cosas que Él comprende no tienen distinto ser en Él. Tampoco existe per se, como creyó Platón, porque las formas de las cosas naturales no pueden existir ni ser comprendidas, prescindiendo de la materia. Sin embargo, Dios debe comprender las formas antes de crear. La solución de esta dificultad es la siguiente: «El concepto del intelecto divino, según como Él se entiende a Sí Mismo, cuyo concepto es Su Palabra, es la semejanza no solamente de Dios como Él mismo se comprendió, sino también de todas las cosas de las cuales la divina esencia es la semejanza. Por lo tanto, muchas cosas pueden ser comprendidas por Dios, por medio de una especie inteligible que es la divina esencia, y por una intención entendida que es la divina Palabra».[29]

Cada forma, en cuanto es algo positivo, es una perfección. El intelecto de Dios incluye en su esencia lo que es adecuado a cada cosa, comprendiendo en qué se parece a Él y en qué no; por ejemplo, la vida, no el conocimiento, es la esencia de una planta, y el conocimiento, no el intelecto, es la esencia de un animal. Así una planta es como Dios siendo viva, pero no parecida a Él en cuanto no posee conocimiento; un animal es como Dios al tener conocimiento, pero diferente en cuanto no posee intelecto. Siempre es por negación por lo que una criatura difiere de Dios.

Dios comprende todas las cosas en el mismo momento. Su conocimiento no es un hábito, y no es discursivo o argumentativo. Dios es la verdad. (Esto ha de entenderse literalmente).

Ahora llegamos a una cuestión que ya había preocupado a Platón y a Aristóteles. ¿Puede Dios saber cosas particulares, o conoce solamente las universales y las verdades generales? Un cristiano, puesto que cree en la Providencia, debe sostener que Dios conoce cosas particulares; sin embargo, hay argumentos de peso contra esta opinión. Santo Tomás enumera siete de estos argumentos, y después procede a refutarlos. Los siete argumentos son los siguientes:

1. La singularidad, siendo materia concreta, nada inmaterial puede conocerla.

2. Los singulares no existen siempre, y no pueden ser conocidos cuando no existen; por lo tanto no pueden ser conocidos por un ser invariable.

3. Los singulares son contingentes, no necesarios; por lo tanto no puede haber conocimiento cierto de ellos, excepto cuando existen.

4. Algunos singulares se deben a voliciones que solamente puede conocer la persona que quiere.

5. Los singulares son infinitos en número, y lo infinito como tal es desconocido.

6. Los singulares son demasiado nimios para la atención de Dios.

7. En algunos singulares hay mal, pero Dios no puede conocer el mal.

Aquino replica que Dios conoce los singulares como su causa; conoce las cosas que aún no existen, exactamente como un artesano lo sabe cuando está formando algo; conoce los futuros contingentes, porque Él ve cada cosa en el tiempo como si estuviera presente, pues Él Mismo no está en el Tiempo. Conoce nuestros espíritus y deseos secretos, y una infinidad de cosas, aunque nosotros no. Conoce cosas triviales, porque nada es del todo trivial, y todo tiene alguna nobleza; de otro modo Dios se conocería sólo a Sí Mismo. Además, el orden del universo es muy noble, y esto no se puede saber sin conocer incluso las partes triviales. Finalmente, Dios conoce las cosas malas, porque el conocer todo lo bueno implica conocer el mal opuesto.

En Dios hay voluntad. Su Voluntad es su esencia, y su principal objeto es la esencia divina. Queriéndose a Sí Mismo, Dios quiere también otras cosas, porque Dios es el fin de todas las cosas. Quiere incluso cosas que aún no existen, quiere su propio ser y bondad, pero otras cosas, aunque las quiera, no las desea necesariamente.

Hay libre albedrío en Dios; a su volición puede atribuírsele una razón, pero no una causa. No puede querer cosas imposibles en sí mismas; por ejemplo, no puede hacer verdadera una contradicción. El ejemplo del Santo de algo que se halla incluso más allá del Poder divino no es un ejemplo completamente afortunado; dice que Dios no podía hacer que un hombre fuese un asno.

En Dios hay gozo, alegría y amor; Dios no odia nada y posee las virtudes contemplativas y activas. Es feliz y es su propia felicidad.

Llegamos ahora (en el libro II) a la consideración de las criaturas. Esto es útil para refutar errores contra Dios. Dios creó el mundo de la nada, contrariamente a las opiniones de los antiguos. El tema de las cosas que Dios no puede hacer, lo vuelve a tratar. No puede ser un cuerpo o cambiarse a Sí mismo; no puede fallar; no puede fatigarse, ni olvidarse, ni arrepentirse, ni enfadarse, ni estar triste; no puede hacer que un hombre no tenga alma, ni hacer que la suma de los ángulos de un triángulo no valga dos rectos. No puede deshacer el pasado, ni cometer pecados, ni hacer otro Dios, ni hacer que Él mismo no exista.

El libro III se ocupa principalmente del alma del hombre. Todas las sustancias intelectuales son inmateriales e incorruptibles; los ángeles no tienen cuerpos, pero en los hombres el alma está unida a un cuerpo. Es la forma del cuerpo, como en Aristóteles. No hay tres almas en el hombre sino sólo una. Toda el alma está presente por completo en todas las partes del cuerpo. Las almas de los animales, a diferencia de las de los hombres, no son inmortales. El intelecto es parte del alma de cada hombre; no hay, como sostenía Averroes, sólo un intelecto, del que varios hombres participan. El alma no es transmitida con el semen, sino que es creada de nuevo en cada hombre. Hay, es cierto, una dificultad: cuando un hombre nace fuera del matrimonio, esto parece hacer de Dios un cómplice en el adulterio. Esta objeción, sin embargo, es sólo aparente. (Hay una grave objeción, que turbaba a San Agustín, y que se refiere a la transmisión del pecado original. Es el alma la que peca, y si el alma no es transmitida, sino creada de nuevo, ¿cómo puede heredar el pecado de Adán? Esto no se discute).

En la relación con el intelecto, se discute el problema de los universales. La posición de Santo Tomás es la de Aristóteles. Los universales no subsisten fuera del alma, pero el intelecto, al comprender los universales, comprende cosas que están fuera del alma.

El libro III se ocupa largamente de cuestiones éticas. El mal es no intencional, no es una esencia, y tiene una causa accidental que es buena. Todas las cosas tienden a parecerse a Dios, que es el fin de todas las cosas. La felicidad humana no consiste en los placeres carnales, el honor, la gloria, la riqueza, el Poder del mundo o los bienes mundanos, y no radica en los sentidos. La felicidad última del hombre no consiste en actos de virtud moral, porque éstos son medios; consiste en la contemplación de Dios. Pero el conocimiento de Dios poseído por la mayoría no basta; ni el obtenido por demostración; ni siquiera el obtenido por la fe. En esta vida no podemos ver a Dios en su esencia, o tener la felicidad última; pero en la otra vida le veremos cara a cara. (No literalmente, se nos advierte, porque Dios no tiene faz). Esto ocurrirá, no por nuestro poder natural sino por la luz divina, e incluso entonces no le veremos del todo. Por esta visión nos hacemos partícipes de la vida eterna, es decir, de la vida extratemporal.

La Divina Providencia no excluye el mal, la contingencia, el libre albedrío, la suerte o el azar. El mal viene por medio de segundas causas, como en el caso de un buen artista que hace obras malas.

Los ángeles no son todos iguales; hay un orden entre ellos. Cada ángel es el único ejemplar de su especie, pues como los ángeles no tienen cuerpos, sólo pueden distinguirse por medio de diferencias específicas, no por su posición en el espacio.

La astrología debe rechazarse, por las razones habituales. En respuesta a la pregunta: «¿Existe la fatalidad?», Aquino replica que podríamos dar el nombre de fatalidad al orden impreso por la Providencia, pero es más prudente no hacerlo, pues fatalidad es una palabra pagana. Esto conduce a un argumento de que la plegaria es útil, aunque la Providencia es inmutable. (Yo no he podido seguir este razonamiento). Dios a veces obra milagros, pero nadie más puede hacerlos. La magia, no obstante, es posible con la ayuda de los demonios; esto no es propiamente milagroso, y no se hace con la ayuda de las estrellas.

La ley divina nos lleva a amar a Dios; también, en menor grado, a nuestro prójimo. Prohíbe la fornicación, porque el padre debe permanecer con la madre mientras se crían los hijos. Prohíbe la limitación de los nacimientos, por ser contra natura; sin embargo, no prohíbe, por lo mismo, el celibato perpetuo. El matrimonio debía ser indisoluble, porque el padre es necesario para la educación de los hijos, por ser más racional que la madre y por tener más fuerza física cuando se precisa el castigo. No todo comercio carnal es pecaminoso, puesto que es natural, pero considerar el estado de casado tan bueno como la continencia es caer en la herejía de Joviniano. Debe haber una monogamia estricta; la poligamia es injusta respecto a las mujeres y la poliandria hace incierta la paternidad. El incesto ha de prohibirse, porque complicaría la vida familiar. Contra el incesto de hermana con hermano hay un argumento muy curioso: si el amor de marido y mujer estuviera combinado con el de hermano y hermana, la atracción mutua sería tan fuerte que haría el trato carnal indebidamente frecuente.

Todos estos argumentos sobre la ética sexual —hay que notarlo— recurren a consideraciones puramente racionales, no a mandatos ni prohibiciones divinas. Aquí, como en los tres primeros libros, Aquino se complace, al final de cada razonamiento, en citar textos que muestran que la razón le ha llevado a una conclusión en armonía con las Escrituras, pero no apela a la autoridad hasta que no ha logrado su resultado.

Hay una discusión más animada e interesante sobre la pobreza voluntaria que, como era de esperar, llega finalmente a una conclusión en armonía con los principios de las órdenes mendicantes, pero expone las objeciones con una fuerza y un realismo que las muestra tales como debieron ser planteadas por el clero secular.

Pasa luego al pecado, a la predestinación y a la elección, sobre lo cual su criterio es en general el de Agustín. Por el pecado mortal un hombre pierde el derecho a su fin último por toda la eternidad y, por consiguiente, el castigo eterno es lo que le corresponde. Ningún hombre puede librarse del pecado, salvo por la gracia y, no obstante, el pecador debe ser reprendido si no se convierte. El hombre necesita la gracia para perseverar en el bien, pero nadie puede merecer la asistencia divina. Dios no es la causa del pecado, pero a algunos los deja en el pecado, mientras que a otros los libra de él. En lo que respecta a la predestinación, Santo Tomás parece sostener, con San Agustín, que no puede darse ninguna razón por la que algunos son elegidos y van al Cielo, mientras otros son reprobados y van al infierno. Sostiene también que ningún hombre puede entrar en el Cielo, a menos que haya sido bautizado. Ésta no es una de las verdades que pueden probarse por la razón sin ayuda; está revelada en Juan, III, 5.[30]

El IV libro se ocupa de la Trinidad, la Encarnación, la supremacía del Papa, los sacramentos y la resurrección del cuerpo. En lo esencial, está dirigido a los teólogos más que a los filósofos y, por consiguiente, lo trataré brevemente.

Hay tres modos de conocer a Dios: por la razón, por la revelación y por intuición de cosas previamente conocidas sólo por la revelación. Del tercer modo no dice, sin embargo, casi nada. Un escritor inclinado al misticismo hubiera dicho más de éste que de cualquiera de los otros, pero el temperamento de Aquino es razonador más que místico.

La Iglesia es censurada por negar la doble procesión del Espíritu Santo y la supremacía del Papa. Se nos advierte que, aunque Cristo fue concebido del Espíritu Santo, no debemos suponer que fue el hijo del Espíritu Santo según la carne.

Los sacramentos son válidos aun cuando sean administrados por ministros indignos. Éste fue un punto importante en la doctrina de la Iglesia. Muchísimos sacerdotes vivían en pecado mortal y la gente piadosa temía que tales sacerdotes no pudieran administrar los sacramentos. Esto era terrible; nadie podía saber si estaba realmente casado o si había recibido una absolución válida, lo que llevó a la herejía y al cisma, puesto que los de espíritu puritano trataron de establecer un sacerdocio separado, de más impecable virtud. La Iglesia, en consecuencia, se vio obligada a declarar con gran énfasis que el pecado en un sacerdote no le incapacitaba para el ejercicio de sus funciones.

Una de las últimas cuestiones analizadas es la resurrección de la carne. Aquí, como en otras partes, Aquino expone muy acertadamente los argumentos que han sido esgrimidos contra la posición ortodoxa. Uno de éstos, a primera vista, ofrece grandes dificultades. ¿Qué le ocurre, pregunta el Santo, a un hombre que nunca, en toda su vida, comió nada más que carne humana y cuyos padres hicieron lo mismo? Parecería injusto con sus víctimas que éstas se vieran privadas de sus cuerpos en el último día a consecuencia de su voracidad; sin embargo, si no es así, ¿qué se dejará para formar su cuerpo? Me alegra decir que esta dificultad, que a primera vista podía parecer insuperable, es afrontada triunfalmente. La identidad del cuerpo, indica Santo Tomás, no depende de la persistencia de las mismas partículas materiales; durante la vida, por los procesos de comida y digestión la materia que compone el cuerpo experimenta un cambio constante. El caníbal puede, por consiguiente, recibir el mismo cuerpo en la resurrección, incluso aunque no esté compuesto de la misma materia que estaba en su cuerpo cuando murió. Con este confortador pensamiento podemos terminar nuestro resumen de la Summa contra gentiles.

En sus líneas generales, la filosofía de Aquino coincide con la de Aristóteles y será aceptada o rechazada por un lector en la medida en que acepte o rechace la filosofía del Estagirita. La originalidad de Aquino se manifiesta en su adaptación de Aristóteles al dogma cristiano, con un mínimo de alteración. En su tiempo fue considerado como un atrevido innovador; incluso después de su muerte muchas de sus doctrinas fueron condenadas por las Universidades de París y Oxford. Fue incluso más notable por la sistematización que por la originalidad. Aun en el caso de que cada una de sus doctrinas fuera errónea, la Summa quedaría como un imponente edificio intelectual. Cuando desea refutar alguna doctrina, la expone primero, a menudo con gran fuerza, y casi siempre con una intención justa. La agudeza y claridad con que distingue los argumentos derivados de la razón y los argumentos derivados de la revelación son admirables. Conoce a Aristóteles bien y lo entiende completamente, lo que no puede decirse de ningún filósofo católico anterior.

Estos méritos, sin embargo, apenas parecen suficientes para justificar su inmensa fama. La apelación a la razón es, en un sentido, insincera, puesto que la conclusión a que ha de llegar está fijada de antemano. Tomemos, por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio. Ésta la defiende basándose en que el padre es útil para la educación de los hijos: a) porque es más racional que la madre; b) porque, siendo más fuerte, es más capaz de infligir el castigo físico. Un educador moderno podría replicar: a) que no hay ninguna razón para suponer a los hombres, en general, más racionales que las mujeres; b) que el tipo de castigo, que requiere gran fortaleza física, no es deseable en la educación. Podría continuar señalando que los padres, en el mundo moderno, apenas toman parte en la educación. Pero ningún seguidor de Santo Tomás dejaría de creer, por esta razón, en la monogamia perpetua, porque los verdaderos fundamentos de creencia no son los que se han alegado.

O tomemos de nuevo los argumentos encaminados a probar la existencia de Dios. Todos éstos, excepto el de la teleología en las cosas inanimadas, se basan en la supuesta imposibilidad de una serie que no tenga primer término. Todo matemático sabe que no hay tal imposibilidad; la serie de enteros negativos que termina en menos uno es un ejemplo de lo contrario. Pero tampoco aquí es probable que ningún católico abandone la creencia en Dios, aun en el caso de que se convenza de que los argumentos de Santo Tomás son malos; inventará otros argumentos o se refugiará en la revelación.

Las controversias de que la esencia y la existencia de Dios son una y la misma, de que Dios es su propia bondad, su propio Poder, etc., sugieren una confusión, descubierta en Platón, pero que se supone la eludió Aristóteles, entre la manera de ser de los particulares y la manera de ser de los universales. La esencia de Dios, es, debe suponerse, de la naturaleza de los universales, mientras su existencia no lo es. Es difícil exponer esta dificultad satisfactoriamente, puesto que ocurre dentro de una lógica que no puede seguir aceptándose. Pero apunta claramente a algún tipo de confusión sintáctica, sin la cual mucho de la argumentación acerca de Dios perdería su fuerza.

Hay poco del verdadero espíritu filosófico en Aquino. No se dispone a seguir, como el Sócrates platónico, adonde quiera que su argumento le pueda llevar. No se empeña en una investigación cuyo resultado sea imposible conocer de antemano. Antes de empezar a filosofar ya conoce la verdad; está declarada en la fe católica. Si puede encontrar argumentos aparentemente racionales, para algunas partes de la fe, tanto mejor; si no puede, sólo precisa volver a la revelación. El descubrimiento de argumentos para una conclusión dada de antemano no es filosofía, sino una defensa especial. No puedo, consiguientemente, admitir que merezca ser colocado en el mismo plano de los mejores filósofos de Grecia o de los tiempos modernos.