Filosofía y teología de San Agustín
San Agustín fue un escritor muy fecundo, principalmente sobre asuntos teológicos. Algunos de sus escritos polémicos fueron locales y perdieron interés por su mismo éxito; pero algunos de ellos, en especial los que se refieren a los pelagianos, han continuado influyendo prácticamente hasta los tiempos modernos. No me propongo tratar sus obras una a una, sino sólo discutir lo que me parezca más importante, ya intrínseca, ya históricamente. Consideraré:
Primero: su filosofía pura, en particular su teoría del tiempo;
Segundo: su filosofía de la historia desarrollada en La ciudad de Dios;
Tercero: su teoría de la salvación, dirigida contra los pelagianos.
San Agustín, las más de las veces, no se ocupa de la filosofía pura, pero cuando lo hace demuestra una gran habilidad. Es el primero de una larga serie, cuyos conceptos puramente especulativos están influidos por la necesidad de coincidir con la Escritura. Esto no puede decirse de los primeros filósofos cristianos, v. g., Orígenes; en Orígenes el cristianismo y el platonismo están uno al lado del otro y no se entrecruzan. En San Agustín, por otra parte, el pensamiento original en la filosofía pura está estimulado por el hecho de que el platonismo, en ciertos aspectos, no está en armonía con el Génesis.
La mejor obra puramente filosófica de los escritos de San Agustín es el libro undécimo de las Confesiones. Las ediciones populares de las Confesiones concluyen en el libro X, basándose en que lo que sigue no es interesante; no es interesante porque es buena filosofía, no biografía. El libro XI se enfrenta con el problema: habiendo ocurrido la Creación como el primer capítulo del Génesis asegura, y como Agustín sostiene contra los maniqueos, debería haberse efectuado tan pronto como fue posible. Así, imagina él un contradictor.
El primer punto a verificar, si su respuesta ha de ser comprendida, es que la Creación salió de la nada; como enseña el Antiguo Testamento, es una idea completamente extraña a la filosofía griega. Cuando Platón habla de la Creación imagina una materia primitiva a la que dio forma Dios; y lo propio ocurre con Aristóteles. Su Dios es un artífice o un arquitecto, más que un creador. La sustancia se considera como eterna e increada; sólo la forma se debe a la voluntad de Dios. Contra este concepto, San Agustín sostiene, como todo cristiano ortodoxo, que el mundo fue creado, no de una cierta materia, sino de la nada. Dios creó la sustancia, no sólo el orden y la disposición. El concepto griego de que la creación salida de la nada es imposible, se ha repetido con intervalos en épocas cristianas y ha conducido al panteísmo. Éste sostiene que Dios y el mundo no son distintos y que todo en el mundo es parte de Dios. Este criterio se desarrolla más completamente en Spinoza, pero es tal que ha atraído a casi todos los místicos. Así, durante todos los siglos cristianos, los místicos han tenido dificultad en permanecer ortodoxos, puesto que les cuesta creer que el mundo es exterior a Dios. Agustín, sin embargo, no tiene dificultades sobre este punto; el Génesis es explícito y eso basta para él. Su concepto en esta materia es esencial para su teoría del tiempo.
¿Por qué el mundo no fue creado antes? Porque no había antes. El tiempo fue creado cuando se creó el mundo. Dios es eterno, en el sentido de que está fuera del tiempo; en Dios no hay antes ni después, sino sólo un eterno presente. La eternidad de Dios está fuera de la relación de tiempo; todo tiempo está presente para Él de modo simultáneo. Él no precede a Su propia creación del tiempo porque eso implicaría que Él estaba en el tiempo, por cuanto Él se mantiene eternamente fuera de la corriente del tiempo. Esto conduce a San Agustín a una tan sorprendente teoría relativa del tiempo.
«¿Qué es, pues, el tiempo? —pregunta—. Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Varias dificultades se entrecruzan. Ni pasado ni futuro, dice, sino sólo el presente es en realidad; el presente es nada más que un momento y el tiempo sólo puede medirse mientras está transcurriendo. Sin embargo, hay realmente tiempo pasado y tiempo futuro. Aquí parece que va camino de contradecirse. El único camino que Agustín puede hallar para evitar estas contradicciones, es decir, que pasado y futuro sólo pueden ser considerados como presente: el pasado ha de identificarse con la memoria y el futuro con la espera, siendo memoria y espera hechos presentes. Hay, dice, tres tiempos: «un presente de cosas pasadas, un presente de cosas presentes y un presente de cosas futuras». «El presente de las cosas pasadas es la memoria; el presente de las cosas presentes es la vista, y el presente de las cosas futuras es la espera».[54] Decir que hay tres tiempos: pasado, presente y futuro, es una manera libre de hablar.
Se percata de que no ha resuelto realmente todas las dificultades por esta teoría. «Mi alma se acongoja al saber que este asunto es el más enmarañado», dice, y ruega a Dios que le ilumine, asegurándole que su interés por el problema no dimana de la simple curiosidad. «Te confieso a Ti, oh Señor, que todavía estoy ignorante de lo que es el tiempo». Pero el punto capital de la solución que sugiere es que el tiempo es subjetivo; el tiempo está en la mente humana, que espera, considera y recuerda.[55] Prosigue que no puede haber tiempo sin un ser creado,[56] y que hablar del tiempo antes de la Creación carece de sentido.
Yo mismo no estoy conforme con esta teoría, por cuanto hace del tiempo algo mental. Pero es claramente una teoría muy hábil, digna de ser considerada en serio. Yo iría más lejos y diría que es un gran avance respecto a cuanto se halla en la filosofía griega. Contiene una exposición mejor y más clara que la de Kant de la teoría subjetiva del tiempo —una teoría que, desde Kant, ha sido ampliamente aceptada entre los filósofos.
La teoría de que el tiempo es sólo un aspecto de nuestros pensamientos es una de las formas más extremadas del subjetivismo que, como hemos dicho, progresó poco a poco en la Antigüedad a partir de Protágoras y de Sócrates. Su aspecto emocional es la obsesión del pecado, el cual vino después de sus aspectos intelectuales. San Agustín presentó ambas clases de subjetivismo. Esto le condujo a anticiparse, no sólo a la teoría del tiempo de Kant, sino al cogito de Descartes. En sus Soliloquios dice: «Tú, que quieres saber, ¿sabes quién eres? No lo sé. ¿Dónde estás? No lo sé. ¿Eres uno o múltiple? No lo sé. ¿Te sientes a ti mismo desplazado? No lo sé. ¿Sabes que tú piensas? Sí». Esto contiene no sólo el cogito de Descartes, sino su réplica al ambulo ergo sum de Gassendi. Como filósofo, por tanto, Agustín merece un alto puesto.
Cuando en 410 Roma fue saqueada por los godos, los paganos, no sin lógica, atribuyeron el desastre al abandono de los dioses antiguos. En tanto Júpiter fue adorado, decían, Roma permaneció poderosa; ahora que los emperadores se habían alejado de él, ya no protegía a sus romanos. Este argumento pagano exigía una respuesta. La ciudad de Dios, escrita progresivamente entre 412 y 427, fue la respuesta de San Agustín; pero tomó, al hacerse, un vuelo más amplio y desarrolló un esquema completo de historia, pasada, presente y futura. Fue un libro de enorme influencia en toda la Edad Media, en especial en las luchas de la Iglesia con los príncipes seculares.
Como algunos otros libros muy grandes, se ofrece a la memoria de los que lo han leído como algo mejor de lo que aparece en la relectura. Contiene mucho que difícilmente nadie en los días presentes puede aceptar, y su interés central está algo oscurecido por las excrecencias pertenecientes a su época. Pero la amplia concepción del contraste entre la Ciudad de este mundo y la Ciudad de Dios ha seguido siendo una inspiración para muchos, y aun ahora puede ser expuesta en términos no teológicos.
Omitir detalles en una referencia del libro y concentrarlos en la idea central daría sin duda una idea injustamente favorable; por otra parte, concentrarse en los detalles sería omitir lo que hay de mejor y más importante. Intentaré evitar ambos errores, haciendo primero una exposición en detalle y pasando luego a la idea general, tal como aparece en el desarrollo histórico.
El libro comienza con consideraciones motivadas por el saqueo de Roma y encaminadas a demostrar que cosas aún peores ocurrían en los tiempos precristianos. Entre los paganos, que atribuían el desastre a la cristiandad, hay muchos, dice el santo, que durante el saqueo buscaron refugio en las iglesias, a las que los godos, porque eran cristianos, respetaron. En el saqueo de Troya, por el contrario, el templo de Juno no dispensó ninguna protección, ni los dioses preservaron la ciudad de la destrucción. Los romanos nunca respetaron los templos en las ciudades conquistadas; en este aspecto, el saqueo de Roma fue de los más moderados y su mitigación fue un resultado del cristianismo.
Los cristianos que sufrieron el saqueo no tenían razón para quejarse, por varias razones. Algunos godos malvados podrán haber prosperado a expensas suyas, pero sufrirán en adelante: si todo pecado fuese castigado en la Tierra, no habría necesidad del Juicio Final. Lo que los cristianos soportaron, redundaría, si eran virtuosos, en su beneficio, pues los santos, con la pérdida de las cosas temporales, no pierden nada de valor. No importa si sus cuerpos yacen insepultos, porque las bestias feroces no pueden impedir la resurrección del cuerpo.
Viene luego la cuestión de las vírgenes puras, que fueron violadas durante el saqueo. Hubo, según parece, quienes sostenían que éstas habían perdido la corona de la virginidad sin ninguna culpa propia. A esta idea se opone el santo enérgicamente. «¡La lascivia de otro no puede mancharte a ti!». La castidad es una virtud de la mente y no se pierde por la violación, pero se pierde por la intención de pecar, aun cuando no se lleve a cabo. Se sugiere que Dios permite la violación porque las víctimas han sido demasiado orgullosas de su continencia. Es perversidad suicidarse por haber sido violada; esto conduce a una larga discusión de Lucrecia, que no debió haberse matado a sí misma, porque el suicidio es siempre un pecado.
Hay una excepción para exculpar a las mujeres virtuosas que hayan sido violadas: no tienen que gozar. Si lo hacen, están en pecado.
Llega luego a la perversidad de los dioses paganos. Por ejemplo: «Sus comedias, aquellos espectáculos de suciedad, aquellas licenciosas vanidades, no fueron traídas primero a Roma por las corrupciones de los hombres, sino por mandato directo de sus dioses».[57] Sería mejor adorar a un hombre virtuoso, tal como Escipión, que a estos dioses inmorales. En cuanto al saqueo de Roma, no tiene que turbar a los cristianos que tienen un santuario en la «peregrina ciudad de Dios».
En este mundo, las dos ciudades —la terrena y la celeste— están mezcladas, pero en lo sucesivo el predestinado y el réprobo serán separados. En esta vida, no podemos saber quiénes, aun entre nuestros enemigos aparentes, han de hallarse entre los elegidos.
La parte más difícil de la obra, se nos dice, consistirá en la refutación de los filósofos, con los mejores de los cuales los cristianos están de acuerdo en gran parte, por ejemplo, respecto a la inmortalidad y a la creación del mundo por Dios.[58]
Los filósofos no dirigen los tiros a que la adoración de los dioses paganos y sus instrucciones morales eran débiles porque los dioses eran malvados. No se sugiere que los dioses fuesen mera fábula; San Agustín sostiene que existen, pero que son diablos. Les gustaba que se contasen cuentos asquerosos de ellos porque necesitaban injuriar a los hombres. Las hazañas de Júpiter cuentan más, entre los paganos, que las doctrinas de Platón o las opiniones de Catón. «Platón, que no admitiría a los poetas vivir en una ciudad bien gobernada, mostró que su único mérito era mejor que el de aquellos dioses, que deseaban ser honrados con comedias».[59]
Roma fue siempre perversa, desde el rapto de las mujeres sabinas en adelante. Muchos capítulos están dedicados a la pecaminosidad del imperialismo romano. No es verdad que Roma no sufriese antes de hacerse cristiano el Estado; desde los galos y las guerras civiles sufrió tanto como desde los godos y más.
La astrología es no sólo perversa sino falsa; esto puede probarse por las diferentes fortunas de los mellizos, que tienen el mismo horóscopo.[60] La concepción estoica del Destino (que estaba relacionada con la astrología) es errónea, puesto que los ángeles y los hombres tienen libre albedrío. Es cierto que Dios tiene conocimiento previo de nuestros pecados, pero nosotros no pecamos a causa de Su conocimiento previo. Es un error suponer que la virtud trae desgracia, aun en este mundo: los emperadores cristianos, si fueron virtuosos, han sido felices hasta cuando no tuvieron fortuna, y Constantino y Teodosio fueron también afortunados; asimismo el reino judío subsistió en tanto los judíos se adhirieron a la verdad de la religión.
Hay una versión muy cordial de Platón, a quien sitúa por encima de todos los demás filósofos. Todos los demás tienen que cederle paso: «Que Tales se vaya con su agua, Anaxímenes con el aire, los estoicos con su fuego, Epicuro con sus átomos».[61] Todos éstos eran materialistas; Platón no lo era. Platón vio que Dios no es ninguna cosa corporal, pero que todas las cosas tienen su ser de Dios y de algo inmutable. Tenía razón, también, al decir que la percepción no es el origen de la verdad. Los platónicos son los mejores en lógica y ética y los más próximos al cristianismo. «Se dice que Plotino, que vivió más tarde, comprendió a Platón mejor que nadie». En cuanto a Aristóteles, era inferior a Platón, pero estaba por encima de los demás. Ambos, sin embargo, dicen que todos los dioses son buenos y deben adorarse.
Contra los estoicos, que condenaban toda pasión, San Agustín sostiene que las pasiones de los cristianos pueden ser causas de virtud; la ira, o la piedad, no son condenables per se, sino que debemos inquirir su causa.
Los platónicos tienen razón acerca de Dios, pero se equivocan respecto a los dioses. Están equivocados también al no reconocer la Encarnación.
Hay una larga discusión sobre ángeles y demonios, que está en relación con los neoplatónicos. Los ángeles pueden ser buenos o malos, pero los demonios son siempre malos. Para los ángeles, el conocimiento de las cosas temporales (aunque lo poseen) es abyecto. San Agustín sostiene, con Platón, que el mundo sensible es inferior al eterno.
El libro XI comienza con el relato de la naturaleza de la Ciudad de Dios. La Ciudad de Dios es la sociedad de los elegidos. El conocimiento de Dios se obtiene sólo por medio de Cristo. Hay cosas que pueden ser descubiertas por la razón (como en los filósofos), pero para todo conocimiento religioso ulterior, debemos contar con las Escrituras. No debemos pretender comprender el tiempo y el espacio anteriores a cuando el mundo se hizo; no hubo tiempo antes de la Creación y no hay lugar donde no haya mundo.
Todo lo santo es eterno, pero no todo lo eterno es santo; v. gr.: el infierno y Satán. Dios previó los pecados de los demonios, pero también su utilidad para perfeccionar el universo como conjunto, análogo a la antítesis en la retórica.
Orígenes se equivoca al pensar que las almas les fueron dadas a los cuerpos como castigo. Si esto fuera así, las almas malas habrían ido a cuerpos malos; pero los demonios, aun los peores, tienen cuerpos aéreos, que son mejores que los nuestros.
La razón de que el mundo fuese creado en seis días es que seis es un número perfecto (es decir, igual a la suma de sus factores).
Hay ángeles buenos y ángeles malos, pero aun los malos no tienen una esencia que sea contraria a Dios. Los enemigos de Dios, no lo son por naturaleza, sino por voluntad. La voluntad viciosa no tiene causa eficiente, sino sólo deficiente; no es un efecto, sino un defecto.
El mundo tiene menos de seis mil años. La historia no es cíclica como algunos filósofos suponen: «Cristo murió una vez por nuestros pecados».[62]
Si nuestros primeros padres no hubiesen pecado, no habrían muerto, pero porque pecaron, toda su posteridad muere. Al comer la manzana trajeron, no sólo la muerte natural, sino la muerte eterna (es decir, la condenación).
Porfirio se equivoca al negar los cuerpos de los santos en el cielo. Tendrán mejores cuerpos que el de Adán antes de la caída; sus cuerpos serán espirituales, pero no espíritus, y no tendrán peso. Los hombres tendrán cuerpos machos y las mujeres cuerpos hembras, y quienes hayan muerto en la infancia se levantarán de nuevo en cuerpos adultos.
El pecado de Adán ha traído a todo el género humano la muerte eterna (es decir, la condenación), pero la gracia de Dios ha liberado a muchos de ella. El pecado procede del alma, no de la carne. Platónicos y maniqueos se equivocan al adscribir el pecado a la naturaleza de la carne, aunque los platónicos no sean tan malos como los maniqueos. El castigo de todo el género humano por el pecado de Adán fue justo: porque, como resultado de este pecado, el hombre, que debía haber sido espiritual en el cuerpo, se hace carnal en la mente.[63]
Esto conduce a una larga y minuciosa discusión de la lujuria sexual, a la que estamos sujetos como parte de nuestro castigo por el pecado de Adán. Esta discusión es muy importante como reveladora de la psicología del ascetismo; debemos por eso ir a ella, aunque el santo confiesa que el tema es indecoroso. La teoría anticipada es como sigue:
Debemos admitir que el comercio sexual en el matrimonio no es pecado, con tal de que la intención sea engendrar prole. Pero aun en el matrimonio, un hombre virtuoso deseará poder arreglarse sin la lascivia. Aun en el matrimonio, como demuestra el deseo de escondernos, la gente se avergüenza de las relaciones sexuales, porque «este acto legítimo de la naturaleza va acompañado (desde nuestros primeros padres) de nuestra vergüenza penal». Los cínicos piensan que se podría prescindir de la vergüenza, y Diógenes no tendría ninguna por ello, deseando ser en todas las cosas como un perro; pero aun él, después de un intento, abandonó, en la práctica, este extremo de desvergüenza. Lo que es vergonzoso de la lascivia es su independencia de la voluntad. Adán y Eva, antes de la caída, pudieron haber tenido comercio sexual sin lujuria, aunque de hecho no lo tuvieron. Los artesanos, en la prosecución de su tarea, mueven las manos sin lujuria; análogamente si Adán se hubiese apartado del manzano, podía haber realizado las operaciones del sexo sin las emociones que ahora exige. Los órganos sexuales, como el resto del cuerpo, habrían obedecido a la voluntad. La necesidad de la lascivia en las relaciones sexuales es un castigo por el pecado de Adán, pero por el que el sexo debía haber sido separado del placer. Omitiendo algunos detalles fisiológicos que el traductor ha dejado tan convenientemente en la oscuridad del latín original, la anterior es la teoría de San Agustín con respecto al sexo.
Es evidente, de lo anterior, que lo que produce el desagrado ascético del sexo es su independencia de la voluntad. La virtud, se sostiene, exige completo control de la voluntad sobre el cuerpo, pero tal control no basta a hacer el acto sexual posible. El acto sexual, por lo tanto, parece incompatible con una vida perfectamente virtuosa.
Siempre, desde la Caída, el mundo ha estado dividido en dos ciudades: la una reinará eternamente con Dios, la otra padecerá tormentos eternos con Satán. Caín pertenece a la ciudad del demonio, Abel a la ciudad de Dios. Abel, por gracia, y en virtud de la predestinación, fue un peregrino sobre la Tierra, y un ciudadano del Cielo. Los patriarcas pertenecen a la ciudad de Dios. La discusión de la muerte de Matusalén trae a San Agustín a la molesta cuestión de la comparación de la versión de los Setenta con la Vulgata. Las fechas dadas en aquélla conducen a la conclusión de que Matusalén sobrevivió al diluvio catorce años, lo que es imposible, puesto que no estuvo en el Arca. La Vulgata, siguiendo los manuscritos hebreos, da fechas de las que se sigue que murió el año del Diluvio. En este punto, San Agustín sostiene que San Jerónimo y los manuscritos hebreos deben tener razón. Alguna gente sostiene que los judíos habían falsificado deliberadamente los manuscritos hebreos, por malicia hacia los cristianos; esta hipótesis es rechazada. Por otra parte, la versión de los Setenta debe haber sido divinamente inspirada. La única conclusión es que los copistas de Tolomeo cometieron errores al transcribir la versión de los Setenta. Hablando de las traducciones del Antiguo Testamento, dice: «La Iglesia ha recibido la versión de los Setenta como si no hubiera otra, pues muchos de los cristianos griegos, al usar ésta totalmente, no sabían si había otras o no.
»Nuestra traducción latina también es de ésta. Aunque un cierto Jerónimo, sacerdote culto y gran lingüista, ha traducido las mismas Escrituras del hebreo al latín. Pero aunque los judíos afirman que toda su labor erudita es verdad, y acusan a los Setenta de haberse equivocado frecuentemente; sin embargo, las Iglesias de Cristo sostienen que nadie debe ser preferido a tantos, especialmente siendo elegidos por el Sumo Sacerdote para esta obra».
Acepta la historia del acuerdo milagroso de las setenta traducciones independientes, y lo considera como una prueba de que la versión de los Setenta tiene inspiración divina. La Hebrea, no obstante, está igualmente inspirada. Esta conclusión deja sin resolver la cuestión respecto a la autoridad de la traducción de Jerónimo. Quizá pudiera haber estado más decididamente de parte de Jerónimo, si los dos Santos no hubiesen discutido sobre las inclinaciones oportunistas de San Pedro.[64]
Da un sincronismo de la historia sagrada y profana. Sabemos que Eneas llegó a Italia cuando Abdón era juez en Israel, y que la última persecución se efectuaría bajo el Anticristo, pero se ignora su fecha.
Después de un admirable capítulo contra el tormento judicial, San Agustín se pone a combatir a los nuevos Académicos que creen que todas las cosas son dudosas. «La Iglesia de Cristo detesta estas dudas como locura, teniendo un conocimiento sumamente certero de las cosas que aprehende».[65] Deberíamos creer en la verdad de las Escrituras. Continúa explicando que no hay virtud verdadera, fuera de la religión verdadera. La virtud pagana está «prostituida por la influencia de diablos obscenos y sucios». Lo que serían virtudes en un cristiano son vicios en un pagano. «Esas cosas que ella (el alma) parece considerar como virtudes, dominando por ello sus afectos, si no están referidas todas a Dios son, en efecto, más bien vicios que virtudes». Los que no son de esta sociedad (la Iglesia), deben sufrir la miseria eterna. «En nuestros conflictos con esta Tierra, o es vencedora la pena, y así la muerte pierde su sentido, o gana la naturaleza y destierra la pena. Pero entonces la pena debe afligir eternamente, y la naturaleza sufrirá eternamente, padeciendo las dos el castigo infligido».
Hay dos resurrecciones: la del alma en la muerte y la del cuerpo en el día del Juicio. Después de una discusión de varias dificultades concernientes al milenio y a los actos subsiguientes de Gog y Magog, llega a un texto en II Tesalonicenses (II, 12): «Dios debe mandarles una fuerte decepción, para que crean en una mentira, para que todos los que no crean la verdad sean condenados, pues sólo tenían placer en el error».
Algunos pueden pensar que es injusto que el Omnipotente, primero los engañara y los castigase después por haberse engañado; pero a San Agustín le parece esto perfecto. «Estando condenados, están seducidos, y estando seducidos, condenados. Pero su seducción ocurre por el juicio secreto de Dios, justamente secreto y secretamente justo; incluso el Suyo que ha juzgado continuamente, desde el principio del mundo». San Agustín cree que Dios dividió la humanidad en elegidos y réprobos, no por sus méritos o faltas, sino arbitrariamente. Todos merecen igualmente la condenación y, por lo tanto, los réprobos no tienen por qué quejarse. Por el pasaje mencionado de San Pablo, se deduce que son malos porque son réprobos, y no al revés.
Después de la resurrección del cuerpo, los cuerpos de los condenados arderán eternamente sin consumirse. No hay nada extraño en esto; le ocurre a la salamandra y al Monte Etna. Los diablos, aunque son incorpóreos, pueden quemarse en el fuego corpóreo. Los tormentos del infierno no purifican, y no disminuirán por la intercesión de los santos. En Orígenes hubo equivocación al pensar que el infierno no es eterno. Los herejes y los católicos pecadores serán condenados.
El libro termina con una descripción de la visión de Dios que tienen los santos en el cielo y de la eterna felicidad de la Ciudad de Dios.
Del resumen anterior puede no deducirse con claridad la importancia de la obra. Lo que ejerció influencia fue la separación de la Iglesia y el Estado, con la clara implicación de que el Estado sólo podía formar parte de la Ciudad de Dios, estando sometido a la Iglesia en todos los asuntos religiosos. Ésta ha sido la doctrina de la Iglesia siempre desde entonces. Durante toda la Edad Media, durante la ascensión gradual del Poder papal y durante el conflicto entre el Papa y el emperador, San Agustín proveyó a la Iglesia occidental de la justificación teórica de su política. El Estado judío, en el tiempo legendario de los Jueces y en el período histórico, después de la vuelta de la cautividad babilónica, fue una teocracia; el estado cristiano debía imitarle en este aspecto. La debilidad de los emperadores y de la mayoría de los monarcas medievales occidentales hizo posible que la Iglesia pudiera grandemente realizar el ideal de la Ciudad de Dios. En el Oriente, donde el emperador era fuerte, nunca se produjo este desarrollo, y la Iglesia estaba más sometida al Estado que en Occidente.
La Reforma, que hizo renacer la doctrina de San Agustín sobre la salvación, echó por la borda su enseñanza teocrática, y se hizo erastianista,[66] debido en gran parte a las exigencias prácticas de la lucha con el catolicismo. Pero el erastianismo protestante era tibio, y los protestantes más religiosos estaban aún influidos por San Agustín. Los anabaptistas, los hombres de la Quinta Monarquía y los cuáqueros aceptaron una parte de su doctrina, pero dieron menos importancia a la Iglesia. Era partidario de la predestinación y también de la necesidad del bautismo para la salvación. Estas dos doctrinas no armonizan bien y los protestantes extremados desecharon esta última. Pero su escatología siguió siendo agustiniana.
La ciudad de Dios contiene pocos elementos fundamentalmente originales. La escatología es judía en su origen, y entró en el cristianismo principalmente por el Libro de la Revelación. La doctrina de la predestinación y elección es de San Pablo, aunque San Agustín la desarrolló más amplia y lógicamente que lo que se puede hallar en las Epístolas. La diferencia entre la historia sagrada y la profana está expuesta muy claramente en el Antiguo Testamento. San Agustín reunió estos elementos y los puso en relación con la historia de su propia época, de tal forma que la caída del Imperio occidental y el período subsiguiente de confusión podían ser asimilados por los cristianos sin un esfuerzo demasiado grande de su fe.
La ejemplaridad judía de la Historia, del pasado y futuro, es de tal índole que llama poderosamente a los oprimidos y desafortunados de todos los tiempos. San Agustín adaptó esto a la cristiandad, Marx, al socialismo. Para comprender a Marx psicológicamente, se debía emplear el siguiente vocabulario:
Jehová: Materialismo dialéctico.
El Mesías: Marx.
Los elegidos: El proletariado.
La Iglesia: El partido comunista.
El segundo advenimiento: La revolución.
El infierno: El castigo de los capitalistas.
El milenio: El Estado comunista.
Los términos del lado izquierdo dan el contenido emotivo de los términos de la derecha, y es este contenido emocional, familiar a los que han tenido una educación cristiana o judía, lo que hace creíble la escatología de Marx. Un diccionario análogo podría hacerse para los nazis, pero sus conceptos fueron más puramente estilo Antiguo Testamento y menos cristianos que los de Marx, y su Mesías más análogo a los macabeos que a Cristo.
Gran parte de la obra de mayor influencia en la teología de San Agustín está dedicada a combatir la herejía de Pelagio. Éste era nativo de Gales, y su nombre verdadero era Morgan, lo cual quiere decir «hombre del mar», como Pelagius en griego. Era un clérigo culto y agradable, menos fanático que la mayoría de sus contemporáneos. Creía en el libre albedrío, puso en duda la doctrina del pecado original y creía que cuando los hombres son virtuosos, es por su propio esfuerzo moral. Si obran bien y son ortodoxos, van al Cielo como recompensa de sus virtudes.
Estas ideas, aunque ahora parecen lugares comunes, causaron en su época gran conmoción y fueron declaradas, sobre todo por los esfuerzos de San Agustín, heréticas. Sin embargo, tuvieron un éxito temporal considerable. Agustín tuvo que escribir al patriarca de Jerusalén para advertirle contra el hereje astuto que había persuadido a muchos teólogos orientales para que adoptaran sus ideas. Incluso, después de su condenación, otros llamados semipelagianos defendieron formas más tenues de sus doctrinas. Pasó mucho tiempo antes de que la más pura enseñanza del Santo obtuviese una victoria completa, especialmente en Francia, donde la condenación final de la herejía semipelagiana tuvo lugar en el Concilio de Orange, en el año 529.
San Agustín enseñó que Adán, antes de la Caída, tenía libre voluntad y podía haberse abstenido del pecado. Pero como él y Eva comieron la manzana, entró la corrupción en ellos y se transfirió a toda su descendencia, así que nadie puede abstenerse del pecado. Solamente la gracia de Dios puede hacer virtuoso al hombre. Puesto que todos heredamos el pecado de Adán, merecemos todos condenación eterna. Todos los que mueren sin bautizar, incluso los niños, irán al infierno y sufrirán tormentos sin fin. No tenemos por qué quejarnos de ello, puesto que todos somos malos. (En las Confesiones, el Santo enumera los crímenes de los cuales fue culpable en la cuna). Pero por la libre gracia de Dios, algunos, entre los que han sido bautizados, son elegidos para ir al Cielo; éstos son los elegidos. No van al Cielo porque son buenos; somos todos totalmente depravados, excepto en la medida en que la gracia de Dios, que sólo se ejerce sobre los elegidos, nos permite ser de otra manera. No se puede dar ninguna razón del hecho de que algunos se salvan y los demás se condenan; se debe a la elección gratuita de Dios. La condenación demuestra la justicia de Dios; la salvación Su gracia. Ambas revelan igualmente Su bondad.
Los argumentos en favor de esta doctrina despiadada —que fue renovada por Calvino, y desde entonces no ha sido mantenida por la Iglesia católica— se encuentran en los escritos de San Pablo, particularmente en la epístola a los romanos. San Agustín los ha tratado como un abogado a la ley: la interpretación es buena, y los textos dan su último significado. Al final se está persuadido, no de que San Pablo creyera lo que Agustín deduce, sino que, considerando algunos textos de modo aislado, implican justamente lo que él así indica. Podría parecer raro que la condenación de los niños no bautizados no hubiere parecido repulsiva, sino que fuera atribuida a un Dios bueno. La convicción del pecado, sin embargo, le dominaba hasta tal punto que creía realmente que los niños recién nacidos fueran miembros de Satán. Mucho de lo despiadado que tiene la Iglesia medieval se remonta a este lúgubre concepto de la culpa universal.
Hay solamente una dificultad intelectual que realmente perturba a San Agustín. No es que parezca una lástima haber creado al Hombre, puesto que la inmensa mayoría de la raza humana está predestinada al tormento eterno. Lo que le perturba es que, si el pecado original se hereda de Adán, como enseña San Pablo, el alma, tanto como el cuerpo, debe ser propagada por los padres, porque el pecado es del alma, no del cuerpo. Ve dificultades en esta doctrina, pero dice que puesto que la Sagrada Escritura se calla, no puede ser necesario para la salvación llegar a una visión exacta de la cuestión. Por eso lo deja sin resolver.
Es extraño que los últimos hombres de eminencia intelectual antes de que empiece la época oscura, no se ocuparan de salvar la civilización o de echar a los bárbaros, o de reformar los abusos de la Administración, sino de predicar el mérito de la virginidad y la condenación de los niños no bautizados. Al ver que éstas eran las preocupaciones que la Iglesia transmite a los bárbaros convertidos, no es extraño que la época siguiente sobrepasara en crueldad y superstición a casi todos los demás períodos históricos.