Los siglos V y VI
El siglo V fue el de la invasión de los bárbaros, y el del desmoronamiento del Imperio occidental. Después de la muerte de Agustín, en 430, hubo poca filosofía; fue un siglo de acción destructiva que, sin embargo, determinó la dirección en la que Europa se había de desarrollar. En este siglo los ingleses invadieron Bretaña y la transformaron en Inglaterra; también ocurrió en este siglo la invasión de los francos que hizo de Galia, Francia, y que los vándalos invadieron Hispania, dándole su nombre a Andalucía. San Patricio, a mediados del siglo, convirtió los irlandeses al cristianismo. En todo el mundo occidental rudos reinos germánicos sucedieron a la burocracia centralizada del Imperio. Cesó el correo imperial, las grandes carreteras fueron descuidadas, la guerra puso fin al comercio en gran escala, y la vida se hizo de nuevo local, tanto en política como en economía. La autoridad centralizada se conservó únicamente en la Iglesia, y aun aquí con dificultad.
De las tribus germánicas que invadieron el Imperio en el siglo V, las más importantes eran las de los godos. Fueron impulsados hacia Occidente por los hunos, que los atacaron desde el Este. Primeramente, intentaron conquistar el Imperio occidental, pero fueron derrotados; después se volvieron hacia Italia. Desde Diocleciano habían sido empleados como mercenarios romanos; por eso sabían del arte guerrero más de lo que de otro modo hubieran sabido. Alarico, rey de los godos, saqueó Roma en 410, pero murió en ese mismo año. Odoacro, rey de los ostrogodos, puso fin al Imperio occidental en 476 y reinó hasta 493, cuando fue asesinado a traición por otro ostrogodo, Teodorico, rey de Italia hasta 526. De él habré de hablar algo más. Fue importante tanto en la Historia como en la leyenda; en Los Nibelungos aparece como «Dietrich de Bern» (Berna es Verona).
Mientras tanto, los vándalos se establecieron en África, los visigodos en el sur de Francia, y los francos en el norte.
En medio de la invasión germánica tuvo lugar la incursión de los hunos bajo Atila. Los hunos eran una raza mongólica, pero frecuentemente se aliaron a los godos. En el momento crucial, sin embargo, cuando invadieron la Galia en 451, habían reñido con los godos; los godos y romanos juntos los derrotaron en ese mismo año en Chalons. Atila se volvió entonces contra Italia, y pensó marchar sobre Roma, pero el papa León le disuadió, indicándole que Alarico había muerto después de saquear Roma. Sin embargo, su abstención no le sirvió para nada, pues murió al año siguiente. Después de su muerte, decayó el Poder de los hunos.
Durante este período de confusión, la Iglesia se vio perturbada por una controversia complicada sobre la Encarnación. Los protagonistas de los debates fueron dos clérigos, Cirilo y Nestorio, de los cuales, más o menos por casualidad, el primero fue proclamado santo y el segundo hereje. San Cirilo era patriarca de Alejandría desde aproximadamente 412 hasta su muerte en 444; Nestorio era patriarca de Constantinopla. La cuestión debatida era la relación de la divinidad de Cristo con su humanidad. ¿Había dos personas, una humana y otra divina? Ésta fue la opinión de Nestorio. Si no, ¿había solamente una naturaleza, o eran estas dos naturalezas en una persona, una naturaleza humana y otra divina? Estas cuestiones suscitaron en el siglo V un grado casi increíble de pasión y furia. «Una discordia secreta e incurable se encendió entre los que temían confundir y los que temían la separación de la divinidad y la humanidad de Cristo».[67]
San Cirilo, abogado de la unidad, era hombre de celo fanático. Se aprovechaba de su posición de patriarca para promover matanzas contra la colonia judía, muy numerosa, de Alejandría. Es principalmente conocido por el linchamiento de Hipatia, dama distinguida, que en una época de fanatismo, mostró su adhesión a la filosofía neoplatónica y que dedicó sus talentos a la matemática. Fue «arrojada de su carro, despojada de sus ropas, arrastrada a la Iglesia y ejecutada salvajemente por Pedro el Lector y una horda de fanáticos bárbaros y despiadados: su carne fue separada de los huesos con cortantes conchas de ostras y sus miembros palpitantes entregados a las llamas». La investigación judicial y el castigo fueron suspendidos mediante dádivas considerables.[68]
Después de esto, Alejandría ya no fue turbada por los filósofos.
San Cirilo se dolió al saber que Constantinopla se estaba extraviando por las enseñanzas de su patriarca Nestorio, quien sostenía que había dos personas en Cristo, una humana y otra divina. Por esta razón, Nestorio se opuso a la nueva costumbre de llamar a la Virgen Madre de Dios; ésta era, decía, solamente la madre de la Persona humana, mientras que la Persona divina, que era Dios, no tenía madre. Sobre esta cuestión, la Iglesia estaba dividida. En general, los obispos del este de Suez favorecieron a Nestorio, mientras que los del oeste eran partidarios de San Cirilo. Se convocó un concilio en Éfeso en 431, para decidir la cuestión. Los obispos occidentales llegaron primero y cerraron las puertas a los que se retrasaron, y tomaron partido con suma prisa por San Cirilo, que presidía. «Ese tumulto episcopal, a la distancia de trece siglos, presenta el venerable aspecto del tercer concilio ecuménico».[69]
Como resultado de este concilio, Nestorio fue condenado como hereje. No se retractó, sino que fundó la secta nestoriana, que tuvo gran resonancia en Siria y en todo el Oriente. Algunos siglos más tarde, los nestorianos eran tan fuertes en China, que su credo parecía ir a convertirse en la religión establecida. Los misioneros españoles y portugueses encontraron aún nestorianos en las Indias en el siglo XVI. La persecución del nestorianismo por el gobierno católico de Constantinopla causó un disgusto que ayudó a los mahometanos en su conquista de Siria.
La lengua de Nestorio, que con su elocuencia había seducido a tantos, fue devorada por los gusanos; por lo menos así se nos asegura.
Éfeso había sustituido a Artemisa por la Virgen, pero tenía aún el mismo celo desmedido por su diosa que en tiempos de San Pablo. Se dijo que la Virgen fue enterrada allí. En 449, después de la muerte de San Cirilo, un sínodo de Éfeso intentó llevar el triunfo aún más lejos, y cayó así en la herejía opuesta a la de Nestorio, o sea la llamada herejía monofisita, que mantiene que Cristo sólo tiene una naturaleza. Si San Cirilo hubiese vivido aún, habría sostenido, seguramente, esta idea, y se hubiera convertido en hereje. El emperador ayudó al sínodo, pero el Papa lo repudió. Por fin, el papa León —el mismo que hizo desistir a Atila de saquear Roma—, el año de la batalla de Chalons convocó un concilio ecuménico en Calcedonia, en 451, que condenó a los monofisitas y definió, por último, la doctrina ortodoxa de la Encarnación. El Concilio de Éfeso había resuelto que solamente existe una Persona en Cristo, pero el Concilio de Calcedonia decidió que Él subsiste en dos naturalezas, una humana y otra divina. La influencia del Papa fue decisiva en esta cuestión.
Los monofisitas, como los nestorianos, no se sometieron. Egipto, casi en su totalidad, adoptó su herejía, que se extendió por el Nilo y Abisinia. La herejía de los abisinios fue una de las razones que Mussolini alegó para conquistarlos. La herejía de Egipto, como la opuesta de Siria, facilitó la conquista árabe.
Durante el siglo VI hubo cuatro hombres de gran importancia en la historia de la cultura: Boecio, Justiniano, Benito y Gregorio el Grande. De ellos me ocuparé principalmente en lo que resta de este capítulo y en el siguiente.
La conquista de Italia por los godos no puso fin a la civilización romana. Bajo Teodorico, rey de Italia y de los godos, la administración civil de Italia era enteramente romana; Italia disfrutó de paz y tolerancia religiosa (casi hasta el fin); el rey era sabio y vigoroso. Nombró cónsules, conservó la ley romana y mantuvo el Senado; cuando estaba en Roma, su primera visita era para el Senado.
Aunque arriano, Teodorico vivió en buena armonía con la Iglesia hasta sus últimos años. En 523, el emperador Justiniano proscribió el arrianismo, y esto molestó a Teodorico. Tenía razón para temer, pues Italia era católica, y su simpatía teológica la llevaba hacia el emperador. Creía, con razón o sin ella, que había un complot en el que estaban comprometidos los hombres de su propio gobierno. Por eso encarceló y ejecutó a su ministro Boecio, cuya Consolación de la filosofía fue escrita en la prisión.
Boecio es una figura singular. En toda la Edad Media fue leído, admirado y considerado siempre como cristiano devoto. Se le trató casi como si hubiese sido uno de los Padres. Sin embargo, su Consolación de la filosofía, escrita en 524, mientras estaba esperando la ejecución, es puramente platónica; esto no demuestra que no era cristiano, sino que esa filosofía pagana tenía más fuerza en él que la teología cristiana. Algunas obras teológicas que se le atribuyen, especialmente una sobre la Trinidad, son consideradas por muchos autores como apócrifas; pero probablemente a ellas se deba el que la Edad Media le considerase ortodoxo y sacase de él mucha filosofía platónica que de otro modo hubiese sido mirada con suspicacia.
La obra alterna el verso y la prosa: Boecio, en su propio nombre, habla en prosa, mientras que la filosofía contesta en verso. Hay cierta analogía con Dante que, sin duda, fue influido por él en su Vita Nuova.
La Consolación, que Gibbon llama razonablemente «volumen de oro», comienza con la afirmación de que Sócrates, Platón y Aristóteles son los filósofos verdaderos. Los estoicos, epicúreos y demás, son usurpadores a los que la multitud profana tomó equivocadamente por amigos de la filosofía. Boecio dice que obedeció la orden pitagórica de «seguir a Dios» (no el mandato cristiano). La felicidad —que es lo mismo que beatitud— es el bien, no el placer. La amistad es algo «sumamente sagrado». Gran parte de su moral concuerda estrechamente con la doctrina estoica, sacada, en efecto, en gran parte de Séneca. Hay un resumen en verso, del principio del Timeo. A esto sigue una gran cantidad de metafísica puramente platónica. La imperfección, dice, es una falta, que implica la existencia de un modelo perfecto. Adoptó la teoría privativa del mal. Después pasa a un panteísmo que debía haber chocado a los cristianos, pero que por alguna razón no fue así. La beatitud y Dios son el mayor bien y, por lo tanto, idénticos. «Los hombres serán felices por la posesión de la divinidad». «Los que alcanzan la divinidad se hacen dioses. Todo el que es feliz es un Dios, pero por naturaleza existe solamente un Dios; sin embargo, puede haber muchos por participación». «La suma, el origen y causa de todo lo buscado se cree con razón que es la bondad». «La sustancia de Dios no consiste nada más que en bondad». ¿Puede Dios hacer el mal? No. Por lo tanto, el mal no es nada, puesto que Dios puede hacerlo todo. Los hombres virtuosos siempre son poderosos y los malos siempre débiles; porque ambos desean el bien, pero solamente el virtuoso lo alcanza. Los malos son más desafortunados si escapan al castigo que si lo sufren. «En los sabios no hay cabida para el odio».
El tono del libro se parece más al de Platón que al de Plotino. No hay ningún rasgo de la superstición y morbosidad de la época, ninguna obsesión del pecado ni un ansia excesiva de lo inalcanzable. Reina una perfecta calma filosófica; tanto, que si el libro hubiese sido escrito en la prosperidad, pudiese llamarse hasta cómodo. Escrito en la prisión, bajo la sentencia de muerte, es tan admirable como los últimos momentos del Sócrates platónico.
No se puede hallar una actitud análoga hasta después de Newton. Quiero citar in extenso un poema del libro que, respecto a su filosofía, se parece al Ensayo sobre el hombre, de Pope.
Si quieres ver
las leyes de Dios con espíritu purísimo,
debes clavar tu mirada en el cielo,
cuyo curso establecido recorren en paz las estrellas.
El claro fuego del Sol
no detiene el ímpetu de su hermana,
ni tampoco desea el Oso nórdico
en las olas del océano ocultar su rayo.
Aunque ve
las otras estrellas deslizarse allí,
sin embargo, incesantemente rueda
sobre el alto cielo, nunca tocando al océano.
La luz de la tarde
con curso cierto muestra
el advenimiento de la noche sombría
y Lucifer se marcha antes del amanecer.
Este amor mutuo
verifica eternos rumbos,
y de las esferas estrelladas allí arriba
deriva toda la causa de guerra y discordia peligrosa.
Este dulce consentimiento
en lazos iguales ata
la naturaleza de cada elemento,
así que las cosas húmedas ceden a las secas.
El frío agudo
con llamas colma la amistad,
el fuego temblante mantiene el más alto lugar
y la pesada tierra se hunde en la profundidad.
El año florido
alienta aromas en la primavera,
el radiante verano trae el grano,
el otoño produce los frutos de los árboles cargados.
La lluvia que cae
da la humedad del invierno.
Estas leyes así nutren y mantienen
todas las criaturas que vemos vivir en la tierra.
Y cuando mueren
las llevan a su fin,
mientras que su Creador está sentado en las alturas
cuya mano tiene las bridas del mundo entero.
Él, como su rey,
los gobierna con señorial poder.
De Él nacen, florecen y manan,
Él como su ley y juez decide sus derechos.
Las cosas cuyo curso
se desliza más rápidamente,
Él las puede obligar a volver atrás, a menudo,
y repentinamente parar su movimiento errante.
Si no limitase su fuerza
a su violencia,
y a los que de otro modo vagarían,
no sometiera a un círculo
esa firme ley
que ahora todo adorna,
pronto estaría destruido y quebrado,
estando las cosas lejos de su principio.
Este poderoso amor
es común a todos
los que se mueven en el deseo de lo bueno
hacia los orígenes de donde primeramente salieron.
Ninguna cosa del mundo
puede continuar
si el amor no la lleva de nuevo
a la causa que primeramente le dio su esencia.
Boecio fue, hasta el final, amigo de Teodorico. Su padre era cónsul, él lo era y también sus dos hijos. Su suegro Símmaco (probablemente nieto del que tuvo la controversia con Ambrosio sobre la estatua de la Victoria) era hombre importante en la corte del rey godo. Teodorico empleaba a Boecio en la reforma de la moneda, y para asombrar a reyes bárbaros menos civilizados con relojes de sol y campanas. Es posible que la ausencia de superstición en las familias aristocráticas romanas no fuese tan excepcional como en otras partes, pero su combinación con una gran erudición y celo por el bien público era único en esa época. Durante los dos siglos antes de su tiempo y los diez después, no conozco ningún europeo culto tan libre de superstición y fanatismo. Tampoco son sólo negativos sus méritos; su perspectiva es de alto nivel, desinteresada y sublime. En cualquier época hubiese sido notable; en la suya fue extraordinariamente asombroso.
La fama medieval de Boecio se debía en parte a que fue considerado como mártir de la persecución de los arrianos, una idea que surgió doscientos o trescientos años después de su muerte. En Pavía fue tenido por santo, aunque, de hecho no fuese canonizado. Aunque Cirilo fue santo, Boecio no lo fue.
Dos años después de la ejecución de Boecio murió Teodorico. En el año siguiente, Justiniano llegó a ser emperador. Reinó hasta 565, y en este largo tiempo hizo mucho daño y ningún bien. Naturalmente, su fama se basa principalmente en su Digesto, pero no me aventuro a hablar sobre este tema, que pertenece a los abogados. Era un hombre de profunda piedad, y lo demostró, dos años después de su coronación, cerrando las escuelas de filosofía de Atenas, cuando aún reinaba el paganismo. Los filósofos desposeídos se fueron a Persia, donde el rey los recibió amablemente. Pero se asombraron de las costumbres de los persas —según Gibbon—, más de lo que parecía propio en unos filósofos, de la poligamia y del incesto; así que volvieron otra vez a su patria y cayeron en el olvido. Tres años después de esta hazaña (532), Justiniano emprendió otra tarea —más digna de alabanza—: la construcción de Santa Sofía. Yo no he visto nunca Santa Sofía, pero he visto hermosos mosaicos contemporáneos de Rávena, incluidos los retratos de Justiniano y de su emperatriz Teodora. Los dos eran muy piadosos, aunque Teodora fue muy frívola, pues era una mujer que había recogido de un circo. Y, lo que es aún peor, se inclinó al monofisismo.
Pero basta ya de murmuración. El emperador, lo puedo decir con satisfacción, era de una ortodoxia impecable, excepto en cuanto a los «tres capítulos». Ésta fue una controversia enojosa. El Concilio de Calcedonia había proclamado que tres padres ortodoxos eran sospechosos de nestorianismo; Teodora, con muchos otros, aceptó todos los demás decretos del Concilio menos éste. La Iglesia occidental acató todo lo que el Concilio decidió, y la emperatriz tuvo que perseguir al Papa. Justiniano la adoraba, y después de su muerte en 548, ella fue para él lo que el rey consorte para la reina Victoria. Así cayó por fin en la herejía. Un historiador contemporáneo (Evagrio) escribe: «Habiendo recibido al final de su vida la recompensa de sus malas acciones, fue a buscar la justicia que le correspondía antes de ocupar el lugar del juicio del infierno».
Justiniano aspiró a reconquistar la mayor parte posible del Imperio occidental. En el año 535 invadió Italia y obtuvo primero un rápido éxito contra los godos. La población católica le recibió bien, y vino como representante de Roma contra los bárbaros. Pero los godos volvieron a unirse y la guerra duró dieciocho años, durante los cuales Roma e Italia, en general, sufrieron más que durante la invasión de los bárbaros.
Roma fue conquistada cinco veces, tres por los bizantinos y dos por los godos, y quedó reducida a una pequeña ciudad. Lo mismo ocurrió en África, que Justiniano también reconquistó, más o menos. Al principio, sus ejércitos fueron bien recibidos, después se vio que la administración bizantina estaba corrompida y que los impuestos eran ruinosos. Al final, mucha gente deseó que volviesen los godos y los vándalos. La Iglesia, sin embargo, hasta sus últimos años, estuvo siempre del lado del emperador, a causa de su ortodoxia. No intentó reconquistar Galia, en parte porque estaba muy lejos y también porque los francos eran ortodoxos.
En 568, tres años después de la muerte de Justiniano, Italia se vio invadida por una nueva y muy salvaje tribu germánica: los lombardos. Las guerras entre ellos y los bizantinos continuaron intermitentemente durante doscientos años, casi hasta el tiempo de Carlomagno. Los bizantinos ocuparon cada vez menos parte de Italia; en el Sur, tuvieron que enfrentarse también con los sarracenos. Roma permaneció nominalmente sometida a ellos, y los papas trataron con deferencia a los emperadores del Oriente. Pero en la mayoría de las regiones de Italia, los emperadores, después de la invasión de los lombardos, tenían muy poca autoridad e incluso ninguna. Este período arruinó la civilización italiana. Evadidos de los lombardos fundaron Venecia y no fueron, como suele decir la tradición, fugitivos de Atila.