El desarrollo religioso de los judíos
La religión cristiana, al ser entregada por el último Imperio romano a los bárbaros, se componía de tres elementos: primero, de ciertas creencias filosóficas, derivadas en su mayor parte de Platón y los neoplatónicos, pero también en parte de los estoicos; segundo, de una concepción de la moral y de la historia derivada de los judíos, y, en tercer lugar, de ciertas teorías, más especialmente las de la salvación, que eran en general nuevas en el cristianismo, aunque en parte descubrían el orfismo y los cultos afines del próximo Oriente.
Los más importantes elementos judíos del cristianismo se me presentan como sigue:
1. Una historia sagrada que empieza con la Creación, conducente a la consumación en el futuro y justificativa de la conducta de Dios con el hombre.
2. La existencia de un pequeño sector del género humano a quien Dios ama especialmente. Para los judíos, este sector era el Pueblo Escogido; para los cristianos, el elegido.
3. Una nueva concepción de la justicia. La virtud de la caridad, por ejemplo, la tomó el cristianismo del último judaísmo. La importancia dada al bautismo pudo derivarse del orfismo o de las religiones paganas orientales de misterios, pero la filantropía práctica, como elemento del concepto cristiano de la virtud, parece haber procedido de los judíos.
4. La Ley. Los cristianos tomaron parte de la Ley Hebrea, por ejemplo, el Decálogo, y rechazaron su ceremonial y las partes rituales. Pero en la práctica vincularon al credo muchos de los mismos sentimientos que los judíos vinculaban a la Ley. Esto implicaba la doctrina de que la recta creencia es, por lo menos, tan importante como la acción virtuosa, doctrina esencialmente helénica. Lo que es judío de origen es la exclusividad de la elección.
5. El Mesías. Los judíos creían que el Mesías les traería prosperidad temporal y la victoria sobre sus enemigos aquí en Tierra; además, seguía existiendo en el futuro. Para los cristianos, el Mesías era el Jesús histórico, que también fue identificado con el Logos de la filosofía griega, y no era sobre la Tierra sino en el Cielo donde el Mesías iba a permitir a sus adeptos el triunfo sobre sus enemigos.
6. El Reino de los Cielos. El concepto del otro mundo es una concepción que los judíos y cristianos, en cierto sentido, compartieron con el platonismo posterior, pero tomó, con ellos, una forma mucho más concreta que en los filósofos griegos. La doctrina griega —que se halla en mucha filosofía cristiana, pero no en el cristianismo popular— era que el mundo sensible espaciotemporal es una ilusión y que, por disciplina intelectual y moral, un hombre puede aprender a vivir en el mundo eterno, que es el único real. La doctrina cristiana y la judía, por otra parte, concibieron el Otro Mundo no como metafísicamente diferente de este mundo, sino en el futuro, cuando los virtuosos gozasen de la gloria eterna y los malvados sufriesen eternos tormentos. Este credo incorporó la psicología de la venganza y fue inteligible a todos como no lo eran las doctrinas de los filósofos griegos.
Para comprender el origen de estas creencias, debemos tener en cuenta ciertos hechos de la historia judía, a la que dirigiremos ahora nuestra atención.
La primitiva historia de los israelitas no puede ser confirmada por ninguna fuente fuera del Antiguo Testamento y es imposible conocer en qué punto deja de ser puramente legendaria. David y Salomón deben aceptarse como reyes que, probablemente, tuvieron existencia real, pero en los primeros puntos donde llegamos a algo ciertamente histórico hay ya dos reinos de Israel y Judea. La primera persona citada en el Antiguo Testamento, de la que hay constancia independiente, es Acab, rey de Israel, de quien se habla en una carta asiria de 853 a. C. Los asirios conquistaron por fin el reino septentrional en 722 a. C. y alejaron una gran parte de la población. Después de este tiempo, el reino de Judea sólo conservó la religión y la tradición israelitas. El reino de Judea sobrevivió a los asirios, cuyo Poder terminó con la captura de Nínive por los babilonios y medos en 606 a. C. Pero en 586 a. C., Nabucodonosor capturó Jerusalén, destruyó el Templo y trasladó una gran parte de la población a Babilonia. El reino babilonio cayó en 538 a. C., cuando Babilonia fue tomada por Ciro, rey de medos y persas. Ciro, en el 537 a. C., publicó un edicto que permitía a los judíos volver a Palestina. Muchos lo hicieron así, bajo el mando de Nehemías y Ezra; el Templo fue reconstruido y la ortodoxia judía empezó a cristalizar.
En el período de la cautividad y durante algún tiempo antes y después de este período, la religión judía experimentó un desarrollo muy importante. En su origen parece no haber habido mucha diferencia, desde un punto de vista religioso, entre los israelitas y las tribus circundantes. Jehová era, al principio, sólo un dios tribual que favoreció a los hijos de Israel, pero no se negaba que había otros dioses y su culto era habitual. Cuando el primer mandamiento dice: «No tendrás otro Dios que yo», se dice algo que era una innovación en el tiempo inmediatamente anterior a la cautividad. Esto se hace evidente por diversos textos de los primeros profetas. Fueron los profetas de este tiempo quienes primero enseñaron que el culto a los dioses gentiles era pecado. Para conseguir la victoria en las constantes guerras de aquel tiempo proclamaron que el favor de Jehová era esencial, y Jehová retiraría su favor si otros dioses eran honrados también. Jeremías y Ezequiel, en especial, parecen haber inventado la idea de que todas las religiones, excepto una, son falsas, y que el Señor castiga la idolatría.
Algunas citas ilustrarán estas enseñanzas y la preponderancia de las prácticas paganas contra las que aquéllos protestaron. «¿No ves Tú lo que ellos hacen en las ciudades de Judea y en las calles de Jerusalén? Los niños amontonan leña y los padres encienden fuego y las mujeres amasan la harina para hacer pasteles a la reina del cielo (Ester) y derraman bebidas oferentes a otros dioses que pueden provocar mi cólera».[1] El Señor está irritado. «Y habían construido los altos sitiales de Tofet, que está en el valle del hijo de Hinnom, para quemar a sus hijos y a sus hijas en el fuego; por lo que yo les pedí que no, y no vinieron a mi corazón».[2]
Hay un pasaje muy interesante en Jeremías en el que denuncia a los judíos de Egipto por su idolatría. Él mismo había vivido entre ellos durante algún tiempo. El profeta dice a los judíos refugiados en Egipto que Jehová los destruirá a todos porque sus esposas han quemado incienso a otros dioses. Pero ellos se niegan a escucharle, diciendo: «Ciertamente haremos cualquier cosa que haya salido antes de nuestra propia boca, quemar incienso a la reina del cielo y derramar bebidas ofrecidas a ella, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judea y en las calles de Jerusalén, porque luego tuvieron abundancia de víveres y estaban bien y no vemos ningún mal en ello». Pero Jeremías les asegura que Jehová reparó en estas prácticas idólatras y que la desgracia había venido por su culpa. «He aquí que yo he jurado por mi gran nombre decir al Señor que mi nombre no será mentado en la boca de ningún hombre de Judea, en toda la tierra de Egipto… Yo velaré por ellos, por los malos y no por los buenos, y todos los hombres de Judea que están en las tierras de Egipto serán consumidos por el hierro y el hambre hasta que llegue a su fin».[3]
Ezequiel está igualmente escandalizado por las prácticas de los judíos. El Señor en una visión le muestra las mujeres a la puerta norte del Templo llorando por Tammuz (una deidad babilónica); después le muestra «mayores abominaciones» y veinticinco hombres a la puerta del Templo adorando al Sol. El Señor declara: «Por eso también yo me enfureceré: mis ojos no ahorrarán ni tendré piedad: y aunque griten en mis oídos con voz ruidosa, ni siquiera los oiré».[4]
La idea de que todas las religiones, excepto una, son perversas y que el Señor castiga la idolatría fue, según las apariencias, inventada por estos profetas. Los profetas, en general, eran furibundos nacionalistas y presentían el día en que el Señor destruiría totalmente a los gentiles.
La cautividad se adaptó para justificar las denuncias de los profetas. Si Jehová era todopoderoso y los judíos su pueblo escogido, sus sufrimientos sólo podían explicarse por su perversidad. La psicología es la de la corrección paterna: los judíos tenían que purificarse por el castigo. Bajo la influencia de esta creencia desarrollaron, en el destierro, una ortodoxia mucho más rígida y mucho más nacionalmente exclusiva de la que había predominado mientras fueron independientes. Los judíos que quedaron detrás y no fueron trasplantados a Babilonia no experimentaron este desarrollo en la misma medida. Cuando Ezra y Nehemías volvieron a Jerusalén después de la cautividad, se escandalizaron al hallar que los matrimonios mixtos habían sido frecuentes y disolvieron todos aquellos matrimonios.[5]
Los judíos se distinguieron de las demás naciones de la Antigüedad por su inflexible orgullo nacional. Todas las demás, al ser conquistadas, se allanaban interiormente tanto como exteriormente; sólo los judíos retenían la creencia en su propia preeminencia y la convicción de que sus desgracias eran debidas a la cólera de Dios, porque habían dejado de conservar la pureza de su fe y su ritual. Los libros históricos del Antiguo Testamento, que fueron en su mayoría compilados después del cautiverio, dan una impresión engañosa, puesto que sugieren que las prácticas idólatras contra las que protestaban los profetas, eran una decadencia de la primitiva severidad, cuando de hecho la primitiva severidad nunca había existido. Los profetas fueron innovadores en una extensión mucho mayor de lo que aparece en la Biblia cuando no se lee históricamente.
Algunas cosas que fueron después características de la religión judía se desarrollaron, aunque en parte, de fuentes previamente existentes durante la cautividad. Debido a la destrucción del Templo, donde sólo podían ofrecerse sacrificios, el ritual judío necesariamente tuvo que carecer de sacrificios. Las sinagogas empezaron en este tiempo con lecturas de los pasajes de las Escrituras ya existentes. La importancia del Sábado se puso de relieve por primera vez en este tiempo y lo mismo la circuncisión como marca del judío. Como hemos visto ya, fue sólo durante el destierro cuando llegó a prohibirse el matrimonio con gentiles. Toda forma de exclusividad aumentó. «Yo soy el Señor tu Dios, que te he separado a ti de los demás pueblos».[6]
«Vosotros seréis santos, porque Yo el Señor tu Dios soy santo».[7] La Ley es un producto de este período. Fue una de las fuerzas principales que conservaron la unidad nacional.
Lo que tenemos por Libro de Isaías es la obra de dos profetas diferentes, uno anterior al destierro y otro posterior. El segundo de éstos, llamado por los estudiosos bíblicos, Déutero-Isaías, es el más notable de los profetas. Es el primero en referir que el Señor dice: «No hay más Dios que Yo». Cree en la resurrección del cuerpo, acaso como resultado de la influencia persa. Sus profecías del Mesías fueron más tarde los principales textos del Antiguo Testamento utilizados para demostrar que los profetas vislumbraron la venida de Cristo.
En los argumentos cristianos para los paganos y judíos, estos textos del Déutero-Isaías desempeñaron un papel muy importante y por esta razón citaré al más notable de ellos. Todas las naciones tienen que convertirse al fin: «Ellos trocarán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas: la nación no alzará sus espadas contra otra nación, ni se ejercitará para la guerra» (Is., II, 4). «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo y se llamará de nombre Emmanuel».[8] (Por este texto hubo una controversia entre judíos y cristianos; los judíos decían que la traducción correcta es «una joven concebirá», pero los cristianos juzgaban que los judíos estaban mintiendo). «La gente que caminaba por la oscuridad ha visto una gran luz; sobre los que residen en la tierra de la sombra y de la muerte ha brillado una luz… Porque nos ha nacido un niño, se nos ha dado un hijo, y el gobierno caerá sobre sus hombros, y de nombre será llamado Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre Eterno, Príncipe de la Paz».[9] El más profético, en apariencia, de estos pasajes es el capítulo LIII, que contiene los textos familiares: «Él es despreciado y deshecho de los hombres; un varón de dolores y conocedor de todos los quebrantos… Ciertamente tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores… Pero fue herido por nuestras iniquidades, fue molido por nuestros pecados; el castigo de nuestro Salvador pesó sobre Él, y por sus llagas nosotros fuimos curados… Fue maltratado y afligido, no abrió la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante sus esquiladores». La inclusión de los gentiles en la salvación última es explícita: «Y los gentiles vendrán a la luz y los reyes al resplandor de tu ascensión».[10]
Después de Ezra y Nehemías, los judíos desaparecen por un momento de la Historia. El Estado judío sobrevivió como teocracia, pero su territorio era muy pequeño —sólo la región de diez a quince millas en torno a Jerusalén, según E. Bevan[11]—. Después de Alejandro, llegó a ser un territorio disputado entre tolomeos y seléucidas. Esto, sin embargo, rara vez provocó luchas en el real territorio judío y permitió a los judíos durante mucho tiempo el libre ejercicio de su religión.
Sus máximas morales de este tiempo se enseñan en el Eclesiastés, escrito probablemente hacia 200 a. C. Hasta recientemente, este libro era sólo conocido por una versión griega; ésta es la razón por la que se le relegó a los Apócrifos. Pero un manuscrito hebreo ha sido descubierto últimamente, diferente en algunos aspectos del texto griego traducido en nuestra versión de los Apócrifos. La moralidad enseñada es muy mundana. La reputación entre los vecinos se aprecia altamente. La honestidad es la mejor conducta, porque es útil para tener a Jehová de nuestra parte. Se recomienda la caridad. El único signo de influencia griega está en el elogio de la medicina.
Los esclavos no han de ser tratados con demasiada amabilidad. «El forraje, la vara y la carga son para el asno; y el pan, el castigo y el trabajo para el criado… Ponle a trabajar, que es lo que le acomoda: si no es obediente, ponle grillos más fuertes» (XXIII, 24, 28). Al mismo tiempo, recuerda que has pagado un precio por él y que si se escapa perderás tu dinero; esto pone un límite a la severidad provechosa (ibíd., 30, 31). Las hijas son una gran fuente de preocupación; parece que en sus días eran muy propensas a la inmoralidad (XLIII, 9-11). Tiene una baja opinión de las mujeres: «De las ropas viene la polilla, y de las mujeres la perversidad» (ibíd., 13). Es un error ser benévolo con los hijos; el camino recto es: «encorvarles el cuello desde la juventud» (VII, 23, 24).
En general, como el viejo Catón, representa la moralidad del hombre de negocios virtuoso con una luz muy poco atractiva.
Esta tranquila existencia de cómoda autorrectitud fue interrumpida bruscamente por el rey seléucida Antíoco IV, que estaba determinado a helenizar todos sus dominios. En 175 a. C., estableció un gimnasio en Jerusalén y enseñó a los jóvenes a llevar gorros griegos y a practicar el atletismo. Fue ayudado en esto por un judío helenizado llamado Jasón, a quien hizo sumo sacerdote. La aristocracia sacerdotal se había vuelto laxa y había sentido la atracción de la civilización griega; pero había un partido que se oponía con vehemencia llamado el Hasidim (significa Santo), que era fuerte entre la población rural.[12] Cuando en 170 a. C., Antíoco estaba comprometido en guerra con Egipto, los judíos se rebelaron. En consecuencia, Antíoco tomó los vasos santos del Templo y colocó en ellos la imagen del Dios. Identificaba a Jehová con Zeus, siguiendo una práctica que había tenido éxito en todas partes.[13] Resolvió extirpar la religión judía y detener la circuncisión y la observancia de las leyes relativas a los alimentos. Jerusalén se sometió a todo esto, pero fuera de Jerusalén los judíos resistieron con la mayor inflexibilidad.
La historia de este período se narra en el Primer Libro de los Macabeos. El primer capítulo cuenta cómo Antíoco decretó que todos los habitantes de su reino serían un pueblo y que abandonasen sus leyes particulares. Todos los paganos obedecieron y muchos de los israelitas, aunque el rey mandó que profanasen el Sábado, sacrificasen carne de cerdo y dejasen a sus hijos incircuncisos. Todos los que desobedecieron tuvieron que sufrir la muerte. Muchos, no obstante, resistieron. «Mataron algunas mujeres que habían mandado circuncidar a sus hijos. Y colgaron a los niños por el cuello y robaron sus casas y mataron a quienes los habían circuncidado. Sea como sea, muchos en Israel estaban bien resueltos y se confirmaron a sí mismos a no comer ninguna cosa impura. Por lo cual prefirieron antes morir que mancharse con alimentos y profanar el pacto sagrado: así, pues, murieron».[14]
Fue en este tiempo cuando la doctrina de la inmortalidad llegó a ser ampliamente creída entre los judíos. Se había creído que la virtud sería recompensada aquí en la Tierra; pero la persecución que cayó sobre los más virtuosos puso de manifiesto que no era así. A fin de salvaguardar la justicia divina, por lo tanto, fue necesario creer en recompensas y castigos futuros. Esta doctrina no se adoptó universalmente entre los judíos; en la época de Cristo, los saduceos todavía la rechazaban. Pero por aquel tiempo era un partido pequeño, y en épocas posteriores todos los judíos creyeron en la inmortalidad.
La rebelión contra Antíoco fue acaudillada por Judas Macabeo, un hábil jefe militar que reconquistó primero Jerusalén (164 a. C.) y luego se lanzó a la agresión. A veces mataba a todos los varones; otras, los circuncidaba a la fuerza. Su hermano Jonatán, nombrado Sumo Sacerdote, estaba autorizado para ocupar Jerusalén con una guarnición y conquistó parte de Samaria, adquiriendo Joppe y Akra. Negoció con Roma y tuvo la fortuna de asegurarse la completa autonomía. Sus familiares fueron sumos sacerdotes hasta Herodes y se conocen como la dinastía Hasmonea.
Al soportar y resistir la persecución, los judíos de este tiempo mostraron inmenso heroísmo, aunque en defensa de cosas que no nos parecen importantes, tales como la circuncisión y la perversidad de comer cerdo.
La época de la persecución por Antíoco IV fue crucial en la historia judía. Los judíos de la Diáspora, en este tiempo, estaban cada vez más helenizados; los judíos de Judea eran pocos, y aun entre ellos los ricos y poderosos se inclinaban a admitir las innovaciones griegas. Pero a pesar de la heroica resistencia del Hasidim, la religión judía pudo haber muerto con facilidad. Si esto hubiese ocurrido, ni el cristianismo ni el Islam podrían haber existido en la forma que realmente tomaron. Townsend, en su introducción a la traducción del Cuarto Libro de los Macabeos, dice:
«Se ha dicho, por fin, que si el judaísmo como religión hubiese perecido bajo Antíoco, habría faltado la semilla del cristianismo; y así la sangre de los mártires macabeos, que salvó al judaísmo en última instancia, llegó a ser la semilla de la Iglesia. Por eso, como no sólo el cristianismo, sino también el Islam, derivan su monoteísmo de un origen judío, bien podría ser que el mundo actual deba la verdadera existencia del monoteísmo tanto en el Este como en el Oeste a los macabeos».[15]
Los propios macabeos, sin embargo, no eran admirados por los últimos judíos, porque su familia, como sumos sacerdotes, siguió, después de sus éxitos, una conducta terrena y contemporizadora. La admiración era por los mártires. El Cuarto Libro de los Macabeos, escrito probablemente en Alejandría hacia la época de Cristo, ilustra esto, como asimismo algunos otros puntos interesantes. Pese a su título, en ninguna parte menciona a los macabeos, pero relata la asombrosa fortaleza, primero de un viejo y luego de siete hermanos jóvenes, quienes fueron primero torturados y luego quemados por Antíoco, mientras la madre, que estaba presente, los exhortaba a mantenerse firmes. El rey, al principio, intentó ganarlos por la benevolencia, diciéndoles que, si consentían nada más que en comer cerdo, los tendría bajo su protección y les aseguraría el éxito de su carrera. Cuando se negaron, les mostró los instrumentos de tortura, pero permanecieron inquebrantables, diciéndole que sufrirían eternos tormentos después de la muerte, mientras que de otro modo heredarían la gloria eterna. Uno por uno, cada cual en presencia de los otros y en la de su madre, fueron exhortados, primero, a comer carne, luego, cuando se negaron, torturados y muertos. Al fin, el rey se volvió hacia sus soldados y les dijo que esperaba que les aprovecharía tal ejemplo de valor. El relato está, por supuesto, embellecido por la leyenda, pero es históricamente cierto que la persecución fue severa y soportada heroicamente; como también que la mayoría de los puntos en discusión eran la circuncisión y el comer carne de cerdo.
Este libro es interesante en otro aspecto. Aunque el escritor es sin disputa un judío ortodoxo, usa el lenguaje de la filosofía estoica y se propone probar que los judíos viven lo más completamente en armonía con sus preceptos. El libro comienza con la sentencia:
«Filosófica en el más alto grado es la cuestión que yo propongo discutir, a saber, si la Razón Inspirada es la directriz suprema de las pasiones, y para esta filosofía, yo suplicaría seriamente vuestra más ardiente atención».
Los judíos alejandrinos estaban dispuestos, en filosofía, a aprender de los griegos, pero se adherían con extraordinaria tenacidad a la Ley, en especial a la circuncisión, a la observancia del Sábado y a la abstinencia del cerdo y otros alimentos impuros. Desde el tiempo de Nehemías hasta después de la caída de Jerusalén en 70 d. C., la importancia que ellos concedían a la Ley aumentó constantemente. Ya no toleraron profetas que tuviesen algo nuevo que decir. Quienes entre ellos se sintieron impulsados a escribir en el estilo de los profetas, pretendían haber descubierto algún viejo libro de Daniel o Salomón o algún otro antiguo de impecable respetabilidad. Sus peculiaridades rituales los mantuvieron unidos como nación, pero el énfasis sobre la Ley destruyó gradualmente la originalidad y los hizo intensamente conservadores. Esta rigidez hizo muy significativa la rebelión de San Pablo contra el dominio de la Ley.
El Nuevo Testamento, sin embargo, no es un comienzo tan totalmente nuevo, como puede parecer a quienes no saben nada de la literatura judía del tiempo justamente anterior al nacimiento de Cristo. El fervor profético no fue de ningún modo aniquilado, aunque tuvo que adoptar el ardid del seudónimo, a fin de ser oído. Del mayor interés en este aspecto es el Libro de Enoch,[16] una obra compuesta por varios autores, siendo el primero ligeramente anterior al tiempo de los macabeos y el último hacia 64 a. C. Los más de ellos se proponen relatar las visiones apocalípticas del patriarca Enoch. Es muy importante para el sector del judaísmo que se volvió hacia el cristianismo. Los escritores del Nuevo Testamento están familiarizados con él; San Judas lo considera como realmente de Enoch. Los primeros Padres Cristianos, por ejemplo, Clemente de Alejandría y Tertuliano, lo trataron como canónico, pero Jerónimo y Agustín lo rechazaron. Cayó, en consecuencia, en el olvido y se perdió hasta que, a principios del siglo XIX, tres manuscritos de él, en etíope, fueron hallados en Abisinia. Desde entonces, se han hallado manuscritos parciales en versiones griegas y latinas. Parece haber sido escrito originalmente parte en hebreo y parte en arameo. Sus autores fueron miembros del Hasidim y sus sucesores los fariseos. Denuncia a reyes y príncipes, significando la dinastía Hasmonea y los saduceos. Influyó en la doctrina del Nuevo Testamento, en particular con relación al Mesías, el Sheol (infierno) y la demonología.
El libro se compone principalmente de parábolas, que son más cósmicas que las del Nuevo Testamento. Hay visiones de cielo e infierno, del Juicio Final y así sucesivamente; uno recuerda los dos primeros libros del Paraíso perdido donde la calidad literaria es buena, y los libros proféticos de Blake donde es inferior.
Hay un desarrollo del Génesis (VI, 2, 4) curioso y prometeico. Los ángeles enseñaron a los hombres la metalurgia y fueron castigados por revelar «secretos eternos». Fueron también caníbales. Los ángeles que habían pecado se convirtieron en dioses paganos y sus mujeres en sirenas; pero al final fueron castigados con eternos tormentos.
Hay descripciones del cielo y del infierno que tienen un considerable mérito literario. El Juicio Final es ejecutado por «el Hijo del Hombre, que tenía justicia» y que se sentó en el trono de Su gloria. Algunos de los gentiles al fin se arrepentirán y serán perdonados, pero los más de los gentiles y los judíos helenizados sufrirán condenación eterna, porque los justicieros suplicarán la venganza y sus súplicas serán oídas.
Hay una sección sobre astronomía, donde aprendemos que el Sol y la Luna van en carros impelidos por el viento, que el año consta de trescientos sesenta y cuatro días, que el pecado humano obliga a los cuerpos celestes a desviarse de sus cursos y que sólo el virtuoso puede conocer astronomía. Las estrellas fugaces son ángeles que caen sobre quienes castigan los siete arcángeles.
Luego viene la historia sagrada. Hasta los macabeos, prosigue el curso conocido de la Biblia en sus partes primitivas y el de la historia en las últimas partes. Luego el autor continúa en el futuro: la Nueva Jerusalén, la conversión de los gentiles restantes, la resurrección de los justos, y el Mesías.
Hay mucho sobre el castigo de los pecadores y la recompensa de los justos, que nunca mostraron una actitud de misericordia cristiana hacia los pecadores: «¿Qué hacéis vosotros, pecadores, y a dónde huiréis el día del Juicio, cuando oigáis la voz del predicador de la justicia?». «El pecado no ha sido enviado sobre la Tierra, sino que el hombre mismo lo creó». Los pecados son recordados en el cielo. «Vosotros los pecadores seréis malditos para siempre y nunca tendréis paz». Los pecadores pueden ser felices toda su vida y aun muriendo, pero sus almas descienden al Sheol, donde sufrirán «oscuridad y cadenas y una llama abrasadora». Pero con el justo, «Yo y mi Hijo estaremos unidos para siempre».
Las últimas palabras del libro son: «Al fiel, Él dará fidelidad en la morada del camino recto. Y ellos verán a aquellos que nacieron en la oscuridad conducidos a la oscuridad, mientras que los rectos serán resplandecientes. Y los pecadores gritarán alto y los verán resplandecientes y verdaderamente irán a donde los días y las estaciones están señalados para ellos».
Los judíos, como los cristianos, pensaron mucho sobre el pecado, pero pocos de ellos pensaron en sí mismos como pecadores. Esto fue, en su mayor parte, una innovación cristiana, introducida por la parábola del Fariseo y el Publicano y enseñada como una virtud en las declaraciones de Cristo sobre los escribas y fariseos. Los cristianos se esforzaron por practicar la humildad cristiana; los judíos, en general, no.
Hay, sin embargo, excepciones importantes entre los judíos ortodoxos, justamente antes del tiempo de Cristo. Tómese, por ejemplo, Los testamentos de los Doce Patriarcas, escritos entre 109 y 107 a. C. por un fariseo que admiraba a Juan Hircano, un sumo sacerdote de la dinastía Hasmonea. Este libro, en la forma que lo tenemos, contiene interpolaciones cristianas, pero están todas relacionadas con el dogma. Cuando están divididos, la enseñanza ética es muy semejante a la de los Evangelios. Como el reverendo doctor R. H. Charles dice: «El Sermón de la Montaña refleja en varios ejemplos y hasta reproduce las verdaderas frases de nuestro texto: muchos pasajes de los Evangelios revelan vestigios de lo mismo, y San Pablo parece haber usado el libro como un vademécum» (op. cit., págs. 291-292). Hallamos en este libro preceptos tales como el siguiente:
«Amaos los unos a los otros de corazón, y si un hombre peca contra ti, háblale apacible, y en tu alma no le tengas doblez, y si se arrepiente y confiesa, perdónale. Pero si lo niega, no te encolerices contra él, para que no tome el veneno de ti, torne a blasfemar y así luego peque doblemente… Y si él es desvergonzado y persiste en el error, perdónale de corazón y deja a Dios la venganza».
El doctor Charles opina que Cristo debe de haber conocido este pasaje. De nuevo hallamos:
«Ama al Señor y a tu prójimo».
«Ama al Señor toda tu vida y a los demás con un corazón sincero».
«Yo amo al Señor; así como a todo hombre con todo mi corazón». Compárense estos pasajes con Mateo (XXII, 37, 39). Hay una reprobación de todo odio en El testamento de los Doce Patriarcas, por ejemplo:
«Enfurecerse es ceguera y no se sufre por ver la cara de un hombre veraz».
«Odiar, por lo tanto, es malo, porque constantemente nos hace embusteros». El autor de este libro, como pudiera esperarse, sostiene que no sólo los judíos sino todos los gentiles se salvarán.
Los cristianos han aprendido de los Evangelios a pensar mal de los fariseos, pero el autor de este libro era fariseo y enseña, como hemos visto, aquellas máximas verdaderamente morales que nosotros consideramos como las más distintivas de las predicaciones de Cristo. Su explicación, sin embargo, no es difícil. En primer lugar, debe de haber sido, incluso en sus propios días, un fariseo excepcional; la doctrina más usual era, sin duda, la del Libro de Enoch. En segundo lugar, sabemos que todos los movimientos tienden a osificarse; ¿quién pudo deducir los principios de Jefferson de los de las Hijas de la Revolución americana? En tercer lugar, conocemos, con respecto a los fariseos en particular, que su devoción a la Ley, como la absoluta y final verdad, terminó pronto con todo fresco y vivo pensamiento y sentimiento entre ellos. Como dice el doctor Charles:
«Cuando el fariseísmo, rompiendo con los antiguos ideales de su partido, se entregó a los intereses y movimientos políticos y al mismo tiempo se entregó cada vez más por completo al estudio de la Ley, cesó pronto de ofrecer una meta para el desarrollo de un sistema tan sublime de ética como el que los Testamentos (de los Patriarcas) prueban, y así los verdaderos sucesores de los primitivos hasidas y sus enseñanzas renunciaron al judaísmo y hallaron su hogar natural en el seno del cristianismo primitivo».
Después de un período de gobierno de los sumos sacerdotes, Marco Antonio hizo a su amigo Herodes rey de los judíos. Herodes era un alegre aventurero, frecuentemente al borde de la bancarrota, acostumbrado a la sociedad romana y muy lejos de la piedad judía. Su esposa era de la familia de los sumos sacerdotes, pero él era idumeo; sólo esto bastaría para hacerle objeto de recelo por parte de los judíos. Fue un hábil contemporizador y desertó en seguida de Antonio cuando se vio que Octavio estaba camino de lograr la victoria. Sin embargo, hizo denodados esfuerzos para reconciliar a los judíos con su Gobierno. Reedificó el Templo, aunque con estilo helenístico, con hileras de pilares corintios; pero situó sobre la puerta principal una gran águila de oro, infringiendo de este modo el segundo mandamiento. Cuando se rumoreó que estaba moribundo, los fariseos derribaron el águila, pero él, en venganza, dispuso que parte de ellos fuesen ajusticiados. Murió en 4 a. C., y poco después de su muerte los romanos abolieron la monarquía, poniendo a Judea bajo un procurador, Poncio Pilato, que llegó al cargo en el año 26 d. C.; carecía de tacto, y pronto fue retirado.
En 66 d. C., los judíos, conducidos por el partido de los Zelotes, se rebelaron contra Roma. Fueron derrotados y Jerusalén sometida en 70 d. C., el Templo destruido y pocos judíos quedaron en Judea.
Los judíos de la Diáspora habían llegado a ser importantes, siglos antes de esta época. Habían sido en su origen casi todos agricultores, pero aprendieron a traficar durante la cautividad. Muchos de ellos permanecieron en Babilonia después de la época de Ezra y Nehemías, y entre éstos algunos eran muy ricos. Después de la fundación de Alejandría, gran número de judíos se establecieron en esta ciudad; pero tuvieron un barrio especial designado para ellos, no como un ghetto, sino como protección para preservarlos de la contaminación de los gentiles. Los judíos alejandrinos estaban mucho más helenizados que los de Judea, y olvidaron el hebreo. Por esta razón se hizo necesario traducir el Antiguo Testamento al griego; el resultado fue la versión de los Setenta. El Pentateuco fue traducido a mediados del siglo III a. C.; las otras partes algo más tarde.
Surgieron leyendas sobre la versión de los Setenta, así llamada porque era la obra de setenta traductores. Se dijo que cada uno de los setenta tradujo el total independientemente, y que cuando fueron comparadas las versiones hallaron que eran idénticas hasta en los más mínimos detalles, resultando todo de inspiración divina. No obstante, los eruditos posteriores demostraron que la versión de los Setenta era gravemente defectuosa. Los judíos, después de la aparición del cristianismo, hicieron poco uso de ella, pues volvieron al Antiguo Testamento en hebreo. Los primeros cristianos, por el contrario, de los cuales pocos conocían el hebreo, dependieron de la versión de los Setenta o de traducciones de ella al latín. En el siglo III los trabajos de Orígenes mejoraron el texto, pero aquellos que sólo conocían latín manejaron versiones muy defectuosas hasta que Jerónimo, en el siglo V llevó a cabo la Vulgata. Ésta fue, al principio, acogida con mucha crítica, porque había sido ayudado por judíos a establecer el texto, y muchos cristianos estimaban que los judíos habían falsificado deliberadamente a los profetas, para que no pareciera que habían profetizado a Cristo. Gradualmente, sin embargo, la obra de San Jerónimo fue aceptándose, y continúa autorizada en nuestros días por la Iglesia católica.
El filósofo Filón, contemporáneo de Cristo, es la mejor ilustración de la influencia griega sobre los judíos en la esfera del pensamiento. Si bien ortodoxo en religión, Filón es, en filosofía, fundamentalmente un platónico; otras influencias importantes son las de los estoicos y neopitagóricos. Mientras su influencia entre los judíos cesó después de la caída de Jerusalén, los Padres cristianos descubrieron que había señalado el camino para reconciliar la filosofía griega con la aceptación de las Escrituras hebreas.
En toda ciudad importante de la Antigüedad se establecieron importantes colonias de judíos que compartían con las representaciones de otras religiones orientales una influencia sobre quienes no estaban contentos con el escepticismo ni con las religiones oficiales de Grecia y Roma. Muchos se convirtieron al judaísmo no sólo en el Imperio, sino también en el sur de Rusia. Fue, probablemente, a los círculos judíos y semijudíos a los que el cristianismo acudió primero. El judaísmo ortodoxo, sin embargo, se hizo cada vez más ortodoxo, y cada vez más estricto después de la caída de Jerusalén, tal como había actuado después de la primera caída, debida a Nabucodonosor. Después del siglo I, el cristianismo también cristalizó, y las relaciones de judaísmo y cristianismo fueron completamente hostiles y externas; como veremos, el cristianismo fomentó poderosamente el antisemitismo. Durante toda la Edad Media los judíos no tomaron parte alguna en la cultura de los países cristianos, y fueron perseguidos demasiado severamente para poder contribuir a la civilización, salvo facilitar capital para construir catedrales y empresas semejantes. Sólo entre los mahometanos, en aquel período, se trató a los judíos humanamente, y pudieron proseguir la filosofía y la alta especulación esclarecida.
A lo largo de toda la Edad Media, los mahometanos fueron más civilizados y más humanos que los cristianos. Éstos, persiguieron a los judíos, especialmente en las épocas de exaltación religiosa; las Cruzadas estuvieron asociadas a espantosos pogromos. En los países mahometanos, por el contrario, los judíos la mayoría de las veces no fueron maltratados en ningún aspecto. Especialmente en la España morisca contribuyeron a la cultura; Maimónides (1135-1204), que había nacido en Córdoba, es considerado por algunos como principal fuente de la filosofía de Spinoza. Cuando los cristianos reconquistaron España, fueron ellos, en gran parte, quienes les transmitieron las enseñanzas de los moros. Los judíos cultos, que sabían hebreo, griego y árabe, y estaban instruidos en la filosofía de Aristóteles, transmitieron su conocimiento a eruditos menos cultos. Transmitieron también cosas menos deseables, tales como la alquimia y la astrología.
Después de la Edad Media, los judíos contribuyeron todavía en gran parte a la civilización como individuos, pero ya no como raza.