Plotino
Plotino (204-270 d. C.), fundador del neoplatonismo, es el último de los grandes filósofos de la Antigüedad. Su vida es casi coetánea de uno de los períodos más desastrosos de la historia romana. Poco antes de su nacimiento, el ejército había caído en la cuenta de su poder y adoptado la práctica de elegir emperadores a cambio de recompensas monetarias, asesinándolos más tarde para dar ocasión a una venta renovada del Imperio. Estas preocupaciones inhabilitaron a los soldados para la defensa de la frontera y permitieron vigorosas incursiones de los germanos desde el Norte y de los persas desde el Este. La guerra y la peste disminuyeron la población del Imperio en una tercera parte, mientras aumentaron los impuestos y disminuyeron los recursos, lo que causó la ruina financiera, incluso de aquellas provincias en las que no había penetrado ninguna fuerza hostil. Las ciudades, que habían sido portadoras de la cultura, sufrieron golpes especialmente duros; los ciudadanos ricos huían en gran número para escapar del recaudador de contribuciones. Hasta después de la muerte de Plotino, el orden no fue restablecido y el Imperio sólo después fue temporalmente salvado por las vigorosas medidas de Diocleciano y Constantino.
De todo esto no hay ninguna mención en las obras de Plotino. Se apartó del espectáculo de ruina y miseria del mundo real para contemplar un mundo eterno de bondad y belleza. En esto estaba en armonía con los hombres más serios de su época. A todos ellos, cristianos y paganos igualmente, el mundo de los asuntos prácticos les parecía no ofrecer ninguna esperanza, y sólo el Otro Mundo se les antojaba digno de fidelidad. Para los cristianos, el Otro Mundo era el Reino de los Cielos, para disfrutarlo después de morir; para los platónicos, era el mundo eterno de las ideas, el mundo real, opuesto al de la apariencia ilusoria. Los teólogos cristianos combinaron estos puntos de vista, e incorporaron mucho de la filosofía de Plotino. El deán Inge, en su inapreciable libro sobre Plotino, subraya exactamente lo que el cristianismo le debe. «El platonismo —dice— es parte de la estructura vital de la teología cristiana, con la que ninguna otra filosofía, me atrevo a decir, podría actuar sin roce». Hay, dice, una «extrema imposibilidad de separar el platonismo del cristianismo sin desmembrarle». Señala que San Agustín habla del sistema de Platón como «el más puro y brillante de toda la filosofía» y de Plotino como un hombre en el que «Platón revivió», y que si hubiese vivido un poco más tarde, habría «cambiado unas cuantas palabras y frases y se habría convertido en cristiano». Santo Tomás de Aquino, según el deán Inge, «está más cerca de Plotino que del verdadero Aristóteles».
Plotino, por consiguiente, es, históricamente, importante como influencia que moldea el cristianismo de la Edad Media y la teología católica. El historiador, al hablar de la cristiandad, tiene que poner cuidado en reconocer los extraordinarios cambios que ha padecido y la variedad de formas que puede asumir incluso en una época. El cristianismo de los Evangelios Sinópticos es de una metafísica casi inocente. Los cristianos de la época moderna son, en este aspecto, como los cristianos primitivos; el platonismo es ajeno al pensamiento popular y al sentir de los Estados Unidos, y la mayoría de los cristianos americanos están mucho más en contacto con sus deberes aquí sobre la Tierra y con el progreso social en el mundo cotidiano que con las esperanzas trascendentales que consolaron a los hombres cuando todo lo terrestre inspiraba desesperación. No estoy hablando de ningún cambio de dogma, sino de una diferencia de acento e interés. Un cristiano moderno, a menos que comprenda cuán grande es esta diferencia, no comprenderá el cristianismo del pasado. A nosotros, puesto que nuestro estudio es histórico, nos interesan las creencias efectivas de los siglos pasados y, en cuanto a éstas, es imposible disentir de lo que el deán Inge dice sobre la influencia de Platón y de Plotino.
Plotino, sin embargo, no es de importancia sólo histórica. Representa, mejor que ningún otro filósofo, un tipo importante de teorías. A un sistema filosófico puede juzgársele importante por varias clases diferentes de razones. La primera y más obvia es pensar que pueda ser verdadero. No muchos estudiantes de filosofía en el tiempo presente sentirían esto de Plotino; el deán Inge es, en este aspecto, una rara excepción. Pero la verdad no es el único mérito que una metafísica puede poseer. Puede tener belleza, y esto se halla ciertamente en Plotino; hay pasajes que recuerdan uno de los últimos cantos del Paraíso del Dante y de casi nada más en literatura. Ahora y siempre, son asombrosas sus descripciones del mundo eterno de gloria.
Nuestra primorosa fantasía presente,
esta tranquila canción de puro contento
cantó siempre ante el trono color zafiro
a Él, que se sienta encima.
Asimismo, una filosofía puede ser importante porque exprese bien lo que los hombres son propensos a creer en ciertos modos o en ciertas circunstancias. La alegría sin complicación y la pena no son materia para la filosofía, sino más bien para los géneros más simples de la poesía y de la música. Sólo la alegría y la pena acompañadas de su proyección en el Universo engendran teorías metafísicas. Un hombre puede ser un alegre pesimista o un optimista melancólico. Acaso Samuel Butler pueda servir como ejemplo de lo primero; Plotino es un ejemplo admirable de lo segundo. En una época como la que vivió, la desgracia es inmediata y urgente, mientras la felicidad, asequible en todo, puede buscarse por su proyección sobre las cosas ajenas a las impresiones de los sentidos. Tal felicidad tiene siempre en sí un elemento infiltrado: es muy distinta a la felicidad de un niño. Y puesto que no se deriva del mundo cotidiano, sino del pensamiento y de la imaginación, exige el poder de ignorar o despreciar la vida de los sentidos. Por eso es por lo que no son los que gozan de la felicidad instintiva quienes inventan las clases de optimismo metafísico dependiente de la creencia en la realidad de un mundo suprasensible. Entre los hombres que han sido desgraciados en un sentido mundano, pero han estado resueltamente determinados a hallar una felicidad más alta en el mundo de la teoría, Plotino ocupa un puesto muy elevado.
No son de despreciar de ningún modo sus méritos puramente intelectuales. En muchos aspectos ha esclarecido las enseñanzas de Platón; ha desarrollado, con tanta consecuencia como es posible, el tipo de teoría defendida por él en común con muchos otros. Sus argumentos contra el materialismo son buenos, y su concepto total de la relación de alma y cuerpo es más clara que la de Platón o la de Aristóteles.
Como Spinoza, tuvo cierta clase de pureza y elevación moral que impresiona mucho. Es siempre sincero, nunca destemplado o crítico, invariablemente encaminado a decir al lector, con toda la sencillez posible, lo que cree importante. Piénsese lo que se quiera de él como filósofo teórico, pero es imposible no amarlo como hombre.
La vida de Plotino es conocida tanto como puede serlo, a través de las biografías escritas por su amigo y discípulo Porfirio, un semita cuyo nombre auténtico era Malco. Hay, sin embargo, elementos milagrosos en su relato, que hacen difícil depositar en él una confianza completa sobre sus partes más creíbles.
Plotino consideró su apariencia espacio-temporal sin importancia, y detestaba hablar de los accidentes de su vida histórica. Estableció, sin embargo, que había nacido en Egipto, y se sabe que de joven estudió en Alejandría, donde vivió hasta la edad de treinta y nueve años, y donde fue profesor suyo Amonio Saccas, considerado corrientemente como el fundador del neoplatonismo. Luego se unió a la expedición del emperador Gordiano III contra los persas, con la intención, se dice, de estudiar las religiones del Oriente. El emperador era todavía joven, y fue asesinado por el ejército, como era costumbre en aquel tiempo. Esto ocurrió durante su campaña de Mesopotamia en 244 d. C. Plotino, en consecuencia, abandonó sus proyectos orientales y se estableció en Roma, donde pronto empezó a enseñar. Entre sus oyentes había muchos hombres influyentes, y fue favorecido por el emperador Galieno.[51] En un tiempo formó el proyecto de fundar la República de Platón en la Campania, y construir a tal fin una ciudad nueva, llamándola Platonópolis. El emperador, al principio se mostró favorable, pero por último retiró el permiso. Puede parecer extraño que hubiera allí espacio para una ciudad nueva tan próxima a Roma, pero probablemente en aquel tiempo en la región había malaria, como ahora, pero no la había habido antes. No escribió nada hasta la edad de cuarenta y nueve años; después escribió mucho. Sus obras fueron editadas y arregladas por Porfirio, que era más pitagórico que Plotino, y motivó que la escuela neoplatónica llegase a ser más sobrenaturalista de lo que habría sido si hubiese seguido a Plotino con mayor fidelidad.
El respeto de Plotino por Platón es muy grande; Platón es nominalmente aludido como Él. En general, los «venerables antiguos» son tratados con reverencia, pero esta reverencia no se extiende a los atomistas. Los estoicos y epicúreos, que eran todavía activos, son refutados; los estoicos sólo por su materialismo, los epicúreos por cada parte de su filosofía. Aristóteles desempeña un papel más amplio de lo que parece, aunque lo que a él se debe es a menudo ignorado. Se siente la influencia de Parménides en muchos puntos.
El Platón de Plotino no es tan pletórico como el Platón real. La teoría de las ideas, las doctrinas místicas del Fedón y del libro VI de la República y la discusión del amor en el Simposio completan el conjunto del Platón que aparece en las Eneadas (como se titulan los libros de Plotino). El interés político, la búsqueda de definiciones de virtudes aisladas, el gusto por las matemáticas, la apreciación dramática y afectiva de los individuos y, por encima de todo, la jovialidad de Platón están enteramente ausentes en Plotino. Platón, como dice Carlyle, está «tranquilísimo en el cielo»; Plotino, por el contrario, está siempre sobre sí.
La metafísica de Plotino empieza con una Santa Trinidad: lo Uno, el Espíritu y el Alma. Estas tres no son una entidad como las Personas de la Trinidad cristiana; lo Uno es lo supremo, el Espíritu viene después y a continuación el Alma.[52]
Lo Uno es algo sombrío. A veces se llama Dios, a veces el Bien; sobrepuja al Ser, que es la primera consecuencia de lo Uno. No debemos atribuirle predicados, sino sólo decir es. (Esto es una reminiscencia de Parménides). Sería un error hablar de Dios como el Todo, porque Dios trasciende al Todo. Dios está presente en todas las cosas. Lo Uno puede estar presente sin futuro: «mientras no esté en ninguna parte, en ninguna parte no está». Aunque se hable a veces de lo Uno como de Dios, hemos dicho también que antecede a Dios y a la Belleza.[53] A veces lo Uno parece semejante al Dios de Aristóteles; hemos dicho que Dios no necesita de sus derivativos e ignora el mundo creado. Lo Uno es indefinible, y en relación a ello hay más verdad en el silencio que en ninguna palabra, sea cual sea.
Llegamos ahora a la Segunda Persona, a la que Plotino llama nous. Es siempre difícil hallar una palabra española para representar el nous. La traducción corriente del diccionario es mente, pero esto no da la equivalencia correcta, en particular cuando la palabra se usa en filosofía religiosa. Si hemos de decir que Plotino puso la mente sobre el alma, daríamos una impresión completamente equivocada. Mc Kenna, el traductor de Plotino, usa «Principio-Intelectual», pero esto es tosco y no sugiere un objeto conveniente para la veneración religiosa. El deán Inge usa espíritu, acaso la palabra mejor. Pero ésta silencia el elemento intelectual, importante en toda la filosofía religiosa griega posterior a Pitágoras. Las matemáticas, el mundo de las ideas y todo el pensamiento de lo que no es sensible, tienen para Pitágoras, Platón y Plotino algo de divino; constituyen la actividad del nous, o, por lo menos, la más cercana aproximación a su actividad, de lo que podemos concebir. Fue este elemento intelectual en la religión de Platón el que condujo a los cristianos —en especial al autor del Evangelio de San Juan— a identificar a Cristo con el Logos. Logos se traduciría por razón a este respecto; esto nos impide usar razón como traducción de nous. Seguiré al deán Inge usando espíritu, pero con la condición de que nous tenga una connotación intelectual que está ausente del espíritu tal como de ordinario se le comprende. Pero frecuentemente usaré la palabra nous sin traducir.
El nous, dice, es la imagen de lo Uno; es engendrado porque lo Uno, en su autoinvestigación, tiene visión; esta vista es el nous. Es éste un concepto difícil. Un Ser sin partes, dice Plotino, puede conocerse a sí mismo; en este caso el vidente y lo visto son uno. En Dios, que es concebido, como Platón, utilizando la analogía del Sol, el dador de la luz y lo que es luz son lo mismo. Siguiendo la analogía nous puede ser considerado como la luz, porque lo Uno se ve a sí mismo. Es posible para nosotros conocer la Mente Divina, a la que olvidamos por medio de la obstinación. Para conocer la Mente Divina podemos estudiar nuestra propia alma cuando es más semejante a Dios: debemos poner a un lado el cuerpo y la parte de alma que moldeó el cuerpo y «los sentidos con los deseos e impulsos y todas las futilidades»; lo que queda luego es imagen del Divino Intelecto.
«Aquellos divinamente poseídos e inspirados tienen al menos el conocimiento de que mantienen alguna cosa más grande dentro de sí mismos, aunque no puedan decir lo que es; por los movimientos que los agitan y las expresiones que vienen de ellos perciben el poder que los mueve, no a sí mismos: del mismo modo, es obligado, nos comportamos con el Supremo, cuando mantenemos el nous puro; conocemos el interior de la Divina Mente, que da el ser y todo lo demás de este orden; pero conocemos también otro, que sabemos que no es ninguno de éstos, sino un principio más noble de los que conocemos como Ser; más lleno y más grande; por encima de la razón, la mente y el sentimiento que confiere en estos poderes, no se confunden con ellos».[54]
Así, cuando estamos «divinamente poseídos o inspirados», no vemos sólo el nous, sino también lo Uno. Cuando estamos así en contacto con lo divino, no podemos razonar o expresar la visión en palabras; esto viene después. «En el momento del contacto no hay poder ninguno para hacer una afirmación; no hay tiempo; el razonar sobre la visión es posterior. Podemos saber que hemos tenido la visión cuando el alma ha adquirido luz de súbito. Esta luz es del Supremo y es el Supremo; podemos creer en la Presencia, cuando, como aquel otro Dios a la llamada de cierto hombre, Él vino trayendo la luz; la luz es la prueba del advenimiento. Así, el alma no se encendió mientras estuvo sin la visión; la luz posee lo que buscaba. Y ésta es la verdad, y pone ante el alma, para percibir esa luz, para ver el Supremo por el Supremo y por la luz de ningún otro principio, para ver el Supremo que es también el medio de la visión; porque lo que ilumina el Alma es con lo que se ve, como con la propia luz del Sol vemos al Sol.
»Pero ¿cómo ha de cumplirse esto?
»Cercénalo todo».[55]
La experiencia del éxtasis (el estar fuera del propio cuerpo de uno) le ocurrió con frecuencia a Plotino:
«Muchas veces ha ocurrido: exaltarme fuera del cuerpo en mí mismo; llegar a ser ajeno a todas las demás cosas y, concentrado, contemplar una maravillosa belleza; después, más que nunca, estar seguro de la comunidad con el orden más elevado; establecer la vida más noble, adquiriendo identidad con lo divino; instalarse dentro de ello por haber alcanzado esa actividad; examinando que, sea lo que fuere, lo Intelectual es menos que lo Supremo: además viene el momento de descender de la intelección al razonamiento y, después de residir en lo divino, me pregunto a mí mismo cómo es que puedo ahora estar descendiendo y cómo entra siempre el alma en mi cuerpo, el alma que, aun dentro de mi cuerpo, es la cosa más alta que haya podido mostrarse a sí misma».[56]
Esto nos conduce al alma, el tercer y más bajo miembro de la Trinidad. El alma, aunque inferior al nous, es la autora de todas las cosas vivientes; ella hizo el Sol y la Luna y las estrellas y todo el mundo sensible. Es la producción del Divino Intelecto. Es doble: hay un alma íntima, atenta al nous y otra que se enfrenta con lo externo. La última está asociada con un movimiento hacia abajo, en el que el alma engendra su imagen, que es la naturaleza y el mundo sensorial. Los estoicos habían identificado la Naturaleza con Dios, pero Plotino la consideró como una esfera inferior, algo emanado del alma cuando ésta olvida mirar hacia arriba, hacia el nous. Esto debió sugerir la concepción gnóstica de que el mundo visible es malo, pero Plotino no toma este concepto. El mundo visible es bello y es la residencia de los espíritus benditos; es sólo menos buena que el mundo intelectual. En una discusión polémica muy interesante de la concepción gnóstica, de que el cosmos y su Creador son malos, admite que algunas partes de la doctrina gnóstica, tales como el odio a la materia, pueden deberse a Platón, pero sostiene que las otras partes que no vienen de Platón, son inciertas.
Sus objeciones al gnosticismo son de dos clases. Por una parte dice que el alma, cuando crea el mundo material, lo hace desde la memoria de lo divino, y no porque esté caída; el mundo de los sentidos, piensa, es tan buena como un mundo sensible puede serlo. Siente fuertemente la belleza de las cosas percibidas por los sentidos.
¿Quién que verdaderamente perciba la armonía del Reino Intelectual pudo dejar, si tiene alguna disposición para la música, de responder a la armonía en sonidos sensibles? ¿Qué geómetra o matemático pudo dejar de encontrar placer en las simetrías, correspondencias y principios de orden observados en las cosas visibles? Considérese aún el caso de los cuadros; aquellos que ven por el sentido corporal el arte de la pintura no ven la cosa en un solo aspecto; están profundamente impresionados al reconocer en los objetos pintados a los ojos la representación de lo que descansa en la idea, y así son llamados al recuerdo de la verdad; la verdadera experiencia de la cual surge el amor. Ahora, si la visión de la belleza, excelentemente reproducida, de una cara precipita la mente a esa otra Esfera, seguramente ninguno, viendo la hermosura pródiga en el mundo de los sentidos —esta vasta regularidad, la forma que las estrellas aun en su alejamiento despliegan—, nadie pudo ser tan torpe, tan inconmovible como para no dejarse llevar por todo esto al recuerdo y sobrecogido por reverente miedo en el pensamiento de todo esto, tan grande, que brota de aquella grandeza. No pudo ser sólo para responder así el haber abrazado este mundo ni tenido una visión del otro (II, 9, 16).
Hay otra razón para rechazar el criterio gnóstico. Los gnósticos juzgan que nada divino está asociado con el Sol, la Luna y las estrellas; fueron creados por un espíritu malo. Sólo el alma del hombre, entre las cosas perceptibles, tiene bondad. Pero Plotino está firmemente persuadido de que los cuerpos celestes son los cuerpos de seres semejantes a Dios, inconmensurablemente superiores al hombre. De acuerdo con los gnósticos, «su propia alma, el alma de lo más ínfimo del género humano, la declaran inmortal, divina; pero los cielos íntegros y las estrellas dentro de los cielos no habían tenido comunión con el Principio Inmortal, aunque éstos fuesen mucho más puros y amables que las propias almas» (II, 9, 5). Para la concepción de Plotino hay autoridad en el Timeo, y fue adoptada por algunos Padres cristianos, por ejemplo, Orígenes. Es imaginativamente atractivo; expresa los sentimientos que los cuerpos celestes inspiran naturalmente y hacen al hombre menos solitario en el universo físico.
No hay en el misticismo de Plotino nada moroso u hostil a la belleza, pero es el último maestro religioso, durante muchos siglos, del que pueda decirse esto. La belleza y todos los placeres asociados a ella, llegaron a considerarse como del Diablo; los paganos, lo mismo que los cristianos, llegaron a glorificar la fealdad y la basura. Juliano el Apóstata, como contemporáneo de los santos ortodoxos, se jactó de lo poblado de su barba. De todo esto no hay nada en Plotino.
La materia está creada por el alma y no tiene realidad independiente. Toda alma tiene su hora; cuando ésta suena, desciende y entra en el cuerpo adecuado para ella. El motivo no es la razón, sino algo más análogo al deseo sexual. Cuando el alma abandona el cuerpo, debe entrar en otro cuerpo si ha sido pecadora, porque la justicia requiere que sea castigada. Si, en esta vida, has asesinado a tu madre, serás en la próxima vida una mujer y serás asesinada por tu hijo (III, 2, 13). El pecado debe ser castigado; pero el castigo ocurre naturalmente, por el inquieto impulso de los errores del pecador.
¿Recordamos esta vida después de haber muerto? La respuesta es perfectamente lógica, pero no la que los más modernos teólogos darían. La memoria se relaciona con nuestra vida en el tiempo, mientras que nuestra mejor y verdadera vida es en la eternidad. Por eso, como el alma crece hacia la vida eterna, recordará cada vez menos; amigos, hijos, esposa serán olvidados gradualmente; por último, no conoceremos nada de las cosas de este mundo, sino sólo contemplaremos el reino intelectual. No habrá memoria de la personalidad, la cual, en la visión contemplativa, será desconocida por sí misma. El alma llegará a ser una con el nous, pero no para su propia destrucción: el nous y el alma individual serán simultáneamente dos y uno (IV, 4, 2).
En la Cuarta eneada, que versa sobre el alma, una sección, el tratado séptimo, se consagra a la discusión de la inmortalidad.
El cuerpo, siendo compuesto, es claramente no inmortal; si, pues, forma parte de nosotros, no somos enteramente inmortales. ¿Pero cuál es la relación del alma y el cuerpo? Aristóteles (que no se menciona explícitamente) dijo que el alma era la forma del cuerpo, pero Plotino rechaza este concepto, basándose en que el acto intelectual sería imposible si el alma fuera una forma del cuerpo. Los estoicos piensan que el alma es material, pero la unidad del alma prueba que esto es imposible. Por otra parte, puesto que la materia es pasiva, no puede haberse creado a sí misma; la materia no pudo existir si el alma no la hubiese creado y, si el alma no existiese, la materia desaparecería en un instante. El alma no es materia ni forma de un cuerpo material, sino la Esencia, y la Esencia es eterna. Este concepto de que el alma es inmortal está implícito en Platón, porque las ideas son eternas; pero sólo con Plotino se hace explícito.
¿Cómo entra el alma en el cuerpo desde la lejanía del mundo intelectual? La respuesta se da por medio del apetito. Pero el apetito, aunque a veces es innoble, puede ser comparativamente noble. En lo que tiene de mejor, el alma «desea elaborar orden según el modelo de lo que ha visto en el Principio Intelectual (nous)». Es decir, el alma contempla el interior del reino de la Esencia y quiere producir algo, tanto, que pueda ser vista mirando desde fuera en vez de mirada desde dentro; como (debiéramos decir) un compositor que primero imagina su música y luego quiere oírla ejecutar por una orquesta.
Pero este deseo creador del alma tiene resultados lamentables. En tanto el alma vive en el mundo de la pura Esencia, no está separada de las otras almas que viven en el mismo mundo; pero tan pronto como llega a juntarse a un cuerpo, tiene la tarea de gobernar lo que es más bajo que ella misma, y por esta tarea llega a separarse de las otras almas, que tienen otros cuerpos. Excepto en unos pocos hombres y en unos pocos momentos, el alma llega a estar encadenada al cuerpo. «El cuerpo oscurece la verdad, pero allí[57] resiste clara y separada» (IV, 9, 5).
Esta doctrina, como la de Platón, difícilmente evita el concepto de que la Creación fue un error. El alma en su forma mejor, está contenta con el nous, el mundo de la Esencia; si estuviera siempre en lo mejor, no crearía, sino sólo contemplaría. Parece que el acto de la creación tiene que justificarse partiendo de la base de que el mundo creado, en sus líneas principales, es el mejor de los lógicamente posibles; pero éste es una copia del mundo eterno, y como tal tiene la belleza que es posible en una copia. La más exacta exposición en el tratado sobre los gnósticos (II, 9, 8):
Preguntar al alma por qué ha creado el cosmos, es preguntar por qué hay un alma y por qué un creador crea. La cuestión, también, supone un principio en lo eterno y, más adelante, representa la creación como el acto de un Ser inconstante que pasa de esto a aquello.
Quienes piensan así deberían ser instruidos —si quisieran llevarlo bien— en la naturaleza de lo Supremo e inducidos a desistir de esa blasfemia de los poderes mayestáticos que se les ocurre tan fácilmente, donde todo debiera ser escrúpulo reverente.
Aun en la administración del Universo no hay fundamentos para tal ataque, porque aduce pruebas manifiestas de la grandeza del Género Intelectual.
Este Todo que ha emergido a la vida no es de estructura amorfa —como aquellas formas menores dentro de las cuales han nacido la noche y el día de la prodigalidad de su vitalidad—; el Universo es una vida organizada, efectiva, compleja, omnicomprensiva, que despliega una sabiduría insondable. ¿Cómo, pues, puede nadie negar que es una imagen clara, hermosamente formada de las Divinidades Intelectuales? Sin duda, es una copia, no original; pero eso es su verdadera naturaleza; no puede ser a la vez símbolo y realidad. Pero decir que es una copia inadecuada es falso; nada se ha omitido de lo que una bella representación dentro del orden físico pudo incluir.
Una tal reproducción debió existir necesariamente —aunque no por deliberación y designio— pues lo Intelectual no ha de ser la última de las cosas, sino que tiene un doble Acto, uno en sí mismo y otro exterior; vaya, pues, algo detrás de lo Divino; porque sólo la cosa con la que todo poder concluye falta al aprobar algo que desciende de sí mismo.
Ésta es acaso la mejor respuesta a los gnósticos que los principios de Plotino hacen posible. El problema, en lenguaje levemente diferente, fue heredado por los teólogos cristianos; ellos también habían hallado difícil explicar la creación sin admitir la conclusión blasfema de que, antes de ella, algo faltaba al Creador. En realidad, su dificultad es mayor que la de Plotino, porque éste puede decir que la naturaleza de la Mente hizo inevitable la creación, mientras que, para el cristiano, el mundo resultó del ejercicio sin trabas de la libre voluntad de Dios.
Plotino tiene un sentido muy intenso de cierto género de belleza abstracta. Al describir la posición del Intelecto, como intermedia entre lo Uno y el alma, prorrumpe, de pronto, en un pasaje de rara elocuencia:
Lo supremo en su progreso nunca pudo nacer de algún vehículo sin alma ni aun directamente del alma; será anunciado por cierta belleza inefable; antes del Gran Rey en su marcha, vino primero el séquito menor, luego, fila tras fila, el mayor y más exaltado, el más próximo al rey, el más augusto; a continuación su propia honrada compañía hasta que, el último entre todas estas grandezas, de repente, aparece el Monarca Supremo mismo, y todos —excepto, desde luego, aquellos que se han contentado a sí mismos con el espectáculo de antes de su llegada y se marcharon— se postran y le aclaman (V, 5, 3).
Hay un tratado sobre la Belleza Intelectual, que muestra la misma clase de sentimiento (V, 8):
Ciertamente todos los dioses son augustos y bellos, de una belleza superior a nuestra expresión. ¿Y qué les hace así? El Intelecto; y en especial el intelecto operante dentro de ellos (el divino Sol y las estrellas) a la vista.
El «vivir con tranquilidad» es allí; y de estos seres divinos la verdad es madre y nodriza, existencia y sostén; todo lo que no es de progresión, sino de auténtico ser, lo ven ellos mismos en todo; porque todo es transparente, nada opaco, nada resistente; todo ser es lúcido para otro en aliento y hondura; la luz corre por la luz. Y cada uno de ellos contiene todo dentro de sí, y, al mismo tiempo, lo ve todo dentro del otro, así que en todas partes está todo y todo es todo en cada todo e infinita la gloria. Cada uno de ellos es grande; el pequeño es grande; el Sol, allí es todas las estrellas; y toda estrella de nuevo es todas las estrellas y el Sol. Mientras algunas maneras de seres son predominantes en cada uno, todos son modelados en cada otro.
Aparte de la imperfección que el mundo posee inevitablemente por ser una copia, existe para Plotino, como para los cristianos, el más positivo mal que resulta del pecado. El pecado es una consecuencia del libre albedrío, que Plotino sostiene contra los deterministas y, más en particular, contra los astrólogos. No se aventura a negar para siempre el valor de la astrología; pero intenta ponerle límites, a fin de hacer lo que permanece incompatible con el libre albedrío. Hace lo mismo respecto de la magia; el sabio, dice, está exento del poder de los magos. Porfirio relata que un filósofo rival intentó arrojar malos hechizos sobre Plotino, pero que por su santidad y sabiduría, los hechizos recayeron sobre el rival. Porfirio y todos los seguidores de Plotino, son mucho más supersticiosos que él. La superstición, en él, es todo lo débil que era posible en aquella época.
Tratemos ahora de resumir los méritos y defectos de la doctrina enseñada por Plotino y, en su mayor parte, aceptada por la teología cristiana, en tanto siguió siendo sistemática e intelectual.
Hay, primero y ante todo, la construcción de lo que Plotino creía ser un refugio seguro de ideales y esperanzas y un refugio, además, que suponía a la vez esfuerzo moral e intelectual. En el siglo III y en los siglos posteriores a la invasión bárbara, la civilización occidental llegó a su casi total destrucción. Fue una suerte que, mientras la teología fue casi la única actividad mental superviviente, el sistema que se aceptó no fuera puramente supersticioso, sino que conservara, aunque a veces soterradas profundamente, las doctrinas que incorporaban muchas de las obras del intelecto griego y mucha de la devoción moral que es común a los estoicos y a los neoplatónicos. Esto hizo posible la aparición de la filosofía escolástica y, más tarde, con el Renacimiento, el estímulo nació del estudio renovado de Platón, y de éste a los otros antiguos.
Por otra parte, la filosofía de Plotino tiene el defecto de inducir a los hombres a mirar dentro, más que a mirar fuera: cuando miramos dentro vemos el nous, que es divino, mientras que si miramos fuera vemos las imperfecciones del mundo sensible. Esta clase de subjetividad tuvo un crecimiento gradual; se halla en las doctrinas de Protágoras, Sócrates y Platón, así como en los estoicos y epicúreos. Pero al principio fue sólo doctrinal, no temperamental; tardó largo tiempo en destruir la curiosidad científica. Vimos cómo Posidonio, hacia 100 a. C., viajó por Hispania y la costa atlántica de África para estudiar las mareas. Gradualmente, sin embargo, el subjetivismo invadió los sentimientos de los hombres, así como sus doctrinas. La ciencia ya no fue cultivada, y sólo la virtud se consideró importante. La virtud, como es concebida por Platón, implicaba todo lo que entonces era posible en el camino de las hazañas mentales; pero en siglos posteriores vino a considerarse, cada vez más, que suponía sólo la voluntad virtuosa y no un deseo de comprender el mundo físico o perfeccionar el mundo de las instituciones humanas. El cristianismo, con su doctrina ética, no estaba libre de este defecto, aunque en la práctica la creencia en la importancia de la propagación de la fe cristiana facilitó un objeto asequible para la actividad moral, que no estaba ya limitada a la perfección del yo.
Plotino es a la vez un fin y un principio: un fin, con relación a los griegos; un principio, con relación a la cristiandad. Al mundo antiguo, cansado de siglos de contratiempos, agotado por la desesperación, su doctrina le debió parecer aceptable, pero no pudo estimularle. Al mundo bárbaro, más crudo, donde la superabundante energía necesitaba ser restringida y regulada más bien que estimulada, lo que pudo penetrar de sus enseñanzas le fue beneficioso, puesto que el mal que tenía que ser combatido no era la languidez, sino la brutalidad. La obra de transmitir lo que pudo sobrevivir de su filosofía fue llevada a cabo por los filósofos cristianos de la última época de Roma.