Cínicos y escépticos
Las relaciones de los intelectuales eminentes con la sociedad coetánea han sido muy diferentes en las diversas edades. En algunas épocas afortunadas han estado, en conjunto, en armonía con sus ambientes, sugiriendo sin duda tales reformas cuando les parecían necesarias, pero ingenuamente confiados en que las sugerencias suyas serían bien recibidas y no desagradarían al mundo en que ellos se hallaban, aunque siguiese sin reformar. En otro tiempo han sido revolucionarios, considerando que se anhelaban los cambios radicales, pero aguardando a que, en parte como resultado de su defensa, estos cambios se realizarían en un futuro próximo. En otros momentos han desesperado del mundo y sentido que, aunque ellos mismos supiesen lo que necesitaban, no había esperanza de que se cumpliese. Este proceso se convirtió con facilidad en la más honda desconfianza, pues consideraba la vida en la Tierra como mala en esencia, y esperaba lo bueno sólo de una vida futura o de una cierta transfiguración mística.
En algunas ocasiones, todas estas actitudes han sido adoptadas por diferentes hombres que vivían al mismo tiempo. Considérese, por ejemplo, la primera parte del siglo XIX. Goethe es cómodo, Bentham reformador, Shelley revolucionario y Leopardi pesimista. Pero en la mayor parte de los períodos ha habido un tono predominante entre los grandes escritores. En Inglaterra fueron cómodos bajo Isabel y en el siglo XVIII; en Francia se hicieron revolucionarios hacia 1750; en Alemania han sido nacionalistas desde 1813 hasta el fin del nazismo.
Durante el período de la dominación eclesiástica del siglo V al XV, hubo un cierto conflicto entre lo que se creía de este modo teórico y lo realmente sentido. Teóricamente, el mundo era un valle de lágrimas, una preparación, en medio de la tribulación, para el mundo que iba a venir. Pero en la práctica, los escritores, al ser casi todos clérigos, no podían dejar de sentir alegría por el Poder de la Iglesia; hallaron oportunidad para la abundante actividad de un género que ellos creían útil. Tenían, por lo tanto, la mentalidad de una clase gobernante, no la de hombres que se sintiesen a sí mismos desterrados en un mundo extraño. Esto forma parte del curioso dualismo que atraviesa toda la Edad Media, debido al hecho de que la Iglesia, aunque se apoyaba en otras creencias ultramundanas, era la institución más importante del mundo cotidiano.
La preparación psicológica de la cristiandad para la otra vida empieza en el período helenístico y se entronca con el eclipse de la Ciudad-Estado. Hasta Aristóteles, los filósofos griegos, aunque podían quejarse de esto o de aquello, no estaban, en su mayoría, cósmicamente desesperados, ni se sentían a sí mismos políticamente impotentes. Podían, a veces, pertenecer a un partido vencido, pero de ser así, su derrota se debía a las vicisitudes del conflicto, no a una inevitable impotencia de los sabios. Aun aquellos que, como Pitágoras, y Platón en cierto modo, condenaron el mundo de las apariencias y buscaron evasión en el misticismo, tenían planes prácticos para hacer que las clases gobernantes fueran santas y sabias. Cuando el Poder político pasó a manos de los macedónicos, los filósofos griegos, como es natural, se apartaron de la política, consagrándose más al problema de la virtud individual o salvación. No preguntaban ya: ¿cómo pueden los hombres crear un buen Estado? Preguntaban, más bien: ¿cómo pueden los hombres ser virtuosos en un mundo perverso o felices en un mundo de sufrimientos? El cambio, es cierto, fue sólo de grado; tales cuestiones habían sido formuladas antes, y los últimos estoicos, por algún tiempo, otra vez se relacionaron con la política: la política de Roma, no la de Grecia. Pero el cambio era, a pesar de todo, real. Excepto dentro de cierto límite, durante el período romano del estoicismo, la actitud de los que pensaban y sentían en serio se hizo increíblemente subjetiva e individualista, hasta que, al final, el cristianismo desplegó el evangelio de la salvación individual, que inspiró el celo misionero y creó la Iglesia. Hasta que ocurrió, no hubo institución a la que el filósofo pudiera adherirse de todo corazón y, por consiguiente, no había ninguna salida adecuada para su legítimo afán de Poder. Por esta razón los filósofos del período helenístico son más limitados como seres humanos que los hombres que vivieron mientras la Ciudad-Estado pudo inspirar todavía obediencia. Pensaron todavía porque no podían remediarlo; pero apenas si esperaban que sus pensamientos produjesen frutos en el mundo de los negocios.
Cuatro escuelas de filosofía se fundaron en los tiempos de Alejandro. Las dos primeras: la estoica y la epicúrea, serán objeto de posteriores capítulos; ahora trataremos de cínicos y de escépticos.
La primera de estas escuelas se deriva, a través de su fundador Diógenes, de Antístenes, un discípulo de Sócrates, unos veinte años más viejo que Platón. Antístenes era un carácter notable; en ciertos aspectos, algo así como Tolstoi. Hasta después de la muerte de Sócrates vivió en el círculo aristocrático de sus condiscípulos y no mostró ningún signo de heterodoxia. Pero algo le incitó —sea la derrota de Atenas, la muerte de Sócrates o cierto disgusto por el ergotismo filosófico—, ya no muy joven, a despreciar las cosas que anteriormente estimara. No tenía nada, sino la simple bondad. Se asoció con los hombres trabajadores y vistió como ellos. Adoptó un aire práctico al perorar, en un estilo que el inculto podía comprender. Reputó de viles a todos los filósofos refinados; cuanto tuviera que conocerse, podía ser conocido por el hombre sencillo. Creía en la «vuelta a la naturaleza», y llevó este credo muy lejos. No había que tener gobierno ni propiedad privada, ni matrimonio, ni religión establecida. Sus seguidores, si no él mismo, condenaron la esclavitud. No era exactamente ascético, pero despreciaba el lujo y todo lo que fomentaba los placeres artificiales de los sentidos. «He sido más bien loco que voluptuoso», dice.[13]
La fama de Antístenes fue sobrepasada por su discípulo Diógenes, «un joven de Sinope, en el Euxino, al que él (Antístenes) no acogió de buenas a primeras; era hijo de un desacreditado prestamista enviado a prisión por falsificar moneda. Antístenes despidió al mozo, pero éste no hizo caso; le golpeó con el bastón, pero siguió sin moverse. Quería sabiduría y juzgaba que Antístenes podía dársela. Su objetivo en la vida era hacer lo que su padre había hecho: “falsificar moneda”, pero en mucha mayor escala. Falsificaría todos los cuños corrientes en el mundo. Todos los sellos convencionales eran falsos. Los hombres, sellados como generales y reyes; las cosas, selladas como el honor y la sabiduría; la felicidad y la riqueza todo era vil metal con inscripciones falsas».[14]
Decidió vivir como un perro y fue por eso llamado cínico, que significa canino. Rechazó todas las convenciones, fuesen de religión, de modales, de vestidos, de habitación, de comida o de decencia. Se ha dicho que vivió en un tonel, pero Gilbert Murray nos asegura que es un error: era un gran cántaro de la clase de los usados en los tiempos primitivos para los entierros.[15] Vivió mendigando como un faquir indio. Proclamó su hermandad no sólo con la raza humana, sino también con los animales. Fue un hombre sobre el cual se amontonaron las leyendas, incluso en vida. Todo el mundo sabe que Alejandro le visitó y le preguntó si deseaba favor; «sólo que no me quites el sol», replicó.
La doctrina de Diógenes no era, de ningún modo, lo que ahora llamaríamos cínica, sino precisamente lo contrario. Sentía una ardiente pasión por la virtud, en comparación con la cual reputaba los bienes terrenos como indignos de contarse. Buscaba la virtud y la libertad moral en la liberación del deseo: «sé indiferente a los bienes que la fortuna te otorga y te librarás del miedo». En este aspecto, su doctrina, como veremos, fue imitada por los estoicos, pero no le siguieron en rechazar las amenidades de la civilización. Consideraba que Prometeo fue castigado con justicia por traer al hombre las artes, que han producido la complicación y lo artificioso de la vida moderna. En esto se parece a los taoístas, a Rousseau y a Tolstoi; pero era más consecuente que ellos.
Su doctrina, aunque él fuese contemporáneo de Aristóteles, perteneció por su carácter a la edad helenística. Aristóteles es el último filósofo griego que se enfrenta con el mundo alegremente; después de él, todos practican, en una forma o en otra, una filosofía de retirada. El mundo es malo; aprendamos a independizarnos de él. Los bienes externos son precarios; son dones de la fortuna; no el premio de nuestros esfuerzos. Sólo los bienes subjetivos —la virtud o el contentamiento por la resignación— son seguros, y sólo ellos, por lo tanto, tendrán valor para el hombre prudente. Personalmente, Diógenes era un hombre lleno de vigor, pero su doctrina, como todo lo relativo a la edad helenística, era una llamada al hombre cansado, en el que la decepción hubiese destruido el gusto natural. Y no era ciertamente una doctrina concebida para promover arte, ciencia, política, estadística o cualquiera otra actividad útil, excepto la de protestar contra el poder del mal.
Es interesante observar el efecto que tuvo la doctrina cínica cuando se popularizó. En la primera parte del siglo III a. C., los cínicos estaban de moda, especialmente en Alejandría. Publicaban cortos sermones para indicar lo fácil que es obrar sin posesiones materiales, lo feliz que se puede ser con la comida sencilla, lo caliente que se puede estar en invierno sin ropas costosas (¡lo cual sería verdad, en Egipto!), lo tonto que es sentir afecto por el propio suelo nativo, o tristeza cuando se muere un hijo o un amigo. «Porque mi hijo o mi esposa hayan muerto —dice Teles, que era uno de estos cínicos populares—, ¿hay razón para que me desentienda de mí mismo, que aún vivo, y deje de cuidarme de mi propiedad?».[16] En este punto se hace difícil experimentar simpatía por la vida sencilla, que se ha hecho demasiado sencilla. Uno se pregunta quiénes disfrutaban con estos sermones. ¿Era el rico que deseaba pensar en los sufrimientos de un pobre imaginario? ¿O era el nuevo pobre, que intentaba despreciar al triunfante hombre de negocios? ¿O eran los parásitos, persuadiéndose a sí mismos de que la caridad aceptada por ellos no tenía importancia? Teles dice a un rico: «Tú das liberalmente y yo tomo liberalmente de ti, no arrastrándome ni envileciéndome a mí mismo con bajeza ni descontento».[17] Una doctrina muy conveniente. El cinismo popular no enseñó la abstinencia de las cosas buenas de este mundo, sino sólo una cierta indiferencia hacia ellas. En el caso de un prestamista, esto podría tomar la forma de minimizar la obligación al prestador. Puede verse cómo adquirió la palabra cínico su significado cotidiano. Lo mejor de la doctrina cínica pasó al estoicismo, que fue una filosofía más compleja y formada.
El escepticismo, como doctrina de escuela, fue proclamada antes que nadie por Pirro, que perteneció al ejército de Alejandro y le acompañó hasta la India. Parece que esto le deparó un gusto suficiente por los viajes y que pasó el resto de su vida en su ciudad natal, Elis, donde murió en 275 a. C. No hay grandes novedades en su doctrina, de no ser una cierta sistematización y formalización de las viejas dudas. El escepticismo, con respecto a los sentidos, había turbado a los filósofos griegos desde una época muy antigua; las únicas excepciones fueron los que, como Parménides y Platón, negaron el valor cognoscitivo de la percepción, e hicieron de su negación una oportunidad para un dogmatismo intelectual. Los sofistas, especialmente Protágoras y Gorgias, fueron impelidos por las ambigüedades y por las aparentes contradicciones de la percepción sensorial a un subjetivismo no muy diferente del de Hume. Parece que Pirro (que con suma prudencia no escribió libros) había añadido el escepticismo moral y lógico al escepticismo de los sentidos. Se dice que sostuvo que nunca tendría un fundamento racional para preferir un modo de obrar a otro. En la práctica esto significa que hay que adaptarse a las costumbres del país donde se habita. Un discípulo suyo moderno iría a la iglesia el domingo y ejecutaría correctas genuflexiones, pero sin ninguna de las creencias religiosas que se supone inspiran estas acciones. Los antiguos escépticos vinieron a través de todo el ritual pagano y fueron, incluso, a veces sacerdotes; su escepticismo les aseguraba que esta conducta no resultaría desacertada y su sentido común (que sobrevivió a su filosofía) les certificaba que era conveniente.
El escepticismo, naturalmente, constituyó una llamada para muchas mentes no filosóficas. La gente observó la diversidad de escuelas y la acerbidad de sus disputas, y decidió que todas aspiraban a un conocimiento que de hecho era inasequible. El escepticismo era la consolación del hombre perezoso, puesto que demuestra que el ignorante es tan sabio como el hombre de reputado saber. Los hombres que por temperamento requieren un evangelio, quedarían insatisfechos; pero como toda doctrina del período helenístico, se recomienda a sí misma como antídoto contra el tormento. ¿Por qué turbarse por el futuro? Es incierto en absoluto. Hay que gozar del presente: «lo que está por venir es todavía inseguro». Por estas razones el escepticismo gozó de un considerable éxito popular.
Se habrá observado que el escepticismo, como filosofía, no es meramente duda, sino lo que puede llamarse duda dogmática. El hombre de ciencia dice: «Creo que esto es así y así; pero no estoy seguro». El hombre de curiosidad intelectual dice: «No sé cómo es, pero espero saberlo». El filósofo escéptico dice: «Nadie sabe y nadie podrá saber nunca». Ese elemento de dogmatismo es lo que hace vulnerable el sistema. Los escépticos, desde luego, niegan que sostengan la imposibilidad de conocer dogmáticamente, pero sus negativas no son muy convincentes.
Timón, discípulo de Pirro, no obstante, anticipó algunos argumentos intelectuales, que desde el punto de vista de la lógica griega, eran muy difíciles de combatir. La única lógica admitida por los griegos era deductiva, y toda deducción tenía que partir, como en Euclides, de principios generales, considerados como evidentes en sí mismos. Timón niega la posibilidad de hallar dichos principios. Todas las cosas, por ende, tendrán que probarse por medio de algo más y todo argumento será circular o una cadena infinita suspendida en el vacío. En cualquiera de los dos casos, nada puede ser probado. Este argumento, como podemos ver, corta de raíz la filosofía aristotélica que dominó la Edad Media.
Algunas formas del escepticismo que, en nuestros días, son defendidas por hombres no escépticos, no se les habían presentado a los escépticos de la Antigüedad. No dudaron de los fenómenos o de la proposición de cuestiones que, en su opinión, sólo expresaban lo que sabemos directamente en relación con los fenómenos. La mayor parte de la obra de Timón se ha perdido, pero dos fragmentos que se conservan ilustran este punto. Uno dice: «el fenómeno es siempre válido». El otro dice: «me niego a afirmar que la miel sea dulce; admito en absoluto que parece dulce».[18] Un escéptico moderno indicaría que el fenómeno ocurre simplemente y no es válido ni inválido; lo que es válido o inválido debe ser un aserto, y ninguno puede estar tan estrechamente ligado al fenómeno como para no ser capaz de falsedad. Por la misma razón diría que el aserto «la miel parece dulce» es sólo muy probable, no absolutamente probado.
En ciertos aspectos, la doctrina de Timón era muy semejante a la de Hume. Sostiene que algo que nunca hubiera sido observado —los átomos, por ejemplo— no podría deducirse válidamente, pero cuando dos fenómenos han sido observados juntos con frecuencia, podrían deducirse el uno del otro.
Timón vivió en Atenas durante los últimos años de su larga vida y murió en 235 a. C. Con su muerte la escuela de Pirro, como escuela, llegó a su fin, pero sus doctrinas, algo modificadas, fueron adoptadas, por extraño que pueda parecer, por la Academia, que representaba la tradición platónica.
El hombre que efectuó esta sorprendente revolución filosófica fue Arcesilao, un contemporáneo de Timón, que murió anciano hacia 240 a. C. Lo que la mayoría de los hombres han tomado de Platón es la creencia en un mundo intelectual suprasensible y en la superioridad del alma inmortal sobre la carne mortal. Pero Platón era polifacético y, en algunos aspectos, podría considerarse que estaba enseñando escepticismo. El Sócrates platónico profesa no conocer nada; nosotros, naturalmente, consideramos esto como ironía, pero podría ser tomado en serio. Muchos de los diálogos no llegan a ninguna conclusión positiva y tienden a dejar al lector en dubitación. Algunos —la segunda mitad del Parménides, por ejemplo—, parecerían no tener ningún propósito, salvo el de mostrar que cada uno de los aspectos de toda cuestión pueden sostenerse con la misma aprobación. La dialéctica platónica podría ser tratada como un fin más que como un medio, y tratada así se presta admirablemente a la defensa del escepticismo. Éste parece haber sido el sentido como Arcesilao interpretó al hombre a quien todavía profesaba seguir. Había decapitado a Platón pero, en cierto modo, el torso restante era genuino.
La manera de enseñar de Arcesilao se habría elogiado mucho si los jóvenes a quienes enseñaba hubiesen sido capaces de evitar que los paralizase. No mantenía ninguna tesis, pero refutaba cualquier tesis establecida por un alumno. A veces él mismo anticipaba dos tesis contradictorias en ocasiones sucesivas, mostrando la forma de argumentar convincentemente en favor de cada una. Un alumno bastante fuerte para rebelarse hubiera aprendido destreza y a evitar las falsedades; en efecto, ninguno parece haber aprendido nada, excepto habilidad e indiferencia por la verdad. Tan grande fue la influencia de Arcesilao que la Academia permaneció escéptica durante unos doscientos años.
En medio de este período escéptico, ocurrió un incidente divertido. Carnéades, digno sucesor de Arcesilao como jefe de la Academia, fue uno de los tres filósofos enviados por Atenas en misión diplomática a Roma en el año 156 a. C. No vio ninguna razón para que su dignidad de embajador impidiera su principal objetivo, y anunció una serie de conferencias en Roma. Los jóvenes que, en aquel tiempo, estaban ansiosos de imitar los modales griegos y de adquirir cultura griega, se congregaron para oírle. Su primera conferencia expuso los conceptos de Aristóteles y Platón sobre la justicia, y fue muy edificante. Su segunda, sin embargo, estaba encaminada a refutar todo lo dicho en la primera, no con el criterio de establecer conclusiones opuestas, sino simplemente para demostrar que toda conclusión carece de garantía. El Sócrates de Platón había argüido que vulnerar la justicia era un daño mayor para el perpetrador que padecer la injusticia. Carnéades, en su segunda conferencia, trató de esta tesis con desdén. Los grandes Estados, señaló, han llegado a serlo por agresiones injustas contra sus vecinos debilitados; en Roma esto no podía negarse. En un naufragio se puede salvar la vida a expensas de otro más débil y es un loco el que no lo hace. «Primero las mujeres y los niños», parece pensar, no es una máxima que lleve a la supervivencia personal. ¿Qué harías si huyendo de un enemigo victorioso hubieses perdido tu caballo, pero encontrases un camarada herido y a caballo? Si eres razonable le arrastrarías hasta quitarle el caballo, ordene lo que quiera la justicia. Esta argumentación, no muy edificante, es sorprendente en un continuador nominal de Platón, pero parece haber agradado a la juventud romana de espíritu moderno.
Hubo un hombre a quien no agradó —el más viejo de los Catones—, que representaba al austero, firme, estúpido y brutal código por medio del cual Roma había derrotado a Cartago. De la juventud a la vejez había vivido sencillamente, levantándose temprano, practicando severas labores manuales, comiendo sólo alimentos frugales y no vistiendo nunca una toga que costase más de cien peniques. Para con el Estado era escrupulosamente honrado y rehuía todo soborno o pillaje. Exigió de los romanos todas las virtudes que él mismo practicaba y afirmó que acusar y perseguir al malvado era lo mejor que un hombre honrado puede hacer. Él dio vigor, en la medida de sus posibilidades, a la vieja severidad romana de maneras: «Catón expulsó del Senado también a un tal Manilio, que tenía muchas probabilidades de ser cónsul el año siguiente, sólo porque besó a su esposa demasiado amorosamente a la luz del día y delante de su hija y, reprobándolo por ello, le dijo que su esposa nunca le había besado sino cuando tronaba».[19]
Cuando estuvo en el Poder reprimió el lujo y los festines. Hizo a su esposa, no sólo amamantar a sus propios hijos, sino también a los de sus esclavos, a fin de que habiendo sido nutridos por la misma leche, amasen a sus hijos. Cuando sus esclavos eran demasiado viejos para trabajar, los vendía sin remedio. Insistió en que sus esclavos estuvieran siempre trabajando o durmiendo. Los animaba a disputar entre sí, porque «no podía soportar que fuesen amigos». Cuando un esclavo había cometido una grave falta, llamaba a sus otros esclavos y los inducía a condenar a muerte al delincuente; ejecutaba la sentencia con sus propias manos en presencia de los otros.
El contraste entre Catón y Carnéades era de lo más completo: el uno brutal, con una moralidad demasiado rígida y demasiado tradicional; el otro innoble, con una inmoralidad demasiado laxa y corrompida por la disolución social del mundo helenístico.
«Marco Catón, incluso desde el momento en que los jóvenes empezaron a estudiar la lengua griega y aumentó su estimación en Roma, odiaba esto: temía que la juventud de Roma, deseosa de enseñanza y elocuencia, abandonara por completo el honor y la gloria de los ejércitos… Así, abiertamente juzgó un día como falta ante el Senado que los embajadores estuvieran tanto tiempo allí y no hubieran despachado; considerando también que eran astutos y podrían fácilmente persuadir de lo que quisieran. Y si no hubiera ningún otro aspecto, éste solo debiera persuadirlos a determinar alguna respuesta para ellos, y a enviarlos de nuevo a sus escuelas a enseñar a los niños de Grecia y a dejar solos a los de Roma a que aprendieran a obedecer las leyes y al Senado, como habían hecho hasta el momento. Entonces habló así al Senado, no por una aviesa voluntad privada o maliciosa que manifestase hacia Carnéades, como algunos hombres pensaron, sino porque odiaba, en general, la filosofía».[20]
Los atenienses, a juicio de Catón, eran una casta pequeña sin ley. No importaba si ellos estaban degradados por la frívola sofistica de los intelectuales, pero la juventud romana debía ser puritana, imperialista, insensible y estúpida. Sin embargo, fracasó; los últimos romanos, al mismo tiempo que conservaban muchos de sus vicios, adoptaron también los de Carnéades.
El siguiente jefe de la Academia, después de Carnéades (alrededor de 180 a cerca de 110 a. C.) fue un cartaginés cuyo nombre real era Asdrúbal, pero que en su trato con los griegos prefirió llamarse a sí mismo Clitómaco. A diferencia de Carnéades, que se limitó a ser conferenciante, Clitómaco escribió unos cuatrocientos libros, algunos de ellos en lengua fenicia. Sus principios parecen haber sido los mismos que los de Carnéades. En algunos aspectos fueron útiles. Estos dos escépticos se opusieron a la creencia en la adivinación, la magia y la astrología, que habían llegado a extenderse más cada vez. Desarrollaron también una doctrina constructiva, respecto a los grados de la probabilidad; aunque nunca podrán justificarse hasta la certeza, algunas cosas es más probable que sean verdad que otras. La probabilidad debiera ser nuestro guía en la práctica, puesto que es razonable actuar conforme a la más probable de las hipótesis posibles. Sobre este concepto, la mayoría de los filósofos modernos estarían de acuerdo. Por desgracia, los libros que lo demostraban se han perdido y es difícil reconstruir la doctrina por las alusiones que se conservan.
Después de Clitómaco, la Academia dejó de ser escéptica y desde el tiempo de Antíoco (que murió en el 69 a. C.) sus doctrinas, durante siglos, prácticamente no se distinguieron de las de los estoicos.
El escepticismo, sin embargo, no desapareció. Fue reavivado por el cretense Enesidemo, que procedía de Cnosos, donde por algo que sabemos tuvieron que existir escépticos dos mil años antes, que entretuvieron a los disolutos cortesanos con dudas sobre la divinidad de los domadores de animales. La fecha del nacimiento de Enesidemo es incierta. Rechazó las doctrinas de la probabilidad defendidas por Carnéades y retrocedió a las primeras formas del escepticismo. Su influencia fue considerable; fue seguido por el poeta Luciano en el siglo II d. C. y poco después también por Sexto Empírico, el único filósofo escéptico de la Antigüedad cuyas obras sobreviven. Hay, por ejemplo, un breve tratado, Argumentos contra la creencia de un Dios, traducido por Edwyn Bevan en su Última religión griega, páginas 52-56; dice que probablemente fue tomado por Sexto Empírico de Carnéades, según Clitómaco.
Este tratado empieza por exponer que, en la conducta, los escépticos son ortodoxos: «nosotros los escépticos seguimos en la práctica el camino del mundo, pero sin tener ninguna opinión sobre él. Hablamos de los dioses como si existiesen y les rendimos culto y decimos que ejercen la providencia, pero al decir esto no expresamos ninguna creencia y evitamos la temeridad de los dogmatizadores».
Argumenta luego que la gente difiere respecto a la naturaleza de Dios; por ejemplo, algunos suponen que Él sea corpóreo, algunos incorpóreo. Puesto que no tenemos experiencia de Él, no podemos conocer sus atributos. La existencia de Dios no es evidente en sí misma y, por tanto, necesita probarse. Hay un argumento confuso para demostrar que tal prueba no es posible. A continuación aborda el problema del mal y concluye con estas palabras:
«Aquellos que afirman positivamente que Dios existe, no pueden menos de caer en la impiedad. Porque si dicen que Dios controla todas las cosas, le convierten en el autor de las cosas malas; si, por otra parte, dicen que Él controla algunas cosas solamente, o no controla ninguna, están obligados a hacer a Dios envidioso o impotente y hacer esto es, a todas luces, una impiedad obvia».
Mientras el escepticismo continuó dirigiéndose a unos pocos individuos cultivados hasta cierto período del siglo III a. C., fue contrario al carácter de la época, que se iba convirtiendo cada vez más hacia la religión dogmática y las doctrinas de la salvación. El escepticismo tenía bastante fuerza para que los hombres estuviesen insatisfechos con la religión del Estado, pero no tenía nada positivo, aun en la esfera puramente intelectual, que ofrecer en su lugar. Desde el Renacimiento en adelante, el escepticismo teológico ha sido aumentado en la mayoría de sus defensores con una creencia entusiasta en la ciencia, pero en la Antigüedad no había tal suplemento a la duda. Sin responder a los argumentos de los escépticos, el mundo antiguo se apartó de ellos. Habiéndose desacreditado el Olimpo, el camino había quedado expedito para una invasión de las religiones orientales, lo cual obró en favor de los supersticiosos hasta el triunfo del cristianismo.