CAPÍTULO XI

El siglo XII

Cuatro aspectos del siglo XII son especialmente interesantes para nosotros:

1) El constante conflicto entre el Imperio y el Papado;

2) El levantamiento de las ciudades de Lombardía;

3) Las cruzadas, y

4) El desarrollo de la escolástica.

Estos cuatro aspectos continuaron existiendo en el siglo siguiente. Las cruzadas alcanzaron, poco a poco, un fin nada glorioso; pero respecto a los otros tres movimientos, el siglo XIII marca el punto culminante de lo que en el XII se halla en transición. En el siglo XIII el Papa triunfó definitivamente sobre el emperador, las ciudades lombardas adquirieron una independencia segura, y la escolástica alcanzó su cumbre. Sin embargo, todo esto fue el resultado de lo que el siglo XII había preparado.

No sólo el primero de estos cuatro movimientos, sino los otros tres también, están íntimamente ligados al aumento del Poder papal y eclesiástico. El Papa estaba aliado con las ciudades lombardas contra el emperador; el papa Urbano II inició la Primera Cruzada, y los papas siguientes fueron los principales promotores de las posteriores; los filósofos escolásticos eran todos clérigos, y los concilios de la Iglesia procuraban mantenerlos en los límites de la ortodoxia y someterlos a disciplina si se evadían. Sin duda, el sentimiento del triunfo político de la Iglesia, del que se consideraron partícipes, estimuló su iniciativa intelectual.

Lo curioso de la Edad Media es que fue original y creadora sin saberlo. Todos los partidos justificaron su política con argumentos anticuados y arcaicos. El emperador de Alemania apeló a los principios feudales del tiempo de Carlomagno; Italia, al Derecho romano y al Poder de los antiguos emperadores. Las ciudades lombardas aún se remontaron más, hasta las instituciones de la Roma republicana. El partido del Papa basaba sus exigencias, en parte, en la falsa Donación de Constantino, en parte, en las relaciones de Saúl y Samuel, según las cuenta el Antiguo Testamento. Los escolásticos se referían a las Escrituras o a Platón, y después a Aristóteles. Cuando eran originales preferían ocultarlo. Las cruzadas representaron el esfuerzo de restaurar el estado de cosas que había existido antes de la venida del Islam.

Este arcaísmo literario no nos debe engañar. Solamente en el caso del emperador correspondía a los hechos. El feudalismo estaba en decadencia, especialmente en Italia; el Imperio romano era un mero recuerdo. Por lo tanto, el emperador fue derrotado. Las ciudades de la Italia del Norte, al mostrar en su ulterior desarrollo mucho parecido con las ciudades de la antigua Grecia, se ajustaron a este patrón, no por imitación, sino por circunstancias análogas: a saber, comunidades pequeñas, ricas, muy civilizadas, republicanas y comerciales rodeadas por monarquías de un nivel cultural más bajo. Los escolásticos, por mucho que venerasen a Aristóteles, mostraron más originalidad que cualquier árabe, y más, ciertamente, que nadie desde Plotino o, en todo caso, desde Agustín. En la política, como en el pensamiento, hubo la misma noble originalidad.

CONFLICTO ENTRE EL IMPERIO Y EL PAPADO

Desde Gregorio VII hasta la mitad del siglo XIII la historia europea se centra en torno a la lucha por el Poder entre la Iglesia y los monarcas laicos, en primer lugar el emperador, pero también, a veces, los reyes de Francia e Inglaterra. El pontificado de Gregorio había terminado, aparentemente, con un desastre, pero su política fue reanudada, aunque moderadamente, por Urbano II (1088-1099), quien repitió los decretos contra la investidura laica y deseaba que las elecciones episcopales se hicieran libremente por el clero y el pueblo. (La participación del pueblo iba a ser, sin duda, meramente formal). En la práctica, sin embargo, no desaprobaba los nombramientos laicos si eran acertados.

Al principio, Urbano sólo estuvo seguro en el territorio normando. Pero en 1093, el hijo de Enrique IV, Conrado, se rebeló contra su padre y, en alianza con el Papa, conquistó Italia del Norte, donde la Liga lombarda, alianza de ciudades con Milán a la cabeza, favorecía al Papa. En 1094, Urbano hizo una procesión triunfal por Italia del Norte y Francia. Venció a Felipe, rey de Francia, que quería divorciarse, y fue por esto excomulgado por el Papa; pero se sometió. En el Concilio de Clermont, en 1095, Urbano proclamó la Primera Cruzada, que produjo una ola de entusiasmo religioso y aumentó el Poder pontificio, y también provocó atroces matanzas contra los judíos. Urbano pasó el último año de su vida seguro en Roma, donde los papas raras veces se sentían seguros.

El siguiente Papa, Pascual II, procedía, como Urbano, de Cluny. Continuó la lucha contra las investiduras, y tuvo éxito en Francia e Inglaterra. Pero después de la muerte de Enrique IV, en 1106, el emperador siguiente, Enrique V, venció al Papa, que era hombre poco mundano y cuya santidad era mayor que su sentido político. El Papa propuso que el emperador renunciara a las investiduras, pero en recompensa los obispos y abades debían renunciar a las posesiones temporales. El emperador estaba de acuerdo, pero cuando el compromiso se hizo público, los eclesiásticos se rebelaron con furia contra el Papa. El emperador, que estaba en Roma, aprovechó la ocasión para capturar al Papa, que cedió a las amenazas, permitió las investiduras y coronó a Enrique V. Once años después, sin embargo, por el Concordato de Worms de 1122, el papa Calixto II obligó a Enrique V a ceder en las investiduras y a entregar el dominio sobre las elecciones episcopales en Borgoña e Italia.

Hasta aquí, el verdadero resultado de la lucha fue que el Papa, que había estado sometido a Enrique III, se convirtió en igual del emperador. Al mismo tiempo era soberano perfecto de la Iglesia, gobernándola por medio de legados. Este aumento del Poder pontificio había reducido la importancia relativa de los obispos. Las elecciones pontificias estaban ahora libres del control laico, y los eclesiásticos eran, generalmente, más virtuosos que antes del movimiento de reforma.

LEVANTAMIENTO DE LAS CIUDADES LOMBARDAS

La siguiente etapa está relacionada con el emperador Federico Barbarroja (1152-1190), hombre capaz y enérgico que hubiera triunfado en cualquier empresa donde el éxito fuera posible. Era hombre culto, leía el latín con facilidad, aunque lo hablaba mal. Su cultura clásica era considerable, y era admirador del Derecho romano. Se consideró como heredero de los emperadores romanos y esperaba conseguir un Poder análogo. Pero como era alemán no logró tener popularidad en Italia. Las ciudades lombardas, mientras estaban dispuestas a reconocer su señorío formal, se opusieron a que interviniera en sus asuntos, excepto las que temían a Milán, contra la cual algunas ciudades invocaron su protección. El movimiento patarino en Milán proseguía y estaba asociado a tendencias más o menos democráticas; la mayoría, aunque desde luego no todas las ciudades del norte de Italia, simpatizaron con Milán, e hicieron causa común contra el emperador.

Adriano IV, inglés vigoroso, que había sido misionero en Noruega, fue Papa dos años después de la subida al trono de Barbarroja, y estuvo, al principio, en buenas relaciones con él. Se unieron por una enemistad común. La ciudad de Roma exigía la independencia de ambos, y como ayuda en la lucha habían invitado a un santo hereje, Arnaldo de Brescia.[22] Su herejía era muy grave: creía que «los sacerdotes que tienen propiedades, los obispos que tienen feudos y los frailes que tienen bienes no se pueden salvar». Sostuvo esta opinión porque pensaba que el clero debía dedicarse enteramente a los problemas espirituales. Nadie puso en duda su sincera austeridad, aunque se consideraba malo a causa de su herejía. San Bernardo, que le hacía violenta oposición, dijo: «Ni come ni bebe, sino solamente, como el diablo, tiene hambre y sed de almas». El predecesor de Adriano en el Papado había escrito a Barbarroja, quejándose de que Arnaldo apoyaba la rebelión popular que quería elegir cien senadores y dos cónsules y tener un emperador propio. Federico, que estaba camino de Italia, naturalmente, se escandalizó. La demanda romana de la libertad comunal, alentada por Arnaldo, condujo a un motín, en el cual resultó muerto un cardenal. El papa Adriano, recién elegido, puso a Roma en entredicho. Era Semana Santa, y la superstición venció a los romanos; se sometieron y prometieron desterrar a Arnaldo. Éste se ocultó, pero fue apresado por las tropas del emperador, quemado y sus cenizas arrojadas al Tíber por temor a que se las conservara como santa reliquia. Después de una demora originada por la negativa de Federico a sostener las bridas y el estribo del Papa, mientras montaba el caballo, éste coronó al emperador en 1155, a pesar de la resistencia del populacho, aplastado con una gran matanza.

Una vez que desapareció el hombre honrado, los políticos prácticos pudieron libremente reanudar sus querellas.

El Papa, habiendo hecho la paz con los normandos, se atrevió, en 1157, a romper con el emperador. Durante veinte años hubo guerra casi ininterrumpida entre el emperador por un lado y el Papa con las ciudades lombardas por el otro. Los normandos apoyaron en su mayoría al Papa. La parte principal de la lucha contra el emperador estuvo a cargo de la Liga lombarda, que hablaba de la libertad y estaba inspirada por el intenso sentimiento del pueblo. El emperador asedió varias ciudades, y en 1162 conquistó Milán, arrasándola completamente y obligando a sus habitantes a irse a vivir a otra parte. Cinco años después la Liga reconstruyó Milán y volvieron los habitantes. En este mismo año, el emperador, provisto de un antipapa,[23] se dirigió a Roma con un gran ejército. El Papa huyó, y su causa parecía desesperada, pero la peste destruyó el ejército de Federico y éste volvió a Alemania fugitivo y solitario.

Aunque no solamente Sicilia, sino también el emperador griego apoyaron ahora la Liga lombarda, Barbarroja hizo otro intento, terminando con su derrota en la batalla de Legnano en 1176. Después se vio obligado a firmar la paz, dando la libertad a las ciudades. En el conflicto entre el Imperio y el Papado, sin embargo, las condiciones de paz no dieron la victoria absoluta a ninguno de los dos partidos.

El fin de Barbarroja fue honroso. En 1189 participó en la Tercera Cruzada y murió al año siguiente.

El levantamiento de las ciudades libres fue la prueba de su máxima importancia en esta larga lucha. El Poder del emperador estaba ligado al sistema feudal, ya decadente; el Poder del Papa, aunque todavía creciente, dependía, en gran escala, de la necesidad que sentía el mundo de tener un antagonista del emperador y, por lo tanto, decayó en cuanto el imperio dejó de ser una amenaza, pero el Poder de las ciudades era nuevo, resultado del progreso económico y fuente de nuevas formas políticas. Aunque esto no se manifiesta en el siglo XII, las ciudades italianas desarrollaron, en épocas anteriores, una cultura no clerical que alcanzó un nivel muy alto en literatura, arte y ciencia. Todo esto fue posible por su triunfal resistencia frente a Barbarroja.

Todas las grandes ciudades del norte de Italia vivían del comercio, y en el siglo XII las circunstancias, más estables, dieron prosperidad a los mercaderes. Las ciudades marítimas —Venecia, Génova y Pisa— nunca tuvieron que luchar por su libertad, y fueron, por ende, menos hostiles al emperador que las ciudades de la falda de los Alpes, importantes para él como puertas de Italia. Por esta razón es Milán la ciudad más interesante e importante de la época.

Hasta el tiempo de Enrique III los milaneses habían estado satisfechos, generalmente, de seguir a su arzobispo. Pero el movimiento patarino, mencionado en un capítulo anterior, cambió la situación: el arzobispo se situó al lado de la nobleza mientras un movimiento popular poderoso se opuso a ambos. De ello resultaron unos principios de democracia y una constitución, conforme a la cual los gobernadores de la ciudad eran elegidos por los ciudadanos. En varias ciudades norteñas, pero especialmente en Bolonia, había una clase culta de juristas laicos, muy versados en el Derecho romano; además, la clase laica rica, desde el siglo XII en adelante, era más ilustrada que la nobleza feudal del norte de los Alpes. Aunque apoyaron al Papa contra el emperador, las ricas ciudades comerciales no eran eclesiásticas en sus puntos de vista; muchas adoptaron herejías al estilo puritano, como los comerciantes de Inglaterra y Holanda después de la Reforma. Más tarde tendieron al librepensamiento, siguiendo a la Iglesia de modo formulista, pero sin verdadera piedad. Dante es el último representante de la clase antigua, Boccaccio el primero de la nueva.

LAS CRUZADAS

Las cruzadas no nos interesan como guerras, pero tienen cierta importancia en relación con la cultura. Era natural que el Papado acaudillara la iniciación de una cruzada, puesto que la finalidad era (al menos exteriormente) religiosa; así el Poder de los papas aumentó por la propaganda de guerra y el celo religioso que excitó. Otro efecto importante fue la matanza de gran cantidad de judíos; los que no fueron muertos, fueron despojados frecuentemente de sus bienes y bautizados a la fuerza. Hubo matanzas de judíos en gran escala en Alemania durante el período de la Primera Cruzada, y en Inglaterra cuando la Tercera, en el advenimiento al trono de Ricardo Corazón de León. York, donde el primer emperador cristiano había comenzado su reinado, fue el escenario de una de las más terribles atrocidades, en masa, contra los judíos. Éstos, antes de las cruzadas, tenían casi el monopolio del comercio en las mercancías orientales por toda Europa; después de las cruzadas, como resultado de la persecución, este comercio estuvo principalmente en manos de cristianos.

Otro efecto de las cruzadas fue estimular el intercambio literario con Constantinopla. Durante el siglo XII y la primera parte del XIII muchas traducciones del griego al latín se hicieron como resultado de tal intercambio. Siempre había habido frecuente comercio con Constantinopla, en especial por parte de los venecianos. Pero los mercaderes italianos no se preocuparon de los clásicos griegos, del mismo modo que los comerciantes ingleses y americanos de Shanghai tampoco se interesan por los clásicos de China. (El conocimiento europeo de los clásicos chinos se debe, principalmente, a los misioneros).

EL DESARROLLO DE LA ESCOLÁSTICA

La escolástica, en su sentido más estricto, comienza a principios del siglo XII. Como escuela filosófica tiene ciertos rasgos determinados. Primero, está confinada dentro de los límites de lo que al autor le parece ortodoxo; si sus opiniones son condenadas por un concilio, generalmente está dispuesta a retractarse. Esto no se puede atribuir sólo a cobardía; es análogo a la sumisión de un juez a la decisión de un Tribunal de Apelación. Segundo, dentro de los límites de la ortodoxia, Aristóteles, que paulatinamente fue cada vez más conocido durante los siglos XII y XIII, es aceptado en mayor medida como suprema autoridad; Platón ya no ocupa el primer lugar. Tercero, se cree mucho en la dialéctica y en el razonamiento silogístico; el tono general de los escolásticos es minucioso y polémico, más que místico. Cuarto, la cuestión de los universales se llevó a primer término por el descubrimiento de que Aristóteles y Platón no estaban de acuerdo sobre ellos; sería erróneo suponer, sin embargo, que los universales son la mayor preocupación de los filósofos de este período.

El siglo XII, en esta y otras materias, prepara el camino para el XIII, al que pertenecen los nombres más ilustres. Las anteriores personalidades tienen, sin embargo, el interés de ser precursores. Hay una nueva confianza intelectual, y a pesar del respeto por Aristóteles, libre y fuerte ejercicio de la razón donde el dogma no convierte la especulación en demasiado peligrosa. Los defectos del método escolástico son los que resultan inevitablemente cuando se da gran importancia a la dialéctica. Estos defectos son: indiferencia por los hechos y la ciencia, fe en el razonamiento en cuestiones que sólo la observación puede decidir, énfasis indebido sobre diferencias y sutilezas verbales. Hemos tenido oportunidad de mencionar estos defectos en relación con Platón, pero en los escolásticos los hay mucho más exagerados.

El primer filósofo que puede considerarse como estrictamente escolástico es Roscelino. Se sabe poco de él. Nació en Compiègne, hacia el 1050, y enseñó en Loches, en Britania, donde Abelardo fue alumno suyo. Acusado de herejía en un concilio de Reims, en 1092, se retractó por miedo a ser lapidado por los eclesiásticos, que querían lincharle. Huyó a Inglaterra, pero allí tuvo la suficiente energía para atacar a San Anselmo. Entonces huyó a Roma, donde se reconcilió con la Iglesia. Desaparece de la Historia hacia 1120; la fecha de su muerte se basa en puras conjeturas.

Nada queda de los escritos de Roscelino, excepto una carta a Abelardo sobre la Trinidad. En ella rebaja a Abelardo y se burla de su castración. Ueberweg, que raras veces muestra emoción, observa que no debió de ser una persona muy aguda. Aparte de esta carta, las opiniones de Roscelino se conocen principalmente por los escritos de controversia entre Anselmo y Abelardo. Según Anselmo, dijo que los universales son meros flatus vocis, sonidos de la voz. «Si esto se toma literalmente, significa que un universal es algo físico, a saber, lo que se realiza cuando pronunciamos una palabra». Sin embargo, apenas se puede suponer que Roscelino sostuviera algo tan tonto. Anselmo dice que, según Roscelino, el hombre no es una unidad, sino solamente un nombre común; esta idea la atribuye Anselmo, como buen platónico, a la concesión única que hace Roscelino de la realidad de lo sensible. Parece haber mantenido, principalmente, que un todo, que tiene partes, no tiene realidad propia, sino que es una mera palabra; la realidad está en las partes. Este concepto le debía haber conducido —y quizá fue así— a un atomismo extremo. En todo caso, le indujo a la preocupación sobre la Trinidad. Consideró que las tres Personas son tres sustancias distintas, y que solamente el uso impide que digamos que hay tres Dioses. La alternativa que no acepta es —según él— afirmar que no solamente el Hijo, sino también el Padre y el Espíritu Santo eran encarnaciones. De toda esta especulación, en lo que era herética, se retractó en Reims, en 1092. Es imposible saber exactamente lo que pensaba sobre los universales, pero de todos modos está claro que era una especie de nominalista.

Su alumno Abelardo (o Abailardo) era mucho más capaz y distinguido. Nació cerca de Nantes, en 1079, fue alumno de Guillermo de Champeaux (un realista) en París, y después profesor en la escuela catedralicia de París, donde combatió las ideas de Guillermo y le obligó a rectificarlas. Después de un período dedicado al estudio de la teología bajo Anselmo de Laon (no el arzobispo), volvió a París en 1113. Adquirió extraordinaria popularidad como maestro. En esta época fue el amante de Eloísa, sobrina del canónigo Fulbert. Éste le mandó castrar, y él y Eloísa tuvieron que retirarse del mundo; él a un convento de Saint-Denis, ella a un convento de Argenteuil. Su famosa correspondencia —según dice el erudito alemán Schmeidler— está construida enteramente como ficción literaria por Abelardo. No soy llamado a juzgar si es cierta esta teoría, pero nada en el carácter de Abelardo lo hace imposible. Siempre fue dado a la vanidad, le gustaba discutir y era desdeñoso. Después de su desgracia estaba furioso y humillado permanentemente. Las cartas de Eloísa son mucho más suaves que las suyas, y se puede imaginar que las compuso como bálsamo para su orgullo herido.

Incluso en su retiro tuvo aún gran éxito como maestro; los jóvenes apreciaban su inteligencia, su destreza dialéctica y su irreverencia respecto a sus antiguos maestros. Éstos sintieron la consiguiente antipatía por él, y en 1121 fue condenado en Soissons a causa de un libro no ortodoxo sobre la Trinidad. Habiéndose sometido convenientemente después, fue abad de San Gildas, en Bretaña, donde descubrió que los monjes eran salvajes patanes. Después de cuatro años miserables en este exilio, volvió a una civilización relativa. Su historia posterior es oscura, excepto que siguió enseñando con gran éxito, según el testimonio de Juan de Salisbury. En 1141, a ruegos de San Bernardo, fue condenado de nuevo, esta vez en Sens. Se retiró a Cluny y murió al año siguiente.

El libro más famoso de Abelardo, compuesto en 1121-1122, es Sic et Non, Sí y no; en él presenta argumentos dialécticos en pro y en contra de una gran variedad de tesis, frecuentemente sin intentar llegar a una conclusión. Evidentemente, le gusta la disputa en sí, y la considera útil, pues agudiza el ingenio. El libro obtuvo considerable efecto, despertando a la gente de sus sueños dogmáticos.

El punto de vista de Abelardo de que (excepto la Sagrada Escritura) la dialéctica es el único camino hacia la verdad, mientras que el empirista no puede aceptarlo, tuvo entonces un valioso efecto como disolvente de prejuicios y estímulo para la osadía en el uso de la inteligencia. Nada, excepto la Escritura, es infalible, dijo; incluso los Apóstoles y los Padres pueden equivocarse.

Su estimación de la lógica era —desde el punto de vista moderno— excesiva. La consideraba preeminentemente la ciencia cristiana, e hizo un juego de palabras con su derivación de Logos. «En el principio existía el Logos», dice el Evangelio de San Juan, y esto, pensó él, demuestra la dignidad de la lógica.

Su mayor importancia reside en la lógica y en la teoría del conocimiento. Su filosofía es un análisis crítico, preponderantemente lingüístico. En cuanto a los universales, o sea lo que puede predicarse de muchas cosas distintas, sostiene que no predicamos una cosa, sino una palabra. En este sentido es nominalista. Pero, contra Roscelino, señala que un flatus vocis es una cosa. No es la palabra como ocurrencia física lo que predicamos, sino la palabra como significado. Aquí apela a Aristóteles. Las cosas, dice, se parecen, y estas semejanzas crean universales. Pero el punto de semejanza entre dos cosas similares no es una cosa en sí misma; éste es el error del realismo. Dice algunas cosas que son, incluso, más hostiles al realismo; por ejemplo, que los conceptos generales no se basan en la naturaleza de las cosas, sino que son imágenes confusas de muchas cosas. Sin embargo, no niega totalmente un lugar para las ideas platónicas: existen en la divina mente como modelos para la creación; son, en efecto, conceptos de Dios.

Todo esto, certero o equivocado, es ciertamente muy hábil. La mayoría de las discusiones modernas sobre el problema de los universales no han ido mucho más allá.

San Bernardo, cuya santidad no bastaba para hacerle inteligente,[24] no comprendió a Abelardo, y presentó acusaciones injustas contra él.

Aseveró que Abelardo trata la Trinidad como un arriano, la gracia como un pelagiano y la Persona de Cristo como un nestoriano; que se manifiesta como pagano al esforzarse en presentar a Platón como cristiano; y, además, que destruye el mérito de la fe cristiana, manteniendo que Dios puede ser completamente comprendido por la razón humana. De hecho, Abelardo nunca mantuvo esto último, y siempre dejó mucho espacio a la fe, aunque, como San Anselmo, creía que la Trinidad podría demostrarse racionalmente, sin intervención de la revelación. Es cierto que una vez identificó el Espíritu Santo con el alma platónica del Mundo, pero abandonó esta opinión en cuanto su carácter herético le fue señalado. Probablemente, más por su deseo combativo que por sus doctrinas fue acusado de herejía, porque esta costumbre de criticar a los sabios establecidos le hizo violentamente impopular entre todas las personas de influencia.

La mayoría de los eruditos de la época eran menos devotos de la dialéctica que Abelardo. Había, especialmente en la escuela de Chartres, un movimiento humanístico que admiraba la Antigüedad y veneraba a Platón y a Boecio. Renació el interés por las matemáticas: Abelardo de Bath fue a España en la primera parte del siglo XII, y tradujo después a Euclides.

En contraste con el árido método escolástico se desarrolló un fuerte movimiento místico, del cual San Bernardo fue la cabeza. Su padre había sido un caballero que murió en la Primera Cruzada. Él mismo era monje cisterciense, y en el año 1115 llegó a abad de la abadía recién fundada de Claraval. Tenía mucha influencia en la política eclesiástica, pesando en la opinión contra los antipapas, combatiendo la herejía en el norte de Italia y sur de Francia, cargando el peso de la ortodoxia sobre los filósofos osados y predicando la Segunda Cruzada. En general, tuvo éxito cuando atacó a los filósofos; pero después del fracaso de su cruzada no pudo lograr convencer a Gilberto Porretano, que estaba de acuerdo con Boecio más de lo que le parecía conveniente al santo cazador de herejías.

Aunque era político y mojigato, era hombre de genuino temperamento religioso, y sus himnos latinos tienen gran belleza.[25]

Entre las personas influidas por él, el misticismo se hizo cada vez más dominante, hasta que se convirtió en algo parecido a herejía en Joaquín de Flora (muerto en 1202). La influencia de este hombre, sin embargo, pertenece a una época posterior. San Bernardo y sus partidarios buscaron la verdad religiosa, no en el razonamiento, sino en la experiencia subjetiva y en la contemplación. Abelardo y Bernardo son, acaso, igualmente unilaterales.

Bernardo, como místico religioso, deploraba que el Papado estuviese absorbido por los negocios mundanos y desaprobaba el Poder temporal. Aunque predicaba la cruzada, no parecía comprender que una guerra requiere organización y no se puede llevar a cabo sólo con el entusiasmo religioso. Se lamenta de «que el derecho de Justiniano, no el del Señor» absorba la atención de los hombres. Se muestra disgustado cuando el Papa defiende su dominio por la fuerza militar. La función del Papa es espiritual, y no debería buscar el gobierno material. Este punto de vista, sin embargo, está unido a una veneración ilimitada por el Papa, al que llama «príncipe de los obispos, heredero de los Apóstoles de la primacía de Abel, el gobierno de Noé, el patriarca de Abraham, la Orden de Melquisedec, la dignidad de Aarón, la autoridad de Moisés, en el juicio Samuel; en Poder, Pedro; en unción, Cristo». El resultado definitivo de las actividades de San Bernardo fue, naturalmente, un gran incremento del Poder del Papa en los asuntos seculares.

Juan de Salisbury, aunque no fue un pensador importante, es valioso para nuestro conocimiento de su época, de la que escribió un relato anecdótico. Secretario de tres arzobispos de Canterbury, uno de los cuales fue Beckett, era amigo de Adriano IV; al final de su vida fue obispo de Chartres, donde murió en 1180. En materias que no eran de la fe era hombre escéptico; se llamó académico (en el sentido en que San Agustín usa este término). Su respeto para con los reyes era limitado: «un rey inculto es un burro coronado». Veneraba a San Bernardo, pero se dio cuenta de que su intento de reconciliar a Platón con Aristóteles tenía que fracasar. Admiraba a Abelardo, pero se reía de su teoría de los universales, e igualmente de la de Roscelino. Creía que la lógica era una buena introducción al estudio, mas en sí exangüe y estéril. Aristóteles, dice, puede ser corregido, incluso en lógica; el respeto a los autores antiguos no debe entorpecer el ejercicio crítico de la razón. Platón es aún para él el «príncipe de todos los filósofos». Conoce personalmente a la mayoría de los hombres instruidos de su tiempo y participa amistosamente en las discusiones escolásticas. Al volver a visitar una escuela de filosofía al cabo de treinta años, sonríe al hallarlos aún discutiendo los mismos problemas. El ambiente de la sociedad que él frecuenta es parecido al de Las Habitaciones Comunes de Oxford hace treinta años. Hacia el fin de su vida, las escuelas catedralicias cedieron el paso a las universidades, y las universidades, al menos en Inglaterra, han tenido una notable continuidad desde entonces hasta hoy.

Durante el siglo XII, los traductores incrementaron, poco a poco, el número de los libros griegos disponibles para estudiantes en el Occidente. Había tres principales fuentes de estas traducciones: Constantinopla, Palermo y Toledo. De éstas, Toledo era la más importante, pero las traducciones que de allí procedían eran frecuentemente del árabe, no directamente del griego. En el segundo cuarto del siglo XII, el arzobispo Raimundo de Toledo fundó una escuela de traductores, cuyo trabajo fue muy fecundo. En 1128, Jaime de Venecia tradujo de Aristóteles los Analíticos, Tópicos y Elenchi Sophistici; los Analíticos posteriores que consideraron difíciles los filósofos occidentales. Enrique Aristipo de Catania (muerto en 1162) tradujo el Fedón y el Menón, pero sus traducciones no produjeron efecto inmediato, a pesar de ser parcial el conocimiento de la filosofía griega en el siglo XII. Los eruditos se dieron cuenta de que mucho quedaba por descubrir en el Occidente, y hubo cierto anhelo por adquirir un conocimiento más completo de la Antigüedad. El yugo de la ortodoxia no era tan severo como a veces se supone; un hombre podía siempre escribir su libro, y después, si era necesario, retirar las partes heréticas tras una gran discusión pública. La mayoría de los filósofos de la época eran franceses, y Francia era importante para la Iglesia como contrapeso del Imperio. Cualesquiera que fuesen las herejías que pudieran aparecer entre ellos, los clérigos eruditos eran casi todos políticamente ortodoxos; esto constituyó la peculiar maldad de Arnoldo de Brescia, excepción a la regla. La totalidad de los primeros tiempos en la escolástica puede considerarse políticamente como resultado de la lucha de la Iglesia por el Poder.