CAPÍTULO III

Tres doctores de la Iglesia

Cuatro hombres son llamados doctores de la Iglesia occidental: San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y el papa Gregorio el Grande. De ellos los tres primeros fueron contemporáneos, mientras el cuarto perteneció a una fecha posterior. Daré, en este capítulo, algunos detalles de la vida y época de los tres primeros, reservando para un capítulo posterior una exposición de las doctrinas de San Agustín, para nosotros el más importante de los tres.

Ambrosio, Jerónimo y Agustín florecieron durante el breve período que media entre la victoria de la Iglesia católica en el Imperio romano y la invasión bárbara. Los tres eran jóvenes durante el reinado de Juliano el Apóstata; Jerónimo vivió diez años después del saqueo de Roma por los godos de Alarico; Agustín vivió hasta la irrupción de los vándalos en África, y murió mientras estaban asediando Hipona, de donde era obispo. Inmediatamente después de su época, los dueños de Italia, Hispania y África, fueron no sólo bárbaros, sino heréticos arrianos. La civilización declinó durante siglos, y hasta casi un millar de años después, el cristianismo no produjo de nuevo hombres que fuesen sus iguales en erudición y cultura. Durante la edad sombría y el período medieval, fue reverenciada su autoridad; ellos, más que ningún otro hombre, fijaron el molde en el que la Iglesia se conformó. En general, San Ambrosio determinó el concepto eclesiástico de las relaciones entre Iglesia y Estado; San Jerónimo dio a la Iglesia occidental su Biblia latina y una gran parte del ímpetu monástico, mientras que San Agustín fijó la teología de la Iglesia hasta la Reforma y, más tarde, una gran parte de las doctrinas de Lutero y Calvino. Pocos hombres han sobrepasado a estos tres en influencia en el curso de la Historia. La independencia de la Iglesia en relación con el Estado secular, triunfalmente sostenida por San Ambrosio, fue una doctrina nueva y revolucionaria, que prevaleció hasta la Reforma; cuando Hobbes la combatía en el siglo XVII, era contra San Ambrosio contra quien argumentaba principalmente. San Agustín figuraba en primera línea de la polémica teológica durante los siglos XVI y XVII, estando con él protestantes y jansenistas y en contra los católicos ortodoxos.

La capital del Imperio occidental a fines del siglo IV era Milán, de la que Ambrosio fue obispo. Sus deberes le pusieron constantemente en relación con los emperadores, a quienes habló de ordinario como un igual y, a veces, como un superior. Sus relaciones con la corte imperial ilustran un contraste general característico de la época: mientras el Estado era débil, incompetente, gobernado por gentes sin principios que buscaban sólo su propio interés y totalmente carentes de una política de largo alcance, la Iglesia era vigorosa, hábil, guiada por hombres dispuestos a sacrificar todo lo personal en su interés y con una política tan previsora que le trajo la victoria para el milenio siguiente. Es cierto que estos méritos estuvieron equilibrados por el fanatismo y la superstición, pero sin éstos, ningún movimiento reformador podía triunfar en aquel tiempo.

San Ambrosio tuvo muchas oportunidades de buscar el éxito en el servicio del Estado. Su padre, llamado Ambrosio también, era un alto oficial-gobernador de los galos. El santo había nacido, probablemente, en Tréveris, ciudad de guarnición de la frontera, donde las legiones romanas se hallaban estacionadas para mantener a raya a los germanos. A los trece años se le envió a Roma, donde recibió una excelente educación, incluyendo una sólida base griega. Más tarde, estudió leyes, donde tuvo mucho éxito, y a la edad de treinta años le hicieron gobernador de Liguria y Emilia. No obstante, cuatro años después volvió la espalda al gobierno secular y por elección popular llegó a obispo de Milán, en oposición a un candidato arriano. Dio todos sus bienes terrenos a los pobres y dedicó el resto de su vida al servicio de la Iglesia, a veces con gran riesgo personal. Esta elección no estaba dictada ciertamente por motivos mundanos, pero si lo hubiese estado habría sido juiciosa. En el Estado, aun de haber llegado a emperador, no podía haber hallado en aquel tiempo tanta libertad para su capacidad administrativa como la que halló en el desempeño de sus deberes episcopales.

Durante los primeros nueve años del episcopado de Ambrosio, el emperador del Occidente era Graciano, católico, virtuoso y negligente. Se dedicó tanto a la caza que descuidó el Gobierno y, al fin, fue asesinado. Le sucedió, en la mayor parte del Imperio occidental, un usurpador llamado Máximo; pero en Italia la sucesión pasó al hermano menor de Graciano, Valentiniano II, todavía adolescente. Al principio, el Poder imperial fue ejercido por su madre, Justina, viuda del emperador Valentiniano I, pero como era arriana, los conflictos con San Ambrosio fueron inevitables.

Los tres santos de quienes tratamos en este capítulo escribieron innumerables cartas, de las cuales se han conservado muchas; la consecuencia es que sabemos más de ellos que de ninguno de los filósofos paganos y casi más que de todos, excepto unos pocos eclesiásticos de la Edad Media. San Agustín escribió cartas a todos y cada uno, la mayor parte sobre doctrina o disciplina de la Iglesia; las cartas de San Jerónimo están dirigidas a damas en su mayoría, dándoles consejos sobre cómo conservar la virginidad; las más importantes e interesantes de San Ambrosio están dirigidas a los emperadores, diciéndoles en qué aspectos se han quedado cortos en sus deberes o, en ocasiones, felicitándolos por haberlos cumplido.

La primera cuestión política con la que Ambrosio hubo de tratar fue la del altar y estatua de la Victoria en Roma. El paganismo persistía más entre las familias senatoriales de la capital que en las de otras partes; la religión oficial estaba en manos de un clero aristocrático y se hallaba ligada al orgullo imperial de los conquistadores del mundo. La estatua de la Victoria en la Casa del Senado había sido quitada por Constancio, el hijo de Constantino, y restaurada por Juliano el Apóstata. El emperador Graciano trasladó la estatua de nuevo, después de lo cual una diputación del Senado, acaudillada por Símmaco, gobernador de la ciudad, pidió que se volviese a su lugar.

Símmaco, que también representó un papel en la vida de Agustín, era miembro distinguido de una noble familia, rico, aristocrático, culto y pagano. Fue desterrado de Roma por Graciano en 382 por su protesta contra el desplazamiento de la estatua de la Victoria, pero no por mucho tiempo, puesto que era gobernador de la ciudad en 384. Fue abuelo del Símmaco cuñado de Boecio, que sobresalió en el reinado de Teodorico.

Los senadores cristianos objetaron, y con la ayuda de Ambrosio y del Papa (Dámaso) su criterio prevaleció ante el emperador. Después de la muerte de Graciano, Símmaco y los senadores paganos solicitaron del nuevo emperador Valentiniano II, en 384 d. C., la restauración de la estatua en su lugar antiguo. En contra del repetido intento, Ambrosio escribió al emperador la tesis de que así como todos los romanos debían servicio militar al soberano, así el emperador debía servicio al omnipotente Dios.[28]

«Nadie —dice— se aproveche de tu juventud; si es pagano quien pide esto, no hay razón para que ate tu mente con los compromisos de su propia superstición; pero su celo debe enseñarte y amonestarte a ser celoso de la verdadera fe, puesto que defiende cosas vanas con toda la pasión de la verdad». Ser obligado a jurar en el altar de un ídolo, dice, es, para un cristiano, la persecución. «Si fuera una causa civil, el derecho de réplica estaría reservado al partido de la oposición; es una causa religiosa y yo, el obispo, hago una reclamación… Ciertamente, si algo más se decreta, los obispos no podremos sufrir constantemente y no seguiremos el consejo; en verdad puedes venir a la Iglesia, pero no encontrarás en ella ningún sacerdote, ni nadie que te resista».[29]

La epístola siguiente enseña que los dones de la Iglesia sirven a fines nunca logrados por la riqueza de los templos paganos. «Las posesiones de la Iglesia son para la manutención de los pobres. Que cuenten cuántos cautivos han rescatado los templos, qué alimentos han sido distribuidos entre los pobres, a cuántos desterrados han suministrado medios de vida». Era éste un argumento informativo y estaba completamente justificado por la práctica cristiana.

San Ambrosio triunfó en este punto, pero después un usurpador, Eugenio, que favoreció a los paganos, restauró el altar y la estatua. Sólo tras la derrota de Eugenio por Teodosio, en 394, se decidió la cuestión, por fin, en favor de los cristianos.

El obispo estuvo, al principio, en relaciones muy amistosas con la corte imperial y empleado en una misión diplomática ante el usurpador Máximo, quien, se temía, podía invadir Italia. Pero antes surgió una grave materia de controversia. La emperatriz Justina, como arriana, solicitó que se debía ceder a los arrianos una iglesia de Milán. Ambrosio se negó. El pueblo se puso a su lado y se reunió en la basílica en gran tropel. Los soldados godos, arrianos, fueron enviados a ocuparla, pero fraternizaron con el pueblo. «Los condes y tribunos —dice en una espiritual carta a su hermana[30]— vinieron y me instaron a que la basílica quedase completamente abandonada, diciendo que el emperador ejercía su derecho, puesto que todo estaba bajo su Poder. Yo respondí que si me pidiese algo mío, esto es, mis tierras, mi dinero o cualquier cosa de este género que fuese mía, no se lo negaría, aunque todo lo que yo tengo pertenece a los pobres, pero que las cosas que son de Dios, no están sujetas al Poder imperial. Si se requiere mi patrimonio, lo entregaré; si mi cuerpo, iré en seguida. ¿Queréis cubrirme de cadenas o darme la muerte? Será un placer para mí. No me defenderé a mí mismo con tropeles de gente, ni me pegaré a los altares, ni rogaré por mi vida, pero moriré gustoso por los altares. Yo estaba verdaderamente horrorizado cuando supe que hombres armados habían sido enviados a tomar posesión de la basílica, a fin de que, mientras la gente la defendía, hubiera alguna carnicería que contribuiría a injuriar a toda la ciudad. Pedí no sobrevivir a la destrucción de una ciudad tan grande o que pudiera ocurrir esto en toda Italia».

Estos temores no eran exagerados, porque la soldadesca goda era capaz de las mayores salvajadas, como hizo veinticinco años más tarde en el saqueo de Roma.

La firmeza de Ambrosio se apoyaba en el pueblo. Fue acusado de incitarle, pero replicó que «no estaba en su poder excitarle, sino en las manos de Dios aquietarle». Ninguno de los arrianos, dice, se atrevería a salir, pues no había ningún arriano entre los ciudadanos. Se le mandó formalmente abandonar la basílica y se ordenó a los soldados que empleasen la violencia si fuera necesario. Pero al fin se negaron a emplearla y el emperador se vio obligado a ceder. Había sido ganada una gran batalla en la contienda por la independencia eclesiástica; Ambrosio demostró que había materias en las que el Estado debía someterse a la Iglesia, estableciendo de este modo un nuevo principio que conservó su importancia hasta nuestros días.

El conflicto siguiente fue con el emperador Teodosio. Una sinagoga había sido quemada y el conde del Este notificó que se había hecho por instigación del obispo local. El emperador ordenó que los incendiarios fueran castigados y que el obispo culpable reconstruyera la sinagoga. San Ambrosio ni admitió ni negó la complicidad del obispo, pero se indignó de que el emperador pareciese colocarse del lado de los judíos contra los cristianos. ¿Suponía que el obispo iba a negarse a obedecer? Tendrá entonces que convertirse en mártir si persiste, o en apóstata si cede. ¿Suponía al conde decidido a reconstruir la sinagoga a expensas de los cristianos? En este caso el emperador tendrá un conde apóstata y el dinero cristiano será empleado para apoyar a los descreídos. «¿Tendrán, pues, una plaza para los incrédulos de los judíos hecha con los despojos de la Iglesia y tendrán el patrimonio que por el favor de Cristo ha sido ganado por los cristianos y será transferido a los tesoros de los incrédulos?». Continúa: «Pero acaso la causa de la disciplina te mueve, oh emperador. ¿Qué es, pues, de mayor importancia, la manifestación de la disciplina o la causa de la religión? Sería necesario que te sometieses a la religión. ¿No has oído, oh emperador, cuando Juliano mandó que el Templo de Jerusalén fuese restaurado, que aquellos que lo estaban limpiando de escombros fueron consumidos por el fuego?».

Está claro que, en la opinión del santo, la destrucción de sinagogas no sería castigada en ningún sentido. Éste es un ejemplo de la manera como la Iglesia, en cuanto adquirió Poder, empezó a promover el antisemitismo.

El conflicto siguiente entre el emperador y el santo fue más honroso para el segundo. En 390 d. C., cuando Teodosio estaba en Milán, en un tumulto en Tesalónica, asesinaron al capitán de la guarnición. Teodosio, al recibir la noticia, fue presa de indomable furor y ordenó una venganza abominable. Cuando la gente estaba reunida en el circo, los soldados cayeron sobre ella y asesinaron por lo menos a siete mil personas en una confusa carnicería. A esto, Ambrosio, que se había esforzado de antemano en impedirlo, aunque en vano, escribió al emperador una carta llena de magnífico valor, sobre un concepto puramente moral, sin implicar, por primera vez, ninguna cuestión de teología o del Poder de la Iglesia:

«Ocurrió aquel hecho en la ciudad de Tesalónica, del que no existe ningún testimonio semejante, por lo cual no era posible impedir lo ocurrido; ciertamente había dicho yo que sería más atroz, por eso me opuse tanto a ello».

David pecó reiteradamente y confesó su pecado en penitencia.[31] ¿Hará Teodosio lo mismo? Ambrosio decide: «Yo no me atrevo a ofrecer el sacrificio si intentáis estar presente. ¿Está permitido después de derramar la sangre de una persona inocente, después de verter la sangre de muchas? No lo creo».

El emperador, arrepentido, e investido de la púrpura, hizo pública penitencia en la catedral de Milán. Desde aquel momento hasta su muerte, en 395, no tuvo ningún roce con Ambrosio.

Aun cuando Ambrosio fue eminente como estadista, fue, en otros aspectos, simplemente representativo de su época. Escribió, como otros autores eclesiásticos, un tratado exaltando la virginidad y otro que pedía las segundas nupcias de las viudas. Cuando hubo decidido el sitio para la nueva catedral, dos esqueletos (revelados por una visión, según se dijo) fueron convenientemente descubiertos en el lugar, se vio que hacían milagros y se declararon pertenecientes a dos mártires. Otros milagros se relatan en sus cartas, con toda la credulidad característica de su tiempo. Fue inferior a Jerónimo como erudito y a Agustín como filósofo. Pero como estadista, que con destreza y arrojo consolidó el Poder de la Iglesia, se destacó como hombre de primera fila.

Jerónimo es notable, principalmente, como traductor de la Vulgata, que sigue siendo hasta hoy la versión católica de la Biblia. Hasta entonces, la Iglesia occidental confió, con respecto al Antiguo Testamento, principalmente en traducciones de los Setenta que, en aspectos importantes difería del original hebreo. Los cristianos, como hemos visto, eran propensos a sostener que los judíos, desde la irrupción del cristianismo, habían falsificado el texto hebreo donde parece anunciarse al Mesías. Éste fue un aspecto que la sana erudición demostró que era insostenible y que Jerónimo rechazó firmemente. Aceptó la ayuda de rabinos, prestada en secreto por temor a los judíos. Defendiéndose a sí mismo contra la crítica, dijo: «Dejen a quien recele algo en esta traducción que pregunte a los judíos». Debido a su aceptación del texto hebreo en la forma que los judíos consideraron correcta, su versión tuvo, al principio, una acogida bastante hostil; pero ganó la partida, en parte, porque San Agustín, en general, la apoyó. Fue una gran obra que implicaba una considerable crítica textual.

Jerónimo nació en 345 —cinco años después que Ambrosio—, no lejos de Aquileya, en una ciudad llamada Estridón, destruida por los godos en 377. Su familia era acomodada, pero no rica. En 363 fue a Roma, donde estudió retórica y pecó. Después de viajar por Galia, se estableció en Aquileya y se hizo asceta. Los cinco años siguientes los pasó como ermitaño en el desierto sirio. «Su vida en el desierto fue de rigurosa penitencia, y lágrimas y suspiros alternaron con los éxtasis espirituales y con las tentaciones del obsesivo recuerdo de la vida romana; vivió en una celda o caverna; ganó su pan de cada día y vistió telas de saco».[32] Después de este período viajó a Constantinopla y vivió en Roma durante tres años, donde se hizo amigo y consejero del papa Dámaso, con cuyo estímulo emprendió la traducción de la Biblia.

San Jerónimo fue un hombre muy polemista. Disputó con San Agustín sobre la dudosa conducta de San Pedro, de que habla San Pablo en Gálatas II; rompió con su amigo Rufino sobre Orígenes, y fue tan vehemente contra Pelagio que su monasterio fue atacado por una turba de pelagianos. Después de la muerte de Dámaso parece haber disputado con el nuevo Papa; conoció durante su permanencia en Roma a diversas damas, a la vez aristocráticas y pías, a algunas de las cuales persuadió para que abrazasen la vida ascética. Al nuevo Papa, como a mucha otra gente de Roma, le desagradó esto. Por tal razón, entre otras, Jerónimo dejó Roma por Belén, donde permaneció desde 386 hasta su muerte, en 420.

Entre las distinguidas ricas damas convertidas, dos fueron especialmente notables: la viuda Paula y su hija Eustoquia. Las dos le acompañaron en su viaje trabajoso a Belén. Eran de la más alta nobleza y no podemos menos de ver cierto esnobismo en la actitud del santo hacia ellas. Cuando Paula murió y fue enterrada en Belén, Jerónimo compuso un epitafio para su tumba:

Dentro de esta tumba yace una hija de Escipión,

una hija de la afamada Casa paulina,

un vástago de los Gracos, de la estirpe

del propio Agamenón, ilustre.

Aquí reposa la dama Paula, bien amada

de sus padres, con Eustoquia

por hija; ella, la primera de las damas romanas

que prefirió las penalidades y Belén por Cristo.[33]

Algunas de las cartas de Jerónimo a Eustoquia son curiosas. Le da consejos sobre la guarda de la virginidad, muy detallados y sinceros; le explica el exacto significado anatómico de ciertos eufemismos del Antiguo Testamento, y emplea una especie de misticismo erótico al elogiar los goces de la vida conventual. Una monja es la Esposa de Cristo; este matrimonio se celebra en el Cantar de los Cantares de Salomón. En una larga carta escrita por la época en que ella hizo sus votos le dio un notable consejo para su madre: «¿Estás encolerizada con ella porque quiere ser esposa de un rey (Cristo) y no de un soldado? Te ha conferido un alto privilegio; eres ahora la suegra de Dios».[34]

A la propia Eustoquia le dice en la misma carta (XXII):

«Deja siempre que el retiro de tu habitación te guarde; deja siempre que el Esposo juegue contigo dentro. ¿Rezas? Hablas con el Esposo. ¿Lees? Te está hablando. Cuando el sueño te sorprende viene Él detrás y mete Su mano por el agujero de la puerta y tu corazón latirá por Él, y te despertarás y te levantarás diciendo: “Estoy enferma de amor”. Entonces Él contestará: “Un jardín cerrado es mi hermana, mi esposa; una primavera encerrada, una fuente sellada”».

En la misma carta relata cómo, después de cortar por completo las relaciones y las amistades, «y —cosa más dura aún— los alimentos delicados a los que había estado acostumbrado», todavía no pudo sufrir el verse apartado de su biblioteca y se la llevó consigo al desierto. «Y así, miserable hombre que soy, ayunaba sólo después de leer a Cicerón». Tras sus días y noches de remordimientos, cayó de nuevo y leyó a Plauto. Después de tanta indulgencia el estilo de los profetas le parecía «rudo y repelente». Por último, durante una fiebre, soñó que, en el Juicio Final, Cristo le preguntaba qué era, y él replicaba que cristiano. La respuesta vino: «Mientes; eres un seguidor de Cicerón y no de Cristo». En consecuencia se le ordenó que se azotase. Al fin Jerónimo, en su sueño, gritó: «Señor, si alguna vez poseo de nuevo libros mundanos, o de nuevo los leo en la vida, habré renegado de Ti». Esto, añade, «no fue un sueño o vano sueño».[35]

Después de esto, durante algunos años, sus cartas contienen pocas citas clásicas. Pero después de cierto tiempo incurre en falta de nuevo con versos de Virgilio, Horacio e, incluso, de Ovidio. Parecen, sin embargo, citados de memoria; en particular, porque algunos de ellos se citan sin cesar.

Las cartas de Jerónimo expresan los sentimientos producidos por la caída del Imperio romano más vívidamente que ninguna otra de las que conozco. En 396, escribe:[36]

«Me estremezco cuando pienso en las catástrofes de nuestro tiempo. Durante veinte años o más, la sangre de los romanos se ha vertido a diario entre Constantinopla y los Alpes julianos. Escitia, Tracia, Macedonia, Dacia, Tesalia, Acaya, Epiro, Dalmacia, las Panonias, todas y cada una de ellas han sido saqueadas y devastadas por godos y sármatas, cuados y alanos, hunos y vándalos y otros invasores… El mundo romano está cayendo, pero nosotros erguiremos nuestras cabezas en lugar de encorvarlas. ¿Qué valor tienen ahora, pensad, los corintios, o los atenienses, o los lacedemonios, o los arcadianos, o cualesquiera de los griegos sobre quienes ejercen su mando los bárbaros? He mencionado sólo unas pocas ciudades, pero éstas eran en otro tiempo las capitales de Estados no despreciables».

Sigue el relato de los saqueos de los hunos en el Este y termina con la reflexión: «Para tratar tales temas como se merecen, Tucídides y Salustio serían tan elocuentes como piedras».

Setenta años más tarde, tres después del saqueo de Roma, escribe:[37]

«El mundo se hunde en ruinas, ¡sí!, pero vergonzoso es decir que nuestros pecados todavía viven y florecen. La ciudad afamada, la capital del Imperio romano, está hundida por el fuego tremendo, y no hay parte de la Tierra donde los romanos no estén exiliados. Las iglesias que en otro tiempo sostenían lo sagrado no son ahora sino montones de basura y ceniza, y todavía tenemos en nuestras mentes el deseo de triunfar. Vivimos como si fuésemos a morir mañana, pero construimos como si fuésemos a vivir siempre en este mundo. Nuestras vallas brillan de oro, nuestros tejados también y los capiteles de nuestros pilares, pero Cristo muere ante nuestras puertas desnudo y hambriento en la persona de Su pobre».

Este pasaje se encuentra incidentalmente en una carta a un amigo que había decidido consagrar a su hija a la perpetua virginidad, y la mayor parte de ella trata de las reglas que han de observarse en la educación de las doncellas consagradas. Es extraño que, con toda la hondura de sentimientos de Jerónimo sobre la caída del mundo antiguo, considere la guarda de la virginidad más importante que la victoria sobre hunos y vándalos y godos. Nunca volvió sus pensamientos hacia una medida de estadismo práctico; nunca denunció los males del sistema fiscal o la confianza en un ejército compuesto de bárbaros. Otro tanto puede afirmarse de Ambrosio y de Agustín; Ambrosio, es cierto, fue estadista, pero sólo en beneficio de la Iglesia. No es extraño que el Imperio se desmoronase en ruinas cuando las mejores y más vigorosas mentes de la época eran tan completamente ajenas a los intereses seculares. Por otra parte, si la ruina era inevitable, la actitud cristiana estaba admirablemente ajustada para dar a los hombres la fortaleza y para permitirles conservar sus esperanzas religiosas cuando las esperanzas en la Tierra parecían vanas. La manifestación de este punto de vista, en la Ciudad de Dios, fue el mérito supremo de San Agustín.

De San Agustín hablaré, en este capítulo, sólo como hombre; como teólogo y como filósofo le consideraré en el capítulo siguiente.

Nació en 354, nueve años después de Jerónimo y catorce después que Ambrosio; era nativo de Tagaste (África), donde pasó la mayor parte de su vida. Su madre era cristiana, pero su padre no. Tras un período de maniqueísmo, se hizo católico y fue bautizado por Ambrosio en Milán. Llegó a obispo de Hipona, no lejos de Cartago, hacia el año 396. Allí permaneció hasta su muerte, acaecida en 430.

De los comienzos de su vida sabemos mucho más que de la mayoría de los eclesiásticos, porque la ha referido en sus Confesiones. Este libro ha tenido famosos imitadores, en particular Rousseau y Tolstoi, pero no creo que tenga predecesores comparables. San Agustín se asemeja en algunos aspectos a Tolstoi, a quien, sin embargo, es superior en inteligencia. Fue un hombre apasionado, aunque muy lejos, en su juventud, de ser un dechado de virtud, pero impelido por un íntimo impulso a buscar la verdad y la rectitud. Como Tolstoi, estuvo obsesionado, en sus últimos años, por un sentimiento del pecado que hizo su vida austera y su filosofía inhumana. Combatió las herejías vigorosamente, pero algunos de sus conceptos, cuando fueron repetidos por Jansenio en el siglo XVII, fueron declarados heréticos. Hasta que los protestantes adoptaron sus opiniones, la Iglesia católica no había impugnado jamás su ortodoxia.

Uno de los primeros incidentes de su vida, relatado en las Confesiones, ocurrió en su adolescencia, y en sí mismo no le hizo muy diferente de los otros muchachos. Parece que, con algunos compañeros de su edad, despojó el peral de un vecino, aunque carecía de hambre y sus padres tenían peras mejores en casa. Continuó toda su vida considerando esto como un acto de casi increíble perversidad. No habría sido tan malo si hubiese tenido hambre o no hubiera tenido ningún otro medio de adquirir peras; pero tal como fue, el acto era de pura maldad, inspirado por amor a la propia causa de la perversidad. Es esto lo que hace al acto casi inexplicablemente perverso. Suplica a Dios que le perdone:

«Mira mi corazón, oh Dios, mira mi corazón, del que tengas piedad en el fondo del abismo. Ahora, he aquí que mi corazón te dice lo que yo te imploro, ya que fui gratuitamente malvado, no teniendo ninguna tentación para la acción mala, sino la acción mala en sí misma. Era vil y yo la amé; amé hasta morir, amé mi propia falta, pero no la cometí por culpa de eso, sino que amé la falta en sí misma. El alma impura, cayendo desde el firmamento a la expulsión de Tu presencia; no buscando nada a través de la ignominia, sino la ignominia misma».[38]

Continúa en este tono durante siete capítulos, y todo por unas peras arrancadas de un árbol en una travesura pueril. Para una mente moderna, esto resulta morboso,[39] pero en su propia época parecía recto y una señal de santidad. El sentido del pecado, que era muy fuerte en sus días, les vino a los judíos como modo de reconciliar la importancia propia con las derrotas exteriores. Jehová era omnipotente y Jehová estaba en especial interesado por los judíos; ¿por qué, pues, no prosperaban? Porque eran perversos, eran idólatras, se casaban con gentiles, dejaban de observar la Ley. Los designios de Dios se centraban sobre los judíos, pero puesto que la rectitud es el mayor de los bienes y se practica por la tribulación, debían antes ser castigados y reconocer su castigo como indicio del amor paternal de Dios.

Los cristianos pusieron la Iglesia en el lugar del Pueblo Elegido, pero excepto en un aspecto, esto cambió poco la psicología del pecado. La Iglesia, como los judíos, sufrió tribulaciones; se vio turbada por herejías; los cristianos individuales cayeron en la apostasía bajo el peso de la persecución. Hubo, sin embargo, un desarrollo importante, ya logrado en gran parte por los judíos, y fue la sustitución del pecado colectivo por el individual. En su origen, fue la nación judía la que pecó y fue castigada colectivamente, pero después el pecado se hizo más personal, perdiendo así su carácter político. Cuando la nación judía fue sustituida por la Iglesia, este cambio se hizo esencial, puesto que la Iglesia, como entidad espiritual, no podía pecar, pero el pecador individual cesaría de estar en comunión con la Iglesia. El pecado, como hemos dicho ahora, está relacionado con la importancia de uno mismo. En su origen, la importancia era de la nación judía, pero consiguientemente fue del individuo, no de la Iglesia, porque ésta nunca pecó. Así la teología cristiana tuvo dos partes: una referente a la Iglesia y otra al alma individual. En tiempos posteriores, la primera de éstas fue la más acentuada por los católicos, la segunda por los protestantes. En San Agustín existen ambas igualmente, sin que haya disparidad en ningún sentido. Quienes se salvan son los que Dios ha predestinado a la salvación; ésta es una relación directa del alma con Dios. Pero nadie se salvará a menos que haya sido bautizado y, por consiguiente, hecho miembro de la Iglesia; esto lo hace intermediario entre el alma y Dios.

El pecado es lo esencial a la relación directa, puesto que explica cómo una Deidad benéfica puede inducir a los hombres a sufrir y cómo, a pesar de esto, las almas individuales pueden ser lo que hay de mayor importancia en el mundo creado. Por eso no es sorprendente que la teología, con la que contaba la Reforma, se debiese a un hombre cuyo sentido del pecado era anormal.

Hasta aquí, las peras. Veamos ahora lo que las Confesiones tienen que decir en algunos otros aspectos.

Agustín relata cómo aprendió latín, sin trabajo, en las rodillas de su madre, pero odió el griego, que había intentado aprender en la escuela, porque fue «obligado por la fuerza, con amenazas y castigos». Al fin de su vida, su conocimiento del griego siguió siendo flojo. Podía suponerse que sacaría de este contraste una moraleja en favor de los métodos suaves en educación. Lo que dice, sin embargo, es:

«Está completamente claro, pues, que una libre curiosidad tiene más poder para hacernos aprender estas cosas que una obligación aterradora. Sólo esta obligación impide las incertidumbres de lo que la libertad por Tus leyes, oh Dios mío, Tus leyes, desde la vara del amo hasta la prueba de los mártires, porque Tus leyes tienen el efecto de mezclar para nosotros ciertas sanas amarguras que nos llevan a Ti desde esa perniciosa alegría, por la cual nos apartamos de Ti».

Los golpes del maestro de escuela, aunque fracasaron al hacerle aprender griego, le curaron de ser perniciosamente alegre y fueron, por este motivo, parte deseable de la educación. Para quienes hacen del pecado el más importante de los asuntos humanos, este concepto es lógico. Continúa indicándonos que pecó no sólo como un niño de escuela cuando dijo mentiras y hurtó golosinas, sino antes aún; en realidad dedica un capítulo entero (lib. I, cap. VII) a probar que hasta los niños de pecho están llenos de pecados: glotonería, celos y otros horribles vicios.

Cuando llegó a la adolescencia, el deseo de la carne le venció. «¿Dónde estaba yo y qué lejos, desterrado de las delicias de Tu casa, con aquellos dieciséis años de la edad de mi carne, cuando el furor de la lujuria que tenía licencia por los vicios del hombre, aunque prohibida por Tus leyes, tomó el mando sobre mí y me rendí enteramente a ella?».[40]

Su padre no se tomó ningún cuidado en prevenir este mal, sino que se limitó a prestar ayuda en los estudios a Agustín. Su madre, Santa Mónica, por el contrario, le exhortó a la castidad, pero en vano. Y aun ella no sugirió, en aquel tiempo, el matrimonio, «por miedo de que mis proyectos pudieran verse estorbados por la carga de una esposa».

A la edad de dieciséis años fue a Cartago «donde todos a mi alrededor hervían en una caldera de amores ilícitos. No amaba todavía, pero amaba el amor, y por una necesidad hondamente arraigada, me odiaba a mí mismo por no necesitarlo. Busqué lo que podía amar, en amor de amor y odié la seguridad… Amar y ser amado también, era dulce para mí; pero más cuando obtenía el gozar de la persona a quien amaba. Manché, por eso, la primavera de la amistad con la inmundicia de la concupiscencia y oscurecí su fulgor con el infierno de la lascivia».[41] Estas palabras describen sus relaciones con una querida a quien amó fielmente durante muchos años[42] y de quien tuvo un hijo al que también amó y al que después de su conversión puso mucho cuidado en educar religiosamente.

Llegó la ocasión en que él y su madre se creyeron en el deber de empezar a pensar en el matrimonio. Llegó a estar en relaciones con una muchacha a la que gustó, y se estimó necesario que rompiera con su querida. «Mi querida —dice—, al ser arrancada de mi lado como obstáculo para mi matrimonio, mi corazón, que estaba pegado al de ella, fue arrancado y herido y sangrante. Y ella volvió a África (Agustín estaba entonces en Milán), consagrando a Ti el no conocer nunca a ningún otro hombre, dejándome a mi hijo por ella».[43] Como, no obstante, el matrimonio no podía celebrarse en dos años, debido a la juventud de la muchacha, tomó mientras tanto otra querida, menos oficial y menos conocida. Su conciencia le turbó cada vez más y solía rezar: «Dame castidad y continencia, pero todavía no».[44] Al fin, antes de que hubiese transcurrido el tiempo para su matrimonio, la religión obtuvo una completa victoria y dedicó el resto de su vida al celibato.

Volviendo a un tiempo anterior, a los diecinueve años, habiendo terminado con provecho la retórica, fue traído a la filosofía por Cicerón. Intentó leer la Biblia, pero encontró que carecía de dignidad ciceroniana. Fue en este tiempo cuando se hizo maniqueo, lo cual afligió a su madre. Por su profesión, era maestro de retórica. Fue adicto a la astrología, a la cual, al fin de su vida, combatió, porque enseña que «la causa inevitable de tu pecado está en el cielo».[45] Leyó filosofía, toda la que podía leerse en latín; menciona en particular las Diez categorías, de Aristóteles que, dice, comprendió sin ayuda de ningún maestro, «y lo que me aprovechó fue que yo, el más vil esclavo de las malas pasiones, leí por mí mismo todos los libros de las llamadas artes liberales, y ¿comprendí todo lo que pude leer?… Porque yo tenía la espalda vuelta hacia la luz y la cara hacia las cosas iluminadas; de donde mi cara… ella misma no estaba iluminada».[46] En este tiempo creyó que Dios era un cuerpo vasto y radiante y él mismo una parte de aquel cuerpo. Se habría deseado que hubiese expuesto en detalle los principios de los maniqueos, en lugar de decir simplemente que eran erróneos.

Es interesante que las primeras razones de San Agustín para rechazar las doctrinas de Maniqueo fuesen científicas. Recordaba —así nos lo refiere[47]— lo que había aprendido de astronomía en los escritos de los mejores astrónomos, «y yo los comparaba con los adagios de Maniqueo, que en su decrépita ignorancia ha escrito mucho y copiosamente de estos asuntos, pero ninguno de sus razonamientos sobre solsticios, ni equinoccios, ni eclipses, ni ninguno de este género, que yo había aprendido en libros de filosofía secular, era satisfactorio para mí. Pero yo estaba destinado a creer, y no obstante, aquello no correspondía con los razonamientos obtenidos por los cálculos y por mis propias observaciones, sino que era completamente contrario». Pone cuidado en enseñar que los errores científicos no son en sí mismos un signo de errores en cuanto a fe, sino que sólo se convierten en tales cuando se dan con aire autoritario como si fuesen conocidos por inspiración divina. Uno se maravilla de lo que habría pensado si hubiese vivido en tiempos de Galileo.

Con la esperanza de resolver sus dudas, un obispo maniqueo llamado Fausto, reputado como el miembro más docto de la secta, le recibió y razonó con él. Pero «yo le hallaba, en primer lugar, absolutamente ignorante de las ciencias liberales, salvo de gramática, y esto de una forma ordinaria. Pero por haber leído algunas de las oraciones de Tulio, unos pocos libros de Séneca, algunas cosas de los poetas y otros pocos volúmenes de su propia secta, escritos en latín y en orden lógico, y porque lo practicase hablando a diario, adquirió cierta elocuencia que resultó la más agradable y seductora, debido al control de su buen sentido y a cierta gracia natural».[48]

Encontró a Fausto completamente incapaz de resolver sus dudas astronómicas. Los libros de los maniqueos, nos refiere, «están llenos de largas fábulas sobre el cielo y las estrellas, el Sol y la Luna», que no concuerdan con lo que ha sido descubierto por los astrónomos; pero cuando interrogó a Fausto sobre estas materias, Fausto le confesó con franqueza su ignorancia. «Incluso por esto me gustó más. Porque la modestia de una mente cándida es aún más atractiva que el conocimiento de aquellas cosas que deseaba; y tales las hallé en él, en todas las más difíciles y sutiles cuestiones».[49]

Este pensamiento es sorprendentemente liberal; no se podría esperar de aquella época. Ni está en armonía por completo con la actitud posterior de San Agustín hacia los herejes.

Por este tiempo decidió ir a Roma, no, dice, porque allí los emolumentos de un profesor fuesen más elevados que en Cartago, sino porque había oído que las clases eran más ordenadas. En Cartago los desórdenes perpetrados por los estudiantes eran tales que la enseñanza se hacía casi imposible; pero en Roma, aun cuando había menos desórdenes, los estudiantes fraudulentamente rehuían el pago.

En Roma aún estuvo unido con los maniqueos, pero menos convencido de su verdad. Empezó a pensar que los académicos tenían razón al sostener que los hombres debían dudar de todo.[50] Todavía, sin embargo, asentía con los maniqueos al juzgar «que no somos nosotros mismos quienes pecamos, sino que otra naturaleza (que no conozco) peca en nosotros», y creyó que el Mal era cierta clase de sustancia. Pone en evidencia que tanto antes como después de su conversión la cuestión del pecado le preocupaba.

Tras unos años en Roma fue enviado a Milán por el gobernador Símmaco, en respuesta a una demanda de aquella ciudad de un profesor de retórica. En Milán trabó conocimiento con Ambrosio, «conocido por todo el mundo como uno de los hombres mejores». Llegó a amar a Ambrosio por su amabilidad y a preferir la doctrina católica a la de los maniqueos, pero por un momento se vio aprisionado por el escepticismo que había aprendido de los académicos, «a cuyos filósofos, no obstante, porque estaban sin el nombre revelador de Cristo, me negué en absoluto a confiar el cuidado de mi alma enferma».[51]

En Milán se le unió su madre, que ejerció una poderosa influencia en activar los últimos pasos de su conversión. Era católica muy severa y él escribió de ella siempre en tono de reverencia. Fue lo más importante para él en aquel tiempo, porque Ambrosio estaba en exceso ocupado para ocuparse de él privadamente.

Hay un capítulo muy interesante[52] en el que compara la filosofía platónica con la doctrina cristiana. El Señor, dice, en este tiempo le facilitó «ciertos libros de los platónicos traducidos del griego al latín. Y en ellos leí, no estas palabras, sino con el mismo pensamiento, apoyado por muchas y diversas razones, que en el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios: estaba desde el principio en Dios; todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él nada se hizo: pues lo que fue hecho por Él fue la vida, y la vida era la luz de los hombres y la luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la comprenden». Y que el alma del hombre, aunque «da testimonio de la luz», ella misma «no es la luz», pero Dios, el Verbo de Dios, «es la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo». Y que «Él estaba en el mundo y, el mundo fue hecho por Él y el mundo no le conoció». Pero que «Él vino a lo suyo propio y no le recibió; pero a todos los que le recibieron les dio el poder de llegar a ser los hijos de Dios, a aquellos que creyeron en Su Nombre»: esto no lo leí allí. También dice que no leyó que «el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros»; ni que «Él se humilló y se hizo obediente hasta morir, hasta morir en la Cruz»; ni que «en el nombre de Jesús toda rodilla se doblegaría».

A grandes rasgos, halló en los platónicos la doctrina metafísica del Logos, pero no la doctrina de la Encarnación y la doctrina consiguiente de la salvación humana. Algo parecido a estas doctrinas existió en el orfismo y en las demás religiones de misterio, pero esto parece haberlo ignorado San Agustín. En todo caso, ninguna de éstas estuvo relacionada con un suceso relativamente reciente, como el cristianismo lo estaba.

Contra los maniqueos, que eran dualistas, Agustín llegó a creer que el mal se origina, no de cierta sustancia, sino de la perversidad de la voluntad.

Halló especial consuelo en los escritos de San Pablo.[53]

Al fin, después de apasionadas luchas interiores, se convirtió (386); renunció a su profesorado, a su querida y a su novia, y después de un breve período de meditación en retiro fue bautizado por San Ambrosio. Su madre se regocijó, y murió poco después. En 388 volvió a África, donde permaneció el resto de su vida, muy ocupado con sus deberes episcopales y con sus escritos polémicos contra las diversas herejías, donatista, maniquea y pelagiana.