CAPÍTULO XXVIII

El estoicismo

El estoicismo, si bien fue contemporáneo en sus orígenes del epicureísmo, tuvo una historia más larga y menos constancia en sus doctrinas. Las enseñanzas de su fundador Zenón, en la primera parte del siglo III a. C., no fueron idénticas a las de Marco Aurelio en la segunda mitad del siglo II d. C. Zenón fue un materialista, cuyas doctrinas eran, en su mayor parte, una combinación del cinismo y de Heráclito; pero gradualmente, por una mezcla de platonismo, los estoicos abandonaron el materialismo, hasta que al fin pocos vestigios de él se conservaron. Su doctrina ética, sin duda, cambió muy poco, y fue lo que la mayoría de ellos consideraron como de mayor importancia. Aun en este aspecto, sin embargo, hay algún cambio de acento. Según pasa el tiempo, se habla menos de los otros aspectos del estoicismo, y continuamente se atribuye su fuerza de modo exclusivo a la ética y a las partes de la teología que son más importantes para la ética. Respecto a los primeros estoicos, tropezamos con la dificultad de que sus obras sobreviven sólo en unos pocos fragmentos. Sólo de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, que pertenecen a los siglos I y II d. C., se conservan libros completos.

El estoicismo es menos griego que ninguna escuela de filosofía de las consideradas hasta aquí. Los primeros estoicos eran mayormente sirios; los últimos, romanos en su mayoría. Tarn (La civilización helenística, pág. 287) supone influencias caldeas en el estoicismo. Ueberweg observa justamente que al helenizar el mundo bárbaro, los griegos abandonaron lo que sólo ellos mismos podían seguir. El estoicismo, a diferencia de las primeras filosofías puramente griegas, es en lo emocional estrecho y, en cierto sentido, fanático; pero contiene también elementos religiosos, de los cuales sentía el mundo necesidad y que los griegos parecían incapaces de proporcionar. En particular, esto atrajo a los gobernantes: «casi todos los sucesores de Alejandro —digamos todos los principales reyes que vivieron en las generaciones siguientes a la de Zenón— profesaron el estoicismo», dice el profesor Gilbert Murray.

Zenón fue un fenicio nacido en Citium, en Chipre, en cierta época de la segunda mitad del siglo IV a. C. Parece probable que su familia se dedicase al comercio y que el interés por los negocios fuese lo que le movió a ir a Atenas por primera vez. Allí, sin embargo, se sintió acuciado por el estudio de la filosofía. Las ideas de los cínicos estaban más de acuerdo con él que los de ninguna otra escuela, pero tenía algo de ecléctico. Los continuadores de Platón le acusaron de plagiar a la Academia. Sócrates fue el santo principal de los estoicos en toda su historia; su actitud en la época de su juicio, su negativa a evadirse, su serenidad frente a la muerte y su tesis de que el perpetrador de la injusticia se injuria a sí mismo más que a su víctima, todo armonizaba a la perfección con las enseñanzas estoicas. Así, su indiferencia al calor y al frío, su sencillez en materia de comidas y vestidos y su completa liberación de todas las comodidades corporales. Pero los estoicos nunca se ocuparon de la doctrina de las ideas de Platón, y la mayoría de ellos rechazaban sus argumentos sobre la inmortalidad. Sólo los últimos estoicos le siguieron en la consideración de que el alma es inmaterial; los primeros estoicos coincidieron con Heráclito en admitir que el alma se compone de fuego material. Verbalmente, a esta doctrina también se adhieren Epicteto y Marco Aurelio, pero según éstos parece que el fuego no ha de tomarse literalmente como uno de los cuatro elementos de que las cosas físicas están compuestas.

Zenón no tenía paciencia con las sutilezas metafísicas. La virtud era lo que él consideraba importante, y sólo valoraba la física y la metafísica en cuanto contribuyen a la virtud. Intentó combatir las tendencias metafísicas de la época por medio del sentido común, lo que, en Grecia, significa materialismo. Las dudas sobre la confianza que merecen los sentidos le molestaban, y llevó la doctrina a extremos opuestos.

Zenón empieza por afirmar la existencia del mundo real. «¿Qué se entiende por real?», preguntaba el escéptico. «Se entiende lo sólido y material. Se entiende que esta mesa es de materia sólida». «¿Y Dios?», pregunta el escéptico. «¿Y el alma?». «Perfectamente sólidos —dice Zenón—; más sólidos si cabe que la mesa». «¿Y la virtud, o la justicia, o la regla de tres? ¿También materia sólida?». «Naturalmente —dice Zenón—, completamente sólidas».[32]

Es evidente que en este punto, Zenón, como muchos otros, fue arrastrado por celo antimetafísico hacia una metafísica propia.

La mayoría de las doctrinas a las que la escuela permanece fiel en todo tiempo se relacionan con el determinismo cósmico y la libertad humana. Zenón creía que el azar no existe y que el curso de la naturaleza está determinado rígidamente por leyes naturales. En un principio hubo sólo fuego, pues los otros elementos —aire, agua, tierra, por ese orden— emergieron gradualmente. Pero más pronto o más tarde, habrá una conflagración cósmica y todo se convertirá en fuego otra vez. Esto, de acuerdo con la mayoría de los estoicos, no es una destrucción final, como el fin del mundo en la doctrina cristiana, sino sólo la conclusión de un ciclo; todo el proceso se repetirá incesantemente. Todas las cosas que ocurren han ocurrido antes y ocurrirán de nuevo, no una vez, sino incontables veces.

Hasta aquí la doctrina debía parecer triste y en ningún aspecto más confortadora que el materialismo ordinario, como el de Demócrito. Pero esto fue sólo un aspecto. El curso de la naturaleza, en el estoicismo como en la teología del siglo XVIII, estaba ordenado por un legislador, que era también una providencia benéfica. Hasta en el más pequeño detalle, el conjunto estaba destinado a asegurar ciertos fines por medios naturales. Estos fines, excepto en lo concerniente a dioses y demonios, se hallan en la vida del hombre. Todo tiene un fin relacionado con los seres humanos. Algunos animales son buenos para comer, otros dan pruebas de valor; aun las chinches de las camas son útiles, puesto que nos ayudan a despertar por la mañana y a no permanecer en la cama demasiado tiempo. El Supremo Poder se llama a veces Dios, a veces Zeus. Séneca distinguió este Zeus del objeto de la creencia popular, que era también real, pero subordinado.

Dios no está separado del mundo; es el alma del mundo, y cada uno de nosotros contiene una parte del fuego divino. Todas las cosas son parte de un solo sistema, que se llama Naturaleza; la vida individual es buena cuando está en armonía con la Naturaleza. En cierto sentido, toda vida está en armonía con la Naturaleza, puesto que han sido las leyes de ésta las que la han causado; pero en otro sentido, una vida humana sólo está en armonía con la Naturaleza cuando la voluntad individual se dirige a un fin que está entre los de la Naturaleza. La virtud consiste en una voluntad que está de acuerdo con la Naturaleza. El malvado, aunque por fuerza obedece las leyes de Dios, lo hace involuntariamente. En el símil de Cleantes, son como el perro atado a un carro y obligado a ir donde él vaya.

En la vida de un ser humano, la virtud es el único bien; cosas tales como la salud, la felicidad, las propiedades, no cuentan. Puesto que la virtud reside en la voluntad, las cosas realmente buenas o malas en la vida de un hombre dependen sólo de él mismo. Puede llegar a ser pobre, pero ¿y qué? Aún puede ser virtuoso. Un tirano puede encarcelarle, pero puede seguir todavía viviendo en armonía con la Naturaleza. Puede ser sentenciado a muerte, pero puede morir noblemente, como Sócrates. Los demás hombres tienen poder sólo sobre lo externo; la virtud, que es lo único verdaderamente bueno, reside por entero en el individuo. Por eso todo hombre goza de libertad perfecta, una vez que se libera de los placeres mundanos. Éstos sólo prevalecen mediante juicios falsos; el sabio, cuyos juicios son verdaderos, es dueño de su destino en todo lo que vale, puesto que ninguna fuerza externa puede privarle de su virtud.

Hay obvias dificultades lógicas en esta doctrina. Si la virtud es realmente el único bien, la Providencia benéfica ha de estar interesada únicamente en crear virtud, aunque las leyes de la Naturaleza hayan hecho muchos pecadores. Si la virtud es el único bien, no puede haber razones contra la crueldad y la injusticia, puesto que, como los estoicos no se cansan nunca de señalar, la crueldad y la injusticia ofrecen al que sufre las mejores oportunidades para el ejercicio de la virtud. Si el mundo es determinista por completo, las leyes naturales decidirán si yo seré virtuoso o no. Si estoy pervertido, la Naturaleza me obliga a ser perverso y la libertad que se supone me otorga la virtud, no es posible para mí.

A un espíritu moderno le es difícil sentir entusiasmo por una vida virtuosa si no se logra nada con ella. Admiramos a un médico que arriesga su vida en una epidemia porque pensamos que la enfermedad no es ningún mal y el médico podría muy bien quedarse en casa cómodamente. Para el estoico, la virtud es un fin, no un medio de hacer el bien. Y cuando adoptamos un concepto más amplio, ¿cuál es el resultado definitivo? Una destrucción del mundo presente por el fuego y después una repetición de todo el proceso. ¿Podría haber algo más devastadoramente fútil? Puede haber progreso aquí y allí, por algún tiempo, pero a la larga, es sólo volver a empezar. Cuando vemos algo insoportablemente doloroso esperamos que con el tiempo cosas así dejen de ocurrir; pero los estoicos nos aseguran que lo que está ocurriendo ahora ocurrirá luego y siempre. La Providencia, que todo lo ve, puede —es de suponer— terminar abrumada de desesperación.

Esto incluye una cierta frialdad en la concepción estoica de la virtud. No sólo las malas pasiones son condenadas, sino todas las pasiones. El sabio no siente simpatía; cuando su esposa o sus hijos mueren, considera que este suceso no es ningún obstáculo para su propia virtud y por eso no sufre profundamente. La amistad, tan apreciada por Epicuro, está muy bien, pero no debe exagerarse hasta el extremo de que las desgracias del amigo puedan destruir nuestra santa calma. En cuanto a la vida pública, quizá tu deber sea intervenir en ella, puesto que ofrece oportunidades para la justicia, la fortaleza, y así sucesivamente; pero no puedes actuar por un deseo de beneficiar al género humano, puesto que los beneficios que puedes proporcionar —tales como la paz o un reparto más equitativo de los alimentos— no son verdaderos beneficios, y en todo caso, sólo te importa tu propia virtud. Los estoicos no son virtuosos para hacer el bien, sino que practican el bien para ser virtuosos. No se les ocurre amar al prójimo como a sí mismos; el amor, excepto en un sentido superficial, falta en su concepción de la virtud.

Cuando digo esto, estoy pensando en el amor como emoción, no como principio. Como principio, los estoicos predicaron el amor universal; este principio se halla en Séneca y sus sucesores, y probablemente lo tomaron de los primeros estoicos. La lógica de la escuela lleva a doctrinas mitigadas por la humanidad de sus afiliados, que eran mucho mejores hombres de lo que habrían sido si hubiesen sido consecuentes. Kant —que se les parece— dice que debes ser amable con tu hermano, no porque le quieras, sino porque la ley moral impone la amabilidad; dudo, sin embargo, de que en su vida privada viviese él mismo este precepto.

Dejando estas generalidades, volvamos a la historia del estoicismo.

De Zenón[33] sólo se conservan algunos fragmentos. De ellos se infiere que definió a Dios como la mente ígnea del mundo, como una sustancia corporal, y que todo el Universo formaba la sustancia de Dios; Tertuliano dice que, según Zenón, Dios corre por todo el mundo material como la miel corre por todo el panal. De acuerdo con Diógenes Laercio, Zenón consideraba que la Ley General, la Recta Razón que lo llena todo, es lo mismo que Zeus, el Jefe Supremo del gobierno del Universo: Dios, Mente, Destino, Zeus, son una sola cosa. El Destino es el poder que mueve la materia; la Providencia y la Naturaleza son otros nombres de los mismos. Zenón no cree que deba haber templos para los dioses: «No habrá necesidad de construir templos; porque un templo no ha de ser una cosa de gran mérito o algo santo. Nada puede ser de gran mérito o santo cuando es obra de unos arquitectos y mecánicos». Parece haber creído, como los estoicos posteriores, en la astrología y en la adivinación. Cicerón dice que atribuyó gran poder a las estrellas. Diógenes Laercio afirma: «Los estoicos admiten todos los géneros de adivinación. Puede haber adivinación, dicen, si hay Providencia. Prueban la realidad del arte de la adivinación por un número de casos en los cuales las predicciones han sido verdad, como Zenón afirma». Crisipo es explícito en este punto.

La doctrina estoica sobre la virtud no aparece en los fragmentos existentes en Zenón, pero parece haber sido sostenida por él.

Cleantes de Assos, el inmediato sucesor de Zenón, es notable por dos cosas principalmente. Primero, como hemos visto ya, sostuvo que a Aristarco de Samos habría que perseguirlo por impiedad, porque hizo del Sol, en lugar de la Tierra, el centro del Universo. La segunda es su Himno a Zeus, gran parte del cual tuvo que ser escrito por Pope o algún cristiano culto del siglo posterior a Newton. Más cristiana aún es la corta plegaria de Cleantes:

Llévame, oh Zeus, y tú, oh Destino,

llévame contigo.

Sea cual sea la misión que me designes,

llévame contigo.

Yo te sigo sin temor y, si desconfiado,

me rezagase y no quisiera, aún te seguiré.

Crisipo (280-207 a. C.), que sucedió a Cleantes, fue un autor fecundo, y se dice que escribió setecientos cinco libros. Convirtió el estoicismo en sistemático y pedante. Sostuvo que sólo Zeus, el Fuego Supremo, es inmortal; los demás dioses, incluyendo el Sol y la Luna, nacen y mueren. Se dice consideró que Dios no participa en la motivación del mal, pero no está claro cómo compagina esto con el determinismo. En otras partes trata del mal a la manera de Heráclito, sosteniendo que lo opuesto implica un contrario y lo bueno sin lo malo es lógicamente imposible: «No puede haber nada más inepto que la gente que supone que Dios pudiera haber existido sin la existencia del mal. Lo bueno y lo malo son antitéticos, necesitan subsistir ambos en oposición». Como soporte de esta doctrina, apela a Platón, no a Heráclito.

Crisipo sostuvo que el hombre bueno es siempre feliz, y el malo, desgraciado, y que la felicidad del hombre bueno no difiere en ningún aspecto de la de Dios. Sobre la cuestión de si el alma sobrevive a la muerte, hubo opiniones encontradas: Cleantes sostuvo que todas las almas sobreviven hasta la próxima conflagración universal (cuando todas las cosas desaparezcan en Dios); pero Crisipo sostiene que esto es sólo verdad de las almas de los sabios. Fue menos exclusivamente ético que los últimos estoicos; en efecto, hizo fundamental la lógica. El silogismo hipotético y disyuntivo, así como la palabra disyunción, se deben a los estoicos; asimismo el estudio de la gramática y la invención de los casos en la declinación.[34] Crisipo, u otro estoico inspirado en su obra, elaboró una curiosa teoría del conocimiento, en su mayor parte empírica y basada en la percepción, aunque permitiese ciertas ideas y principios establecidos, sostenía él, por consensus gentium, el consentimiento de las gentes. Pero Zenón, como los estoicos romanos, consideró todos los estudios teóricos subordinados a la ética: dice que la filosofía es como un huerto en el que la lógica es el seto, la física los árboles y la ética los frutos; o como un huevo, en el que la lógica es la cáscara, la física la clara y la ética la yema.[35] Crisipo, al parecer, atribuyó un valor más independiente a los estudios teóricos. Acaso su influencia explica el hecho de que entre los estoicos hubiera muchos hombres que contribuyeron al progreso de las matemáticas y otras ciencias.

El estoicismo posterior a Crisipo lo modificaron considerablemente dos hombres importantes: Panecio y Posidonio. Panecio introdujo un elemento considerable de platonismo y abandonó el materialismo. Fue amigo del más joven de los Escipiones y ejerció influencia sobre Cicerón, por quien, principalmente, llegó a ser conocido de los romanos el estoicismo. Posidonio, con quien Cicerón estudió en Rodas, influyó en él más aún. Posidonio fue educado por Panecio, quien murió hacia 110 a. C.

Posidonio (hacia el 135; hacia el 51 a. C.) fue un griego de Siria, y era un niño cuando el Imperio seléucida llegó a su fin. Acaso fuera su experiencia de la anarquía en Siria lo que le impulsó a viajar hacia el Occidente, primero a Atenas, donde se imbuyó de filosofía estoica, y luego más allá, a las regiones occidentales del Imperio romano. «Vio con sus ojos la puesta de sol en el Atlántico, más allá del límite del mundo conocido, y la costa africana frente a España, donde los árboles están llenos de monos; y los pueblos de gente bárbara, tierra adentro de Marsella, donde las cabezas humanas, colgadas de las puertas de las casas como trofeos, eran visión cotidiana».[36] Llegó a ser un escritor fecundo sobre temas científicos; en realidad, una de las razones para sus viajes fue el deseo de estudiar las mareas, cosa que no podía hacerse en el Mediterráneo. Compuso excelentes trabajos en astronomía; como vimos en el capítulo XXIV, su cálculo de la distancia al Sol fue el mejor de la Antigüedad.[37] Fue también un historiador notable —continuador de Polibio—, pero fue conocido principalmente como filósofo ecléctico: amalgama con el estoicismo muchas de las enseñanzas de Platón, cuya Academia, en su fase escéptica, parece haber olvidado.

Esta afinidad con Platón se manifiesta en sus enseñanzas sobre el alma y la vida después de la muerte. Panecio había dicho, como la mayoría de los estoicos, que el alma perece con el cuerpo. Posidonio, por el contrario, dice que continúa viviendo en el aire, donde, en la mayoría de los casos, permanece inmutable hasta la próxima conflagración mundial. No hay infierno, pero los malvados, después de muertos, no son tan afortunados como los buenos, porque el pecado encenaga los vapores del alma impidiéndole elevarse tan alto como el alma del bueno. Los muy malvados están muy cerca de la Tierra y se reencarnan; los verdaderos virtuosos se elevan a la esfera estelar y pasan el tiempo contemplando cómo giran las estrellas. Pueden ayudar a otras almas; esto explica (supone) la verdad de la astrología. Bevan sugiere que, por su renovación de las nociones órficas y por la incorporación de las creencias neopitagóricas, Posidonio debe haber iniciado el camino hacia el gnosticismo. Añade, muy acertadamente, que lo fatal para filosofías como la suya no era el cristianismo, sino la teoría de Copérnico.[38] Cleantes tenía razón al considerar a Aristarco de Samos como enemigo peligroso.

Mucho más importantes, históricamente (aunque no filosóficamente), que los primeros estoicos fueron los tres en contacto con Roma: Séneca, Epicteto y Marco Aurelio: un ministro, un esclavo y un emperador, respectivamente.

Séneca (aproximadamente siglo I a. C. a 65 d. C.) fue un hispanorromano, cuyo padre era un hombre culto residente en Roma. Séneca siguió la carrera política, y estaba obteniendo un moderado éxito cuando fue desterrado a Córcega (41 d. C.) por el emperador Claudio, porque había incurrido en la enemistad de la emperatriz Mesalina. La segunda esposa de Claudio, Agripina, volvió a llamar a Séneca del exilio en 48 d. C., y le designó para tutor de su hijo, que tenía once años. Séneca fue menos afortunado que Aristóteles con su alumno, el emperador Nerón. Aunque, como estoico, Séneca despreciaba las riquezas, amasó una enorme fortuna, llegando a reunir, se dice, trescientos millones de sextercios (unos tres millones de libras). Mucho de esto lo adquirió prestando dinero a Britania; de acuerdo con Dion, el exagerado interés que exigió figura entre las causas de rebelión de aquel país. La heroica reina Boadicea, si esto es verdad, acaudilló una rebelión contra el capitalismo, representado por el apóstol filosófico de la austeridad.

A medida que los excesos de Nerón se hicieron más desenfrenados, Séneca fue perdiendo su favor. Al fin, fue acusado, justa o injustamente, de complicidad en una vasta conspiración para asesinar a Nerón y colocar un nuevo emperador —algunos dicen que el mismo Séneca— en el trono. En consideración a sus anteriores servicios se le otorgó el favor de que se suicidase (65 d. C.).

Su fin fue edificante. Al principio, al ser informado de la decisión del emperador, empezó a redactar un testamento. Cuando se le dijo que no se le había concedido tiempo para asunto tan largo, se volvió hacia su afligida familia y dijo: «No importa; os dejo lo que tiene más valor que las riquezas terrestres: el ejemplo de una vida virtuosa», o palabras por el estilo. Después se abrió las venas y notificó a sus secretarios que recogiesen sus últimas palabras; según Tácito, era un torrente de elocuencia durante sus últimos momentos. Su sobrino Luciano, el poeta, sufrió una muerte semejante, al mismo tiempo, y expiró recitando sus propios versos. Séneca fue juzgado posteriormente, más por sus admirables preceptos que por sus prácticas, algo dudosas. Varios de los Padres le reclaman como cristiano, y una supuesta correspondencia entre él y San Pablo la aceptaron como genuina hombres como San Jerónimo.

Epicteto (nacido hacia 60 d. C., muerto hacia el 100) es un tipo de hombre muy diferente, aunque muy afín como filósofo. Era griego, originalmente esclavo de Epafrodito, un liberto de Nerón, después ministro suyo. Estaba cojo, como resultado, se dice, de un cruel castigo de sus días de esclavitud. Vivió y enseñó en Roma hasta el 90 d. C., cuando el emperador Domiciano, que no tenía ningún trato con los intelectuales, desterró a todos los filósofos. Epicteto, en consecuencia, se retiró a Nicópolis, en el Epiro, donde, después de algunos años dedicados a escribir y enseñar, murió.

Marco Aurelio (121-180) estaba en el otro extremo de la escala social. Fue hijo adoptivo del buen emperador Antonino Pío, tío y suegro suyo, a quien sucedió en 161, y cuya memoria veneró. Como emperador, se consagró a la virtud estoica. Tuvo mucha necesidad de fortaleza, porque su reinado fue hostigado por las calamidades: terremotos, pestes, largas y difíciles guerras, insurrecciones militares. Sus Soliloquios, dirigidos a sí mismo y en apariencia no destinados a la publicación, muestran que consideraba onerosos sus deberes públicos y que sufría un gran cansancio. Su hijo Cómodo, que le sucedió, fue uno de los peores, entre los muchos emperadores malos, pero felizmente ocultó sus inclinaciones viciosas mientras su padre vivió. La esposa del filósofo, Faustina, fue acusada, acaso injustamente, por su inmoralidad, pero él nunca sospechó de ella, y después de su muerte se preocupó de su deificación. Persiguió a los cristianos porque rechazaban la religión del Estado, que consideraba políticamente necesaria. En todas sus acciones fue consciente, pero en la mayoría tuvo poco éxito. Es una figura patética: ante una lista de deseos mundanos que renunciar, uno de los que considera más seductores es el deseo de retirarse a vivir en un lugar tranquilo. Pero esta oportunidad nunca se le presentó. Algunos de sus Soliloquios están fechados en el campamento, en distintas campañas, cuyas penalidades provocaron al fin su muerte.

Es notable que Epicteto y Marco Aurelio estén completamente de acuerdo en todas las cuestiones filosóficas. Esto hace suponer que, aunque las circunstancias sociales influyan en la filosofía de una época, las circunstancias individuales ejercen menos influencia a veces que el pensamiento sobre la filosofía de un individuo. Los filósofos son, por lo común, hombres con una cierta amplitud de miras, que pueden menospreciar las vicisitudes de sus vidas privadas; pero ni siquiera pueden sobreponerse a los mayores bienes o males de su tiempo. En los tiempos malos inventan consuelos; en los tiempos buenos sus intereses son más puramente intelectuales.

Gibbon, cuya historia detallada empieza con los vicios de Cómodo, concuerda con la mayoría de los escritores del siglo XVIII en considerar el período de los Antoninos como una edad áurea: «Si se preguntase a un hombre —dice— que fijase el período de la historia del mundo durante el cual ‘las condiciones de la raza humana fueron más felices y prósperas, mencionaría sin vacilar el transcurrido desde la muerte de Domiciano hasta el acceso al Poder de Cómodo». Es imposible asentir enteramente a este juicio. Lo malo de la esclavitud supuso inmensos sufrimientos y fue socavando el vigor del mundo antiguo. Había espectáculos de gladiadores y peleas con bestias salvajes, intolerablemente crueles que deben haber envilecido a las poblaciones que gozaban de tales espectáculos. Marco Aurelio, es cierto, decretó que los gladiadores lucharan con espadas embotadas; pero su reforma tuvo corta vida, y no hizo nada respecto a las luchas con las fieras salvajes. El sistema económico era muy malo; Italia estaba mermando los cultivos, y la población de Roma dependía de la libre distribución del grano de las provincias. Toda iniciativa estaba concentrada en el emperador y sus ministros; por toda la vasta extensión del Imperio nadie, excepto un general accidentalmente rebelde, podría hacer nada sino someterse. Los hombres miraban al pasado por lo que tenía de mejor; el futuro —pensaban— sería en el mejor caso un hastío y, en el peor, un horror. Cuando comparamos el tono de Marco Aurelio con el de Bacon, o el de Locke, o el de Condorcet, vemos la diferencia entre una edad cansada y una esperanza. En una edad llena de esperanzas los grandes males presentes pueden tolerarse porque se piensa que pasarán; en una edad cansada, aun los bienes reales pierden su sabor. La ética estoica se adaptaba a los tiempos de Epicteto y de Marco Aurelio, porque su evangelio era de sufrimiento más que de esperanza.

Indudablemente, la edad de los Antoninos fue mucho mejor que cualquier época posterior hasta el Renacimiento, desde el punto de vista de la felicidad general. Pero un estudio cuidadoso demuestra que no era tan próspera como sus restos arquitectónicos inducen a suponer. La civilización grecorromana había dejado muy poca huella en las regiones agrarias; estuvo prácticamente limitada a las ciudades. Aun en las ciudades, hubo un proletariado que sufrió la mayor pobreza, y había una clase esclava numerosa. Rostovtzeff resume una discusión sobre las condiciones sociales y económicas en las ciudades como sigue.[39]

«Este cuadro de sus condiciones sociales no es tan atractivo como el cuadro de su apariencia externa. La impresión producida por nuestras fuentes es que el esplendor de las ciudades fue creado y existió para una minoría más bien pequeña de su población; que aun el bienestar de esta minoría se basaba en fundamentos harto débiles; que las grandes masas de la ciudad tenían unos ingresos muy moderados o vivían en extrema pobreza. En una palabra, no debemos exagerar la riqueza de las ciudades; su aspecto externo es falaz».

Sobre la tierra, dice Epicteto, estamos prisioneros en un cuerpo terrenal. Según Marco Aurelio acostumbraba a decir: «Tú eres una pequeña alma colocada en un cadáver». Zeus no pudo hacer libre el cuerpo, pero nos dio una porción de su divinidad. Dios es el padre de los hombres y somos todos hermanos. No debiéramos decir «soy ateniense» o «soy romano», sino «soy un ciudadano del Universo». Si fueras pariente de César, te sentirías seguro; ¿cuánto más seguro no te sentirás siendo un pariente de Dios? Si comprendemos que la virtud es el único bien verdadero, veremos que ningún mal real puede acontecernos.

Tengo que morir. Pero ¿he de morir gimiendo? Tengo que ser encarcelado. Pero ¿he de lloriquear por eso? Tengo que sufrir exilio. ¿Puede ir otro detrás de mí con una sonrisa y buen ánimo en paz? «Dime el secreto». Me niego a contarlo, porque me pertenece. «Pues te encadenaré». ¿Qué dices, camarada? ¿Encadenarme? Encadenarás mis piernas, sí; pero mi voluntad, no. Ni aun Zeus puede conquistarla. «Te aprisionaré». Mi pedazo de cuerpo, quieres decir. «Te degollaré». ¿Por qué? ¿Porque digo siempre que soy el único hombre del mundo al que no pudiste degollar?

Éstos son los pensamientos que quienes siguen la filosofía deben ponderar; éstas son las lecciones que deben escribir día tras día, en las que se deben ejercitar.[40]

Los esclavos son iguales a los demás hombres, porque todos son hijos de Dios.

Debemos someternos a Dios como un buen ciudadano se somete a la ley. «El soldado jura no respetar a ningún hombre por encima del césar, pero nos respetamos a nosotros mismos, ante todo».[41] «Cuando comparezcas ante los poderosos de la Tierra, recuerda que Otro contempla desde arriba lo que está ocurriendo y que debes complacerle a Él antes que a esos hombres».[42]

¿Qué es, pues, un estoico?

Mostradme un hombre moldeado por el patrón de los juicios que emite, de la misma manera que llamamos fídica una estatua que está moldeada de acuerdo con el arte de Fidias. Mostradme uno que estando enfermo, sea feliz; en peligro, y feliz todavía; muriendo, y aún feliz; en el destierro, y feliz; en la desgracia, y feliz. Mostrádmelo. Por los dioses, vería de buena gana un estoico. No, tú no puedes mostrarme un estoico acabado; muéstrame entonces, moldeándose, uno que haya puesto sus pies en el sendero. Hazme este favor, no escatimes a un viejo como yo una visión que no vio hasta ahora. ¡Cómo! ¿Piensas que vas a mostrarme el Zeus de Fidias, o su Atenea, esa obra de marfil y oro? Es un alma lo que quiero; deja que uno de vosotros me muestre el alma de un hombre que quiera ser uno con Dios y ya no culpar a Dios o a los hombres de desfallecer por nada, de no sentir la desgracia, de estar libre de la ira, la envidia y los celos; uno que (¿qué oculta mi intención?) desee cambiar su hombría por divinidad y que en este pobre cuerpo suyo tenga su propósito de estarse en comunión con Dios. Mostrádmelo. No; no podéis.

Epicteto nunca se cansa de mostrarnos cómo enjuiciaría lo que se consideran desgracias, y es lo que hace a menudo mediante diálogos caseros.

Como los cristianos, juzga que debemos amar a nuestros enemigos. En general, en común con otros estoicos desprecia el placer; pero hay un género de felicidad que no ha de despreciarse. «Atenas es bella, sí; pero la felicidad lo es muchísimo más; la libertad de la pasión y de la confusión, el sentido de que tus asuntos no dependen de ningún otro» (pág. 248). Todo hombre es actor de una obra en la que Dios ha asignado los papeles; es deber nuestro representar nuestra parte dignamente, sea cual fuere.

Hay gran sinceridad y sencillez en los escritos que consignan las enseñanzas de Epicteto. (Están sacados de notas por su alumno Arriano). Su moralidad es sublime y ultraterrena; en una situación en la que el primer deber del hombre es resistir al Poder tiránico, sería difícil hallar nada más confortador. En algunos aspectos, por ejemplo, al reconocer la fraternidad de los hombres y al enseñar su igualdad con los esclavos, es superior a cuanto pueda hallarse en Platón, Aristóteles o en cualquier otro filósofo cuyo pensamiento se inspire en la Ciudad-Estado. El mundo real del tiempo de Epicteto era muy inferior al de la Atenas de Pericles; pero el mal en que vivía liberó sus aspiraciones, y su mundo ideal es tan superior al de Platón cuanto su mundo real era inferior a la Atenas del siglo V.

Los Soliloquios de Marco Aurelio empiezan por reconocer su deuda para con su abuelo, padre, padre adoptivo, varios profesores y dioses. Algunas de las obligaciones que enumera son curiosas. Aprendió (dice) de Diogneto a no dar oídos a los milagreros; de Rústico, a no escribir poesía; de Sexto, a practicar la gravedad sin afectación; de Alejandro el Gramático a no corregir la mala gramática de otros, sino a usar en lo sucesivo la recta expresión brevemente; de Alejandro el Platónico, a no excusarse por tardar en contestar una carta con el pretexto de las muchas ocupaciones; de su padre adoptivo, a no enamorarse de los efebos. Debe a los dioses (continúa) que no le educasen demasiado con la concubina de su abuelo y no le hiciesen demostrar su virilidad demasiado pronto; que sus hijos no fuesen estúpidos ni tuviesen el cuerpo deformado; que su esposa fuese obediente, afectuosa y sencilla y que, cuando se dedicó a la filosofía, no malgastase el tiempo con la historia, los silogismos o la astronomía.

Lo que es impersonal en los Soliloquios se armoniza íntimamente con Epicteto. Marco Aurelio duda de la inmortalidad, pero dice, como diría un cristiano: «puesto que es posible que hayas de salir de la vida en este preciso momento, conforma todo acto y pensamiento de acuerdo con esto». La vida en armonía con el Universo es lo bueno; y armonía con el Universo es lo mismo que obediencia a la voluntad de Dios.

«Todas las cosas que armonizan conmigo son armónicas para ti, oh Universo. Nada para mí es demasiado pronto o demasiado tarde, si está a su debido tiempo para ti. Para mí, todo es fruto que las estaciones traen, oh Naturaleza: de ti son todas las cosas, en ti están todas las cosas, a ti vuelven todas las cosas. El poeta dice: querida ciudad de Cécrope; y tú, ¿no dirás: querida ciudad de Zeus?».

Se ve que la Ciudad de Dios de San Agustín fue tomada en parte del emperador pagano.

Marco Aurelio está persuadido de que Dios da a todo hombre un demonio especial como guía; una creencia que reaparece en el Ángel de la Guarda cristiano. Encuentra cómodo imaginar el Universo como un todo íntimamente trabado; es, dice, un ser viviente que tiene una sustancia y un alma. Una de sus máximas es: «Considero con frecuencia la conexión de todas las cosas en el Universo». «Cualquier cosa que pueda ocurrirte a ti, fue preparada para ti desde toda la eternidad; y la implicación de las causas era la eternidad que hilaba el torzal de tu ser». Está de acuerdo con esto, pese a su posición en el Estado romano, la creencia estoica en la raza humana como comunidad única: «Mi ciudad y país, en tanto me llamo Antonino, es Roma, pero en cuanto hombre, es el mundo». Hay la dificultad, que se encuentra en todos los estoicos, de reconciliar el determinismo con la libertad de la voluntad. «Los hombres existen unos por otros», dice cuando piensa en su deber de gobernante. «La perversidad de un hombre no hiere a otro», dice en la misma página, cuando piensa en la doctrina de que sólo el virtuoso es bueno. Nunca infiere que la bondad de un hombre no sea buena para otro y que no perjudicaría a nadie sino a sí mismo si fuera tan mal emperador como Nerón; y, sin embargo, parece seguir esta conclusión.

«Es peculiar del hombre —dice— amar aun a los que le hacen injusticias. Y esto sucede si, cuando son injustos, recuerdas que son parientes e injustos por ignorancia, pero sin intención, y que pronto moriréis uno y otro; y por encima de todo, que el injusto no te ha hecho daño a ti, porque no ha hecho que tú seas peor de lo que antes eras».

Y otra vez: «Amad al género humano, seguid a Dios… Y esto es bastante para recordar que la ley lo rige todo».

Estos pasajes muestran muy a las claras las contradicciones inherentes a la ética y la teología estoicas. Por una parte, el Universo es un conjunto único rígidamente determinista, en el que todo cuanto ocurre es el resultado de causas previas. Por otra, la voluntad individual es completamente autónoma y ningún hombre puede ser forzado a pecar por causas externas. Ésta es una contradicción, y hay una segunda estrechamente relacionada con ella. Puesto que la voluntad es autónoma y sólo la voluntad virtuosa es buena, un hombre no puede hacer bien o mal a otro; por eso la benevolencia es una ilusión. Debemos decir algo sobre cada una de estas contradicciones.

La contradicción entre el libre albedrío y el determinismo es una de las que corren a través de la filosofía desde los tiempos primitivos hasta nuestros días, tomando diferentes formas en los diferentes tiempos. En el presente es la forma estoica la que nos ocupa.

Creo que si pudiéramos someter un estoico a interrogatorio socrático, defendería su concepto más o menos como sigue: el Universo es un solo Ser animado con un alma que puede llamarse Dios o Razón. Como conjunto este Ser es libre. Dios decidió, desde el principio, que Él actuaría de acuerdo con las leyes generales fijadas, pero escogiendo las que produzcan los mejores resultados. A veces, en casos particulares, los resultados no son deseables del todo, pero este inconveniente es un mérito permanente, como en los códigos de la ley humana, en beneficio de la estabilidad legislativa. Un ser humano es en parte fuego, en parte baja arcilla; en cuanto fuego (al menos cuando es de la mejor calidad) es parte de Dios. Cuando la parte divina de un hombre ejercita la voluntad virtuosamente, esta voluntad es parte de la de Dios que es libre; por eso en estas circunstancias la voluntad humana también es libre.

Ésta es una buena respuesta hasta cierto punto, pero se cae por su base cuando se consideran las causas de las voliciones. Todos sabemos de hecho que la dispepsia, por ejemplo, produce efectos nocivos sobre la virtud de un hombre, y que con drogas administradas a la fuerza la voluntad puede ser anulada. Tomemos el caso favorito de Epicteto: el hombre injustamente encarcelado por un tirano, del que hubo más ejemplos en los tiempos actuales que en ningún otro período de la Historia humana. Algunos de estos hombres han actuado con heroísmo estoico: otros, un tanto misteriosamente, no. Se ha hecho patente, no sólo que la excesiva tortura anula casi toda la fortaleza de un hombre, sino también que la morfina o la cocaína pueden reducir a un hombre a la obediencia. En efecto, la voluntad es sólo independiente del tirano en tanto en cuanto éste no es científico. Éste es un ejemplo extremo; pero los mismos argumentos que existen en favor del determinismo del mundo inanimado, existen también en la esfera de las voliciones humanas en general. No digo —ni creo— que estos argumentos sean concluyentes; digo sólo que son de igual fuerza en ambos casos y que no puede haber ninguna razón para aceptarlos en un plano y rechazarlos en otro. El estoico, cuando está obligado a aceptar una actitud tolerante con los pecadores, insistirá en que la voluntad pecadora es el resultado de causas previas; es sólo la voluntad virtuosa la que le parece libre. Esto, por lo demás, es inconsecuente. Marco Aurelio explica su propia virtud como debida a la beneficiosa influencia de sus padres, abuelos y maestros; la buena voluntad justamente es tanto el resultado de causas previas como la mala. El estoico puede decir verdaderamente que su filosofía es causa de virtud en aquellos que la adoptan, pero parece que no tendrá estos efectos deseables, a menos que haya una cierta mezcla de error intelectual. El descubrimiento de que la virtud y el pecado son a la vez consecuencia de causas previas (como los estoicos sostienen), es probable que ejerza algún efecto enervante sobre el esfuerzo moral.

Vengo ahora a la segunda contradicción: los estoicos, mientras predican la benevolencia, juzgan en teoría que ningún hombre puede hacer bien o perjudicar a otro, puesto que sólo la voluntad virtuosa es buena y la voluntad virtuosa es independiente de las causas externas. Esta contradicción es más patente que la otra y más peculiar de los estoicos (incluyendo ciertos moralistas cristianos). La explicación de no percatarse de ello es la de que, como muchos otros, tuvieron dos sistemas de ética: una superior para ellos mismos y otra inferior para «las castas inferiores sin ley». Cuando el filósofo estoico piensa en sí mismo, juzga que la felicidad, y todos los otros bienes llamados terrenos son despreciables; incluso sostiene que desear la felicidad es contrario a la Naturaleza, significando que denota algo de resignación a la voluntad de Dios. Pero como un hombre práctico, administrador del Imperio romano, Marco Aurelio sabe perfectamente bien que esta clase de cosas no es aceptable. Es deber suyo que los barcos de granos de África lleguen a Roma a su debido tiempo, que se tomen medidas para aliviar los sufrimientos causados por la peste y que a los enemigos bárbaros no se les permita cruzar la frontera. Es decir, al tratar con aquellos de sus súbditos a quienes no considera filósofos estoicos, reales o potenciales, acepta los cánones ordinarios de lo que es bueno o malo. Aplicando estos modelos es como cumple con su deber un administrador. Lo extraño es que este deber, en sí mismo, está en la esfera más alta de lo que el sabio estoico haría, aunque deducido de una ética que el sabio estoico considera como fundamentalmente errónea.

La única réplica, que yo puedo imaginar, a esta dificultad es, acaso lógicamente inexpugnable, pero no muy plausible. La habría dado, creo que Kant, cuyo sistema ético es muy semejante al de los estoicos. Verdaderamente, diría, no hay nada bueno, sino la voluntad buena, pero la voluntad es buena cuando está dirigida a ciertos fines que, en sí mismos, son indiferentes. No importa si el señor A es feliz o desgraciado, pero yo, si soy virtuoso, actuaré en un sentido que creo lo hará feliz, porque esto es lo que la ley moral ordena. No puedo hacer al señor A virtuoso, porque su virtud depende sólo de sí mismo, pero puedo realizar algo encaminado a hacerle feliz, rico, instruido o sano. La ética estoica puede, por lo tanto, exponerse como sigue: ciertas cosas se consideran buenas vulgarmente, pero esto es un error; lo que es bueno es una voluntad dirigida a asegurar estos falsos bienes para otras personas. Esta doctrina no implica contradicción lógica, pero pierde toda aprobación si creemos genuinamente que lo que de ordinario se consideran bienes, no tiene valor, porque en ese caso la voluntad virtuosa podía justamente ser dirigida hacia otros fines distintos.

Hay, en efecto, un elemento desabrido en el estoicismo. No podemos ser felices, pero podemos ser buenos; intentemos, por consiguiente, que, mientras seamos buenos, no nos importe ser desgraciados. Esta doctrina es heroica y, en un mundo malo, útil; pero no es completamente verdadera ni, en un sentido fundamental, completamente sincera.

Aunque los estoicos sobresalieron en la ética, hubo dos aspectos en los que sus enseñanzas dieron frutos en otros campos. Uno de éstos es la teoría del conocimiento; el otro es la doctrina de la ley natural y de los derechos naturales.

En la teoría del conocimiento, pese a Platón, aceptaron la percepción; la falacia de los sentidos, sostienen, es realmente un falso juicio que puede evitarse con un poco de cuidado. Un filósofo estoico, Esfero, discípulo inmediato de Zenón, fue invitado a comer una vez por el rey Tolomeo quien, conocedor de su doctrina, le ofreció una granada de cera. El filósofo intentó comerla, por lo que el rey se rió de él. Replicó que no había sentido ninguna certeza de que fuese una granada real, pero que había creído inverosímil que sirviesen algo incomestible en la mesa real.[43] En esta respuesta recurría a la distinción estoica entre las cosas que pueden ser conocidas con certeza sobre la base de la percepción y las que, sobre esta base, sólo son probables. En conjunto, esta doctrina era sana y científica.

La otra doctrina sobre la teoría del conocimiento fue más influyente, aunque más discutible: la creencia en las ideas y principios innatos. La lógica griega era eminentemente deductiva, y esto plantea la cuestión de las primeras premisas. Las primeras premisas tenían que ser, al menos en parte, generales y sin ningún método para probarlas. Los estoicos sostienen que hay ciertos principios que son luminosamente obvios y los admiten todos los hombres; éstos pudieran servir, como en los Elementos de Euclides, de base a la deducción. Las ideas innatas, de modo análogo, podrían utilizarse como punto de partida de las definiciones. Este punto de vista fue aceptado por toda la Edad Media y aun por Descartes.

La doctrina del derecho natural, como aparece en los siglos XVI y XVIII, es un renacimiento de la doctrina estoica, aunque con modificaciones importantes. Fueron los estoicos quienes distinguieron el jus naturale del jus gentium. La ley natural se derivaba de primeros principios análogos a los que se juzgaba que eran la razón fundamental de todo el conocimiento general. Por naturaleza, sostienen los estoicos, todos los seres humanos son iguales. Marco Aurelio, en sus Soliloquios, fomenta «una política en la que haya la misma ley para todos, una política administrada con vistas a dar derechos iguales e igual libertad de palabra y un gobierno real que respete, ante todo, la libertad de los gobernados». Éste fue un ideal que no pudo ser realizado consecuentemente en el Imperio romano, pero influyó en la legislación, especialmente para mejorar el estado legal de las mujeres y de los esclavos. El cristianismo conservó esta parte de las enseñanzas estoicas, junto con muchas otras cosas. Y cuando, al fin, en el siglo XVII, llegó la oportunidad de combatir el despotismo con eficacia, las doctrinas estoicas de la ley natural y de la igualdad natural, con su ropaje cristiano, adquirieron una fuerza práctica que en la Antigüedad no pudo darles ni un emperador.