CAPÍTULO VII

El Papado en la edad de hierro

Durante los cuatro siglos desde Gregorio el Grande a Silvestre II, el Papado pasó por tremendas vicisitudes. A veces estaba sometido al emperador griego, otras al emperador occidental, o también a la aristocracia local romana. Sin embargo, los papas fuertes de los siglos VIII y IX, aprovechando momentos propicios, elaboraron la tradición del Poder papal. El período desde 600 a 1000 d. C. es de importancia vital para la comprensión de la Iglesia medieval y de su relación con el Estado.

Los papas lograron independencia de los emperadores griegos, no tanto por sus propios esfuerzos como por las armas de los lombardos, hacia los que, sin embargo, no sintieron ninguna gratitud. La Iglesia griega permaneció siempre, en gran medida, sujeta al emperador, quien se consideró competente para decidir en cuestiones de fe y nombrar y destituir obispos, incluso patriarcas. Los monjes lucharon por la independencia del emperador, y por esto se pusieron a veces del lado del Papa. Pero los patriarcas de Constantinopla, aunque dispuestos a someterse al emperador, rehusaron considerarse en modo alguno sujetos a la autoridad papal. A veces, cuando el emperador necesitaba ayuda del Papa contra los bárbaros de Italia, era más amable con él que con el patriarca de Constantinopla. La causa principal de la última separación definitiva de las Iglesias de Occidente y Oriente fue la negación de la segunda a someterse a la jurisdicción papal.

Después de la derrota de los bizantinos por los lombardos, los papas tenían razón para temer que también serían conquistados por estos bárbaros vigorosos. Se salvaron por una alianza con los francos que, bajo Carlomagno, conquistaron Italia y Alemania. Esta alianza formó el Sacro Imperio Romano, que tenía una constitución que suponía la armonía entre el Papa y el emperador. El Poder de la dinastía de los carolingios, sin embargo, decayó rápidamente. Primero, el Papa cosechó el fruto de esta decadencia, y en la última parte del siglo IX Nicolás I elevó el Poder papal a cumbres hasta entonces inigualables. La anarquía general, condujo, prácticamente, a la independencia de la aristocracia romana, que en el siglo X dominó al Papado, con desastrosas consecuencias. La forma en que, con un gran movimiento de reforma, el Papado y la Iglesia, en general, se salvaron de la aristocracia feudal, será el tema de un capítulo posterior.

En el siglo VII, Roma estuvo aún sometida al Poder militar de los emperadores, y los papas tenían que obedecer o sufrir. Alguno, por ejemplo Honorio, obedeció hasta llegar incluso a la herejía; otros, como Martín I, resistieron y fueron encarcelados por el emperador. Desde 685 a 792, la mayoría de los papas fueron sirios o griegos. Poco a poco, sin embargo, los lombardos se apoderaron de la mayor parte de Italia, y declinó el Poder bizantino. El emperador León Isáurico, en 726, publicó su decreto iconoclasta, considerado como herético, no solamente en todo el Occidente, sino también por una gran parte del Oriente. Los papas se opusieron fuertemente y con éxito a este decreto; por fin, en 787, bajo la emperatriz Irene (primero como regente), el Oriente abandonó la herejía iconoclasta. Mientras tanto los acontecimientos del Occidente habían terminado para siempre con el dominio de Bizancio sobre el Papado.

Aproximadamente en 751, los lombardos conquistaron Rávena, la capital de la Italia bizantina. Este acontecimiento, mientras expuso a los papas a gran peligro por parte de los lombardos, los liberó de toda dependencia de los emperadores griegos. Los papas habían preferido los griegos a los lombardos por varias razones. Primero, la autoridad de los emperadores era legítima, mientras que los reyes bárbaros, si no eran reconocidos por los emperadores, eran considerados como usurpadores. En segundo lugar, los griegos eran civilizados. Tercero, los lombardos eran nacionalistas, mientras que la Iglesia conservaba el internacionalismo romano. Cuarto, los lombardos habían sido arrianos, y les quedó algún odio después de su conversión.

Los lombardos, bajo el rey Liutprando, intentaron conquistar Roma en 739, encontrando violenta oposición por parte del papa Gregorio III, que se dirigió a los francos pidiendo ayuda. Los reyes merovingios, descendientes de Clodoveo, habían perdido todo su Poder real en el reino de los francos, que fue gobernado por Los mayordomos de palacio. En esta época, el mayordomo de palacio era un hombre extraordinariamente fuerte y capaz: Carlos Martel; como Guillermo el Conquistador, era bastardo. En 732 había ganado la batalla decisiva de Tours contra los moros, salvando así a Francia para la cristiandad. Esto debiera haberle granjeado la gratitud de la Iglesia, pero la necesidad económica le indujo a apoderarse de tierras de ésta, lo cual disminuyó mucho la apreciación de sus méritos por parte de la misma. Sin embargo, él y Gregorio III murieron en 741, y su sucesor, Pipino, fue muy idóneo para los fines de la Iglesia. El papa Esteban III, en 754, para escapar de los lombardos cruzó los Alpes y visitó a Pipino, y se hizo un convenio muy ventajoso para ambas partes. El Papa necesitaba la protección militar, pero Pipino quería algo que sólo el Papa pudo darle: la legitimación de su título de rey en el puesto de los últimos merovingios. En cambio, Pipino dio Rávena al Papa, y todo el territorio del anterior Exarcado de Italia. Puesto que no se podía esperar que Constantinopla reconociera esta donación, se produjo la separación política del Imperio de Oriente.

Si los papas hubiesen quedado sometidos a los emperadores griegos, el desarrollo de la Iglesia católica hubiera sido muy diferente. En la Iglesia oriental, el patriarca de Constantinopla nunca adquirió la independencia de la autoridad seglar ni la superioridad respecto a los otros eclesiásticos que logró el Papa. Originalmente, todos los obispos fueron considerados como iguales, y esta opinión perduró en el Oriente. Además, había otros patriarcas orientales, en Alejandría, Antioquía y Jerusalén, mientras que el Papa era el único patriarca en Occidente. (Este hecho, sin embargo, perdió su importancia después de la conquista mahometana). En el Occidente, pero no en el Oriente, los laicos fueron, en su mayor parte, analfabetos durante muchos siglos, y esto dio a la Iglesia una ventaja en el Oeste que no tenía en el Este. El prestigio de Roma sobrepasaba el de cualquier ciudad de Oriente, porque unía la tradición imperial con leyendas del martirio de Pedro y Pablo, y de Pedro como primer Papa. El prestigio del emperador podía haber bastado para combatir con el del Papa, pero ningún Papa occidental pudo hacerlo. Los emperadores del Sacro Imperio carecían muchas veces de Poder real. Además, sólo fueron emperadores cuando los coronó el Papa. Por todas estas razones, la emancipación del Papa del dominio bizantino era esencial tanto a la independencia de la Iglesia en la relación con los monarcas seglares, como al definitivo establecimiento de la monarquía papal en el gobierno de la Iglesia occidental.

Ciertos documentos de gran importancia, la «Donación de Constantino» y las Falsas Decretales pertenecen a esta época. Estas últimas no nos interesan, pero de la donación de Constantino hay que decir algo. Para dar un aspecto de antigua legalidad a la donación de Pipino, los sacerdotes falsificaron un documento, fingiendo que era un decreto emitido por el emperador Constantino, quien, cuando fundó la Nueva Roma, donó al Papa la Roma Vieja y todos sus territorios del Oeste. Esta donación, que fue la base del Poder temporal del Papa, fue aceptada como auténtica durante toda la Edad Media. Por primera vez fue refutada como falsificación en tiempos del Renacimiento, por Lorenzo Valla en 1439. Éste había escrito un libro Sobre la elegancia de la lengua latina que, naturalmente, se hallaba ausente en una producción del siglo VIII. Es extraño que después de haber publicado su libro contra la donación de Constantino y un tratado de alabanza de Epicuro, fuera nombrado secretario apostólico por el papa Nicolás V, quien tenía más interés por el latín que por la Iglesia. Este Papa no quiso, sin embargo, ceder los Estados de la Iglesia, aunque el derecho del Papa se había basado sobre una donación falsa.

El contenido de este notable documento lo resume C. Delisle Burns como sigue:[1]

Después de un resumen del credo Niceno, la caída de Adán y el nacimiento de Cristo, Constantino dice que sufre de lepra, que los doctores no sirvieron para curarle, y que por eso se acercó a «los sacerdotes del Capitolio». Le propusieron matar varios niños y lavarse en su sangre, pero por el llanto de las madres desistió. En esa noche se le aparecieron Pedro y Pablo, y le dijeron que el papa Silvestre estaba oculto en una cueva en el monte Soracte o Soratte y le curaría. Fue allí donde el Papa universal le dijo que Pedro y Pablo eran Apóstoles, no dioses. Le enseñaron sus retratos en los que reconoció las figuras de su visión, y las reconoció delante de todos sus sátrapas. El papa Silvestre le asignó después un período de castigo, llevando una camisa tosca. Después le bautizó cuando vio que una mano desde el Cielo le estaba tocando. Se curó de la lepra, y ya no adoró a los ídolos. «Después, con todos sus sátrapas, el senado, sus nobles y todo el pueblo romano consideró bueno conceder el Poder supremo a la Sede de Pedro y la superioridad sobre Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Constantinopla. Después construyó una iglesia en su palacio de Letrán. Vistió al Papa con su corona, tiara y vestidos imperiales. Colocó una tiara sobre la cabeza del Papa y cogió los frenos de su caballo. Dejó a “Silvestre y a sus sucesores Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia y el Occidente para que estuviesen siempre sometidos a la Iglesia romana”; después se marchó al Oriente, porque “donde el principado de los obispos y la cabeza de la religión cristiana ha sido establecido por el celeste Emperador, no es justo que un emperador terrenal tenga Poder”».

Los lombardos no se sometieron pacíficamente a Pipino y al Papa, sino que en repetidas guerras con los francos fueron vencidos. Por fin, en 774 el hijo de Pipino, Carlomagno, marchó a Italia, donde derrotó completamente a los lombardos, se hizo coronar rey, y después ocupó Roma, donde confirmó la donación de Pipino. Los papas de su época, Adriano y León III hallaron ventajoso fomentar sus planes en todas las formas. Conquistó la mayor parte de Alemania, convirtió a los sajones mediante una terrible persecución y, finalmente, en su propia persona hizo revivir el Imperio occidental, siendo coronado emperador por el Papa, en Roma, el día de Navidad del 800.

La fundación del Sacro Imperio Romano marca una época en la teoría medieval, aunque menos en la práctica. La Edad Media era muy aficionada a las ficciones legales, y hasta entonces había persistido la fantasía de que las provincias occidentales del anterior Imperio Romano estaban aún sujetas, de jure, al emperador de Constantinopla, que fue considerado como la única fuente de autoridad legal. Carlomagno, adicto a ficciones legales, sostuvo que el trono del Imperio estaba vacante, porque Irene, la reina del Imperio oriental, era usurpadora (ella se llamó emperador, no emperatriz), puesto que ninguna mujer podía ser emperador. Carlos obtuvo del Papa su derecho a la legitimidad. Hubo así, desde el principio, una curiosa dependencia mutua entre el Papa y el emperador. Nadie podía ser emperador hasta ser coronado por el papa en Roma; por otro lado, durante algunos siglos, todos los emperadores fuertes exigieron el derecho de nombrar o destituir a los papas. La teoría medieval del Poder legítimo dependía tanto del emperador como del Papa; su dependencia mutua les molestó a ambos, pero durante siglos fue inevitable. Había un constante roce, la ventaja variaba. Por fin, en el siglo XIII, el conflicto se hizo irreconciliable. El Papa, victorioso, poco después perdió la autoridad moral. El Papa y el Sacro Imperio Romano sobrevivieron; el Papa hasta hoy día; el emperador, hasta los tiempos de Napoleón. Mas la teoría medieval que se elaboró sobre los dos Poderes cesó realmente durante el siglo XV. La unidad de la cristiandad que se mantenía fue destruida por el Poder de las monarquías francesa, española e inglesa en la esfera seglar, y por la Reforma en la religiosa.

El carácter de Carlomagno y su corte los resume así el doctor Gerhard Seeliger:[2] Una vida activa se desarrolló en la corte de Carlos. Vemos aquí magnificencia y genio, pero también inmoralidad. Porque Carlos no fue exigente con los que le rodeaban. Él mismo no fue modelo, y permitió el mayor desenfreno en las personas que amó y halló útiles. Sacro Emperador se le tituló, aunque su vida reveló poca santidad. También le llama así Alcuino, que alaba a su hermosa hija Rotrudis, excelente por sus virtudes, a pesar de haber tenido un hijo con el conde Roderico de Maine, no siendo su esposa. Carlos no quiso separarse de sus hijas, y tuvo que admitir las consecuencias. Otra hija, Berta, también tuvo dos hijos con el piadoso abad Angilberto de S. Riquier. De hecho la corte de Carlos era un centro de vida licenciosa.

Carlomagno era un bárbaro fuerte, políticamente en alianza con la Iglesia, pero personalmente no tenía mucha piedad. No sabía leer ni escribir, pero fomentó el renacimiento literario. En su vida era licencioso, no amaba rectamente a sus hijas, pero hizo todo lo que pudo para fomentar la vida santa entre sus súbditos. Él, como su padre Pipino, se aprovechó del celo de los misioneros para fomentar su influencia en Alemania, procurando, sin embargo, que los papas obedeciesen sus órdenes. Esto lo hacían tanto más dispuestos cuanto que Roma se había transformado en la ciudad de los bárbaros, en la cual la persona del Papa no estaba segura sin protección externa, y las elecciones pontificias habían degenerado en luchas desordenadas de partido. En el año 799, los enemigos locales cogieron al Papa, le metieron en prisión y amenazaron con dejarle ciego. En vida de Carlos parecía como si se iniciara un nuevo orden, pero después de su muerte poco quedó, excepto en teoría.

Los éxitos de la Iglesia y, más especialmente, del Papado eran más sólidos que los del Imperio occidental. Inglaterra había sido convertida por una misión monástica bajo las órdenes de Gregorio el Grande, y permaneció más sometida a Roma que los países con obispos acostumbrados a la autonomía local. La conversión de Alemania fue, en gran parte, obra de San Bonifacio (680-754), un misionero inglés amigo de Carlos Martel y de Pipino, y muy fiel al Papa. Bonifacio fundó muchos monasterios en Alemania; su amigo San Galo fundó el monasterio suizo que lleva su nombre. Según algunas autoridades, Bonifacio ungió a Pipino como rey con un rito tomado del Libro primero de los Reyes.

San Bonifacio era natural de Devonshire, educado en Exeter y Winchester. Fue a Frisia en 716, pero pronto tuvo que volver. En 717 marchó a Roma, y en 719 el papa Gregorio II le mandó a Alemania para convertir a los germanos y combatir la influencia de los misioneros irlandeses (quienes, como se recordará, se equivocaron respecto a la fecha de Pascuas y la forma de la tonsura). Después de muchos éxitos, volvió a Roma en 722, donde fue consagrado obispo por Gregorio II, el cual le tomó juramento de obediencia. El Papa le dio una carta para Carlos Martel, y le encargó que acabase con la herejía y que convirtiese a los paganos. En 732 fue arzobispo; en 738 visitó Roma por tercera vez. En 741 el papa Zacarías le hizo legado y le confió la reforma de la Iglesia de los francos. Fundó la abadía de Fulda, a la cual dio una regla más rigurosa que la benedictina. Después tuvo una controversia con un irlandés, obispo de Salzburgo, llamado Virgilio, quien decía que existen otros mundos además de los nuestros, pero se le canonizó. En 754, después de volver a Frisia, Bonifacio y sus compañeros fueron asesinados por los paganos. A él se debe que la cristiandad de Alemania fuera papal y no irlandesa.

Los monasterios ingleses, especialmente los de Yorkshire, fueron muy importantes en ese tiempo. La civilización que había existido en la Britania romana había desaparecido, y la nueva civilización introducida por los misioneros cristianos se centró enteramente alrededor de las abadías benedictinas que lo debían todo directamente a Roma. El venerable Beda era un monje de Jarrow. Su discípulo Ecgberto, primer arzobispo de York, fundó una escuela catedralicia, donde fue educado Alcuino.

Alcuino es una importante personalidad en la cultura de su tiempo. Fue a Roma en 780, y en el curso de su viaje encontró a Carlomagno en Parma. El emperador le dedicó a enseñar latín a los francos y a educar a la familia real. Pasó gran parte de su vida en la corte de Carlomagno, ocupado en enseñar y en la fundación de escuelas. Al final de su vida era abad en el convento de San Martín, en Tours. Escribió muchos libros, incluyendo una historia en verso de la Iglesia de York. El emperador, aunque iletrado, creía en el valor de la cultura, y durante un breve período disminuyó la oscuridad de la Edad Tenebrosa. Pero su obra en este aspecto fue efímera. La cultura de Yorkshire, durante un tiempo la destruyeron los daneses, la de Francia la perjudicaron los normandos. Los sarracenos saquearon el sur de Italia, conquistaron Sicilia, y en el año 846 atacaron incluso Roma. En resumen, el siglo X en la cristiandad occidental fue aproximadamente la época más oscura; el siglo IX lo redimen los eclesiásticos ingleses y la asombrosa figura de Juan Escoto, del cual he de hablar más en el próximo capítulo.

La decadencia del Poder carolingio después de la muerte de Carlomagno, y la división de su Imperio, redundó al principio en beneficio del Papado. El papa Nicolás I (858-867) elevó el Poder pontificio a una altura considerable que nunca había alcanzado antes. Luchó contra los emperadores del Este y del Oeste, con el rey Carlos el Calvo de Francia y el rey Lotario II, de Lorena, y con el episcopado de casi todos los países cristianos, pero venció en casi todas las querellas. El clero, en muchas regiones, se había hecho dependiente de los príncipes locales, y se puso a remediar tal estado de cosas. Sus dos mayores controversias trataron del divorcio de Lotario II y de la deposición anticanónica de Ignacio, patriarca de Constantinopla. El Poder de la Iglesia en toda la Edad Media tuvo mucho que ver con el divorcio real. Los reyes eran hombres muy apasionados que creían que la indisolubilidad del matrimonio era sólo una doctrina para súbditos. Únicamente la Iglesia podía consagrar el matrimonio, y si la Iglesia declaraba inválido un matrimonio, era muy probable una sucesión discutida y una guerra de dinastías. La Iglesia, por lo tanto, estaba en posición fuerte al oponerse al divorcio real y a los matrimonios irregulares. En Inglaterra perdió su posición bajo Enrique VIII, pero la recuperó bajo Eduardo VIII.

Cuando Lotario II pidió el divorcio, el clero de su reino estaba de acuerdo con él. El papa Nicolás, sin embargo, destituyó a los obispos que lo habían aprobado y se negó totalmente a admitir el pleito de divorcio del rey. El hermano de Lotario, el emperador Luis II, marchó después a Roma con la intención de atemorizar al Papa, si bien le invadieron temores supersticiosos y se retiró. Al fin, venció la voluntad del Papa.

El asunto del patriarca Ignacio fue interesante, pues mostró que el Papa aún podía mantenerse en el Oriente. Ignacio, que era hostil al regente Bardas, fue destituido, y Focio, hasta entonces lego, elevado a su puesto. El Gobierno de Bizancio rogó al Papa que sancionara tal proceder. Éste mandó dos legados para investigar el asunto; cuando llegaron a Constantinopla, estaban aterrorizados y dieron su consentimiento. Durante algún tiempo se ocultaron los hechos al Papa, pero cuando los supo, les dio mucha importancia. Convocó un concilio en Roma para considerar la cuestión; destituyó a uno de los enviados de su obispado y también al arzobispo de Siracusa, que había consagrado a Focio. Lanzó el anatema sobre Focio, destituyó a todos los que le habían ordenado y repuso a quienes habían sido destituidos por oponerse a él. El emperador Miguel III montó en cólera, y escribió al Papa una carta encolerizada, pero el Papa replicó: «El día de los sacerdotes-reyes y pontífices-emperadores ha terminado; la cristiandad ha separado las dos funciones, y los emperadores cristianos necesitan al Papa si piensan en la vida eterna, mientras que los papas no necesitan al emperador, excepto en los asuntos temporales». Focio y el emperador respondieron con la convocatoria de otro concilio que excomulgó al Papa y declaró herética a la Iglesia romana. Poco después, sin embargo, Miguel III fue asesinado, y su sucesor, Basilio, repuso a Ignacio, reconociendo explícitamente la jurisdicción papal en el asunto. Este triunfo ocurrió poco después de la muerte de Nicolás, y se atribuía casi enteramente a los incidentes de las revoluciones de palacio. Después de la muerte de Ignacio, Focio llegó a ser de nuevo patriarca, y aumentaron las diferencias entre las Iglesias occidentales y orientales. Así que no se puede decir que la política de Nicolás, en este asunto, fuese victoriosa a la larga.

Nicolás encontró casi más dificultad en imponer su voluntad en el episcopado que sobre los reyes. Los arzobispos se habían considerado, con el tiempo, muy importantes, y no quisieron someterse buenamente a un monarca eclesiástico. Él mantuvo, sin embargo, que los obispos debían su existencia al Papa, y mientras vivió logró, en general, hacer prevalecer dicha idea. Durante estos siglos reinaban profundas dudas respecto al modo de nombrar los obispos. Originariamente fueron elegidos por la aclamación de los fieles en su ciudad catedralicia; luego, frecuentemente, por un sínodo de obispos vecinos; después, algunas veces, por el rey y otras por el Papa. Los obispos podían ser destituidos por causas graves, pero no estaba claro si debían ser acusados por el Papa o por un sínodo provincial. Todas estas incertidumbres eran la causa de que el Poder dependiera de la energía y astucia de los que estaban en él. Nicolás extendió el Poder papal al límite extremo entonces posible. Bajo sus sucesores se hundió de nuevo.

Durante el siglo X, el Papado se hallaba completamente bajo el dominio de la aristocracia romana. Aún no había una regla fija respecto a la elección de los papas; algunas veces debieron su elección al deseo del pueblo, otras al de los emperadores y reyes, y en algunas ocasiones, como en el siglo X, a los que poseían el Poder local de la ciudad de Roma. Roma entonces no era una ciudad civilizada, como en tiempos de Gregorio el Grande. A veces hubo luchas rivales, y otras alguna familia rica conquistó el Poder combinando violencia y corrupción. El desorden y la debilidad de la Europa occidental eran tan grandes en este período, que el cristianismo corrió el peligro de ser destruido por completo. El emperador y el rey de Francia no tenían Poder para ahogar la anarquía provocada en sus imperios por los potentados feudales, nominalmente sus vasallos. Los húngaros hicieron incursiones en Italia del Norte. Los normandos invadieron la costa francesa, hasta que en 911 se les dio la Normandía, y se convirtieron al cristianismo. Pero el mayor peligro en Italia y en el sur de Francia venía de los sarracenos, que no podían ser convertidos y no tenían respeto por la Iglesia. Terminaron la conquista de Sicilia hacia el fin del siglo IX; se establecieron junto al río Garellano, cerca de Nápoles; destruyeron Monte Casino y otros grandes monasterios; tenían una colonia en la costa de Provenza, desde donde hicieron incursiones a Italia y a los valles alpinos, interrumpiendo el tráfico entre Roma y el Norte.

La conquista de Italia por los sarracenos la evitó el Imperio oriental, que los derrotó en el Garellano en 915. Pero no fue bastante fuerte para gobernar Roma, como lo había hecho después de la conquista de Justiniano, y el Papado, durante aproximadamente cien años, se convirtió en un juguete de la aristocracia de Roma o de los condes de Tusculum. Los romanos más poderosos, al principio del siglo X, eran el senador Teofilacto y su hija Marozia, en cuya familia se hizo casi hereditario el Papado. Marozia tuvo varios maridos y una cantidad desconocida de amantes. Uno de éstos fue elevado al Papado bajo el título de Sergio II (904-911). El hijo de ellos dos fue el papa Juan XI (931-936); su nieto era Juan XII (955-964), Papa a los dieciséis años y «remató la decadencia del Papado por su vida licenciosa y las orgías que se celebraron en el Palacio de Letrán».[3]

Marozia es, probablemente, el motivo de la leyenda de la papisa Juana.

Los papas de este período perdieron, naturalmente, la influencia que sus predecesores habían tenido en el Oriente. También perdieron el Poder que Nicolás I había ejercido con éxito sobre los obispos al norte de los Alpes. Los concilios provinciales confirmaron su completa independencia del Papa, pero no pudieron mantener la independencia de los soberanos y de los señores feudales. Los obispos se parecían cada vez más a los magnates laicos feudales. «La propia Iglesia aparece así como la víctima de la misma anarquía en que la sociedad mundana se encontró. Todos los malos instintos reinaron desenfrenadamente, y más que nunca; el clero que aún conservaba el interés por la religión y la salvación de las almas, se lamentaba de la decadencia universal, y dirigía los ojos de los fieles hacia el espectro del fin del mundo y del Juicio Final».[4] Sin embargo, es un error suponer que predominase un temor especial por el final del mundo en el año 1000, como suele creerse. Los cristianos, empezando por San Pablo, creían que el fin estaba cerca, pero seguían, sin embargo, con el mismo modo de vivir.

El año 1000 se puede tomar, con razón, como límite de la mayor decadencia a que la civilización de Europa occidental había llegado. Desde este instante comenzó el movimiento ascendente y ha durado hasta 1914. Al comienzo, el progreso se debió, principalmente, a la reforma monástica. Fuera de las órdenes monásticas, el clero en su mayor parte era violento, inmoral y mundano, corrompido por la riqueza y el Poder que, en realidad, tenía que agradecer a la caridad de los piadosos. Lo mismo ocurrió, una vez y otra, incluso en las órdenes monásticas; pero los reformadores, con nuevo celo, reanimaron su fuerza moral cuando decayó.

Otra razón por la que el año 1000 es un momento crucial, estriba en el cese, aproximadamente en este tiempo, de la conquista de los mahometanos por un lado y de los bárbaros del Norte por otro, por lo menos en cuanto a la Europa occidental. Los godos, lombardos, húngaros y normandos llegaron en oleadas sucesivas; cada horda, a su vez, se convirtió al cristianismo, pero también debilitó la tradición de la civilización. El Imperio occidental se dividió en muchos reinos bárbaros; los reyes perdieron su autoridad sobre los vasallos; reinó la anarquía universal, con perpetua violencia en lo grande y en lo pequeño. Por fin, todas las razas de los fuertes conquistadores del Norte fueron convertidas al cristianismo y adquirieron morada fija. Los normandos, los últimos invasores, resultaron especialmente capaces de civilización. Reconquistaron Sicilia a los sarracenos y liberaron Italia de los mahometanos. Devolvieron Inglaterra al mundo romano, del que los daneses la habían aislado durante largas épocas. Una vez asentados en Normandía, Francia pudo revivir, y ellos contribuyeron materialmente a este proceso.

Al usar la frase La Edad Oscura para abarcar el período de 600 a 1000, queremos indicar que nos situamos indebidamente en la Europa occidental. En China, este período comprende la época de la dinastía Tang, la época más grande de la poesía china, y en muchos aspectos fue un período muy notable. Desde la India hasta España floreció la brillante civilización del Islam. Lo que la cristiandad perdió en aquel tiempo no fue, sin embargo, pérdida para la civilización, sino todo lo contrario. Nadie podría haber adivinado que la Europa occidental dominaría más tarde, tanto en Poder como en cultura. A nosotros nos parece que la civilización europea del Occidente es la civilización, pero esto es un punto de vista muy estrecho. La mayor parte del contenido cultural de nuestra civilización nos viene del Mediterráneo, de los griegos y judíos. En cuanto al Poder, la Europa occidental dominó desde las guerras púnicas hasta la caída de Roma, o sea aproximadamente, durante seis siglos, desde 200 antes del cristianismo hasta 400 d. C. Luego, ningún Estado de Europa occidental se podría comparar, en Poder, con China, Japón o el Califato.

Nuestra superioridad desde el Renacimiento se debe, en parte, a la ciencia y a la técnica científica, en parte también a las instituciones políticas que se formaron poco a poco durante la Edad Media. No hay razón, en la naturaleza de las cosas, para que esta superioridad deba continuar. En la Segunda Guerra Mundial, la gran fuerza militar, lo han demostrado Rusia, China y el Japón. Todos estos países reúnen la técnica del Occidente con la ideología del Oriente: bizantina, confuciana o sintoísta. La India, si se libera, contribuirá con otro elemento oriental. Parece probable que durante los próximos siglos, la civilización —si sobrevive— será más diversa de lo que ha sido desde el Renacimiento. Hay un imperialismo de la cultura que es más difícil de vencer que el del Poder. Mucho después de la caída del Imperio occidental —en realidad, hasta la Reforma— toda la cultura europea conserva un tinte de imperialismo romano. Ahora tiene para nosotros un sabor imperialista europeo-occidental. Creo que si queremos sentirnos a gusto en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial, tendremos que admitir a Asia en un plano de igualdad en nuestros pensamientos, no solamente en el sentido político, sino también en el cultural. Qué cambios traerá consigo, no lo sé, pero estoy convencido de que serán profundos y de la mayor trascendencia.