San Benito y Gregorio el Grande
En la decadencia general de la civilización que trajeron como resultado las incesantes guerras del siglo VI y de los siguientes, fue ante todo la Iglesia la que conservó los restos de la cultura de la antigua Roma. La Iglesia hizo su obra muy imperfectamente, porque el fanatismo y la superstición predominaron incluso entre los más grandes clérigos de la época, y la cultura secular fue tenida por mala. Sin embargo, las instituciones eclesiásticas crearon una estructura sólida, gracias a la cual, en tiempos posteriores, fue posible un renacimiento de la erudición y del arte de la civilización.
En el período que tratamos, tres de las actividades de la Iglesia exigen especial atención: primero, el movimiento monástico; segundo, la influencia del Papado, especialmente bajo Gregorio el Grande, y tercero, la conversión de los bárbaros paganos por las misiones. Hablaré de todo esto sucesivamente.
El movimiento monástico empezó simultáneamente en Egipto y Siria hacia comienzos del siglo IV. Tenía dos formas: los ermitaños solitarios y los monasterios. San Antonio, el primero de los ermitaños, nació en Egipto por el año 250 y se retiró del mundo en 270. Durante quince años vivió solo en una cabaña cerca de su casa; después, durante veinte años, en la soledad remota del desierto. Pero su fama se extendió y las multitudes deseaban oírle predicar. Por lo tanto, salió en 305 a enseñarlos y a animarlos a la vida de ermitaños. Practicó la extrema austeridad, reduciendo el alimento, la bebida y el sueño al mínimo justo para poder vivir. El diablo le tentó continuamente con visiones lujuriosas, pero él resistió valientemente al celo maligno de Satán. Al final de su vida, la Tebaida estaba llena de ermitaños, inspirados por su ejemplo y sus preceptos.
Pocos años después —por el 315 o 320—, otro egipcio, Pacomio, fundó el primer monasterio. Aquí los frailes vivían en comunidad, sin propiedad privada, con comidas y prácticas religiosas comunes. En esta forma, más que en la de San Antonio, el monaquismo conquistó el mundo cristiano. En los monasterios al estilo de Pacomio los monjes trabajaban mucho, ante todo en la agricultura, en vez de pasar todo el tiempo resistiendo las tentaciones de la carne.
Por el mismo tiempo, aproximadamente, el monacato floreció en Siria y Mesopotamia. Aquí el ascetismo alcanzó un grado aún mayor que en Egipto. Simeón el Estilita y los otros ermitaños columnarios eran sirios. Desde el Este llegó el monacato a los países de habla griega, principalmente debido a San Basilio, aproximadamente en 370. Sus monasterios fueron menos ascéticos, tenían casa de huérfanos, escuelas para muchachos (y no solamente para los que iban a ser monjes).
Al principio, el monacato fue un movimiento espontáneo, fuera de la organización de la Iglesia. San Atanasio fue quien reconcilió a los eclesiásticos con este movimiento. En parte como resultado de su influencia, se generalizó que los monjes podían ser sacerdotes. También fue él, durante su estancia en Roma en 339, quien transmitió el movimiento al Occidente. San Jerónimo lo estimuló mucho y San Agustín lo introdujo en África. San Martín de Tours inauguró los monasterios en Galia, San Patricio en Irlanda. El monasterio de Jona lo fundó San Columbano en 566. En tiempos anteriores, antes de que los monjes pudiesen entrar en la organización eclesiástica, habían sido una fuente de desórdenes. En primer lugar, no había manera de discriminar entre los ascetas genuinos y los hombres que, siendo pobres, encontraban los establecimientos monásticos relativamente cómodos. Y había la dificultad de que los monjes apoyaban de una manera turbulenta a su obispo favorito, formando sínodos (y dando casi origen a concilios), que caían en herejía. El sínodo (no el concilio) de Éfeso, que se decidió por los monofisitas, se hallaba bajo un reino monacal de terror. Si no hubiese sido por la resistencia del Papa, la victoria de los monofisitas podía haber sido permanente. En tiempos ulteriores ya no ocurrieron tales desórdenes.
Parece que había monjas antes que monjes, ya en la mitad del siglo III. La limpieza les daba horror. Los piojos fueron llamados «perlas de Dios» y eran signo de santidad. Los santos y las santas se jactaban de no haber usado nunca el agua para sus pies, excepto cuando tenían que cruzar el río. En siglos posteriores los monjes se ocuparon de muchas cosas útiles. Eran diestros agricultores, y algunos conservaron o reanimaron los estudios. Pero al principio, especialmente en la sección eremítica, no había nada de eso. La mayoría de los monjes no trabajaron, jamás leyeron nada, excepto lo que la religión prescribía, y concibieron la virtud de una manera totalmente negativa, como abstención del pecado, ante todo los pecados de la carne. San Jerónimo, es cierto, llevó consigo la biblioteca al desierto, pero llegó a pensar que esto era un pecado.
En el monacato occidental, el nombre más importante es el de San Benito, fundador de la Orden benedictina. Nació alrededor de 480, cerca de Espoleto, de una familia noble de Umbría. A la edad de veinte años huyó de las riquezas y placeres de Roma a la soledad de una cueva, donde vivió durante tres años. Después de este período su vida fue menos solitaria, y aproximadamente hacia el año 520 fundó el famoso monasterio de Monte Casino, para el cual trazó la «Regla Benedictina». Ésta se adaptó a los climas occidentales, y exigía menos austeridad de la que había sido corriente entre los monjes egipcios y sirios. Hubo una rivalidad poco edificante en extravagancia ascética, y a los más extremados se los consideraba más santos. San Benito acabó con ello, decretando que la austeridad que superaba la regla, sólo podía ejercitarse con permiso del abad. Éste poseía un gran poder; su elección fue vitalicia y (dentro de la regla y los límites de la ortodoxia) tenía un control casi despótico sobre los monjes, que ya no podían, como antes, abandonar su monasterio y entrar en otro si así les venía en gana. Más tarde los benedictinos han sido notables por sus estudios, pero al principio su única enseñanza era religiosa.
Las organizaciones tienen vida propia, independiente de las intenciones de sus fundadores. De este hecho, el ejemplo más evidente es la Iglesia católica, que asombraría a Jesús e incluso a Pablo. La Orden benedictina es un ejemplo de menos importancia. Los monjes hicieron voto de pobreza, obediencia y castidad. Gibbon observa: «He oído o leído en alguna parte la franca confesión de un abad benedictino: Mi voto de pobreza me ha dado cien mil coronas al año; el voto de obediencia me ha elevado al rango de soberano. Olvido las consecuencias del voto de castidad».[70] Las desviaciones de la Orden de las intenciones de su fundador no son, sin embargo, en modo alguno, de lamentar. Y principalmente en la ciencia. La biblioteca del Monte Casino era famosa y, en diferentes aspectos, el mundo debe mucho a los gustos eruditos de los ulteriores benedictinos.
San Benito vivió en Monte Casino desde la fundación hasta su muerte, en 543. El monasterio fue saqueado por los lombardos poco antes de Gregorio el Grande; este mismo benedictino fue Papa. Los monjes huyeron a Roma, pero, cuando la primera furia de los lombardos hubo pasado, volvieron al Monte Casino.
Sabemos por los diálogos del papa Gregorio el Grande, escritos en 593, muchos datos sobre San Benito. «Fue educado en Roma en los estudios humanistas. Pero como vio que muchos se dedicaron a una vida de diversiones y desenfreno a causa de estos estudios mismos, se retiró —aunque hasta entonces había andado mucho por el mundo—, para no caer, entablando demasiada amistad con ellos, en este abismo peligroso y sin Dios. Para lo cual, dejando los libros y abandonando la casa de su padre y las riquezas, con la decisión de servir sólo a Dios, buscó otro lugar donde pudiera alcanzar sus santos propósitos. Y así partió, instruido con ignorancia erudita y provisto de sabiduría no erudita».
Inmediatamente adquirió el poder de hacer milagros. El primero fue remendar un cedazo roto por medio de una oración. Los hombres del lugar colgaron la criba sobre la puerta de la iglesia, y allí permaneció durante muchos años, incluso resistiendo a los disturbios de los lombardos. «Abandonando la criba se fue a su cueva, desconocida para todos, menos para un amigo, quien secretamente le envió alimento atándolo a una cuerda con una campanilla, para que el Santo supiera cuando había llegado la comida. Pero Satanás tiró una piedra a la cuerda, rompiéndola y también la campanilla. Sin embargo, el enemigo de la humanidad se encontró frustrado en su esperanza de interrumpir así la provisión de alimento del Santo. Cuando San Benito había permanecido en la cueva todo el tiempo que los propósitos de Dios exigieron, se apareció Nuestro Señor en el Domingo de Pascua a cierto sacerdote, le reveló la estancia del ermitaño y le rogó repartiese su comida de Pascua con el Santo. Por el mismo tiempo le encontraron unos pastores. Al principio, cuando le atisbaron a través de los matorrales y vieron su vestimenta hecha de pieles, creían que era algún animal, pero después de haber conocido al siervo de Dios, muchos de ellos se convirtieron, por su ejemplo, de su vida brutal, a la gracia, piedad y devoción».
Como otros ermitaños, Benito sufría las tentaciones de la carne. «Hubo cierta mujer, que había visto alguna vez, y el espíritu malo se lo recordó, y por el recuerdo encendió tan terriblemente la concupiscencia en el alma del siervo de Dios, y aumentó tanto que, casi inundado de placer, creía haber abandonado el desierto. Pero de repente, ayudado por la gracia de Dios, volvió en sí. Y viendo muchas zarzas y arbustos espinosos cerca, se desnudó y se arrojó al zarzal, tanto tiempo, hasta que al levantarse su carne estaba lastimosamente desgarrada. Y así, por las heridas de su cuerpo, curó las de su alma».
Como su fama se extendió por los demás países, los monjes de cierto monasterio cuyo abad acababa de morir, le suplicaron aceptase su sucesión. Él lo hizo e insistió en que se observase la virtud estricta, así que los monjes, enfurecidos, decidieron envenenarlo con un vaso de vino. Sin embargo, él hizo la señal de la cruz sobre el vaso y éste se rompió. Después volvió a su desierto.
El milagro del cedazo no fue el único prácticamente útil que San Benito llevó a cabo. Un día, un godo virtuoso empleaba un rastrillo para limpiar zarzas, cuando la cabeza salió del mango y se cayó al fondo del agua. Al saberlo el Santo, metió el mango en el agua, el hierro subió solo y se juntó al mango.
Un sacerdote vecino, envidioso de la fama del hombre santo, le envió un pan envenenado. Pero Benito supo milagrosamente que estaba envenenado. Tenía la costumbre de dar pan a cierto cuervo, y cuando vino el día en cuestión, el Santo le habló así: «En el nombre de Jesucristo Nuestro Señor, coge ese pan y déjalo en un sitio donde ningún hombre pueda encontrarlo». El cuervo obedeció y cuando volvió recibió su comida de siempre. El sacerdote malo, al ver que no podía matar el cuerpo de Benito, decidió matar su alma, y envió siete mujeres desnudas al monasterio. El Santo temía que alguno de los monjes jóvenes pudiera ser inducido al pecado, y por eso se marchó él, para que aquel sacerdote no tuviese más motivos para semejantes acciones. Pero el sacerdote murió, cayéndosele encima el techo de su casa. Un monje corrió tras Benito con la noticia, alegrándose y rogándole que volviera. Benito llevó luto por la muerte del pecador e impuso un castigo al monje por haberse regocijado.
Gregorio no sólo cuenta milagros sino que se digna, de vez en cuando, contar hechos de la vida de San Benito. Después de fundar doce monasterios, llegó finalmente a Monte Casino, donde había una capilla dedicada a Apolo, aún utilizada por la gente del país para sus adoraciones paganas. «Incluso hasta entonces, la loca multitud de infieles ofrendó el más terrible sacrificio». Benito destruyó el altar, fundó en su lugar una iglesia y convirtió a los vecinos paganos. Satanás estaba disgustado: «El antiguo enemigo de la humanidad, no aceptando esto de buen grado, se presentó ahora, no ya ocultamente o en sueños, sino abiertamente a los ojos de este santo padre y se quejó con gran griterío que le había hecho violencia. El ruido que formó lo oyeron los monjes, pero, sin embargo, no le vieron; mas como el venerable padre les había dicho, apareció visiblemente ante él, muy feroz, y como si con su terrible boca y llameantes ojos quisiera devorarle. Lo que el diablo le había dicho lo oyeron todos los monjes; primero le llamó por su nombre, y porque el hombre de Dios no se dignó contestarle, empezó a insultarle: porque, cuando exclamó llamándole “Bendito Benito”, como aun así no recibió contestación, cambió de tono y dijo:“Maldito Benito, y no bendito. ¿Qué me haces y por qué me persigues así?”». Aquí termina la historia; se deduce que Satán se marchó desesperado.
He citado con bastante extensión estos diálogos porque tienen una triple importancia. Primero, son la fuente principal de nuestro conocimiento de la vida de San Benito, cuya regla llegó a ser el modelo de todos los monasterios del Occidente, excepto en Irlanda o en los monasterios fundados por irlandeses. En segundo lugar, presentan un cuadro vivo del ambiente entre la mayoría de la gente civilizada del fin del siglo VI. En tercer lugar, están escritos por el papa Gregorio el Grande, cuarto y último de los doctores de la Iglesia occidental y políticamente uno de los papas más eminentes. Ahora prestemos atención a él.
El venerable W. H. Hutton, arcediano de Northampton,[71] manifiesta que Gregorio fue el hombre más grande del siglo VI; los únicos competidores podrían ser, dice, Justiniano y San Benito. Los tres, ciertamente, tuvieron una influencia profunda sobre las épocas venideras; Justiniano por sus leyes (no por las conquistas, que fueron efímeras); Benito por su Orden monástica, y Gregorio por el incremento del Poder papal, obra suya. En los diálogos, que he citado, aparece infantil y crédulo, pero como hombre de Estado era astuto, hábil y se daba cuenta de lo que podía llevarse a cabo en el mundo variable y complejo en que tuvo que desenvolverse. El contraste es sorprendente. Pero la mayoría de los hombres de acción son muchas veces inferiores intelectualmente.
Gregorio el Grande, primer Papa de este nombre, nació en Roma, hacia el año 540, de una familia rica y noble. Parece que su abuelo había sido Papa después de enviudar. Él mismo, cuando joven, tenía un palacio y riquezas inmensas. Tenía lo que se consideró como buena educación, aunque no estaba incluido el conocimiento del griego, que nunca aprendió, aunque vivió seis años en Constantinopla. En el año 573 fue prefecto de la ciudad de Roma. Pero tenía vocación para la religión. Dimitió de su cargo, dio sus riquezas para la fundación de monasterios y a la caridad, convirtió su propio palacio en un convento, haciéndose benedictino. Se entregó a la meditación y a la austeridad, lo que perjudicó su salud para siempre. Pero el papa Pelagio II se había dado cuenta de su capacidad política y le envió como embajador a Constantinopla, a la que Roma, desde el tiempo de Justiniano, estaba sometida. Gregorio vivió en esta ciudad desde 579 a 585, representando los intereses del Papa en la corte del emperador, y la teología papal en las discusiones con los clérigos orientales, que siempre se inclinaron más a la herejía que los occidentales. El patriarca de Constantinopla, en esa época, sostuvo la opinión errónea de que nuestros cuerpos el día de la resurrección serían impalpables, pero Gregorio salvó al emperador de caer en esa desviación de la fe verdadera. Sin embargo, fue incapaz de persuadirle a emprender una campaña contra los lombardos, objeto principal de su misión.
Los cinco años desde 585 hasta 590, Gregorio fue prior de su monasterio. Entonces murió el Papa y Gregorio le sucedió. Los tiempos eran difíciles, pero por su gran confusión ofrecieron grandes posibilidades para un estadista capaz. Los lombardos saquearon Italia; España y África se encontraban en estado de anarquía debido a la debilidad de los bizantinos y a la decadencia de los visigodos, y a las depredaciones de los moros. En Francia había guerras entre el Norte y el Sur. Bretaña, que había sido cristiana bajo los romanos, había vuelto al paganismo desde la invasión sajona. Todavía había restos del arrianismo, y la herejía de los Tres Capítulos no se había extinguido. Los tiempos turbulentos incluso contagiaron a los obispos, muchos de los cuales no vivían ejemplarmente. La simonía estaba de moda y siguió siendo un mal temible hasta el final del siglo XI.
Todas estas fuentes de turbación las combatió Gregorio con energía y sagacidad. Antes de ser Pontífice, el obispo de Roma, aunque reconocido como el más alto en la jerarquía, no tuvo jurisdicción más allá de su propia diócesis. San Ambrosio, por ejemplo, que vivía en los mejores términos con su Papa, no se consideraba nunca sujeto a su autoridad. Gregorio, debido en parte a sus cualidades personales y en parte a la anarquía reinante, pudo reafirmar con éxito una autoridad, que fue admitida por el clero de todo el Occidente e incluso, en grado inferior, del Oriente. Ejerció esta autoridad de modo principal por cartas a obispos y gobernantes seglares en todas las partes del mundo romano, pero también por otros medios. Su Libro de la regla pastoral, que contenía consejos a los obispos, tuvo una gran influencia en toda la alta Edad Media. Su finalidad era servir como guía para los deberes de los obispos, y así fue aceptado. Lo escribió en primer lugar para el obispo de Rávena y lo mandó también al de Sevilla. Bajo Carlomagno fue entregado a los obispos en la consagración. Alfredo el Grande lo tradujo al anglosajón. En el Oriente circulaba en griego. Da consejos razonables, aunque no sorprendentes, a los obispos, por ejemplo, el de no descuidar los negocios. También les dice que no se debía criticar a los gobernantes, pero que se les debía hacer presente el peligro de ir al infierno de no seguir los consejos de la Iglesia.
Las cartas de Gregorio son extraordinariamente interesantes, no solamente como demostración de su carácter, sino como cuadro de la época. Su tono, excepto frente al emperador y las señoras de la corte de Bizancio es el de un rector: algunas veces de mando, otras de reprobación, pero sin manifestar nunca el más ligero titubeo respecto a su derecho de dar órdenes.
Presentemos como muestra sus cartas durante un año: 599. La primera es una carta al obispo de Cagliari, en Cerdeña que, aunque viejo, era malo. Reza, en parte, así: «Me han dicho que en el día del Señor, antes de celebrar las solemnidades de la misa, tú ibas a recoger los cereales del portador de estos regalos… También, después de las solemnidades de la misa, tú no temías arrancar los mojones de esa posesión… Viendo que aún respetamos tus cabellos grises, ¡vuelve por fin en ti, anciano, y frena tu comportamiento y la perversión de tus acciones!». Al mismo tiempo escribe a las autoridades seglares de Cerdeña sobre el mismo tema. El obispo en cuestión primero debía ser reprobado porque ponía impuestos sobre funerales, y después porque, con su venia, un judío converso colocó la cruz y una imagen de la Virgen en una sinagoga. Además, él y otros obispos de Cerdeña habían viajado sin el permiso de su metropolitano; esto debía cesar.
Después sigue una carta muy severa al procónsul de Dalmacia. Entre otras cosas, dice: «No vemos de qué manera dais satisfacción a Dios o a los hombres»; y de nuevo: «Respecto a que vos queréis estar en favor con nosotros, es necesario que con todo vuestro corazón y alma, y con lágrimas, como os conviene, deis satisfacción a vuestro Redentor por tales cosas». No sé lo que aquella mala persona había hecho.
Después viene una carta a Calínico, exarca de Italia, felicitándole por una victoria sobre los eslavos, y diciéndole cómo debe obrar contra los herejes de Istria que se equivocaron respecto a los Tres Capítulos. También escribe sobre este tema al obispo de Rávena. Una vez, excepcionalmente, encontramos una carta al obispo de Siracusa, en la que Gregorio se defiende en vez de acusar a los demás. La cuestión en litigio es importante; a saber, si Aleluya se debía decir en cierto momento de la misa. La costumbre de Gregorio, dice, no se adoptó por servilismo a los bizantinos, como sugiere el obispo de Siracusa, sino que procede de Santiago, a través del bienaventurado Jerónimo. Los que creían que era servil para con la costumbre griega estaban, por tanto, en un error. (Cuestión similar fue una de las causas del Cisma de los antiguos creyentes en Rusia).
Existe una cantidad de cartas a soberanos bárbaros de ambos sexos. Brunilda, reina de los francos, quería que se confiriese el palio a cierto obispo francés, y Gregorio estaba dispuesto a conferírselo, pero desgraciadamente el emisario que envió era partidario del cisma. A Agilulfo, rey de los lombardos, escribe felicitándole por haber hecho la paz. «Porque si desgraciadamente no se hubiera hecho la paz, ¿qué otra cosa podría haber sido la consecuencia sino pecado y peligro por ambas partes, derramar sangre de los pobres aldeanos cuyo trabajo es provechoso para ambos?». Al mismo tiempo escribe a la esposa de Agilulfo, la reina Teodelinda, diciéndole que influya en su marido para que persista en su buen camino. De nuevo escribe a Brunilda para reprender dos cosas de su reino: que los legos ascendiesen en seguida a obispos, sin tiempo de prueba como sacerdotes ordinarios. Y que los judíos pudieran tener esclavos cristianos. A Teodorico y Teodoberto, reyes de los francos, escribe que, debido a la piedad ejemplar de éstos, sólo le gustaría decir cosas gratas, pero que no puede menos de señalar la preponderancia de la simonía en su reino. De nuevo escribe sobre un agravio infligido al obispo de Turín. Una carta a un soberano bárbaro sólo contiene cumplidos; es a Recaredo, rey de los visigodos, que había sido arriano, pero que se hizo católico en 587. Por esto, el Papa le recompensa, enviándole «una llavecita del santísimo cuerpo del bendito apóstol Pedro para darle su bendición, que contenía hierro de sus cadenas, que habían rodeado su cuello en el martirio; puede libraros de todos los pecados». Espero que su majestad se haya alegrado con este regalo.
Al obispo de Antioquía le instruye respecto al sínodo herético de Éfeso, y se le informa que «ha llegado a nuestros oídos que en la Iglesia del Oriente nadie obtiene una ordenación sagrada si no es por soborno», cosa que el obispo debe enmendar en cuanto pueda. El obispo de Marsella tiene que sufrir el reproche de haber roto ciertas imágenes veneradas: es cierto que está mal adorar imágenes, pero, sin embargo, son útiles, y se les debe tratar con respeto. A dos obispos de Galia los reprende a causa de una señora que fue monja y luego obligada a casarse. «Si éste es el caso…, debes tener el oficio de casamentero y no el mérito de pastor».
Estas cartas datan de un solo año. No es extraño que no encontrara tiempo para contemplación, como se lamenta en una de tales cartas (CXXX).
Gregorio no era partidario del estudio seglar. A Desiderio, obispo de Viena, en Francia, escribe:
«Ha llegado a nuestros oídos lo que no podemos mencionar sin avergonzarnos: que su Fraternidad tiene la costumbre de explicar gramática a ciertas personas. Eso nos parece mal, y lo desaprobamos enérgicamente, de manera que convertimos lo que antes dijimos en gemidos y tristeza, puesto que las alabanzas de Cristo no hallan lugar en una misma boca con las de Júpiter… Como es execrable que esto se nos cuente de un sacerdote, debes asegurarnos con veracidad si responde a la verdad o no».
Esta hostilidad frente a la ciencia pagana perduró en la Iglesia al menos durante cuatro siglos, hasta el tiempo de Gerberto (Silvestre II). Desde el siglo III en adelante la Iglesia aceptó buenamente la erudición.
La actitud de Gregorio frente al emperador es mucho más respetuosa que frente a los reyes bárbaros. Escribiendo a un corresponsal en Constantinopla dice: «Lo que agrade al más piadoso emperador, mande lo que quiera, está en su Poder. Como él decide, así sea. Solamente que no se mezcle en la destitución (de un obispo ortodoxo). Sin embargo, lo que haga, si es canónico, le obedeceremos. Pero si no, lo toleraremos hasta donde podamos sin cometer pecado por nuestra parte».
Cuando el emperador Mauricio fue destronado por una rebelión, cuyo caudillo era un oscuro centurión de nombre Focas, este usurpador llegó al trono y mató a los cinco hijos de Mauricio en presencia de su padre, y después al emperador mismo. Focas fue naturalmente coronado por el patriarca de Constantinopla, que no tenía otra alternativa que la muerte. Lo más sorprendente es que Gregorio, a una distancia relativamente segura, desde Roma, escribiera cartas aduladoras al usurpador y a su mujer. «Hay una diferencia —escribe— entre los reyes de las naciones y los emperadores de la república, y es que los reyes de las naciones son señores de esclavos, pero los emperadores de la república son señores de hombres libres… Quiera Dios Poderoso en todo pensamiento y hecho mantener el corazón de vuestra Piedad en su Gracia; y cualesquiera cosas se hagan justamente y con clemencia, quiera morar el Espíritu Santo en vuestro pecho». Y a la esposa de Focas, la emperatriz Leoncia, escribe: «¡Qué lengua pueda decir, ni qué espíritu pensar cuántas gracias debemos dar a Dios Todopoderoso por la paz de vuestro reinado, en que la carga de largos años ha sido retirada de nuestros hombros y ha vuelto la amable servidumbre de la supremacía imperial!».
Se podría creer que Mauricio había sido un monstruo; en realidad era un buen anciano. Los apologistas disculpan a Gregorio diciendo que no sabía qué atrocidades había cometido Focas; pero supo con seguridad cuál era el habitual comportamiento de los usurpadores bizantinos, y no debía esperar que Focas fuese una excepción.
La conversión del pagano desempeñó un importante papel en la influencia creciente de la Iglesia. Los godos habían sido convertidos antes del final del siglo IV por Ulfilas —desgraciadamente al arrianismo, que fue también la creencia de los vándalos—. Después de la muerte de Teodorico, sin embargo, los godos se hicieron poco a poco católicos: el rey de los visigodos, como hemos visto, adoptó la fe católica en tiempos de Gregorio. Los francos fueron católicos desde el tiempo de Clodoveo; los irlandeses se convirtieron antes de la caída del Imperio occidental por San Patricio, un caballero de Somerset[72] que vivió entre ellos desde 432 hasta su muerte en 461. Los irlandeses, a su vez, contribuyeron mucho a evangelizar Escocia y el norte de Inglaterra. En esta obra fue el misionero más importante San Columbano; otro era un San Columbiano, quien escribió largas cartas a Gregorio sobre Pascuas y otras cuestiones importantes. La conversión de Inglaterra, aparte de Northumbria, estaba al cuidado especial de Gregorio. Todo el mundo sabe cómo, antes de que fuese Papa, vio dos rubios muchachos de ojos azules en el mercado de esclavos en Roma, y al saber que eran anglos, replicó: «No. Son ángeles». Cuando fue Papa envió a San Agustín a Kent para convertir a los anglos. Hay muchas cartas en su correspondencia a San Agustín, a Edelberto, rey de Angeli y otros, sobre el tema de la misión. Gregorio dispone que los templos de los paganos en Inglaterra no deben ser destruidos, pero los ídolos sí, y los templos paganos después consagrados iglesias. San Agustín plantea una serie de problemas al Papa. Por ejemplo, si los primos pueden casarse, si esposos que habían tenido relaciones amorosas en la noche anterior podían entrar en la iglesia (sí, si se han purgado, dice Gregorio), etc. Sabemos que la misión prosperó, y por eso todos somos cristianos hoy.
El período que hemos estudiado es notable por el hecho de que, aunque sus grandes hombres son inferiores a los de otras épocas, su influencia sobre las épocas futuras ha sido mayor. El derecho romano, el monacato y el Papado deben su larga y profunda influencia a Justiniano, Benito y Gregorio. Los hombres del siglo VI, aunque menos civilizados que sus predecesores, lo eran mucho más que los hombres de los cuatro siglos siguientes, y lograron establecer instituciones que por fin domesticaron a los bárbaros. Es digno de mención que de los tres hombres citados, dos fuesen nativos aristócratas de Roma y el tercero un emperador romano. Gregorio es en un sentido muy auténtico el último de los romanos. Su tono de mando, justificado por su oficio, se basa, sin embargo, en el orgullo aristocrático de un romano. Después de él, durante mucho tiempo, la ciudad de Roma cesó de dar grandes hombres. Pero en su caída logró cautivar las almas de sus conquistadores: la veneración que sintieron por la Silla de Pedro era un producto del respeto que sintieron por el trono de los césares.
En Oriente, el curso de la Historia fue distinto. Mahoma nació cuando Gregorio tenía, aproximadamente, treinta años.