CAPÍTULO IX

La reforma eclesiástica en el siglo XI

Por primera vez desde la caída del Imperio occidental, Europa, en el siglo XI, hizo rápidos progresos que no se perdieron después. Hubo un avance en el renacimiento carolingio, pero no se afianzó. En el siglo XI, la mejora fue duradera y polifacética. Comenzó con la reforma monástica; después se extendió al Papado y al gobierno de la Iglesia; hacia el fin del siglo surgieron los primeros filósofos escolásticos. Los sarracenos fueron expulsados de Sicilia por los normandos; los húngaros, convertidos al cristianismo, cesaron en sus piraterías. Las conquistas de los normandos en Francia e Inglaterra salvaron a estos países de futuras incursiones escandinavas. La arquitectura, que hasta entonces había sido bárbara, excepto donde predominaba la influencia bizantina, alcanzó un rápido apogeo. El nivel de la enseñanza subió mucho entre el clero, y considerablemente en la aristocracia laica.

El movimiento de reforma, en sus primeras fases, se efectuó en la mente de sus promotores exclusivamente por motivos morales. El clero, tanto regular como secular, había contraído malas costumbres, y los hombres serios querían que vivieran más conforme a sus principios. Pero detrás de este motivo puramente moral había otro, al principio quizá inconsciente, pero poco a poco más manifiesto. Este motivo era realizar la separación entre el clero y los laicos, y al mismo tiempo aumentar el Poder del primero. Por tanto, era natural que la victoria de la reforma en la Iglesia debía terminar directamente en un conflicto violento entre el emperador y el Papa.

Los sacerdotes habían formado una casta aparte, poderosa en Egipto, Babilonia y Persia, pero no en Grecia o en Roma. En la primitiva Iglesia cristiana, la diferencia entre el clero y los laicos surgió paulatinamente; cuando oímos hablar de los obispos en el Nuevo Testamento, esta palabra no significa lo que hoy. La separación del clero del resto de la población tenía dos aspectos, uno doctrinal y otro político. El político dependía del doctrinal. El clero poseía ciertos poderes sobrenaturales, especialmente en relación con los sacramentos —excepto el bautismo, que podían administrarlo los laicos—. Sin la ayuda del clero era imposible el matrimonio, la absolución y la extremaunción. Aún más importante en la Edad Media era la transubstanciación: solamente un sacerdote podía hacer el milagro de la misa. Solamente, en el siglo XI, la doctrina de la transubstanciación se convirtió en artículo de fe, aunque mucho tiempo antes se había creído ya así.

Por sus poderes sobrenaturales, los clérigos podían determinar si un hombre pasaría la eternidad en el Cielo o en el infierno. Si moría excomulgado, iba al infierno; si moría después de que el sacerdote había realizado las adecuadas ceremonias, iría al fin al Cielo si se había arrepentido debidamente y confesado. Antes de ir al Cielo, sin embargo, tendría que sufrir cierto tiempo —quizá mucho— las penas del purgatorio. Los sacerdotes podían abreviar este tiempo diciendo misas por su alma, lo cual hacían mediante una remuneración conveniente.

Todo esto, bien entendido, lo creían sincera y firmemente los sacerdotes y los laicos; no sólo era una creencia oficialmente profesada. Una y otra vez, el poder sobrenatural del clero le dio la victoria sobre los poderosos príncipes a la cabeza de sus ejércitos. Este poder, sin embargo, estuvo limitado de dos maneras: por las inexorables pasiones de los laicos, y por división entre el clero. Los habitantes de Roma, hasta la época de Gregorio VII, mostraron poco respeto por la persona del Papa. Querían asaltarle, encarcelarle, envenenarle o luchar contra él, siempre que sus luchas turbulentas y rivales los indujeron a tales acciones. ¿Cómo era esto compatible con sus creencias? En parte, indudablemente, la explicación está en la mera carencia de freno; en parte, en la idea de que uno puede arrepentirse en el lecho de muerte. Otra razón, que influía menos en Roma que en otra parte, era que los reyes podían doblegar la voluntad de los obispos en sus reinos y asegurarse así bastante magia sacerdotal para salvarse de la condenación. La disciplina de la Iglesia y un gobierno unificado eclesiástico eran, por lo tanto, esenciales para el Poder del clero. Estas finalidades estaban aseguradas durante el siglo XI como parte de la reforma moral del clero.

El Poder del clero como conjunto solamente podía asegurarse con sacrificios muy considerables por parte del eclesiástico individualmente. Los dos grandes males contra los que todos los reformadores clericales dirigían sus esfuerzos eran la simonía y el concubinato. Diremos algo sobre estos puntos.

Gracias a las dádivas de los piadosos, la Iglesia se había hecho rica. Muchos obispos tenían enormes fincas, e incluso los párrocos llevaban en general una vida relativamente holgada para aquellos tiempos. El nombramiento de los obispos estaba prácticamente en manos del rey, pero algunas veces también lo efectuaron algunos nobles feudales subordinados. El rey tenía la costumbre de vender los obispados; esto constituyó, en efecto, una parte esencial de sus ingresos. El obispo, a su vez, vendía los cargos eclesiásticos de que podía disponer. Esto era público. Gerberto (Silvestre II) habló de los obispos de la manera siguiente, poniendo en su boca: «Di oro y he recibido el obispado; pero no temo perderlo si me comporto como debo. Ordeno a un sacerdote y recibo oro; hago un diácono y obtengo un montón de plata. Teniendo en cuenta el oro que di, tengo aún más ahora en mi bolsillo».[13] Pedro Damián, en Milán, en 1059, descubrió que todo clérigo en su ciudad, empezando por el arzobispo, había sido culpable de simonía. Y este estado de cosas no era, ni mucho menos, excepcional.

La simonía, naturalmente, era un pecado. Pero ésta no era la única objeción contra ella. Resultó que los ascensos eclesiásticos se consiguieron mediante dinero y no por mérito; afianzó más la autoridad laica en el nombramiento de los obispos, y la subordinación de los obispos a los gobernantes seglares. Y tendía a hacer del episcopado una parte del sistema feudal. Además, cuando un hombre había comprado el cargo deseaba, naturalmente, recuperar su dinero, de modo que le preocupaban los intereses terrenales más que los espirituales. Por estas razones la campaña contra la simonía constituía una parte necesaria en la lucha del clero por el Poder.

Consideraciones muy parecidas son aplicables al celibato clerical. Los reformadores del siglo XI hablaron frecuentemente del concubinato, cuando más correcto hubiera sido hablar de matrimonio. Los monjes, desde luego, no podían casarse a causa del voto de castidad, pero no había una manifiesta prohibición del matrimonio para el clero secular. En la Iglesia oriental, hasta hoy, los párrocos pueden casarse. En el Occidente, en el siglo XI, la mayoría de los párrocos estaban casados. Los obispos, por su parte, se referían a la sentencia de San Pablo: «Un obispo debe ser intachable, marido de una sola esposa».[14] No había la misma manifiesta profesión moral en el asunto de la simonía, pero en la insistencia sobre el celibato clerical hubo motivos políticos muy parecidos a los de la campaña contra la simonía.[15]

Cuando los sacerdotes estaban casados, querían, naturalmente, transmitir la propiedad de la iglesia a sus hijos. Lo podían hacer legalmente si sus hijos eran también sacerdotes; por lo tanto, uno de los primeros pasos de la reforma, cuando se hizo fuerte, fue prohibir la ordenación de los hijos de sacerdotes.[16]

Pero en la confusión de aquellos tiempos existía el peligro de que si los sacerdotes tenían hijos encontrarían medios de enajenar ilegalmente porciones de las tierras de la Iglesia. Además de esta consideración económica, también existía el hecho de que si un sacerdote era hombre con familia como sus vecinos, les parecería menos singular. Desde el siglo V en adelante, por lo menos, existió una gran admiración por el celibato, y si el clero tenía que exigir respeto, del cual dependía su Poder, era sumamente conveniente que estuviesen claramente separados de los demás por la privación del matrimonio. Los reformadores mismos, sin duda, creían sinceramente que el estado del matrimonio, aunque no realmente pecaminoso, era inferior al celibato, y sólo se permitía a la debilidad de la carne. San Pablo dice «si no pueden contenerse, que se casen»,[17] pero un hombre verdaderamente santo debía ser capaz de contenerse. Por tanto, el celibato clerical era esencial para la autoridad moral de la Iglesia.

Después de estos preliminares generales, llegamos a la verdadera historia del movimiento de reforma, en la Iglesia del siglo XI.

El comienzo se remonta a la fundación de la abadía de Cluny en 910 por Guillermo el Pío, duque de Aquitania. Esta abadía fue desde el principio independiente de toda autoridad externa, excepto de la del Papa; además, su abad poseía autoridad sobre otros monasterios que le debían su origen. La mayoría de los monasterios eran ricos y de moral relajada; Cluny, aunque evitando el ascetismo extremo, procuraba conservar la decencia y el decoro. El segundo abad, Odón, se marchó a Italia y se encargó de la vigilancia de varios monasterios romanos. No siempre tuvo éxito. «Farfa, dividido por un cisma entre dos abades rivales que habían asesinado a su predecesor, oponía resistencia a la intromisión de los monjes de Cluny por Odón y se desembarazaron por medio del veneno del abad que Alberico instituyó por la fuerza armada».[18] (Alberico era el gobernante de Roma que había invitado a Odón). En el siglo XII, el celo reformador de Cluny se enfrió. San Bernardo le reprochaba su pomposa arquitectura; como todos los hombres serios de su época consideró los edificios eclesiásticos espléndidos como una señal de orgullo pecaminoso.

Durante el siglo XI, otras varias órdenes fueron fundadas por los reformadores. Romualdo, ermitaño asceta, fundó la Orden camaldulense en 1012; Pedro Damián, sobre el cual hablaremos brevemente, fue su sucesor. Los cartujos, que nunca habían cesado en su austeridad, fueron fundados por Bruno de Colonia en 1084. En 1098 se fundó la Orden cisterciense, y en 1113 San Bernardo se unió a ella. Se atenía estrictamente a la Orden benedictina. Prohibió las ventanas de cristal de color. Para las labores del campo se valía de conversos, o hermanos legos. Estos hombres hacían los votos, pero les estaba prohibido aprender a leer y escribir; se los utilizó principalmente en la agricultura, pero también en otros trabajos como la arquitectura. La abadía de Fountains, en Yorkshire, es cisterciense y una obra notable, teniendo en cuenta que eran hombres persuadidos de que toda belleza provenía del diablo.

Como se deducirá del caso de Farfa, que no era ni mucho menos único, los reformadores monásticos necesitaban mucho valor y energía. Donde tuvieron éxito fueron apoyados por las autoridades seglares. Fueron estos hombres y sus seguidores los que hicieron posible la reforma del Papado, primero, y luego de la Iglesia en general.

La reforma del Papado, sin embargo, fue al principio sobre todo obra del emperador. El último Papa dinástico fue Benedicto IX, elegido en 1032; se dice que solamente tenía doce años entonces. Era hijo de Alberico de Túsculo, a quien ya encontramos al hablar del abad Odón. Cuando fue mayor, se hizo cada vez más desenfrenado, chocando incluso con los romanos. Por fin, su maldad alcanzó tal límite, que decidió dejar el Papado para poder casarse. Lo vendió a su padrino, después Gregorio VI. Éste, aunque había adquirido el Papado por medio de simonía, fue un reformador; era amigo de Hildebrando (Gregorio VII). Sin embargo, la forma en que obtuvo el Papado fue demasiado escandalosa para pasarla por alto. El joven emperador Enrique III (1039-1056) era un reformador piadoso, que había renunciado a la simonía a costa de sus ingresos, reservándose solamente el derecho de nombrar obispos. Llegó a Italia en 1046, a la edad de veintidós años y destituyó a Gregorio VI, acusándole de simonía.

Enrique III conservó durante todo su reinado el Poder de hacer y deshacer papas que, sin embargo, ejerció sabiamente en interés de la reforma. Tras desembarazarse de Gregorio VI, nombró a un obispo alemán, Suiggero de Bamberg; los romanos renunciaron a los derechos de elección que habían exigido y muchas veces practicado, casi siempre inmoralmente. El nuevo Papa murió al año siguiente, y su sucesor también murió de modo inmediato —envenenado, según se dijo—. Enrique III eligió después a uno de sus parientes, Bruno de Toul, más tarde León IX (1049-1054). Fue un reformador serio, que viajó mucho y celebró muchos concilios; quiso combatir a los normandos en el sur de Italia, pero no logró vencerlos. Hildebrando era amigo suyo y casi podría llamarse su discípulo. A su muerte, el emperador nombró otro Papa más, Gebhardo de Eichstadt, después Víctor II, en el año 1055. Pero el emperador murió un año después y el Papa al año siguiente. Desde entonces, las relaciones del emperador con el Papa fueron menos cordiales. El Papa, habiendo adquirido una autoridad moral con ayuda de Enrique III, exigió primero independencia del emperador, y luego la superioridad sobre él. Así comenzó el gran conflicto que duró doscientos años y terminó con la derrota del emperador. A la larga, por consiguiente, la política de Enrique III respecto a la reforma del Papado fue acaso de corta visión.

El emperador siguiente, Enrique IV, reinó durante cincuenta años (1056-1106). Al principio era menor de edad y la regencia la ejerció su madre, la emperatriz Inés. Esteban IX fue Papa durante un año, y a su muerte los cardenales eligieron uno, mientras que los romanos, reafirmando los derechos que habían cedido antes, eligieron otro. La emperatriz ayudó a los cardenales, cuyo pretendiente tomó el nombre de Nicolás II. Aunque su pontificado solamente duró tres años, fue importante. Hizo la paz con los normandos, independizando así al Papado del emperador. En su tiempo, el modo en que eran elegidos los papas se determinaba por un decreto, según el cual la elección se hizo primero por los obispos cardenales, después por los otros cardenales, y por último por el clero y el pueblo de Roma, cuya participación, se deduce, había de ser puramente formal. En realidad, los obispos cardenales tenían que elegir al Papa. La elección debía celebrarse en Roma, si era posible, pero podía efectuarse en cualquier otra parte, si las circunstancias hacían difícil la elección en Roma, o incluso indeseable. El emperador no tenía ningún derecho a intervenir. Este decreto, aceptado después de muchas luchas, representa un paso esencial en la emancipación del Papado de la intervención de los laicos.

Nicolás II decretó que en el futuro las ordenaciones de hombres culpables de simonía no eran válidas. El decreto no tuvo validez retroactiva, porque habría invalidado entonces la gran mayoría de las ordenaciones de los sacerdotes existentes.

Durante el pontificado de Nicolás II, empezó una lucha interesante en Milán. El arzobispo, siguiendo la tradición ambrosiana, pidió cierta independencia del Papa. Él y su clero estaban aliados a la aristocracia y se oponían fuertemente a la reforma. Las clases mercantiles y bajas, por otro lado, deseaban que el clero fuese piadoso; hubo rebeliones en favor del celibato clerical, y un movimiento de reforma poderoso llamado Patarine, contra el arzobispo y sus partidarios. En 1059, el Papa, para apoyar la reforma, mandó a Milán como legado al eminente San Pedro Damián. Damián era el autor de un tratado Sobre la divina omnipotencia que mantenía que Dios puede hacer cosas opuestas a la ley de la contradicción, y puede aniquilar el pasado. (Esta idea fue rechazada por Santo Tomás y desde entonces ha sido heterodoxa). Era enemigo de la dialéctica y consideraba la filosofía como sierva de la teología. Como hemos visto, fue un seguidor del ermitaño Romualdo, y se ocupó contra su propio deseo de los asuntos. Su santidad era tan grande que hizo falta mucha persuasión para que accediese a ayudar a la campaña de la reforma; cedió a los ruegos del Papa. En Milán, en 1059, pronunció un discurso contra la simonía a los clérigos reunidos. Al principio estaban tan furiosos que su vida corrió peligro, pero por fin su elocuencia los ganó, y con lágrimas se confesaron culpables. Además prometieron obediencia a Roma. Bajo el siguiente Papa hubo una disputa con el emperador sobre la sede de Milán, en la que con ayuda de los Patarines el Papa quedó finalmente victorioso.

A la muerte de Nicolás II, en 1061, siendo Enrique IV mayor de edad, hubo una disputa entre él y los cardenales respecto a la sucesión al Papado. El emperador no había aceptado el decreto de elección, y no estaba dispuesto a renunciar a sus derechos en la elección del Papa. La discusión duró tres años, mas al final prevaleció la elección de los cardenales, sin prueba definitiva de fuerza entre el emperador y la curia. Lo decisivo fue el mérito evidente del Papa propuesto por los cardenales, quien era hombre de virtud y experiencia, y había sido discípulo de Lanfranco (después arzobispo de Canterbury). La muerte de este Papa, Alejandro II, en 1073, fue seguida de la elección de Hildebrando (Gregorio VII).

Gregorio VII (1073-1085) es uno de los papas más eminentes. Mucho tiempo había sido preeminente y ejercido gran influencia sobre la política pontificia. A él se debe que el papa Alejandro II bendijera la empresa inglesa de Guillermo el Conquistador; favoreció a los normandos tanto en Italia como en el Norte. Fue protegido de Gregorio VI, quien compró el Papado para combatir la simonía; después de la destitución de este Papa, Hildebrando pasó dos años en el exilio. La mayor parte del final de su vida transcurrió en Roma. No era hombre culto, pero estaba muy inspirado por San Agustín, cuyas doctrinas aprendió de segunda mano de su héroe Gregorio el Grande. Siendo Papa se creyó el representante de San Pedro. Esto le dio mucha confianza en sí mismo, no justificada desde el punto de vista mundano. Admitió que la autoridad del emperador era también de origen divino: primeramente, comparó al Papa y al emperador a los dos ojos; después, al reñir con el emperador, con el Sol y la Luna: el Papa, naturalmente, representaba al Sol. El Papa debía ser supremo en moral, y, por lo tanto, tener derecho a destituir al emperador si éste era inmoral. Y nada podía ser más inmoral que hacer resistencia al Papa. Todo esto lo creyó sincera y profundamente.

Gregorio VII hizo más que cualquier Papa anterior para reforzar el celibato clerical. En Alemania el clero opuso resistencia, y por ésta, como por otras razones, apoyaron al emperador. Los laicos, sin embargo, prefirieron en todas partes el celibato de sus sacerdotes. Gregorio promovió rebeliones de los laicos contra los sacerdotes casados y sus esposas, en las que ambos sufrieron brutales ataques. Exigió de los laicos que no asistiesen a misa cuando la celebrase un clérigo recalcitrante. Decretó que los sacramentos del clero casado eran inválidos y que éstos no debían entrar en la Iglesia. Todo ello provocó la oposición del clero y el apoyo de los laicos; incluso en Roma, donde la vida de los papas corría peligro habitualmente, era popular.

En la época de Gregorio comenzó la gran disputa respecto a las investiduras. Cuando era consagrado un obispo, se le investía con un anillo y un báculo como símbolos de su cargo. Los entregaba el emperador o el rey (según el lugar), como señor supremo del obispo. Gregorio insistió en que debía entregarlos el Papa. La disputa formó parte de la obra de separación de lo eclesiástico de la jerarquía feudal. Duró mucho tiempo, pero al final el Papado resultó completamente victorioso.

La lucha que llevó al acto de Canosa empezó con la discusión sobre el arzobispado de Milán. En 1075, el emperador, con ayuda de los sufragáneos, nombró un arzobispo; el Papa tomó esto como atentado contra sus prerrogativas y amenazó al emperador con la excomunión y la destitución. El emperador se vengó, convocando un concilio de obispos en Worms, donde los obispos negaron la obediencia al Papa. Le escribieron una carta acusándole de adulterio y perjurio y (aún peor) de malos tratos a los obispos. El emperador también le escribió una carta en la que protestaba de que estaba por encima de todo juicio terrenal. El emperador y sus obispos declararon destituido a Gregorio; Gregorio excomulgó al emperador y a sus obispos y los declaró —a su vez— destituidos. Así empezó la cosa.

Primeramente, la victoria fue ganada por el Papa. Los sajones, que antes se habían rebelado contra Enrique IV y después hecho la paz con él, de nuevo se levantaron; los obispos alemanes hicieron la paz con Gregorio. El mundo estaba asombrado por el trato que el Papa dio al emperador. De aquí que, al año siguiente (1077), Enrique decidiese pedir la absolución al Papa. En el rigor del invierno, con su esposa y su hijo pequeño y unos cuantos criados cruzó el paso del monte Cenis y se presentó suplicante ante el castillo de Canosa, donde se hallaba el Papa. Durante tres días el Papa le hizo esperar, descalzo y vestido de penitente. Por fin fue admitido. Habiendo cumplido la penitencia y jurado obedecer en el futuro las directrices del Papa al tratar con sus enemigos alemanes, fue perdonado y volvió a recibir la comunión.

La victoria del Papa, sin embargo, fue ilusoria. Había sido cogido entre las redes de su propia teología, una de las cuales ordenaba la absolución de los penitentes. Por extraño que parezca, lo venció Enrique, y creyó que el arrepentimiento de éste era sincero. Pronto descubrió su equivocación. No pudo seguir apoyando ya a los enemigos de Enrique, que vieron cómo los había traicionado. Desde este momento las cosas se volvieron contra él.

Los enemigos alemanes de Enrique eligieron un emperador rival llamado Rodolfo. El Papa, al principio, sosteniendo que era él quien debía decidir entre Enrique y Rodolfo, rehusó llegar a una solución. Por fin, en 1080, habiéndose dado cuenta de la falsedad del arrepentimiento de Enrique, se declaró por Rodolfo. En esta época, sin embargo, Enrique había vencido a la mayoría de sus adversarios en Alemania. Tenía un antipapa elegido por sus partidarios del clero, y entró con él en Roma, en 1084. Su antipapa le coronó en debida forma, pero tuvo que retirarse rápidamente ante los normandos, que se acercaron para salvar a Gregorio. Los normandos saquearon brutalmente Roma y se llevaron a Gregorio. Permaneció virtualmente su prisionero hasta su muerte al año siguiente.

Así parece que su política terminó con un desastre. Pero en realidad fue continuada, aunque más moderadamente, por sus sucesores. Se efectuó por el momento un compromiso favorable para el Papado, pero el conflicto era irreconciliable en el fondo. Sus fases sucesivas se tratarán en los capítulos siguientes.

Queda por decir algo del renacimiento intelectual en el siglo XI. El siglo X careció de filósofos, excepto Gerberto (el papa Silvestre II, 999-1003), e incluso éste era más bien matemático que filósofo. Pero en la última parte del siglo XI aparecieron poco a poco verdaderas lumbreras de la filosofía. Las más importantes fueron Anselmo y Roscelino, aunque algunos otros merecen mención. Sin excepción eran monjes partidarios del movimiento de reforma.

Pedro Damián, el más viejo de todos, ha sido mencionado ya. Berengario de Tours (muerto en 1088) es interesante en su calidad de racionalista. Creía que la razón es superior a la autoridad, y apeló a Juan Escoto para apoyar su idea, por lo cual fue condenado en última instancia. Berengario negó la transubstanciación y fue obligado dos veces a retractarse. Sus herejías fueron combatidas por Lanfranco en su libro De corpore et sanguine Domini. Lanfranco nació en Pavía, estudió Derecho en Bolonia y fue excelente dialéctico. Pero abandonó la dialéctica en favor de la teología y entró en el monasterio de Bec, en Normandía, donde dirigió una escuela. Guillermo el Conquistador le hizo arzobispo de Canterbury en 1070.

San Anselmo era, como Lanfranco, italiano, monje en Bec y arzobispo de Canterbury (1093-1109), en cuyo cargo obedeció los principios de Gregorio VII y disputó con el rey. Su principal fama reside en la invención del «argumento ontológico» en favor de la existencia de Dios. Su argumento es el siguiente: definimos a Dios como el mayor objeto posible del pensamiento. Pero si un objeto del pensamiento no existe, otro exactamente igual a él, pero existente, es mayor.

Por lo tanto, el más grande de todos los objetos del pensamiento debe existir, porque si no otro, aún mayor, sería posible. Por lo tanto, Dios existe.

Este argumento no ha sido nunca aceptado por los teólogos. Fue entonces criticado de modo adverso; después fue olvidado hasta la segunda mitad del siglo XIII. Tomás de Aquino lo rechazó y entre los teólogos su opinión ha prevalecido desde entonces. Pero entre los filósofos ha tenido mejor suerte. Descartes lo resucitó en forma corregida; Leibniz creyó que podía ser válido, añadiendo una prueba de que Dios es posible. Kant consideró que lo había abolido de una vez para siempre. Sin embargo, en cierto modo, es la base del sistema de Hegel y los sucesores suyos, y vuelve a aparecer en el principio de Bradley: «Lo que puede y debe ser, es».

Evidentemente, un argumento que tiene una historia tan importante se debe tratar con respeto, valga o no. La cuestión verdadera es: ¿existe algo de lo que podamos pensar que por el mero hecho de que podamos pensar en ello existe, fuera de nuestro pensamiento? A todos los filósofos les gustaría decir que sí, porque es misión del filósofo sondear las cosas relativas al mundo más por el pensamiento que por la observación. Si la afirmación es la contestación correcta, existe un puente del pensamiento puro a las cosas; si no, no. En esta forma generalizada, Platón emplea una especie de argumento ontológico para probar la realidad objetiva de las ideas. Pero nadie antes de Anselmo había expuesto el argumento en su desnuda pureza lógica. Al ganar en pureza pierde en aceptación; pero también hay que atribuirlo a Anselmo.

Por lo demás, la filosofía de Anselmo se deriva principalmente de San Agustín, del que toma muchos elementos platónicos. Cree en las ideas platónicas, de las cuales deduce otra prueba de la existencia de Dios. Por los argumentos neoplatónicos cree que se prueba no solamente Dios, sino también la Trinidad. (Se recordará que Plotino tiene una Trinidad, aunque un cristiano no podría aceptarla como ortodoxa). Anselmo considera la razón inferior a la fe. «Creo para comprender», dice. Siguiendo las huellas de Agustín, afirma que sin fe es imposible comprender. Dios, según él, no es justo, sino la justicia. Se recordará que Juan Escoto dice cosas parecidas. El origen común está en Platón.

San Anselmo, como sus predecesores en la filosofía cristiana, representa más la tradición platónica que la aristotélica. Por esta razón no posee las claras características de la filosofía llamada escolástica, que llegó a su culminación en Tomás de Aquino. Esta clase de filosofía comienza con Roscelino, contemporáneo de Anselmo, diecisiete años más joven que éste. Roscelino marca un nuevo comienzo y de él hablaremos en el capítulo próximo.

Al decir que la filosofía medieval fue hasta el siglo XIII principalmente platónica, hay que tener en cuenta que Platón, excepto en un fragmento del Timeo, se conocía solamente de segunda o tercera mano. Juan Escoto, por ejemplo, no pudo tener las ideas que tuvo si no por Platón, pero lo platónico en él procede del pseudo Dionisio. La fecha de este autor es incierta, mas parece probable que era discípulo de Proclo, el neoplatónico. También es probable que Juan Escoto no hubiera nunca oído hablar de Proclo, ni leído una línea de Plotino. Aparte del pseudo Dionisio, la otra fuente del platonismo en la Edad Media fue Boecio. Este platonismo fue, en muchos aspectos, distinto del que un estudiante moderno saca de los escritos originales de Platón. Omitió casi todo lo que no tenía relación evidente con la religión, y en la filosofía religiosa amplió y destacó determinados aspectos a expensas de otros. Este cambio en el concepto respecto a Platón ya lo había hecho Plotino. El conocimiento de Aristóteles era también fragmentario, pero en dirección contraria; todo lo que de él se conoció hasta el siglo XII fue la traducción de las Categorías y De Emendatione. Así se conceptuó a Aristóteles como mero dialéctico y a Platón solamente como filósofo religioso y autor de la teoría de las ideas. Durante el curso de la Edad Media estas dos concepciones parciales se corrigieron poco a poco, especialmente respecto a Aristóteles. Pero en lo que concierne a Platón este proceso no concluyó hasta el Renacimiento.