Los epicúreos
Las dos nuevas grandes escuelas del período helenístico, la estoica y la epicúrea, fueron contemporáneas en su fundación. Sus fundadores, Zenón y Epicuro, habían nacido hacia la misma época, estableciéndose en Atenas como jefes de sus respectivas sectas con pocos años de diferencia. Es, pues, cuestión de gustos cuál debamos considerar primero. Empezaré por los epicúreos, porque sus doctrinas quedaron fijadas de una vez para siempre por su fundador, en tanto que el estoicismo tuvo un largo desarrollo, extendiéndose hasta el emperador Marco Aurelio, que murió el 180 a. C.
La mayor autoridad para la vida de Epicuro es Diógenes Laercio, que vivió en el siglo III a. C. Hay, no obstante, dos dificultades: primero, Diógenes Laercio es susceptible de leyendas de poco o de ningún valor histórico; segundo, parte de su Vida consiste en reseñar las escandalosas acusaciones aducidas por los estoicos contra Epicuro y no está siempre claro si asegura algo o si sólo menciona algún libelo. Los escándalos inventados por los estoicos son hechos referentes a aquéllos, para recordarlos cuando se elogia su alta moralidad; pero no son hechos relativos a Epicuro. Por ejemplo, existió la leyenda de que su madre era una charlatana sacerdotisa, a lo cual dice Diógenes:
«Ellos (según las apariencias, los estoicos) dicen que tenía costumbre de andar de casa en casa con su madre leyendo plegarias purificadoras y ayudaba a su padre en la enseñanza elemental por una miserable pitanza».
Sobre esto, Bailey comenta:[21] «Si hay algo de cierto en la historia de que llegó a ser una especie de acólito de su madre, que recitaba las fórmulas de sus encantamientos, se lo pudo inspirar en los primeros años el odio a la superstición, que fue un rasgo tan pronunciado en sus enseñanzas». Esta teoría es atractiva, pero considerada la extremada falta de escrúpulo de la Antigüedad posterior en inventar el escándalo, no creo que pueda aceptarse con fundamento.[22] Esto se opone al hecho de que sintió un afecto inusitadamente fuerte por su madre.[23]
El hecho principal de la vida de Epicuro parece, no obstante, justamente cierto. Su padre era un pobre ateniense, colono en Samos; Epicuro nació en 342-341 a. C., pero no sabemos si fue en Samos o en Ática. En todo caso, su infancia transcurrió en Samos. Declara que empezó el estudio de la filosofía a los catorce años. A la edad de dieciocho, hacia la época de la muerte de Alejandro, fue a Atenas, en apariencia para ratificar su ciudadanía, pero mientras él estuvo allí los colonos atenienses regresaron de Samos (322 a. C.). La familia de Epicuro fue a refugiarse en Asia Menor, donde se reunió con ella. En Taos, ya en su tiempo, o acaso antes, le enseñó filosofía un tal Nausifanes, continuador de Demócrito, según parece. Aunque su madura filosofía debe más a Demócrito que a ningún otro filósofo, nunca expresó más que desprecio por Nausifanes, a quien menciona como el molusco.
En el año 311 fundó su escuela, que estuvo primero en Mitilene, luego en Lampsaco y, de 307 en adelante, en Atenas, donde falleció en 271-270 a. C.
Tras los difíciles años de su juventud, su vida en Atenas fue plácida y sólo se vio turbada por su débil salud. Tuvo una casa y un jardín (a lo que parece, separado de la casa) y era en él donde enseñaba. Sus tres hermanos y algunas personas más habían sido miembros de su escuela desde el principio, pero en Atenas su comunidad se acrecentó, no sólo con discípulos filosóficos, sino con amigos y los hijos de ellos, esclavos y heteras. Estas últimas dieron motivo de escándalo a sus enemigos, mas parece que fue injusto por completo. Tuvo una capacidad excepcional para la pura amistad humana y escribió cartas divertidas a los hijos jóvenes de los miembros de su comunidad. No practicó esa dignidad y reserva en la expresión de las emociones que se esperaba de los filósofos antiguos; sus cartas son asombrosamente naturales y desenfadadas.
La vida de la comunidad era muy sencilla, en parte por principio y en parte, sin duda, por falta de dinero. Su alimentación y su bebida eran principalmente pan y agua, que a Epicuro satisfacían del todo. «Mi cuerpo se estremece de placer —dice— cuando vivo de pan y agua, y desprecio los placeres del lujo, no por sí mismos, sino por los inconvenientes que los siguen». La comunidad dependió en materia económica, por lo menos en parte, de las contribuciones voluntarias. «Envíame queso —escribe— para que cuando me apetezca pueda darme un festín». A otro amigo: «Mándanos presentes para el sostenimiento de nuestro sagrado cuerpo en nombre tuyo y en el de tus hijos». Y otra vez: «La única contribución que reclamo es la de ordenar que los discípulos manden, hasta cuando se hallen entre los hiperbóreos. Deseo recibir de cada uno de vosotros doscientos veinte dracmas[24] al año y nada más».
Epicuro sufrió toda su vida de mala salud, pero aprendió a soportarla con gran fortaleza. Fue él, y no un estoico, quien mantuvo primero que un hombre podía ser feliz en el tormento. Dos cartas escritas, una pocos días antes de morir, otra el día de su muerte, muestran que tenía cierto derecho a esta opinión. La primera dice: «Siete días antes de escribir esto, la estrangulación llegó a ser completa y sufrí dolores tales como cuando le llega a un hombre su última hora. Si algo me ocurriese, cuidad de los hijos de Metrodoro durante cuatro o cinco años, pero no gastéis más en ellos de lo que ahora gastáis en mí». La segunda dice: «En este día verdaderamente feliz de mi vida en que estoy a punto de morir, te escribo. Las molestias de mi vejiga y de mi estómago han seguido su curso con toda su habitual severidad, pero contra todo esto está la alegría de mi corazón al recordar mis conversaciones contigo. Tú, como debo esperar de tu devoción desde la niñez hacia mí y mi filosofía, cuida mucho a los hijos de Metrodoro». Metrodoro, que había sido uno de sus primeros discípulos, había muerto; Epicuro veló por sus hijos en su testamento.
Aunque Epicuro fue gentil y amable con la mayoría de la gente, un aspecto diferente de su carácter se manifiesta en sus relaciones con los filósofos, especialmente con quienes hubiera debido considerarse en deuda. «Supongo —dice— que estos gruñones me creerán discípulo de el molusco (Nausifanes) y que he oído sus enseñanzas en compañía de unos cuantos bebedores jóvenes. Porque verdaderamente el colega era un mal hombre y sus hábitos tales, que nunca podrían conducir a la sabiduría».[25] Nunca reconoció cuán grande era su deuda con Demócrito, y de Leucipo afirmó que no hubo tal filósofo, significando, sin duda, no que no hubiese tal hombre sino que el hombre no era un filósofo. Diógenes Laercio da una lista total de epítetos insultantes, que suponía haber aplicado a los más eminentes de sus predecesores. A esta falta de generosidad hacia otros filósofos va unida otra nueva falta: el dogmatismo dictatorial. Sus seguidores tenían que aprender una especie de credo que incorporaba a sus doctrinas, sobre el cual no se admitían dudas. Cuando Lucrecio, doscientos años después, convirtió la filosofía de Epicuro en poesía, no añadió, en cuanto nos es posible juzgarle, nada teórico a las enseñanzas del maestro. Allí donde la comparación es posible, descubrimos que Lucrecio concuerda íntimamente con el original y se sostiene por lo general que bien puede utilizarse para colmar lagunas de conocimiento debidas a la pérdida de las trescientas obras de Epicuro. De sus escritos nada se conserva, excepto unas pocas cartas, algunos fragmentos y una exposición de las Doctrinas principales.
La filosofía de Epicuro, como todas las de su época (con excepción parcial del escepticismo) iba al principio encaminada a asegurar la tranquilidad. Consideraba que el placer era el bien y se adhirió, con notable insistencia, a todas las consecuencias de este concepto. «El placer —dice— es el principio y fin de la vida beata». Diógenes Laercio le cita, al decir en un libro sobre El fin de la vida: «No sé cómo puedo concebir el bien, si prescindo de los placeres del gusto, los placeres del amor, de los del oído y de los de la vista». En otra parte: «El principio y la raíz de todo bien es el placer del estómago; aun el saber y la cultura, tienen que referirse a éste». El placer de la mente —dice— es la contemplación de los placeres del cuerpo. Su única ventaja sobre los placeres corporales es la de que podemos aprender a contemplar el placer más que el dolor y así tener más dominio sobre los placeres mentales que sobre los placeres físicos. «La virtud, a menos que signifique prudencia en la búsqueda del placer, es un nombre vacío. La justicia, por ejemplo, consiste en actuar hasta no tener ocasión de temer el resentimiento de los demás hombres». Un concepto que lleva a la doctrina del origen de la sociedad en nada distinto de la teoría del Contrato Social.
Epicuro disiente de algunos de sus predecesores hedonistas al distinguir entre placeres activos y pasivos, o dinámicos y estáticos. Los placeres dinámicos consisten en el logro de un fin deseado, con el deseo previo acompañado de un dolor. Los placeres estáticos consisten en un estado de equilibrio, resultante de la existencia del estado de cosas que se desearían si nos faltasen. Creo que se puede decir que la satisfacción del hambre, mientras va en aumento, es un placer dinámico, pero el estado de descanso que sucede cuando el hambre está completamente satisfecha, es un placer estático. De estos dos géneros, Epicuro estima más prudente perseguir el segundo, puesto que es puro y no depende de la existencia del dolor como estímulo del deseo. Cuando el cuerpo se halla en estado de equilibrio no hay dolor; debiéramos, por eso, tender al equilibrio y a los placeres tranquilos mejor que a los goces más violentos. Epicuro parece desear, si fuera posible, hallarse siempre en estado de haber comido moderadamente y nunca con el deseo voraz de comer.
Se ve impulsado así, en la práctica, a considerar la ausencia del dolor más bien que la presencia del placer, como meta del hombre juicioso.[26] El estómago puede estar en la raíz de las cosas, pero el sufrimiento por los dolores del estómago supera a los placeres de la glotonería; por esto mismo Epicuro vivió de pan, con un poco de queso en los días de banquete. Tales deseos como los de la salud y el honor son fútiles, porque ponen a un hombre inquieto cuando debiera estar contento. «El bien mayor de todos es la prudencia: es cosa más preciosa aún que la filosofía». La filosofía, como él la comprendió, era un sistema práctico que se proponía asegurar una vida feliz; requiere sólo sentido común, no lógica o matemática o alguna de las enseñanzas que prescribe Platón. Insta a su joven discípulo y amigo Pitocles a «huir de toda forma de cultura». Era una consecuencia natural de sus principios el que aconsejase abstenerse de la vida pública, porque en la proporción en que un hombre alcanza el Poder aumenta el número de los que le envidian y desean por lo mismo hacerle daño. Aun si escapa a la desgracia, la paz de la mente es imposible en una situación semejante. El hombre prudente tratará de vivir desconocido para no tener ningún enemigo.
El amor sexual, como uno de los placeres más dinámicos, naturalmente cae dentro de la proscripción. «Las relaciones sexuales —declara el filósofo— nunca han hecho bueno a un hombre y puede darse por dichoso si no le dañan». Le gustaban los niños (ajenos), pero al satisfacer ese gusto, parece haber contado con que los demás no seguirían su consejo. Parece, en efecto, haber amado a los niños contra su mejor juicio, porque consideraba el matrimonio y los hijos como una distracción de más serias ocupaciones. Lucrecio, que le secundó en denunciar el amor, no ve ningún daño en las relaciones sexuales, siempre que sean ajenas a la pasión.
El más seguro de los placeres sociales, en opinión de Epicuro, es la amistad. Epicuro, como Bentham, es un hombre que considera que todos los hombres, en todos los tiempos, procuran su propio placer, a veces con acierto, otras torpemente; pero una vez más, como Bentham, queda seducido por su propia amabilidad y naturaleza afectiva hacia la admirable conducta desde la cual, por sus propias teorías, debe refrenarse. Evidentemente, amó a sus amigos, sin considerar lo que sacaba de ellos, persuadido de que era tan egoísta como su filosofía consideraba a los hombres. De acuerdo con Cicerón, sostiene que «la amistad no puede separarse del placer; por esa razón debe cultivarse, porque sin ella nadie puede vivir seguro y sin miedo, ni aun agradablemente». En ocasiones, sin embargo, olvida sus teorías más o menos: «toda amistad es deseable en sí misma —dice, y añade—: aunque arranque de la necesidad de la ayuda».[27]
Epicuro, aunque su ética se pareció a otras groseras y faltas de exaltación moral, habló muy seriamente. Como hemos dicho, habla a la comunidad en el jardín de «nuestro sagrado cuerpo»; escribió un libro, De la santidad; tiene todo el fervor de un reformador religioso. Tuvo que haber sentido una fuerte emoción piadosa por los sufrimientos del género humano y una inquebrantable convicción de que habrían disminuido en gran parte si los hombres hubiesen adoptado su filosofía. Era una filosofía de valetudinario, destinada a proporcionar un mundo en el que la problemática felicidad habría llegado a ser casi posible. Comer poco por miedo a indigestarse; beber poco por temor al día siguiente; evitar la política y el amor y todas las violentas actividades pasionales; no correr riesgos casándose y teniendo hijos; en la vida mental, enseñarse a sí mismo a contemplar los placeres mejor que las penas. El dolor físico es ciertamente un gran mal, pero aunque duro, es breve, y si duradero, puede soportarse por medio de la disciplina mental y el hábito de pensar en las cosas felices a despecho de él. Por encima de todo vivir para evitar el miedo.
A través del problema del temor, Epicuro llegó a la filosofía teórica. Sostenía que dos de las mayores fuentes del miedo eran la religión y el terror ante la muerte, los cuales estaban relacionados, puesto que la religión fomentaba el concepto de que los muertos son desgraciados. Buscó, por lo tanto, una metafísica que probase que los dioses no se entremeten en las cuestiones humanas y que el alma perece con el cuerpo. La mayoría de los hombres de hoy considera la religión como un consuelo, mas para Epicuro era lo contrario. La intervención de lo sobrenatural en el curso de lo natural le pareció una causa de temor, y la inmortalidad fatal para la esperanza de libertarse del dolor. En consecuencia, construyó una acabada doctrina destinada a preservar a los hombres de las creencias que inspira el miedo.
Epicuro era materialista, pero no determinista. Siguió a Demócrito en creer que el mundo se compone de átomos y vacío; pero no creyó, como Demócrito, que los átomos estuvieran todo el tiempo controlados por las leyes naturales. La concepción de la necesidad en Grecia era, como hemos visto, de origen religioso, y acaso tuviera razón al considerar que un ataque a la religión sería incompleto si admitía la necesidad de sobrevivir. Sus átomos tenían peso y caían continuamente, no hacia el centro de la Tierra sino hacia abajo, en un sentido absoluto. De vez en cuando, sin embargo, un átomo, puesto en movimiento por algo como un libre albedrío, huiría débilmente de la senda vertical directa[28] y así chocaría con algunos otros átomos.
Desde aquí en adelante, el desarrollo de los vórtices, etc., sigue el mismo camino de Demócrito. El alma es material y se compone de partículas como las del aliento y del calor (Epicuro considera el aliento y el viento diferentes sustancialmente del aire; no eran sólo aire en movimiento). Los átomos anímicos están distribuidos por todo el cuerpo. La sensación se debe a la película arrojada por los cuerpos que corren hasta tocar los átomos anímicos. Estas películas pueden existir todavía cuando los cuerpos desde donde proceden han sido disueltos; esto explica los sueños. A la muerte, el alma se dispersa, y sus átomos, que por supuesto sobreviven, no son capaces de sensación, porque ya no están en contacto con el cuerpo. Se sigue, según las palabras de Epicuro, que «la muerte no es nada para nosotros, porque lo que se disuelve está desprovisto de sensaciones, y lo que carece de sensaciones no es nada para nosotros».
En cuanto a los dioses, Epicuro cree firmemente en su existencia, puesto que no puede de otra manera explicar la difundida existencia de la idea de los dioses. Pero está persuadido de que no pueden turbarse con las cuestiones de nuestro mundo humano. Son hedonistas racionales, que siguen sus preceptos y se abstienen de la vida pública; la gobernación sería una labor innecesaria, hacia la que, por su vida de completa santidad, no sienten ninguna tentación. Por supuesto, la adivinación y los augurios y todas las prácticas semejantes son puramente supersticiones y otro tanto es la creencia en la Providencia.
No hay, pues, ningún fundamento para temer que podamos incurrir en la ira de los dioses o que podamos sufrir en el Hades después de morir. Aunque sujetos a los poderes de la naturaleza, que pueden estudiarse científicamente, tenemos todavía el libre albedrío y somos, sin límites, los dueños de nuestro destino. No podemos escapar a la muerte, pero ésta, bien entendido, no es mala. Si vivimos con prudencia, de acuerdo con las máximas de Epicuro, probablemente pondremos en práctica una medida de liberación del dolor. Éste es un evangelio moderado, pero para un hombre impresionado por la miseria humana, basta para inspirar entusiasmo.
Epicuro no se interesó por la ciencia en sí misma; la valora solamente como fuente de las explicaciones naturalistas de los fenómenos que la superstición atribuye a la acción de los dioses. Cuando hay varias explicaciones naturalistas posibles, sostiene que no hay punto de referencia para intentar decidir entre ellas. Las fases de la Luna, por ejemplo, han sido explicadas de muy diversos modos; uno de éstos, mientras no nos lleve a los dioses, es tan bueno como el otro y sería vana curiosidad intentar determinar cuál es el verdadero. No es extraño que los epicúreos no contribuyesen nada, prácticamente, al conocimiento natural. Favorecían un fin útil con su protesta contra la creciente devoción de los últimos paganos por la magia, la astrología y la adivinación; pero mantuvieron como su fundador, dogmáticos, limitados y sin interés genuino por ninguna felicidad individual externa. Aprendieron de memoria el credo de Epicuro y no le añadieron nada durante los siglos que sobrevivió su escuela.
El único discípulo eminente de Epicuro es el poeta Lucrecio (99-55 a. C.), contemporáneo de Julio César. En los últimos días de la República romana, el libre pensamiento estaba de moda y las doctrinas de Epicuro fueron populares entre la gente cultivada. El emperador Augusto introdujo una renovación arcaica de virtud antigua y antigua religión que hicieron que el poema de Lucrecio «De la naturaleza de las cosas» llegase a ser impopular y continuase siéndolo hasta el Renacimiento. Sólo un manuscrito de él sobrevive a la Edad Media, y a duras penas pudo escapar de la destrucción de los fanáticos. Difícilmente ningún gran poeta ha tenido que esperar tanto para ser reconocido, pero en los tiempos modernos sus méritos han sido casi universalmente estimados. Por ejemplo, él y Benjamin Franklin fueron los autores favoritos de Shelley.
Su poema expone en verso la filosofía de Epicuro. Aunque los dos hombres profesan la misma doctrina, sus temperamentos son muy diferentes. Lucrecio era apasionado y estaba mucho más necesitado de exhortaciones a la prudencia que Epicuro. Se suicidó y parece haber sufrido de locura periódica, motivada, como algunos aseguran, por penas de amor o por los efectos de un filtro amoroso. Considera a Epicuro un redentor y aplica un lenguaje intensamente religioso a quien considera como el destructor de la religión:[29]
Cuando postrada sobre la Tierra yace la vida humana,
visiblemente pisoteada y suciamente aplastada
bajo la crueldad de la religión que, mientras tanto,
por encima de las regiones celestiales,
muestra a la vista su cara, sombría para los hombres mortales,
con aspecto horrible; entonces un hombre de Grecia
osó alzar sus ojos mortales frente a ella;
fue el primero en levantarse y en desafiarla.
A él ni las historias de los dioses, ni los rayos,
ni los cielos con murmurantes amenazas pudieron subyugarle,
sino todo lo más despertaron el agudo valor
de su alma, hasta que ansió ser el primero
en romper totalmente el lazo que cerraba las puertas de la Naturaleza.
Por eso su ferviente energía mental
prevaleció y pasó adelante, yendo lejos,
más allá de las llameantes barreras del mundo,
recorriendo en la mente y el espíritu a lo largo y a lo ancho
por todo el universo inconmensurable; y desde allí
el conquistador nos vuelve, trayéndonos
el conocimiento de lo que puede y de lo que no puede
levantarse en el ser, mostrándonos bellamente
el principio de que cada cosa tiene sus poderes
limitados y su profundo término de piedra.
Por eso ahora la religión ha sido derribada
bajo los pies de los hombres y pisoteada a su vez:
nuestra misma alta palpitación exalta su victoria.
El odio a la religión expresado por Epicuro y Lucrecio, no es siempre fácil de comprender, si se acepta el relato convencional de la alegría de la religión y del ritual griegos. La Oda a una urna griega, de Keats, por ejemplo, celebra una ceremonia religiosa, pero no se trata de algo que pudiera llenar la mente de los hombres de oscuro y lóbrego terror. Yo creo que las creencias populares no son con frecuencia de este género alegre. El culto al Olimpo tiene menos de crueldad supersticiosa que las demás formas de la religión griega, pero aun los dioses del Olimpo habían pedido en ocasiones sacrificios humanos hasta el siglo VII o VI a. C., y esta práctica fue recogida en mito y drama.[30] Por todo el mundo bárbaro, el sacrificio humano era aún reconocido en los tiempos de Epicuro; hasta la conquista romana se practicó en las épocas de crisis, tales como las Guerras Púnicas, aun por los civilizados de las poblaciones bárbaras.
Como demostró muy convincentemente Jane Harrison, los griegos tenían, además del culto oficial a Zeus y familia, otras creencias más primitivas asociadas a ritos más o menos bárbaros. Éstos fueron incorporados con alguna amplitud en el orfismo, que llegó a ser la creencia predominante entre los hombres de temperamento religioso. Se supone a veces que el infierno fue una invención cristiana, pero es un error. Lo que el cristianismo hizo en este aspecto fue sistematizar primitivas creencias populares. Desde el principio de la República de Platón está claro que el miedo al castigo después de la muerte era común en Atenas en el siglo V, y no es probable que disminuyese en el intervalo entre Sócrates y Epicuro (estoy pensando, no en la minoría educada, sino en la población en general). Ciertamente también fue común atribuir plagas, terremotos, derrotas por mar y calamidades tales al enojo divino o a la falta de respeto por los agüeros. Yo creo que la literatura y el arte griegos nos engañan respecto a las creencias populares. ¿Qué sabríamos del metodismo de finales del siglo XVIII si no quedasen de ese período más que sus libros y pinturas aristocráticas? La influencia del metodismo como la de la religiosidad en la edad helenística surgió desde abajo; fue ya poderosa en la época de Boswell y sir Joshua Reynolds, aunque por sus alusiones no sea evidente la fuerza de su influencia. Por eso no debemos juzgar la religión popular en Grecia por las pinturas de las urnas griegas o por las obras de poetas y filósofos aristocráticos. Epicuro no era aristócrata, ni por su nacimiento ni por sus discípulos; acaso esto explique su excepcional hostilidad a la religión.
A través del poema de Lucrecio, principalmente, la filosofía de Epicuro ha llegado a conocimiento de los lectores a partir del Renacimiento. Lo que más les ha impresionado, cuando no eran filósofos profesionales, es el contraste con las creencias cristianas en cuestiones tales como el materialismo, la negación de la Providencia y de la inmortalidad. Lo especialmente sorprendente para el lector moderno es que estos conceptos —que hoy se consideran por lo común lúgubres y depresivos— hayan sido presentados como un evangelio de liberación de la carga del miedo. Lucrecio está tan firmemente persuadido como un cristiano de la importancia de la verdadera creencia en materias religiosas. Después de describir cómo los hombres tratan de escapar de sí mismos cuando son víctimas de un conflicto interior y en vano buscan alivio en el cambio de lugar, dice:[31]
Cada hombre huye de su propio yo;
aunque de sí mismo, en efecto, no tiene poder
para escapar; se adhiere a él a pesar suyo,
y lo aborrece también, porque, aunque esté enfermo,
no percibe la causa de su malestar.
Por lo cual, si pudiera comprenderlo acertadamente,
dejará todas las cosas a un lado y primero
estudiará para aprender la naturaleza del mundo,
puesto que nuestro estado durante el tiempo eterno,
no por una simple hora que esté en duda,
tendrá que pasar adonde los mortales están
todo el tiempo que los aguarda después de morir.
La de Epicuro fue una época extenuada y la inanición pudo parecer una liberación para la fatiga del espíritu. Los últimos tiempos de la República, por el contrario, no fueron, para la mayoría de los humanos, un tiempo de desilusiones: hombres de energía titánica sacaban del caos un nuevo orden, cosa que habían dejado de hacer los macedónicos. Mas para el aristócrata romano, situado al margen de la política y despreocupado del Poder y del saqueo, el curso de los acontecimientos tuvo que ser profundamente desmoralizador. Si a esto se añade la afección de la locura periódica, no es extraño que Lucrecio aceptase la esperanza en la no existencia como liberación.
Pero el miedo a la muerte está arraigado tan profundamente en el instinto, que el evangelio de Epicuro no pudo, por algún tiempo, hacerse popular; se mantuvo siempre como credo de una minoría cultivada. Aun entre los filósofos posteriores al tiempo de Augusto fue, en general, rechazado en favor del estoicismo. Sobrevivió, es cierto, aunque disminuyendo en fuerza durante seiscientos años después de la muerte de Epicuro; pero como los hombres llegaron a verse increíblemente oprimidos por las miserias de nuestra existencia terrestre, pidieron continuamente remedios más fuertes que la filosofía o la religión. Los filósofos se refugiaron, con pocas excepciones, en el neoplatonismo; los incultos volvieron a las diversas supersticiones orientales, y luego, en número siempre creciente, al cristianismo que, en su prístina forma, situaba todos los bienes en la vida de ultratumba, ofreciendo así a los hombres un evangelio que era la exacta oposición al de Epicuro. Las doctrinas, muy semejantes a ésta, sin embargo, fueron reavivadas por los philosophes franceses a fines del siglo XVIII y traídas a Inglaterra por Bentham y sus seguidores; esto se hizo en oposición consciente al cristianismo, al que todos estos hombres consideraban con tanta hostilidad como Epicuro consideró la religión de su época.