El mundo helenístico
La historia del mundo de habla griega en la Antigüedad puede dividirse en tres períodos: el de las Ciudades-Estados libres, llevado a término por Filipo y Alejandro; el de la dominación macedónica, cuyo último residuo se extinguió por la anexión romana de Egipto, después de la muerte de Cleopatra y, finalmente, el del Imperio romano. De estos tres períodos, el primero se caracteriza por la libertad y el desorden, el segundo por la sujeción y el desorden y el tercero por la sujeción y el orden.
El segundo de estos períodos es conocido como la edad helenística. En ciencias y matemáticas, la obra llevada a cabo durante este período es la mejor efectuada por los griegos. En filosofía, incluye la fundación de las escuelas epicúrea y estoica, y también el escepticismo como doctrina definitivamente formulada; es por eso todavía filosóficamente importante, aunque menos que el período de Platón y Aristóteles. Después del siglo III a. C. no hay nada realmente nuevo en la filosofía griega hasta los neoplatónicos, en el siglo III d. C. Pero en el ínterin, el mundo romano estaba preparándose para la victoria del cristianismo.
La breve carrera de Alejandro transformó de pronto el mundo griego. En diez años —del 334 al 324 a. C.— conquistó Asia Menor, Siria, Egipto, Babilonia, Persia, Samarcanda, Bactriana y el Punjab. El Imperio persa, el mayor que el mundo había conocido, quedó destruido en tres batallas. El antiguo saber de los babilonios, con sus antiguas supersticiones, se hizo familiar a la curiosidad griega; lo mismo ocurrió con el dualismo de Zoroastro y (en un grado menor) con las religiones de la India, donde el budismo tendía a la supremacía. Dondequiera que Alejandro penetró, incluso en las montañas de Afganistán, en las orillas del Jaxartes y en los afluentes del Indo, fundó ciudades griegas, en las cuales intentó reproducir las instituciones griegas con cierta medida de Gobierno autónomo. Pese a estar su ejército compuesto, en su mayor parte, por macedonios y hallarse la mayoría de los griegos europeos sometidos a él de mala gana, se consideraba a sí mismo, ante todo, como el apóstol del helenismo. Gradualmente, sin embargo, al extenderse sus conquistas, adoptó la resolución de promover una fusión amistosa entre griegos y bárbaros.
Para ello tuvo varios motivos. Por un lado, era obvio que sus ejércitos, no muy grandes, no podrían mantener permanentemente un imperio tan vasto por la fuerza, sino que debían, a la larga, depender de la conciliación de las poblaciones conquistadas. Por otra parte, el Oriente no estaba acostumbrado a una forma de Gobierno, excepto la de un rey divino, papel que Alejandro se sintió asimismo bien dispuesto a representar. Si se creía a sí mismo un dios, o solamente tomó los atributos de la divinidad por motivos de gobierno, es cuestión para el psicólogo, puesto que la evidencia histórica no es decisiva. En cualquier caso, disfrutó claramente de la adulación que recibió en Egipto como sucesor de los faraones, y en Persia como gran rey. Sus capitanes macedónicos —los Compañeros, como se llamaban— tenían hacia él la actitud de los nobles occidentales hacia un soberano constitucional: al negarse a postrarse ante él, se mostraban avisados y críticos, aun con riesgo de su vida, y en un momento crucial examinaron sus acciones, cuando le obligaron a volver hacia la patria desde el Indo, en vez de marchar a la conquista del Ganges. Los orientales eran más acomodaticios, con tal de que se respetasen sus prejuicios religiosos. Esto no ofreció dificultad para Alejandro; fue sólo necesario identificar a Ammon o Bel con Zeus y declararse él mismo el hijo del dios. Los psicólogos observan que Alejandro odiaba a Filipo, y fue cómplice, probablemente, de su asesinato; le habría gustado creer que su madre, Olimpia, como algunas damas de la mitología griega, hubiese sido amada por un dios. La carrera de Alejandro fue tan milagrosa que bien pudo haber atribuido a un origen milagroso la mejor explicación de su prodigioso éxito.
Los griegos tenían un sentimiento muy fuerte de su superioridad sobre los bárbaros; Aristóteles no duda en expresar el sentir general cuando dice que las razas nórdicas son ardientes, las meridionales civilizadas, pero sólo los griegos son ardientes y a la vez civilizados. Platón y Aristóteles consideran equivocado esclavizar a los griegos, pero no a los bárbaros. Alejandro, que no era griego por completo, intentó destruir esta actitud de superioridad. Él mismo se casó con dos princesas bárbaras e impulsó a sus principales macedonios a casarse con mujeres persas de noble cuna. Sus innumerables ciudades griegas, hay que suponerlo, deben de haber contenido muchos más varones que mujeres coloniales, y sus hombres tienen, por lo tanto, que haber seguido su ejemplo, casándose con las mujeres de la localidad. El resultado de esta conducta fue traer a las mentes de los pensadores la concepción del género humano como conjunto; la vieja lealtad a la Ciudad-Estado y (en menor grado) a la raza griega, ya no parecía adecuada. En filosofía, este punto de vista cosmopolita, empieza con los estoicos, pero en la práctica empieza primero con Alejandro. Tuvo por resultado el que la interacción entre griegos y bárbaros fuese recíproca: los bárbaros aprendieron algo de la ciencia griega, en tanto que los griegos aprendieron mucho de la superstición bárbara. La civilización griega, al cubrir una extensa área, se hizo menos puramente griega.
La civilización griega era, en esencia, urbana. Había, por supuesto, muchos griegos dedicados a la agricultura, pero contribuyeron poco a lo que era distintivo de la cultura helénica. Desde la escuela milesia en adelante, los griegos, que eran eminentes en ciencias, filosofía y literatura, estuvieron asociados con las grandes ciudades comerciales, a menudo circundadas por poblaciones bárbaras. Este tipo de civilización no fue inaugurado por los griegos, sino por los fenicios; Tiro, Sidón y Cartago dependieron de esclavos para las tareas manuales del hogar y se alquilaban mercenarios para llevar a cabo las guerras. No dependían, como las modernas capitales, de grandes poblaciones rurales de la misma sangre y con iguales derechos políticos. La analogía moderna más próxima ha de verse en el Extremo Oriente durante la última mitad del siglo XIX. Singapur y Hong-Kong, Shangai y los otros puertos internacionales de China eran pequeñas islas europeas, donde los blancos formaban una aristocracia comercial que vivía de la labor de los coolíes.
En América del Norte, al norte de la línea Mason-Dixon, puesto que tal labor no era útil, los blancos se vieron obligados a practicar la agricultura. Por esta razón la presa del hombre blanco en América del Norte es segura, mientras que su presa en el Extremo Oriente ha sido ya disminuida grandemente y puede con facilidad cesar por completo. Mucho de su tipo de cultura, especialmente el industrialismo, sobrevive a pesar de eso. Esa analogía nos ayudará a comprender la posición de los griegos en las partes orientales del Imperio de Alejandro.
El efecto de Alejandro sobre la imaginación de Asia fue grande y duradero. El primer Libro de los Macabeos, escrito siglos después de su muerte, empieza con un resumen de su carrera:
«Y sucedió después que Alejandro, hijo de Filipo el Macedonio, salió de la tierra de Chettiim, había castigado a Darío, rey de los persas y de los medos, para reinar en lugar suyo, el primero sobre Grecia, e hizo muchas guerras, y obtuvo muchos fuertes botines y mató a los reyes de la tierra y vino atravesando hasta el fin de ella y tomó despojos de muchas naciones, de suerte que la Tierra estuvo tranquila ante él; después de lo cual era exaltado y de corazón esforzado. Y reunió unas huestes muy fuertes y gobernaba sobre comarcas y naciones y reyes, que llegaron a ser tributarios suyos. Y después de estas cosas, cayó enfermo y comprendió que se moría. Por cuyo motivo llamó a sus servidores más esclarecidos, a quienes había llevado consigo desde su juventud, y repartió su reino entre ellos, mientras estaba todavía vivo.[1] Así reinó Alejandro doce años y murió luego».
Pervivió como un héroe legendario en la religión mahometana, y en nuestros días, pequeños caudillos del Himalaya pretenden ser descendientes suyos.[2] Ningún otro héroe rigurosamente histórico ha dado nunca una oportunidad tan perfecta para la capacidad del mito poético.
A la muerte de Alejandro hubo un intento de preservar la unidad de su imperio. Pero de sus dos hijos, uno era un niño y el otro aún no había nacido. Cada cual tenía partidarios, pero en la guerra civil resultante quedaron al margen. Al fin, su imperio se dividió entre las familias de tres generales, de los cuales, hablando a grandes rasgos, uno obtuvo las posesiones europeas, otro las africanas y otro las asiáticas. La parte europea, cayó últimamente en poder de los descendientes de Antígono; Tolomeo, que obtuvo Egipto, hizo de Alejandría su capital; Seleuco, que obtuvo Asia después de muchas guerras, estaba demasiado ocupado con sus campañas para tener una capital fija, pero en los últimos tiempos Antioquía fue la ciudad principal de su dinastía.
Ambos, los tolomeos y los seléucidas (como se llamaron los de la dinastía de Seleuco) abandonaron las tentativas de Alejandro de producir una fusión entre griegos y bárbaros, y establecieron tiranías militares basadas, al principio, sobre una parte del ejército macedónico reforzado con mercenarios. Los tolomeos sostuvieron Egipto con fácil seguridad; pero en Asia, dos siglos de confusas guerras dinásticas sólo concluyeron con la conquista romana. Durante estos siglos, Persia fue conquistada por los partos, y los griegos bactrianos estuvieron cada vez más aislados.
En el siglo II a. C. (tras lo cual declinaron rápidamente) tuvieron un rey, Meandro, cuyo Imperio en la India era muy extenso. Han sobrevivido en Pali un par de diálogos entre él y un budista, y en parte, en una traducción china. El doctor Tarn sugiere que el primero de ellos se basa en un original griego; el segundo, que concluye con la abdicación de Menandro, convirtiéndose en santo budista, no lo es ciertamente.
El budismo, en este tiempo, era una religión vigorosamente proselitista. Asoka (264-228), el santo rey budista, registra, en una inscripción todavía existente, que envió misioneros a todos los reyes macedónicos: «Y ésta es la principal conquista en opinión de Su Majestad: la conquista por la Ley; esto también es lo que efectuó Su Majestad a la vez en sus propios dominios y en los reinos vecinos de hasta seiscientas leguas, aun adonde el rey griego Antíoco reside, y más allá de Antíoco, donde residen los cuatro reyes respectivamente llamados Tolomeo, Antígono, Magas y Alejandro… y asimismo aquí, en los dominios del rey, entre los Yonas»[3] (los griegos del Punjab). Por desgracia, ningún relato occidental de estos emisarios ha sobrevivido.
Babilonia fue influida mucho más profundamente por el helenismo. Como hemos visto, el único antiguo que secundó a Aristarco de Samos en el mantenimiento del sistema copernicano fue Seleuco de Seleucia, en el Tigris, que floreció hacia 150 a. C. Tácito nos refiere que en el siglo I d. C., Seleucia no había «incurrido en las costumbres bárbaras de los partos, sino que todavía conservaba las instituciones de Seleuco,[4] su fundador griego. Trescientos ciudadanos elegidos por su riqueza y su prudencia componían un a modo de Senado; el populacho también tenía su parte de Poder».[5] Por toda la Mesopotamia, como más allá del Oeste, el griego llegó a ser el lenguaje de la literatura y de la cultura, y así se mantuvo hasta la conquista mahometana.
Siria (excluida Judea) llegó a estar completamente helenizada en las ciudades, en lo que se refiere al lenguaje y a la literatura. Pero las poblaciones rurales, que eran más conservadoras, retuvieron las religiones y los lenguajes a que estaban acostumbradas.[6] En Asia Menor, las ciudades griegas del litoral experimentaron durante siglos una influencia de sus vecinos bárbaros. Esto fue intensificado por la conquista macedónica. El primer conflicto del helenismo con los judíos se relata en el Libro de los Macabeos. Es una historia profundamente interesante, sin semejanza con ninguna otra del Imperio macedónico. Trataré de ello con mayor amplitud cuando me refiera al origen y crecimiento del cristianismo. En ninguna otra parte encontró la influencia griega tan tenaz oposición.
Desde el punto de vista de la cultura helenística, el éxito más brillante del siglo III a. C. fue la ciudad de Alejandría. Egipto estaba menos expuesto a la guerra que las zonas europea y asiática del dominio macedónico, y Alejandría estaba en una posición extraordinariamente favorable para el comercio. Los tolomeos eran protectores del saber y atrajeron a su capital a muchos de los hombres mejores de su época. Los matemáticos llegaron a ser y continuaron siéndolo, hasta la caída de Roma, en su mayor parte, alejandrinos. Arquímedes, es cierto, era siciliano y pertenecía a una parte del mundo donde las Ciudades-Estados griegas (hasta el momento de su muerte, en 212 a. C.) conservaban su independencia; pero había estudiado también en Alejandría. Eratóstenes fue bibliotecario de la famosa biblioteca de Alejandría. Los matemáticos y los hombres de ciencia relacionados más o menos íntimamente con Alejandría en el siglo III a. C. eran tan capaces como los griegos de los siglos precedentes, y realizaron trabajos de igual importancia. Pero no eran como sus predecesores, hombres que concretasen todo su aprendizaje en su especialidad y se propusieron universalizar la filosofía; eran especialistas en el sentido moderno. Euclides, Aristarco, Arquímedes y Apolonio se contentaban con ser matemáticos; en filosofía no aspiraban a la originalidad.
La especialización caracterizó la época en todos los aspectos, no sólo en el mundo del saber. En las ciudades griegas, con Gobierno propio, de los siglos V y VI el hombre capaz presumía de ser capaz de todo. Sería, llegada la ocasión, soldado, político, legislador o filósofo. Sócrates, aunque detestaba la política, no pudo evitar verse mezclado en disputas políticas. En su juventud fue soldado y (a despecho de su negativa en la Apología) estudiante de ciencias físicas. Protágoras, cuando pudo ahorrar tiempo del que dedicaba a enseñar escepticismo a la juventud aristocrática que buscaba la última novedad, redactó un código para Turios. Platón se entremetió en la política, aunque con poca fortuna. Jenofonte, cuando no era comentador de Sócrates ni señor rural, fue general de una famosa campaña. Los matemáticos pitagóricos intentaron adquirir el gobierno de las ciudades. Todo el mundo tenía que servir en jurados y cumplir otros varios deberes públicos. En el siglo III cambió todo esto. Continuó, es cierto, habiendo políticos en las viejas Ciudades-Estado, pero fueron de aldea, puesto que Grecia estaba a merced de los soldados macedónicos. Las luchas serias por el Poder se dirimieron entre los soldados macedónicos; no suponían cuestiones de principios, sino mera distribución de territorios entre aventureros rivales. En la administración y en las materias técnicas, estos más o menos incultos soldados, emplearon a griegos como expertos; en Egipto, se hicieron obras excelentes de irrigación y drenaje. Fueron soldados, administradores, físicos, matemáticos, filósofos; pero no hubo ni uno solo que lo fuese todo a la vez.
La edad era tal que en ella un hombre que tuviese dinero y no deseara el Poder, gozaría de una vida muy agradable, siempre en el supuesto de que a ningún ejército de rufianes se le ocurriese cruzarse en su camino. Hombres cultivados que encontraron el favor de algún príncipe pudieron gozar un alto grado de lujo, con tal que fuesen diestros aduladores y no reparasen en ser el blanco de las burdas mofas reales. Pero no había seguridad. Una revolución palatina desagradaría al patrón del sabio adulador; los gálatas podían destruir la villa del rico; la ciudad de uno podía ser saqueada en cualquier incidente de una guerra dinástica. En tales circunstancias no es maravilloso que la gente emprendiese la adoración de la diosa Fortuna o Azar. Nada parecía racional en el orden de los asuntos humanos. Los que insistieron con obstinación en hallar racionalidad, donde fuera, la apartaron de sí mismos y decidieron, como el Satanás de Milton, que
La mente es su propio lugar y por sí misma
puede hacer un cielo del infierno, un infierno del cielo.
Excepto para los aventureros buscadores de sí mismos, ya no había ningún incentivo para interesarse por los asuntos públicos. Después del brillante episodio de las conquistas de Alejandro, el mundo helenístico se hundía en el caos, porque carecía de un déspota lo bastante fuerte para lograr una supremacía estable o de principios suficientemente poderosos para producir la cohesión social. La inteligencia griega, enfrentada con los nuevos problemas políticos, mostró una incompetencia absoluta. Los romanos, sin duda, eran estúpidos y brutales comparados con los griegos; pero al menos crearon orden. El antiguo desorden de los días de la libertad había sido tolerable, porque los ciudadanos tenían una parte en él; pero el nuevo desorden macedónico, impuesto a los súbditos por gobernantes incompetentes, fue totalmente intolerable, más aún que el posterior sometimiento a Roma.
Había gran descontento social y miedo a la revolución. Los salarios del trabajo libre bajaron, probablemente debido a la competencia del trabajo de los esclavos orientales; y entre tanto, los precios de lo necesario subían. Se da con Alejandro, en el principio de su empresa, cuando habiendo concertado tratados, se propuso reservar al pobre su sitio. «En los tratados hechos en 335 entre Alejandro y los Estados de la Liga de Corinto, se determinó que el Concejo de la Liga y la representación de Alejandro fueran a ver que en ninguna ciudad de la Liga hubiera confiscación de la propiedad personal, o división de tierras, o cancelación de deudas, o liberación de esclavos con fines revolucionarios».[7] Los Bancos del mundo helénico estaban en los templos; poseían el oro de la reserva y controlaban el crédito. A principios del siglo III el templo de Apolo en Delos hizo empréstitos al diez por ciento; en tiempos pasados la tarifa del interés había sido aún más alta.[8]
Trabajadores libres que encontraban insuficientes los salarios aun para las necesidades más simples, si eran jóvenes y vigorosos, lograban obtener el empleo de mercenarios. La vida de un mercenario, sin duda, estaba llena de penalidades y peligros, pero ofrecía también grandes posibilidades. Podía caberle en suerte alguna rica ciudad oriental; podía ofrecérsele la coyuntura de un motín lucrativo. Hubiera sido peligroso para un comandante intentar licenciar sus tropas, y ésta pudo haber sido una de las razones por las que las guerras eran casi continuas.
El viejo espíritu cívico sobrevivió más o menos en las antiguas ciudades griegas, pero no en las nuevas fundadas por Alejandro, sin exceptuar Alejandría. En los primeros tiempos, una nueva ciudad era siempre una colonia compuesta por emigrantes de alguna antigua, y permanecía vinculada con su madre por un lazo sentimental. Este género de sentimiento tenía una gran longevidad, como se demuestra, por ejemplo, en las actividades diplomáticas de Lampsaco en el Helesponto, por el año 196 a. C. Esta ciudad fue amenazada por el rey seléucida Antíoco, y decidió apelar a Roma para que la protegiese. Se envió una embajada, pero no fue directamente a Roma; vino antes, a pesar de la inmensa distancia, a Marsella que, como Lampsaco, era una colonia de Focea, y era, además, vista con buenos ojos por los romanos. Los ciudadanos de Marsella, habiendo escuchado un discurso del enviado, decidieron mandar en seguida una misión diplomática suya a Roma, para apoyar a la ciudad hermana. Los galos, que vivían hacia el interior de Marsella, se les unieron con una carta a sus parientes del Asia Menor, los gálatas, recomendándoles Lampsaco a su amistad. Roma, naturalmente, estaba satisfecha del pretexto para mediar en los asuntos del Asia Menor, y por su intervención Lampsaco conservó la libertad, hasta que dejó de ser conveniente para los romanos.[9]
En general, los gobernantes de Asia se llamaron a sí mismos «filohelenos» y favorecieron a las viejas ciudades griegas todo lo que la política y las necesidades permitieron. Las ciudades deseaban, y (cuando pudieron) lo reclamaron como un derecho, el Gobierno democrático independiente, la ausencia de tributos y la libertad de una guarnición real. Esto fue un mérito mientras se las conciliaba, porque eran ricas, podían proporcionar mercenarios y muchas de ellas tenían puertos importantes. Pero si se ponían de parte contraria en una guerra civil, se exponían a sí mismas a alargar la conquista. En conjunto, los seléucidas y las otras dinastías que crecían gradualmente trataron de un modo tolerable con ellos, pero fueron excepciones.
Las nuevas ciudades, aunque tenían medidas de Gobierno propio, no conservaban las mismas tradiciones que las viejas. Los ciudadanos no eran de origen homogéneo, sino de todas las partes de Grecia. Eran aventureros en su mayor parte, como los conquistadores o los colonos de Johanesburgo, no piadosos peregrinos como los primeros colonizadores griegos o los fundadores de Nueva Inglaterra. En consecuencia, ninguna de las ciudades de Alejandro constituyó una fuerte unidad política. Esto fue conveniente desde el punto de vista de la gobernación del rey, pero una debilidad desde el punto de vista de la difusión del helenismo.
La influencia de la religión no griega y de la superstición en el mundo helenístico fue perniciosa en gran parte, pero no del todo. Pudo no haber sido este el caso. Judíos, persas y budistas, todos ellos tenían religiones que eran con mucho definitivamente superiores al politeísmo popular griego, y aun pudieron haber sido estudiadas con provecho por los mejores filósofos. Por desgracia, fueron los babilonios, o caldeos, quienes más impresionaron la imaginación de los griegos. Fue ante todo, su fabulosa antigüedad; los registros sacerdotales se remontaban a miles de años y declaraban milenios más. Luego había cierta sabiduría genuina: los babilonios pudieron más o menos predecir los eclipses mucho antes que los griegos. Pero éstas eran simples causas de receptividad; lo que se aceptó fue, en su mayor parte, la astrología y la magia. «La astrología —dice el profesor Gilbert Murray— cayó sobre la mente helenística como una nueva plaga cae sobre la gente de las islas remotas. La tumba de Ozymandias, descrita por Diodoro, fue cubierta por signos astrológicos, y la de Antíoco I, que había sido descubierta en Commagene, es del mismo carácter. Les era natural a los monarcas creer que las estrellas velaban por ellos. Pero cada cual estaba dispuesto a recibir el germen».[10] Parece que la astrología fue enseñada a los griegos por primera vez en tiempos de Alejandro, por un caldeo llamado Berosus, que enseñó en Cos y, de acuerdo con Séneca, «interpretó a Bel». «Esto —dice el profesor Murray— significa que tradujo al griego el Ojo de Bel, un tratado en setenta tablas, hallado en la biblioteca de Assurbanipal (686-626 a. C.), pero compuesto por Sargón I en el tercer milenio a. C.».[11]
Como veremos, aun la mayoría de los mejores filósofos, incurrió en la creencia en la astrología. Ello supone, puesto que imagina predecible el futuro, una creencia en la necesidad o hado, que podría establecerse contra el credo predominante en la fortuna. Sin duda, la mayoría de los hombres creyó en ambos y nunca reparó en su consecuencia.
La confusión general estaba destinada a traer la decadencia moral, más aún que el debilitamiento intelectual. Las épocas de incertidumbre prolongada, en tanto son compatibles con el más alto grado de santidad en unos pocos, son enemigas de las prosaicas virtudes cotidianas de los ciudadanos respetables. Nadie se dedica a acumular ganancias cuando mañana pueden disiparse todos sus ahorros; nadie favorece la honradez, cuando la persona con quien se practica es casi seguro que os estafe; nadie se adhiere a una causa, cuando ninguna causa es importante ni tiene ninguna probabilidad de victoria estable; no hay ningún argumento en favor de la verdad, cuando sólo la flexible tergiversación hace posibles la conservación de la vida y de la fortuna. El hombre cuya virtud no tiene otro origen que una prudencia puramente terrena, en un mundo así se convertirá en un aventurero si tiene valor, y, si no lo tiene, buscará la oscuridad como un tímido contemporizador.
Menandro, que pertenece a esta época, dice:
Así he conocido muchos casos
de hombres que, aunque no eran bribones por naturaleza,
llegaron a serlo, por necesidad, a través de la desgracia.
Esto resume el carácter moral del siglo III a. C., fuera de algunos pocos hombres excepcionales. Aun entre estos pocos el miedo reemplazó a la esperanza; el fin de la vida fue más bien escapar a la desgracia que lograr el bien positivo. «La metafísica se queda en segundo término y la ética, ahora individual, reviste la mayor importancia. La filosofía ya no es el pilar de fuego que llevan delante unos pocos intrépidos buscadores de la verdad; es más bien una ambulancia que sigue a la romería de la lucha por la existencia y despluma al débil y al herido».[12]