El cristianismo durante los cuatro primeros siglos
El cristianismo, al principio, se predicó de judíos a judíos como un judaísmo reformado. Santiago y, en una medida menor, San Pedro, no quisieron que se conservase más que éste, y habrían prevalecido, de no ser por San Pablo, que estaba determinado a admitir a los gentiles sin pedirles la circuncisión o la sumisión a la ley mosaica. La pugna entre las dos facciones se relata en los Hechos de los Apóstoles, desde un punto de vista paulino. Las comunidades de cristianos que San Pablo estableció en muchos lugares estuvieron, sin duda, compuestas, en parte, por judíos conversos y, en parte, por gentiles que buscaban una religión nueva. Las certezas del judaísmo lo hicieron atractivo en aquella época de fe disolvente, pero la circuncisión era un obstáculo para la conversión de los hombres. Las leyes rituales respecto de los alimentos eran también inconvenientes. Estos dos obstáculos, aunque no hubiese habido ningún otro, habrían hecho imposible para la religión hebrea su universalización. El cristianismo, debido a San Pablo, retuvo lo que había de atrayente en las doctrinas de los judíos, sin los rasgos que los gentiles considerarían difíciles de asimilar. El concepto de que los judíos eran el Pueblo Elegido continuó zahiriendo el orgullo griego. Este concepto fue radicalmente rechazado por los gnósticos. Ellos, o por lo menos algunos de ellos, sostenían que el mundo sensible había sido creado por una deidad inferior llamada Ialdabaoth, el hijo rebelde de Sofía (la sabiduría celestial). Él, dicen, es el Jehová del Antiguo Testamento, mientras la serpiente, lejos de ser perversa, se había empeñado en prevenir a Eva contra los engaños de aquél. Por un largo tiempo, la suprema deidad permitió que Ialdabaoth jugase libre; al fin Él envió a su Hijo a habitar temporalmente en el cuerpo del hombre Jesús y para liberar al mundo de las falsas enseñanzas de Moisés. Aquellos que sostuvieron este concepto, o alguno semejante a él, lo combinaron, por lo general, con una filosofía platónica; Plotino, como veremos, encontró algunas dificultades para refutarlo. El gnosticismo produjo un término medio entre el paganismo filosófico y el cristianismo, porque, mientras honraba a Cristo, pensaba mal de los judíos. Lo mismo le sucedió más tarde al maniqueísmo, a través del cual San Agustín llegó a la fe católica. El maniqueísmo combinaba elementos cristianos y zoroástricos, enseñando que el mal es un principio positivo, incorporado en la materia, mientras el principio del bien está incorporado en el espíritu. Condenaba comer carne y todo lo sexual, incluso en el matrimonio. Estas doctrinas intermedias ayudaron mucho a la conversión gradual de los hombres cultivados de habla griega; pero el Nuevo Testamento previno a los nuevos creyentes en contra: «¡Oh Timoteo!, conserva la confianza que está depositada en ti, evitando profanas y vanas murmuraciones y oposiciones de la ciencia (gnosis) falsamente llamada así: la cual ha extraviado a algunos que la profesan en lo relativo a su fe».[17]
Los gnósticos y los maniqueos continuaron floreciendo hasta que el Gobierno se hizo cristiano. Después de tal época se vieron obligados a ocultar sus creencias, pero todavía ejercieron una influencia subterránea. Una de las doctrinas de cierta secta de los gnósticos fue adoptada por Mahoma. Enseñaban que Jesús era un simple hombre, y que el Hijo de Dios descendió a él en el bautismo y le abandonó durante la Pasión. En apoyo de este criterio apelaron al texto: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»,[18] un texto que, hay que confesarlo, los cristianos han considerado siempre difícil. Los gnósticos tuvieron por indigno del Hijo de Dios haber nacido, haber sido niño y, sobre todo, haber muerto en la cruz; dicen que estas cosas le habían ocurrido al hombre Jesús, pero no al divino Hijo de Dios. Mahoma, que reconoció a Jesús como profeta, aunque no divino, tuvo el fuerte sentimiento de que los profetas no debían llegar a un mal fin. Por eso adoptó el concepto de los docetas (una secta gnóstica), según la cual era un simple fantasma el que colgaba de la cruz, sobre el que, impotentes e ignorantes, los judíos y los romanos satisficieron su ineficaz venganza. En este aspecto, algo del gnosticismo se incorporó a la doctrina ortodoxa del Islam.
La actitud de los cristianos con los judíos contemporáneos fue al principio hostil. El concepto admitido era que Dios había hablado a los patriarcas y profetas, que eran hombres santos y había predicho el futuro de Cristo; pero cuando Cristo vino, los judíos dejaron de reconocerle, y desde entonces había que considerarlos malvados. Por otra parte, Cristo había anulado la Ley Mosaica, sustituyendo los dos mandamientos de amor a Dios y al prójimo; también esto, por malicia, no quisieron los judíos reconocerlo. Tan pronto como el Estado se hizo cristiano, empezó el antisemitismo en su forma medieval, como una manifestación del celo cristiano. Parece imposible establecer hasta qué punto los motivos económicos, que luego tuvieron tanta importancia, influyeron en el Imperio cristiano.
En la proporción en que el cristianismo se helenizó, se hizo teológico. La teología judía fue siempre sencilla. Jehová pasó, de una deidad tribual, a ser el solo Dios omnipotente que creó Cielos y Tierra; cuando se vio que la justicia divina no otorgaba la prosperidad terrenal a los virtuosos, se trasladó al Cielo, que vinculaba la creencia en la inmortalidad. Pero en toda su evolución, el credo judío no suponía nada complicado o metafísico; no tenía misterios y todo judío podía comprenderlo.
Esa simplicidad judía, en general, todavía caracteriza a los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), pero ha desaparecido ya en San Juan, donde Cristo se identifica con el Logos platonicoestoico. Es menos el Cristo hombre que el Cristo figura teológica lo que interesa al cuarto evangelista. Esto es todavía más cierto respecto a los Padres; se encontrarán, en sus escritos, muchas más alusiones a San Juan que a los otros tres evangelistas juntos. Las epístolas paulinas también contienen mucha teología, especialmente relativa a la salvación; al mismo tiempo muestran un considerable conocimiento de la cultura griega: una cita de Menandro, una alusión a Epiménides el cretense, quien dice que todos los cretenses son mentirosos, y así sucesivamente. No obstante, San Pablo[19] dice: «Guárdate de que ningún hombre te engañe por la filosofía y el vano fraude».
La síntesis de la filosofía griega y las escrituras hebreas permanece más o menos accidental y fragmentaria hasta el tiempo de Orígenes (185-254 d. C.). Orígenes, como Filón, vivió en Alejandría que, debido al comercio y a la Universidad fue, desde su fundación hasta su caída, el centro principal de la enseñanza del sincretismo culto. Como su contemporáneo Plotino, fue alumno de Amonio Saccas, a quien muchos consideran como el fundador del neoplatonismo. Sus doctrinas, según están expuestas en su obra De Principiis, tienen mucha afinidad con las de Plotino; de hecho, más de lo que es compatible con la ortodoxia.
No hay, dice Orígenes, nada completamente incorpóreo, excepto Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las estrellas son seres vivos racionales, a los que Dios ha dado almas que existían. El Sol, según supone, puede pecar. Las almas de los hombres, como Platón enseñó, vienen a ellos al nacer, desde cualquier otra parte, habiendo existido siempre desde la creación. Nous y alma se distinguen más o menos como en Plotino. Cuando el nous decae, se convierte en alma; el alma, cuando es virtuosa, se convierte en nous. Por último, todos los espíritus llegarán a estar completamente sometidos a Cristo y serán luego incorpóreos. Incluso el demonio se salvará al final.
Orígenes, a pesar de ser reconocido como uno de los Padres, fue, en los últimos tiempos, condenado por haber mantenido cuatro herejías:
1. La preexistencia de las almas, enseñada por Platón.
2. Que la naturaleza humana de Cristo, y no sólo Su naturaleza divina, existieron antes de la Encarnación.
3. Que, en la resurrección, nuestros cuerpos serán transformados en cuerpos absolutamente etéreos.
4. Que todos los hombres, e incluso los demonios, serán salvos al final.
San Jerónimo, que había expresado una admiración algo imprudente hacia Orígenes, por su obra, al establecer el texto del Antiguo Testamento, consideró prudente, en consecuencia, dedicar mucho tiempo y esfuerzo en repudiar sus errores teológicos.
Las aberraciones de Orígenes no sólo fueron teológicas; en su juventud fue culpable de un irreparable error por una interpretación demasiado literal del texto: «Hay eunucos que se han hecho a sí mismos por amor al reino de los cielos».[20] Este método de librarse de las tentaciones de la carne, que Orígenes empleó imprudentemente, ha sido condenado por la Iglesia; por otra parte le hizo inepto para las órdenes sagradas, aunque algunos eclesiásticos parecen haber pensado de otra manera, dando motivo así a poco edificantes controversias.
La obra más larga de Orígenes es un libro intitulado Contra Celso. Celso era el autor de un libro (ya perdido) contra el cristianismo, y Orígenes le respondió punto por punto. Celso empieza por objetar a los cristianos que pertenezcan a asociaciones ilegales; Orígenes no niega esto, pero afirma que es una virtud, como el tiranicidio. Luego se ocupa de lo que sin duda es la base verdadera de la aversión al cristianismo; el cristianismo, dice Celso, procede de los judíos, que son bárbaros; y sólo los griegos pueden sacar sentido de las enseñanzas de los bárbaros. Orígenes replica que cualquier cosa que procedente de la filosofía griega haya pasado a los Evangelios, demuestra que son verdaderos y aporta una demostración satisfactoria para el intelecto griego. Pero afirma más adelante, «el Evangelio tiene una demostración de sí mismo más divina que ninguna de las establecidas por los dialécticos griegos». Y este método más divino es llamado por el apóstol la «manifestación del Espíritu y del Poder»; del Espíritu, debido a las profecías, que son suficientes para producir fe en cualquiera que las lea, en especial en aquellas cosas relativas a Cristo; y del Poder, porque de los signos y milagros que debemos creer han sido realizados, por muchos otros fundamentos y por esto, cuyos vestigios se conservan todavía entre aquellos que regulan sus vidas por los preceptos del Evangelio,
Este pasaje es interesante, porque muestra ya el doble argumento para creer que caracteriza a la filosofía cristiana. Por una parte, la pura razón, rectamente ejercida, basta para establecer lo esencial de la fe cristiana, más especialmente de Dios, la inmortalidad y el libre albedrío. Pero por otra parte, las Escrituras prueban, no sólo estas desnudas creencias, sino mucho más, y la divina inspiración de las Escrituras se prueba por el hecho de que los profetas predijeron la venida del Mesías, por los milagros y por los efectos benéficos de la creencia sobre las vidas de los que tienen fe. Algunos de estos argumentos se consideran ahora extemporáneos, pero el último de ellos le usó todavía[21] William James. Todos ellos, hasta el Renacimiento, fueron aceptados por los filósofos cristianos.
Algunos de los argumentos de Orígenes son curiosos. Dice que los magos invocan al «Dios de Abraham», a menudo sin saber quién es; pero parece que esta invocación es especialmente poderosa. Los nombres son esenciales en magia; no es indiferente si se llama a Dios por su nombre judío, egipcio, babilonio, griego o brahmán. Las fórmulas mágicas pierden su eficacia cuando se traducen. Nos vemos inducidos a suponer que los magos del tiempo usaron fórmulas de todas las religiones conocidas, pero si Orígenes tiene razón, las derivadas de fuentes hebreas eran las más efectivas. El argumento es de los más curiosos, pues indica que Moisés prohibió la brujería.[22]
Los cristianos, se nos dice, no tomarían parte en la gobernación del Estado, sino sólo de la «nación divina», es decir, la Iglesia.[23] Esta doctrina, por supuesto, fue un tanto modificada después del tiempo de Constantino, pero sobrevivió algo de ella. Está implícita en la Ciudad de Dios, de San Agustín. Condujo a los eclesiásticos, en la época de la caída del Imperio occidental, a considerar pasivamente los desastres seculares, mientras ejercían sus talentos, verdaderamente grandes, en la disciplina de la Iglesia, la controversia teológica y la difusión del monacato. Algunos vestigios de ello existen aún: la mayoría de la gente considera la política como mundana e indigna de un hombre realmente santo.
El gobierno de la Iglesia se desarrolló lentamente durante los tres primeros siglos y, de modo rápido, después de la conversión de Constantino. Los obispos eran elegidos popularmente; poco a poco adquirieron considerable poder sobre los cristianos de sus respectivas diócesis, pero antes de Constantino era difícil una forma de gobierno central sobre toda la Iglesia. El poder de los obispos en las ciudades grandes aumentó por la práctica de la caridad: las ofrendas de los fieles eran administradas por los obispos, que podían hacer o rehusar la caridad a los pobres. Así vino a formarse una comunidad de los pobres, prestos a obedecer al obispo. Cuando el Estado se hizo cristiano se otorgaron a los obispos funciones judiciales y administrativas. Hubo también un gobierno central, al menos en materia de doctrina. Constantino se vio perturbado por las disputas entre católicos y arrianos; habiendo compartido el destino de los cristianos necesitaba que fueran un partido unido. Con el propósito de componer las disensiones, convocó el Concilio ecuménico de Nicea, el cual redactó el credo niceno[24] y, en cuanto a la controversia arriana se refiere, determinó para siempre la ortodoxia modelo. Otras controversias posteriores fueron zanjadas análogamente en concilios ecuménicos, hasta que la división del Oriente y el Occidente y la negativa del Oriente a admitir la autoridad del Papa, las hizo imposibles.
El Papa, aunque fuese oficialmente el individuo más importante de la Iglesia, no tuvo autoridad sobre ella como conjunto hasta un período muy posterior. El gradual incremento del Poder papal es asunto muy interesante que trataré en capítulos posteriores.
El crecimiento del cristianismo antes de Constantino, así como los motivos de su conversión, los han explicado diversamente varios autores. Gibbon[25] les asigna cinco causas:
«1. El inflexible y, si es lícito usar la expresión, el intolerante celo de los cristianos, derivado, es cierto, de la religión judía, pero purificado del espíritu mezquino y antisocial que, en lugar de atraer, había disuadido a los gentiles de abrazar la ley de Moisés.
»2. La doctrina de una vida futura, mejorada por toda circunstancia adicional que pudiera dar peso y eficacia a aquella importante verdad.
»3. Los poderes milagrosos atribuidos a la Iglesia primitiva.
»4. La pura y austera moral de los cristianos.
»5. La unión y disciplina de la república cristiana, que formó, poco a poco, un Estado independiente y en auge en el corazón del Imperio romano».
A grandes rasgos, puede aceptarse este análisis, pero con algunas apostillas. La primera causa —la inflexibilidad e intolerancia derivadas de los judíos— puede aceptarse totalmente. Hemos visto en nuestros días las ventajas de la intolerancia en la propaganda. Los cristianos, en su mayor parte, creían que sólo ellos irían al Cielo y que los más terribles castigos caerían, en el mundo futuro, sobre los paganos. Las otras religiones que se disputaban el favor durante el siglo III, no tuvieron este carácter amenazador. Los adoradores de la Gran Madre, por ejemplo, si bien tenían una ceremonia —el Taurobolium— análoga al bautismo, no enseñaron que quienes la omitiesen irían al infierno. Puede recalcarse, incidentalmente, que el Taurobolium era costoso: había que matar un toro y dejar que su sangre se derramase sobre el converso. Un rito de este género es aristocrático, y no puede ser la base de una religión que ha de abrazar una gran parte de la población, ricos y pobres, libertos y esclavos. En este aspecto, el cristianismo tenía ventajas sobre todos sus rivales.
Respecto a la doctrina de una vida futura, en el Occidente fue enseñada primero por los órficos y adoptada luego por los filósofos griegos. Algunos de los profetas hebreos enseñaron la resurrección del cuerpo, pero parece haber sido de los griegos de quienes los judíos aprendieron a creer en la resurrección del espíritu.[26]
La doctrina de la inmortalidad, en Grecia, tuvo una forma popular en el orfismo y una forma culta en el platonismo. La última, basada en argumentos difíciles, no pudo ser ampliamente popular; la forma órfica, sin embargo, probablemente tuvo una gran influencia sobre las opiniones generales de la Antigüedad posterior, no sólo entre los paganos, sino también entre los judíos y cristianos. Elementos de religiones mistéricas, órficos y asiáticos, entran en gran parte en la teología cristiana; en todos ellos el mito central es el del Dios mortal que se levanta de nuevo.[27] Creo, por eso, que la doctrina de la inmortalidad debe haber contribuido menos a la extensión del cristianismo de lo que Gibbon supone.
Los milagros, ciertamente, representaron un papel muy importante en la propaganda cristiana. Pero los milagros, en la última Antigüedad, eran muy comunes y no suponían prerrogativa de ninguna religión. No es del todo fácil ver por qué en esta competición, los milagros cristianos se creyeron más plenamente que los de las otras sectas. Yo creo que Gibbon omite una materia muy importante: la posesión de un libro sagrado. Los milagros a los que los cristianos apelaron habían empezado en una remota Antigüedad, entre una nación a la que los antiguos tenían por misteriosa; había una historia consecuente desde la creación en adelante, según la cual la Providencia había realizado siempre milagros: primero para los judíos, luego para los cristianos. A un estudiante moderno de Historia le parece obvio que la historia primitiva de los israelitas sea, en su mayor parte, legendaria, pero no ocurría lo mismo con los antiguos. Creían en el relato homérico del sitio de Troya, en Rómulo y Remo, y así sucesivamente; ¿por qué, pregunta Orígenes, han de aceptarse estas tradiciones y han de rechazarse las de los judíos? Para este argumento no hubo respuesta lógica. Por eso era natural aceptar los milagros del Antiguo Testamento y, una vez admitidos, los de fecha más reciente se hicieron creíbles, especialmente si se tiene en cuenta la interpretación cristiana de los profetas.
La moral de los cristianos, antes de Constantino, era indudablemente muy superior a la de los paganos corrientes. Los cristianos fueron perseguidos a veces, y estuvieron casi siempre en desventaja para competir con los paganos. Creían firmemente que la virtud sería recompensada en el cielo y el pecado castigado en el infierno. Su ética sexual tenía un rigor raro en la Antigüedad. Plinio, cuyo deber oficial era perseguirlos, testifica el carácter de su alta moral. Después de la conversión de Constantino hubo, desde luego, contemporizadores entre los cristianos; pero los eclesiásticos preeminentes, con algunas excepciones, continuaron siendo hombres de inflexibles principios morales. Creo que Gibbon está en lo cierto al atribuir gran importancia a ese alto nivel moral como una de las causas de la difusión del cristianismo.
Gibbon expone, por último, «la unión y disciplina de la república cristiana». Creo que, desde un punto de vista político, ésta fue la más importante de las cinco causas. En el mundo moderno estamos acostumbrados a la organización política; todo político tiene que contar con el voto católico, lo que está equilibrado por el voto de los otros grupos organizados. Un candidato católico a la presidencia está en peores condiciones a causa de los prejuicios protestantes. Pero de no existir cosas como el prejuicio protestante, un candidato católico poseería mejores oportunidades que ningún otro. Éstos parecen haber sido los cálculos de Constantino. El apoyo de los cristianos, como bloque organizado, tenía que obtenerse favoreciéndoles. Cualquier aversión a los cristianos era desorganizada y políticamente ineficaz. Probablemente, Rostovtzeff tiene razón al sostener que una gran parte del ejército era cristiano y que esto fue lo que más influyó en Constantino. Sea como sea, los cristianos, mientras fueron minoría, tuvieron una clase de organización entonces nueva, aunque ahora es común, y que les dio toda la influencia política de un grupo compacto al que no se oponía ningún otro grupo semejante. Ésta fue la consecuencia natural del monopolio virtual del celo, y su celo fue herencia de los judíos.
Por desgracia, tan pronto como los cristianos adquirieron Poder político, volvieron su celo unos contra otros. Había habido herejías y no pocas, antes de Constantino, pero la ortodoxia no había contado con medios de castigarlas. Cuando el Estado se hizo cristiano, grandes premios, en forma de Poder y riqueza, fueron ofrecidos a los eclesiásticos; hubo elecciones disputadas y las contiendas teológicas fueron también disputas por las ventajas terrenas. Constantino mismo conservó un cierto grado de neutralidad en las disputas de los teólogos, pero después de su muerte (327) sus sucesores (excepto Juliano el Apóstata) fueron, en grado mayor o menor, favorables a los arrianos, hasta el advenimiento de Teodosio en 379.
El héroe de este período es Atanasio (297-373), durante toda su larga vida el más intrépido campeón de la ortodoxia nicena.
El período que va desde Constantino al Concilio de Calcedonia (451) es peculiar, debido a la importancia política de la teología. Dos cuestiones agitaron sucesivamente el mundo cristiano: primero, la naturaleza de la Trinidad, y, luego, la doctrina de la Encarnación. Sólo la primera era anterior al tiempo de Atanasio. Arrio, un culto sacerdote alejandrino, sostuvo que el Hijo no es igual al Padre, sino creado por Él. En el primer período este concepto no debió provocar mucho antagonismo, pero en el siglo IV la mayoría de los teólogos lo rechazaron. El concepto que al fin prevaleció fue que el Padre y el Hijo eran iguales y de la misma sustancia; eran, sin embargo, Personas distintas. La opinión de que no eran distintas, sino sólo diferentes aspectos de un Ser, fue la herejía sabeliana, denominada con el nombre de su fundador, Sabelio. La ortodoxia tuvo así que seguir una línea estricta: los que indebidamente subrayaron la distinción entre el Padre y el Hijo estaban en peligro de arrianismo, y los que indebidamente rechazaron su unidad estaban en peligro de sabelianismo.
Las doctrinas de Arrio fueron condenadas en el Concilio de Nicea (325) por una abrumadora mayoría. Pero fueron sugeridas varias modificaciones por diversos teólogos y favorecidas por emperadores. Atanasio, obispo de Alejandría desde 328 hasta su muerte, estuvo constantemente en el exilio a causa de su celo por la ortodoxia nicena. Tuvo inmensa popularidad en Egipto, que durante toda la controversia le siguió sin vacilar. Es curioso que en el curso de la controversia teológica renaciese el sentimiento nacional (o al menos regional), que parecía extinguido desde la conquista romana. Constantinopla y Asia se inclinaron al arrianismo; Egipto fue fanáticamente atanasiano: el Occidente se adhirió con resolución a los decretos del Concilio de Nicea. Después de la controversia arriana, se suscitaron nuevas controversias, de género más o menos afín, en las que Egipto se hizo herético en una dirección y Siria en la otra. Estas herejías, que fueron combatidas por los ortodoxos, comprometieron la unidad del Imperio oriental facilitando la conquista mahometana. Los movimientos separatistas, en sí mismos, no eran sorprendentes, pero es curioso que fuesen asociados a cuestiones teológicas muy sutiles y abstrusas.
Los emperadores, desde 335 hasta 378, favorecieron más o menos las opiniones arrianas todo lo que se atrevieron, excepto Juliano el Apóstata (361-363) que, como pagano, fue neutral respecto a las disputas internas de los cristianos. Por último, en 379, el emperador Teodosio prestó su apoyo incondicional a los católicos, y su victoria por todo el Imperio fue completa. San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, a quienes estudiaremos en el próximo capítulo, vivieron la mayor parte de sus vidas durante este período de triunfo católico. Esto ocurrió, sin embargo, en el Occidente, con otra dominación arriana: la de los godos y vándalos que, entre ambos, conquistaron la mayor parte del Imperio occidental. Su Poder duró casi un siglo, a cuyo final fue destruido por Justiniano, los lombardos y los francos, de los cuales Justiniano y los francos y, por último, también los lombardos eran ortodoxos. Así, al fin, la fe católica logró el triunfo definitivo.