El siglo XIII
En el siglo XIII la Edad Media alcanzó su punto culminante. La síntesis que se había formado, poco a poco, desde la caída de Roma llegó a ser tan completa como era posible. El siglo XIV trajo consigo una disolución de instituciones y filosofías; el siglo XV, el principio de las que aún consideramos modernas. Los grandes hombres del siglo XIII fueron muy grandes: Inocencio III, San Francisco, Federico II y Tomás de Aquino resultaron, en distintos modos, supremos representantes de sus respectivos tipos. Hubo también grandes obras, no tan claramente asociadas con grandes nombres: las catedrales góticas de Francia, la literatura románica de Carlomagno, Arturo y los Nibelungos, el principio del Gobierno constitucional en la Carta Magna y la Cámara de los Comunes. Lo que nos interesa a nosotros más directamente es la filosofía escolástica, especialmente como la expuso el Aquinate. Pero esto lo dejaré para el capítulo siguiente e intentaré por de pronto dar un esbozo de todos los acontecimientos que formaron principalmente la atmósfera mental de la época.
La figura central en los comienzos del siglo es el papa Inocencio III (1198-1216), político astuto, hombre de extraordinaria energía, firme representante de las más extremadas exigencias del Papado, pero sin humildad cristiana. En su consagración predicó sobre el texto: Ved, en este día os he puesto encima de las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, edificar y plantar. «Se llamó a sí mismo rey de los reyes, señor de los señores, sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec». Haciendo valer esta opinión de sí mismo, aprovechó toda circunstancia favorable. En Sicilia, que había sido conquistada por el emperador Enrique VI (muerto en 1197), casado con Constanza, heredera de los reyes normandos, el nuevo rey era Federico, que sólo tenía tres años cuando Inocencio llegó a ser Papa. El reinado fue turbulento, y Constanza necesitaba la ayuda del Papa. Aquélla le hizo tutor del infante Federico y aseguró el reconocimiento de los derechos de su hijo en Sicilia, reconociendo la superioridad pontificia. Portugal y Aragón hicieron reconocimientos parecidos. En Inglaterra, el rey Juan, después de violenta resistencia, fue obligado a ceder su reino a Inocencio y volver a recibirlo como feudo papal.
Hasta cierto punto, los venecianos le vencieron en el asunto de la Cuarta Cruzada. Los soldados de la Cruz tenían que embarcar en Venecia, pero había dificultades en procurarles bastantes barcos. Nadie, excepto los venecianos, tenían suficientes, y ellos sostuvieron (por razones puramente comerciales) que sería mucho mejor conquistar Constantinopla que Jerusalén; en todo caso sería útil como escalón, y el Imperio oriental no había nunca favorecido a los cruzados. Hubo necesariamente que ceder ante Venecia; Constantinopla fue conquistada y se estableció un emperador latino. Al principio Inocencio se incomodó, pero pidió que ahora se volviesen a unir la Iglesia oriental con la occidental. (Esta esperanza quedó frustrada). Excepto este caso, no conozco a nadie que jamás venciera a Inocencio III. Mandó una gran cruzada contra los albigenses que extirpó la herejía, la dicha, la prosperidad y la cultura del sur de Francia. Destituyó a Raimundo, conde de Tolosa, por su tibieza respecto a la cruzada, y aseguró la mayor parte de la región de los albigenses para su jefe, Simón de Montfort, padre del padre del Parlamento. Riñó con el emperador Otto y visitó a los alemanes para destituirle. Así lo hicieron, y después eligieron, en su lugar, a Federico II, entonces precisamente mayor de edad. Mas para que apoyasen a Federico exigió un precio terrible en promesas que, sin embargo, Federico estaba decidido a romper en cuanto pudiera.
Inocencio III fue el primer gran Papa en quien no había ningún elemento de santidad. La reforma de la Iglesia era la causa por la que la jerarquía estaba segura respecto a su prestigio moral, y, por tanto, lo que le convenció de que ya no necesitaba preocuparse de ser santo. El motivo del Poder dominó desde este tiempo cada vez más al Papado, y provocó oposición por parte de algunos religiosos en su época. Codificó el Derecho canónico, de modo que aumentase el Poder de la curia; Walther von der Vogelweide llamó a este código «el libro más negro que jamás había producido el infierno». Aunque el Papado aún tenía que ganar sonadas victorias, ya se podía prever su posterior decadencia.
Federico II, que había sido el protegido de Inocencio III, fue a Alemania en 1212, y con ayuda del Papa se le eligió para sustituir a Otto. Inocencio no llegó a comprender al formidable antagonista que se había erigido contra el Papado.
Federico, uno de los más notables soberanos que conoce la Historia, había pasado su infancia y juventud en difíciles y adversas circunstancias. Su padre, Enrique VI (hijo de Barbarroja), había derrotado a los normandos de Sicilia y se había casado con Constanza, heredera del reino. Estableció una guarnición alemana que los sicilianos odiaron; murió en 1197, cuando Federico tenía tres años. Constanza se volvió después contra los alemanes e intentó gobernar sin ellos, con ayuda del Papa. Los alemanes sentían rencor, y Otto quería conquistar Sicilia. Esto fue la causa de su disputa con el Papa. Palermo, donde Federico pasó su infancia, sufría muchas agitaciones. Había revueltas de musulmanes; los pisanos y genoveses lucharon entre sí y con todo el mundo por la posesión de la isla. La importante población de Sicilia cambiaba continuamente de partido, según que uno u otro ofreciese el precio más alto por la traición. Culturalmente, sin embargo, Sicilia tenía grandes ventajas. Las culturas musulmana, bizantina, italiana y alemana se encontraron y se mezclaron allí como en ninguna otra parte. El griego y el árabe eran aún lenguas vivas en Sicilia. Federico aprendió a hablar seis idiomas y en todos ellos era competente. La filosofía árabe le era familiar, y sostuvo relaciones amistosas con los mahometanos, que escandalizaron a los piadosos cristianos. Era un Hohenstaufen, y en Alemania podía ser considerado como alemán. Pero en cultura y sentimiento era italiano, con matices bizantinos y árabes. Sus contemporáneos le contemplaron con un asombro que, paulatinamente, se convirtió en horror; le llamaron «milagro del mundo e innovador maravilloso». Incluso mientras vivió era tema de mitos. Se dice que fue el autor de un libro, De Tribus Impostoribus: los tres impostores eran Moisés, Cristo y Mahoma. Este libro, que jamás ha existido, fue atribuido sucesivamente a muchos enemigos de la Iglesia, el último de ellos Spinoza.
Las palabras güelfos y gibelinos empezaron a usarse en la época de la contienda de Federico con el emperador Otto. Son corrupciones de las palabras Welfo y Waiblingen, nombres de familia de los dos contrincantes. (El sobrino de Otto era antepasado de la familia real británica).
Inocencio III murió en 1216; Otto, a quien Federico derrotó, murió en 1218. El nuevo Papa, Honorio III, vivió en un principio en concordia con Federico, pero pronto surgieron dificultades. Primero, Federico rehusó participar en la cruzada, después tuvo luchas con las ciudades lombardas, que en 1226 hicieron una alianza ofensiva y defensiva por veinticinco años. Odiaron a los alemanes; uno de sus poetas escribió violentos versos contra ellos. «No ames al pueblo de Alemania; que estén lejos de ti esos perros locos». Esto parece que expresaba el sentimiento general de Lombardía. Federico quería permanecer en Italia para tratar con las ciudades, pero en 1227, Honorio murió y le sucedió Gregorio IX, asceta violento que amaba a San Francisco y fue amado por él. (Canonizó a San Francisco dos años después de su muerte). Gregorio consideraba lo más importante la cruzada, y excomulgó a Federico porque no la emprendió. Federico, que se había casado con la hija y heredera del rey de Jerusalén, estaba dispuesto a ir cuando pudiera, y se llamó a sí mismo rey de Jerusalén. En el año 1228, aún excomulgado, marchó allá; esto incomodó a Gregorio todavía más que la anterior negativa de ir a Jerusalén. Porque ¿cómo podía la hueste de los cruzados ser guiada por un hombre al que el Papa había excomulgado? Llegado a Palestina, Federico trabó amistad con los mahometanos, les explicó que los cristianos tenían interés en Jerusalén, aunque tenía poco valor estratégico, y logró que ellos, pacíficamente, le entregaran la ciudad. El Papa se enfureció aún más con esto: se debía luchar contra los infieles, no negociar con ellos. Sin embargo, Federico fue oportunamente coronado en Jerusalén, y nadie podía negar que había sido un éxito. La paz entre el Papa y el emperador se estableció en 1230.
En los pocos años de paz que siguieron, el emperador se dedicó a los asuntos del reino de Sicilia. Con ayuda de su primer ministro, Pietro della Vigna, promulgó un nuevo código, derivado del Derecho romano, que mostraba un alto nivel de civilización en su dominio del Sur; el código fue traducido inmediatamente al griego en beneficio de los habitantes que hablaban este idioma. Fundó una importante universidad en Nápoles. Acuñó monedas de oro, llamadas augustales, las primeras monedas de oro en el Occidente durante muchos siglos. Estableció el comercio libre, aboliendo todas las aduanas internas. Incluso convocó representantes elegidos en las ciudades para su consejo, los cuales, sin embargo, tenían sólo poderes consultivos.
Este período de paz terminó cuando Federico tuvo nuevamente conflictos con la Liga lombarda en 1237. El Papa se puso al lado de ellos y excomulgó de nuevo al emperador. Desde esta época hasta la muerte de Federico en 1250, la guerra continuó prácticamente, haciéndose en ambos lados cada vez más enconada, cruel y traicionera. Había grandes fluctuaciones de fortuna, y el resultado era aún indeciso cuando murió el emperador. Pero los que intentaron ser sus sucesores no alcanzaron su Poder, y fueron, poco a poco, derrotados, dejando a Italia dividida y al Papa victorioso.
Las muertes de los papas no cambiaron el rumbo de la lucha; cada nuevo Papa continuaba la política de su predecesor sin variarla. Gregorio IX murió en 1241, y en 1243 fue elegido Inocencio, enconado enemigo de Federico. Luis IX, a pesar de su impecable ortodoxia, quiso moderar la furia de Gregorio e Inocencio IV, pero en vano. Inocencio, particularmente, rechazó todos los ofrecimientos del emperador y puso en juego contra él todos sus medios sin escrúpulos. Le destituyó, inició una cruzada contra él y excomulgó a cuantos le apoyaron. Los frailes predicaron contra Federico, los musulmanes se levantaron, había conspiraciones entre sus partidarios nominales más preeminentes. Todo esto hizo que Federico fuera cada vez más cruel. Los conspiradores fueron ferozmente castigados y los prisioneros privados del ojo derecho y de la mano derecha.
En cierto momento, durante esta titánica lucha, Federico pensaba en fundar una nueva religión en la cual él mismo sería el Mesías, y su ministro Pietro della Vigna ocuparía el lugar de San Pedro.[26]
No llegó a manifestar públicamente este proyecto, pero escribió sobre ello a Della Vigna. De repente, sin embargo, se convenció —con razón o sin ella— de que Pietro estaba conspirando en contra suya; mandó le dejasen ciego y le exhibiesen en público en una jaula; Pietro, sin embargo, se ahorró más sufrimientos y se suicidó.
Federico, a pesar de su capacidad, no podía tener éxito, porque las fuerzas antipapales que existían en su época eran piadosas y democráticas, mientras que su objetivo era algo como una restauración del Imperio romano pagano. Culturalmente era eminente, pero en política era retrógrado. Su corte era oriental; tenía un harén con eunucos. Pero en esta corte se inició la poesía italiana. Él mismo tenía cierto mérito como poeta. En su conflicto con el Papado, dio a conocer afirmaciones respecto a los peligros del absolutismo eclesiástico que podían haber sido aplaudidas en el siglo XVI, pero fracasó en su época. Los herejes que debían haber sido partidarios suyos, le parecían simplemente rebeldes, y los persiguió para agradar al Papa. Las ciudades libres, si no fuera por el emperador, se hubieran opuesto al Papa; pero mientras Federico exigía su obediencia saludaron al Papa como aliado. Así pues, aunque estaba libre de las supersticiones de su tiempo, y en cultura muy por encima de otros soberanos contemporáneos, su posición como emperador le obligó a oponerse a todo lo que políticamente era liberal. Inevitablemente, tuvo que fracasar, pero de todos los fracasos de la Historia, los suyos son de los más interesantes.
Los herejes contra los cuales Inocencio III emprendió la cruzada y a los que persiguieron todos los gobernantes (también Federico), merecen un estudio por sí mismos y también como índice del sentimiento popular, del cual, por lo demás, apenas aparece una alusión en los escritos de esta época.
La más interesante y, por tanto, la más grande de las sectas heréticas era la de los cátaros, en el sur de Francia, más conocidos como albigenses. Sus doctrinas provenían de Asia, a través de los Balcanes; fueron defendidas en el norte de Italia, y en el sur de Francia las profesó la mayoría, incluso los nobles, que aprovecharon el pretexto para adueñarse de tierras de la Iglesia. La causa de esta gran difusión de la herejía fue, en parte, la decepción por el fracaso de las cruzadas, pero principalmente el malestar moral a causa de la riqueza y depravación del clero. Había un sentimiento muy extendido, análogo al puritanismo, en favor de la santidad personal. Esto se asoció con el culto de la pobreza. La Iglesia era rica y muy mundana; muchísimos sacerdotes vivían en la mayor inmoralidad. Los frailes presentaron acusaciones contra las órdenes más antiguas, y los párrocos afirmaron que se abusaba de la confesión para seducir. Y los enemigos de los frailes rechazaron esta acusación. No puede caber duda de que tales acusaciones eran muy justificadas. Cuanto más exigía la Iglesia la supremacía religiosa, tanto más se indignaba la gente sencilla por el contraste entre la profesión y el modo de cumplirla. Los mismos motivos que finalmente condujeron a la Reforma, ya operaban en el siglo XIII. La principal diferencia residía en que los soberanos seglares no estaban dispuestos a ponerse del lado de los herejes; y esto porque no existía ninguna filosofía que pudiera unir la herejía con las aspiraciones de los reyes respecto a su dominio.
Los dogmas de los cátaros no se conocen con certeza, puesto que dependemos enteramente del testimonio de sus enemigos. Además, los eclesiásticos, muy versados en la historia de la herejía, tenían la tendencia a aplicar una etiqueta que les era familiar y atribuir a las sectas existentes todos los dogmas de las anteriores, a veces fundándose en una semejanza no muy grande. Sin embargo, hay bastantes cosas ciertas. Parece que los cátaros eran dualistas y que, como los gnósticos, consideraron al Jehová del Antiguo Testamento como un ser malo; el Dios verdadero sólo se daba en la revelación del Nuevo Testamento. La materia era para ellos esencialmente mala, y creían que para los virtuosos no habría resurrección del cuerpo. Los malos, al contrario, tendrían que sufrir la transmigración en los cuerpos de animales. Por esto se hicieron vegetarianos, absteniéndose, incluso, de los huevos, el queso y la leche. Comían pescado porque creían que los peces no procreaban sexualmente. Aborrecieron el sexo; algunos dijeron que el matrimonio era aún peor que el adulterio, porque es continuo y complaciente. Por otro lado, no veían objeción al suicidio. Aceptaban el Nuevo Testamento más literalmente que los ortodoxos; se abstenían de juramentos y ofrecían la otra mejilla. Los perseguidores relatan el caso de un hombre acusado de herejía que se defendió diciendo que él comía carne, mentía y perjuraba, y era buen católico.
Los preceptos más estrictos de la secta sólo debían observarlos algunos hombres excepcionalmente santos, llamados los perfectos; los otros podían comer carne y casarse.
Es interesante exponer la genealogía de estas doctrinas. Llegaron a Italia y Francia a través de los cruzados, de una secta llamada los bogomiles en Bulgaria; en 1167, cuando los cátaros tuvieron un concilio cerca de Tolosa, asistieron los delegados búlgaros. Los bogomiles, a su vez, eran el resultado de una fusión de maniqueos y paulicianos. Los paulicianos constituían una secta armenia que rechazaba el bautismo de los niños, el purgatorio, la invocación de los Santos y la Trinidad; se extendieron, poco a poco, en Tracia y de allí a Bulgaria. Los paulicianos eran partidarios de Marción (hacia el año 150 d. C.), que se consideraba seguidor de San Pablo, al rechazar los elementos judaicos en el cristianismo, y tenían cierta afinidad con los gnósticos, sin pertenecer a ellos.
Sólo trataré ahora de otra herejía popular: la de los waldenses. Eran los partidarios de Pedro Waldo, un hombre entusiasta quien, en 1170, inició una cruzada para observar la ley de Cristo. Dio todos sus bienes a los pobres y fundó una sociedad llamada «los Hombres Pobres de Lyón», que practicaban la pobreza y una vida rigurosamente virtuosa. Al principio, tenían la aprobación del Papa, pero arremetieron un tanto violentamente contra la inmoralidad del clero y fueron condenados por el Concilio de Verona en 1184. Después decidieron que todo hombre bueno puede predicar y explicar la Escritura. Nombraron sus propios ministros de Dios y prescindieron de los servicios del clero católico. Se extendieron a la Lombardía y a Bohemia, donde prepararon el camino a los husitas. En la persecución albigense, que los afectó también, muchos huyeron al Piamonte. Su persecución, en el tiempo de Milton, dio motivo a su soneto «¡Venga, Dios mío, a tus santos asesinados!». Aún sobreviven algunos hoy día en remotos valles de los Alpes y en Estados Unidos.
Todas estas herejías alarmaron a la Iglesia tomándose fuertes medidas para eliminarlas. Inocencio III creía que los herejes merecían la muerte, siendo culpables de traición contra Cristo. Instigó al rey de Francia para que emprendiera una cruzada contra los albigenses, que se efectuó en el año 1209. Fue llevada a cabo con extraordinaria crueldad; después de tomar Carcasona, especialmente, hubo una matanza horripilante. La aniquilación de la herejía había sido cosa de los obispos, pero llegó a ser demasiado molesta para realizarla hombres que tenían otros deberes, y en 1233 Gregorio IX fundó la Inquisición para que se encargase de esta parte de la labor del obispado. Después de 1254, las personas acusadas por la Inquisición no tenían siquiera derecho a juicio. Si eran condenadas, sus bienes eran confiscados; en Francia pasaban a la Corona. Cuando una persona acusada era hallada culpable, se la entregaba al brazo secular con el ruego de que se le salvase la vida; pero si las autoridades seculares no la quemaban, corrían peligro de ser entregadas ellas mismas a la Inquisición. No se ocupaba solamente de herejía en el sentido corriente, sino de brujería y magia. En España se dirigió principalmente contra los criptojudíos. La obra de la Inquisición la llevaron a cabo principalmente dominicos y franciscanos. Nunca penetró en Escandinavia o Inglaterra, pero los ingleses se sirvieron con gusto de la Inquisición contra Juana de Arco. En general, logró lo que quería; al final eliminó completamente la herejía albigense.
La Iglesia, en la primera parte del siglo XIII, tuvo un peligro de rebelión, casi tan formidable como la del siglo XVI. Se salvó principalmente por la aparición de las órdenes mendicantes; San Francisco y Santo Domingo hicieron más en favor de la ortodoxia que ninguno de los más enérgicos papas.
San Francisco de Asís (1181 o 1182-1226) fue uno de los hombres más amables de la Historia. Procedía de una familia hacendada y en su juventud le gustaron las diversiones corrientes. Pero un día, cuando pasó cabalgando al lado de un leproso, un repentino impulso de compasión le hizo bajar y besar al hombre. Poco después decidió desprenderse de todos los bienes del mundo y dedicar su vida a la predicación y a las buenas obras. Su padre, un respetable comerciante, se enfureció, pero no pudo detenerle. Pronto tuvo grupos de partidarios, los cuales se entregaron a la pobreza completa. Al principio la Iglesia miró el movimiento con cierta suspicacia; se parecía demasiado a «los Hombres Pobres de Lyón». Los primeros misioneros que San Francisco envió a remotos lugares fueron considerados como herejes, porque practicaron la pobreza en vez de (como los frailes) sólo hacer los votos, que nadie tomaba en serio. Pero Inocencio III era lo suficientemente astuto para reconocer el valor del movimiento si se le podía detener en los límites de la ortodoxia, y en 1209 o 1210 dio su aprobación a la nueva orden. Gregorio IX, amigo personal de San Francisco, continuó favoreciéndole, imponiéndole ciertas reglas fastidiosas para el impulso entusiasta y anárquico del Santo. Francisco deseaba interpretar el voto de la pobreza del modo más riguroso. Se opuso a que sus seguidores tuvieran casas e iglesias. Tenían que mendigar su pan, y no tenían más alojamiento que la hospitalidad que las circunstancias les deparaban. En el año 1219 viajó al Oriente y predicó ante el sultán, que le recibió cortésmente, pero siguió siendo mahometano. A su vuelta observó que los franciscanos se habían construido una casa; quedó profundamente apenado, pero el Papa le indujo o le obligó a ceder. Después de su muerte, Gregorio le canonizó, pero suavizó su regla respecto al artículo de la pobreza.
En cuanto a santidad, Francisco ha tenido iguales; lo que le destaca como único entre los Santos es su felicidad espontánea, su amor universal y sus dones como poeta. Su bondad se revela siempre sin esfuerzo, como si no tuviera que vencer nada. Amaba todas las cosas vivientes, no sólo como cristiano u hombre benévolo, sino como poeta. Su himno al Sol, escrito poco antes de su muerte, casi podía haber sido escrito por Akhnaton, el adorador del Sol, aunque no del todo; pues el cristianismo en él influye aunque no muy claramente. Se sintió obligado hacia los leprosos, por ellos, no por él. Distinto a los demás Santos cristianos, se interesó más por la dicha de los demás que por su propia salvación. Jamás mostró ningún sentimiento de superioridad, ni siquiera a los más humildes o peores. Tomás de Celano dijo de él que era más que un Santo entre los Santos; lo era entre los pecadores.
Si existe Satanás, el porvenir de la orden fundada por San Francisco le habrá proporcionado la más exquisita satisfacción. El sucesor inmediato del Santo como cabeza de la orden, el hermano Elías, vivió en pleno lujo, y permitió abandonar completamente la pobreza. La obra principal de los franciscanos en los años inmediatamente posteriores a la muerte de su fundador fue reclutar soldados en las violentas y sangrientas guerras entre los güelfos y gibelinos. La Inquisición, fundada siete años después de su muerte, tenía en varios países a los franciscanos a la cabeza. Una pequeña minoría, llamada los Espirituales, permaneció fiel a su enseñanza; muchos de ellos fueron quemados por la Inquisición por herejía. Estos hombres sostenían que Cristo y los Apóstoles no poseían bienes, y ni siquiera la ropa que llevaban era suya; esta opinión fue condenada como herética en 1323 por Juan XXII. El resultado final de la vida de San Francisco fue crear una orden aún más rica y corrompida, reforzar la jerarquía y facilitar la persecución de todos los que se destacaban por seriedad moral o libertad de pensamiento. Teniendo en cuenta sus propios fines y carácter, es imposible imaginar un resultado de ironía más hiriente.
Santo Domingo (1170-1221) es mucho menos interesante que San Francisco. Era castellano y tenía, como Loyola, una devoción fanática por la ortodoxia. Su principal finalidad era combatir la herejía, y adoptó la pobreza como un medio para este fin. Tomó parte en toda la guerra albigense, aunque se dice que lamentaba las más extremas atrocidades. La Orden dominicana fue establecida en 1215 por Inocencio III, y obtuvo un rápido éxito. El único rasgo humano que se conoce de Santo Domingo es su confesión a Jordán de Sajonia de que prefería charlar con las jóvenes y no con las viejas. En 1242, la orden decretó solemnemente que este pasaje debía ser eliminado de la vida del fundador escrita por Jordán.
Los dominicos fueron aún más activos que los franciscanos en la labor de la Inquisición. Sin embargo, cumplieron un servicio valioso para la humanidad por su amor al estudio. Esto no formaba parte de la intención de Santo Domingo, quien había decretado que sus frailes «no aprendieran las ciencias seculares o artes liberales excepto con dispensa». Esta regla fue abolida en 1259; después de esta fecha se hizo todo lo posible para que los dominicos pudiesen estudiar con facilidad. El trabajo manual no formaba parte de sus deberes, y las horas de devoción fueron abreviadas para dejarles más tiempo para el estudio. Se dedicaron a reconciliar a Aristóteles con Cristo; Alberto Magno y Tomás de Aquino, ambos dominicos, realizaron su obra lo mejor posible. La autoridad de Tomás de Aquino fue tan pasmosa, que los dominicos siguientes no hicieron mucha labor en filosofía; aunque Francisco, incluso más que Domingo, había despreciado el estudio, los nombres más grandes del período siguiente son franciscanos: Roger Bacon, Duns Escoto y Guillermo de Occam eran franciscanos. Lo que los frailes hicieron en filosofía será el tema de los capítulos siguientes.