CAPÍTULO VIII

Juan Escoto

Juan Escoto, o Johannes Scotus, al que se le asocia a veces Eriúgena o Erígena,[5] es el personaje más impresionante del siglo IX; hubiera sido menos sorprendente si hubiera vivido en el siglo V o XV. Era irlandés, neoplatónico, conocedor perfecto del griego, pelagiano, panteísta. Pasó gran parte de su vida bajo la protección de Carlos el Calvo, rey de Francia, y aunque estaba ciertamente lejos de ser ortodoxo, se libró, sin embargo —en cuanto sabemos—, de la persecución. Puso la razón por encima de la fe, y no se preocupó en absoluto de la autoridad de los eclesiásticos; sin embargo, se apeló a su juicio para decidir las controversias.

Para comprender esta figura debemos dirigir nuestra atención, por de pronto, hacia la cultura irlandesa en los siglos que siguen a San Patricio. Aparte del lamentable hecho de que San Patricio era inglés, hay otras dos circunstancias no menos sensibles: primero, que hubo cristianos en Irlanda antes que marchara allí; segundo, que, haya hecho lo que fuere por el cristianismo irlandés, no se debe a él la cultura irlandesa. En la época de la invasión de Galia (dice un autor galo) primeramente por Atila, después por los godos, vándalos y Alarico, «todos los hombres cultos que estaban allende el mar huyeron más allá; es decir, a Irlanda. Y dondequiera que fueron, llevaron a los habitantes de esas regiones un enorme progreso en la cultura».[6]

Si alguno de estos hombres buscó refugio en Inglaterra, los anglos, sajones y jutlandios los deben haber barrido, pero los que fueron a Irlanda lograron, junto con los misioneros, trasplantar gran parte del conocimiento y de la civilización que desapareció del continente. Se puede creer con buenas razones que en los siglos VI, VII y VIII sobrevivió el conocimiento del griego y de los clásicos latinos entre los irlandeses.[7] El griego se conoció en Inglaterra desde el tiempo de Teodoro, arzobispo de Canterbury (669-690), griego, educado en Atenas; también puede haberse extendido en el Norte por misioneros irlandeses. «Durante la segunda parte del siglo VII —dice Montague James—, en Irlanda, la sed de saber era muy intensa y se trabajó mucho en la enseñanza. La lengua latina (y en menor grado el griego) se estudió desde el punto de vista del erudito. Entonces, obligados en primer lugar por el celo de los misioneros y después por las difíciles circunstancias del país, se pasaron en gran número al continente, y lograron encontrar fragmentos de la literatura que ya habían aprendido a estimar».[8] Enrique de Auxerre, hacia 876, describe esta influencia de los eruditos irlandeses: «Irlanda, despreciando los peligros del mar, está emigrando casi en masa con su multitud de filósofos a nuestras costas, y los más cultos se condenan al exilio voluntariamente para cumplir el ruego de Salomón el Sabio», esto es, el rey Carlos el Calvo.[9]

En muchas épocas, las vidas de los eruditos han sido forzosamente nómadas. En los comienzos de la filosofía griega, muchos de los filósofos habían huido de los persas; al final, en el período de Justiniano, se refugiaron entre los persas. En el siglo V, como acabamos de ver, los hombres cultos huyeron de Galia a las islas occidentales para librarse de los germanos; en el siglo IX salieron de Inglaterra e Irlanda para huir de los escandinavos. En nuestros días, los filósofos alemanes tuvieron que huir aún más al Occidente para salvarse de sus compatriotas. Quisiera saber si pasará mucho tiempo hasta que se realice el reflujo.

Se sabe demasiado poco de los irlandeses en aquellos días en que conservaban para Europa la tradición de la cultura clásica. Esta erudición estaba relacionada con los monasterios y llena de piedad, como muestran sus libros penitenciales; pero no parece haber tenido mucho que ver con las sutilezas teológicas. Siendo un cuerpo monástico más que episcopal, no tenía la finalidad administrativa que caracterizó al clero del continente, empezando con Gregorio el Grande. Y estando en general desconectado de Roma, consideró al Papa como se le consideró en los tiempos de San Ambrosio, no después. Pelagio, aunque probablemente bretón, es tratado por algunos como irlandés. Es probable que su herejía perdurara en Irlanda, donde la autoridad no la pudo extirpar como hizo en Galia. Estas circunstancias explican la libertad extraordinaria y la novedad de las especulaciones de Juan Escoto.

El comienzo y fin de la vida de Juan Escoto son desconocidos; conocemos solamente el período medio, cuando le dio ocupación el rey de Francia. Se supone que nació alrededor del 800 y que murió en el 877, pero ambas fechas son inciertas. Estuvo en Francia durante el Papado de Nicolás I, y volvemos a encontrar en su vida las figuras que aparecen relacionadas con este Papa: Carlos el Calvo, el emperador Miguel y el mismo Papa.

Juan fue invitado por Carlos el Calvo en el año 843 y colocado por él a la cabeza de la escuela de la corte. Una disputa respecto a la predestinación y el libre albedrío surgió entre Gottschalk, un monje, y el importante clérigo Hincmar, arzobispo de Reims. El fraile era partidario de la predestinación; el arzobispo, de la libre voluntad. Juan apoyó al arzobispo en un tratado Sobre la divina predestinación, pero era demasiado poco prudente. El tema era espinoso; Agustín lo había tratado en sus escritos contra Pelagio, pero era peligroso estar de acuerdo con Agustín, y aún más ponerse en franco desacuerdo con él. Juan apoyó el libre albedrío, y esto podía haber pasado sin crítica, pero lo que provocó la indignación fue el carácter puramente filosófico de su argumento. No es que se opusiera a lo que en teología era aceptado, pero sostuvo la autoridad igual o incluso superior de una filosofía independiente de la revelación. Defendió que la razón y la revelación son igualmente fuentes de la verdad y, por lo tanto, no pueden estar opuestas; pero si lo fueran, siempre tendría preferencia la razón. La verdadera religión, dijo, es filosofía verdadera; pero, viceversa, la filosofía verdadera es religión verdadera. Su obra fue condenada por dos concilios, en 835 y 859; en el primero fue calificada de «gachas escocesas».

Se libró del castigo, sin embargo, merced al apoyo del rey, con el cual se debe de haber llevado bien. Si Guillermo de Malmesbury es fidedigno, el rey, cuando Juan estaba comiendo con él, le preguntó: «¿Qué separa a un Escoto de un tonto?». Y Juan replicó: «Sólo la mesa de comer». El rey murió en 877, y después de esta fecha no se sabe nada respecto a Juan. Algunos suponen que también murió en ese mismo año. Hay leyendas que cuentan que fue invitado a Inglaterra por Alfredo el Grande, y siendo abad de Malmesbury o Athelney fue asesinado por los monjes. Esta desgracia, sin embargo, parece haberle ocurrido a otro Juan.

La siguiente obra de Juan fue una traducción del griego del pseudo Dionisio. Esta obra tuvo mucha fama en la primera Edad Media. Cuando San Pablo predicó en Atenas «ciertos hombres se convirtieron y creyeron: entre ellos estaba Dionisio el Areopagita» (Hechos, XVII, 34). Nada se sabe hoy sobre este hombre, pero en la Edad Media se sabía mucho más. Había ido a Francia y fundado la abadía de Saint-Denis; por lo menos, así dijo Hilduino, abad justamente antes de la llegada de Juan a Francia. Además, era el famoso autor de una obra importante que reconciliaba el neoplatonismo con el cristianismo. La fecha de esta obra es desconocida; fue seguramente antes de 500 y después de Plotino. Era muy conocida y admirada en el Oriente, pero en el Occidente no se la conoció de modo general hasta que el emperador Miguel, en 827, mandó una copia a Luis el Pío, que la entregó al mencionado abad Hilduino. Éste, creyendo que lo había escrito un alumno de San Pablo, el famoso fundador de su abadía, quería conocer su contenido; pero nadie supo traducir el griego hasta que vino Juan. Hizo la traducción con gusto, puesto que sus propias ideas se parecían mucho a las del pseudo Dionisio, que desde entonces tuvo gran influencia sobre la filosofía católica en el Occidente.

La traducción de Juan fue enviada al papa Nicolás en 860. El Papa se ofendió porque no le había pedido permiso antes de publicar la obra, y ordenó a Carlos que mandase a Juan a Roma, pero este mandato se echó en olvido. En cuanto a la sustancia, y más especialmente a la erudición demostrada por esta traducción, no tuvo nada que objetar. A su bibliotecario Anastasio, que conocía bien el griego, se le pidió parecer; estaba asombrado de que un hombre de un país remoto y bárbaro pudiera haber poseído tan profundo conocimiento de este idioma.

La obra más grande de Juan (en griego) se llama Sobre la división de la Naturaleza. Este libro era lo que en tiempos escolásticos hubiera sido denominado realista; es decir, sostuvo, como Platón, que los universales son anteriores a los particulares. Incluye en Naturaleza no solamente lo que existe, sino también lo que no es. La naturaleza entera se divide en cuatro clases: 1) lo que crea y no es creado; 2) lo que crea y es creado; 3) lo que es creado, pero no crea; 4) lo que no crea ni es creado. El primero, evidentemente, es Dios. El segundo, son las ideas (platónicas) que subsisten en Dios. El tercero, son las cosas en el espacio y en el tiempo. El cuarto, sorprendentemente, es de nuevo Dios, no como Creador, sino como fin y propósito de todas las cosas. Todo lo que emana de Dios tiende a volver a él; así el final de todas estas cosas es el mismo que el principio. El puente entre el Uno y los muchos es el Logos.

En el reino del no-existir incluye varias cosas, por ejemplo, objetos físicos que no pertenecen al mundo inteligible, y el pecado, porque significa pérdida del modelo divino. Lo que crea y no es creado solamente tiene una subsistencia esencial; es la esencia de todas las cosas. Dios es el principio, medio y fin de las cosas. La esencia de Dios es incognoscible al hombre e incluso a los ángeles. Incluso a sí mismo, Él es, en cierto modo, incognoscible: «Dios no se conoce a sí mismo porque no es un Qué; en cierto aspecto, es incomprensible a sí mismo y a todo intelecto».[10]

En el ser de las cosas se puede ver el ser de Dios; en el orden de ellas, Su sabiduría; en su movimiento, Su vida. Su ser es el Padre; Su sabiduría, el Hijo; Su vida, el Espíritu Santo. Pero Dionisio tiene razón cuando dice que ningún nombre puede afirmarse de Dios verdaderamente. Existe una teología positiva en la que se dice que Él es la verdad, bondad, esencia, etc., pero tales afirmaciones son sólo verdad simbólicamente, porque todos estos predicados tienen una antítesis; pero Dios no tiene antítesis.

La clase de cosas que crean y al mismo tiempo son creadas abarca el total de las causas primeras, prototipos o ideas platónicas. La totalidad de estas primeras causas es el Logos. El mundo de las ideas es eterno y, sin embargo, creado. Bajo la influencia del Espíritu Santo, estas primeras causas originan el mundo de cosas especiales, cuya materialidad es ilusoria. Cuando se dice que Dios «creó las cosas de la nada», esta nada se ha de entender como Dios mismo, en el sentido en que Él trasciende todo conocimiento.

La creación es un proceso eterno: la sustancia de todas las cosas finitas es Dios. La criatura no es un ser distinto de Dios. La criatura subsiste en Dios, y Dios se manifiesta en la criatura de una manera inefable. «La Santísima Trinidad se ama en sí misma y en nosotros;[11] se ve y mueve por sí misma».

El pecado tiene su fuente en la libertad: surgió porque el hombre se volvió a sí mismo en vez de hacia Dios. El mal no tiene su causa en Dios, porque en Dios no hay idea del mal. El mal es no-ser y no tiene causa, porque si la tuviese sería necesario. El mal es privación del bien.

El Logos es el principio que devuelve los muchos al Uno, y el hombre a Dios; así es el Salvador del mundo. Por la unión con Dios, la parte del hombre que efectúa la unión se hace divina.

Juan está en desacuerdo con los aristotélicos al rechazar sustancialmente las cosas particulares. Llama a Platón el cenit de los filósofos. Pero sus tres primeras clases de ser se derivan indirectamente de la idea de Aristóteles del motor inmóvil, inmóvil y movido, movido pero inmóvil. La cuarta clase del ser del sistema de Juan que ni crea ni es creado, se deriva de la doctrina de Dionisio de que todas las cosas vuelven a Dios.

La falta de ortodoxia de Juan se evidencia en este resumen. Su panteísmo, que rechaza la realidad sustancial de las criaturas, es contrario a la doctrina cristiana. Su interpretación de la creación de la nada es tal que un teólogo prudente no podía aceptarla. Su trinidad, que se parece mucho a la de Plotino, no mantiene la igualdad de las Tres Personas, aunque intenta defenderse en este punto. Su independencia de espíritu se revela en estas herejías, y sorprende en el siglo IX. Su punto de vista neoplatónico puede quizá haber sido corriente en Irlanda, como lo fue entre los Padres Griegos de los siglos IV y V. Puede ser que, si supiéramos más sobre el cristianismo irlandés desde el siglo V al IX, nos sorprendería menos. Por otro lado, quizá la mayoría de sus herejías se hayan de atribuir a la influencia del pseudo Dionisio, quien por la supuesta relación suya con San Pablo fue considerado, erróneamente, como ortodoxo.

Su idea de que la creación era eterna es naturalmente herética y le obliga a decir que el relato del Génesis es alegórico. El paraíso y la caída de Adán no se deben tomar literalmente. Como todos los panteístas, la dificultad reside para él en el pecado. Sostiene que el hombre no tuvo originalmente pecado, ni distinción de sexo. Lo cual, sin duda, contradice a la afirmación de que «Los creó macho y hembra». Según Juan, fue solamente consecuencia del pecado el que los seres humanos se dividieran en hombre y mujer. La mujer encarna la naturaleza sensual y depravada del hombre. Al final, otra vez desaparecerá la diferencia entre los sexos y tendremos un cuerpo completamente espíritu.[12] El pecado consiste en la voluntad mal guiada, en la suposición falsa de que es bueno algo que no lo es. Su castigo es natural; consiste en descubrir la vanidad de los deseos pecaminosos. Pero el castigo no es eterno. Como Orígenes, Juan sostiene que incluso los diablos se salvarán al final, aunque más tarde que los demás seres.

La traducción de Juan del pseudo Dionisio tuvo una gran influencia sobre el pensamiento medieval, pero su magnum opus sobre la división de la naturaleza tuvo poca. Fue repetidamente condenada como herética y, por fin, en 1225, el papa Honorio III ordenó que todos los ejemplares fuesen quemados. Afortunadamente, esta orden no fue cumplida.