La física de Aristóteles
En este capítulo me propongo considerar dos de los libros de Aristóteles: el llamado Física y el titulado De los cielos. Estos dos libros se hallan íntimamente relacionados; el segundo prosigue el tema en el punto donde lo había dejado el primero. Ambos influyeron en extremo y dominaron la ciencia hasta los tiempos de Galileo. Palabras tales como quintaesencia y sublunar se derivan de las teorías expresadas en estos libros. El historiador de la filosofía, por consiguiente, ha de estudiarlos, a pesar del hecho de que apenas algún juicio pueda aceptarse a la luz de la ciencia moderna.
Para comprender las opiniones de Aristóteles sobre física, como las de la mayoría de los griegos, es necesario captar los fondos imaginativos. Cada filósofo, además del sistema formal que ofrece al mundo, tiene otro, mucho más simple, del cual puede ser completamente ignorante. Si es consciente de ello, probablemente se dará cuenta de que no le sirve para nada; por eso lo oculta y expone algo más complicado en lo que cree, porque es como su sistema, rudimentario, pero que exige a otros aceptar, porque piensa que lo ha hecho de modo que no puede ser refutado. La adulteración surge en la forma de refutación; pero esto solo nunca dará un resultado positivo; ello muestra, en el mejor caso, que una teoría puede ser verdad, no que debe ser. El resultado positivo, por poco que el filósofo pueda verificarlo, se debe a sus preconcepciones imaginativas, o a lo que Santayana denomina «fe animal».
En relación con la física, el fondo imaginativo de Aristóteles era muy diferente del de un estudiante moderno. En la actualidad, un muchacho empieza en la mecánica, la cual, por su verdadero nombre, sugiere máquinas. Está acostumbrado a los automóviles y a los aeroplanos; no puede, aun en el más oscuro rincón de su imaginación subconsciente, pensar que un automóvil contiene cualquier especie de caballo en su interior, o que un aeroplano vuela porque sus alas son las de un pájaro dotado de un mágico poder. Los animales han perdido importancia en nuestras reproducciones imaginativas del mundo, en el que el hombre está solo en comparación como dueño de un ambiente material subordinado y en su mayor parte muerto.
Para los griegos, que intentaban hacer un cálculo científico del movimiento, el solo aspecto mecánico difícilmente se les ocurría por sí mismo, excepto en el caso de unos pocos hombres de genio como Demócrito y Arquímedes. Dos series de fenómenos parecían importantes: los movimientos de los animales y los de los cuerpos celestes. Para el moderno hombre de ciencia, el cuerpo de un animal es una máquina muy elaborada, con una estructura fisicoquímica enormemente compleja: cada nuevo descubrimiento consiste en disminuir el abismo aparente entre los animales y las máquinas. A los griegos les parecía más natural asimilar los movimientos aparentemente muertos a los de los animales. Un niño todavía distingue los animales vivos de otras cosas por el hecho de que puedan moverse por sí solos; a muchos griegos y, especialmente a Aristóteles, esta peculiaridad brota por sí misma como la base de una teoría general de física.
Pero ¿qué ocurre con los cuerpos celestes? Estos difieren de los animales por la regularidad de sus movimientos, aunque esto puede deberse a su perfección superior. A todo filósofo griego, cualquiera que haya podido ser su pensamiento en la vida adulta, se le enseñó en la infancia a considerar al Sol y a la Luna como dioses; Anaxágoras fue perseguido por impiedad al suponer que no estaban vivos. Era natural que un filósofo, al no poder considerar divinos los mismos cuerpos celestes, los imaginara movidos por la voluntad de un ente divino amante del orden y de la simplicidad geométricos. Así, el último origen de todo movimiento es la voluntad: sobre la Tierra la caprichosa voluntad de los seres humanos y de los animales, pero en el Cielo la inmutable voluntad del Artífice Supremo.
No sugiero que esto se aplique a cada detalle de lo que Aristóteles ha de decir. Lo que sugiero es que da su fondo imaginativo y representa la especie de cosa que, al embarcarse en sus investigaciones, esperaría descubrir como verdadera.
Después de estos preliminares, examinemos qué es lo que dice en realidad.
La física, en Aristóteles, es la ciencia que los griegos llamaron phusis (o physis), una palabra que se tradujo por natura, pero no ha significado exactamente lo que nosotros entendemos por tal palabra. Hablamos todavía de «ciencias naturales» e «historia natural», pero naturaleza, en sí misma, aunque es una palabra muy ambigua, rara vez significa con exactitud lo que phusis. La phusis es susceptible de desarrollo; podría decirse que la naturaleza de una bellota es lo que crece en el roble y, en ese caso, se habría usado la palabra en el sentido aristotélico. La naturaleza de una cosa, dice Aristóteles, es su fin, aquello que en atención al fin existe. La palabra ofrece así una implicación teleológica. Algunas cosas existen por naturaleza, otras por causas distintas. Los animales, las plantas y los cuerpos simples (elementos), existen por naturaleza; tienen un principio interno de movimiento. (La palabra traducida por moción o movimiento tiene un significado más amplio que locomoción; además de locomoción incluye cambio de cualidad o de volumen). La naturaleza es una fuente de seres móviles o inmóviles. Las cosas «tienen una naturaleza» si tienen un principio interno de este género. La frase «conforme a la naturaleza» se aplica a estas cosas y a sus atributos esenciales. (Fue desde este punto de vista como antinatural vino a expresar reproche). La naturaleza está en la forma más que en la materia; lo que es en potencia carne o hueso, no ha adquirido todavía su propia naturaleza, y una cosa es más de lo que es cuando ha conseguido llegar a ser por completo. Todo este punto de vista parece que lo sugirió la biología: la bellota es, «en potencia», un roble.
La naturaleza pertenece a la clase de causas que operan en atención a algo. Esto lleva a la discusión del criterio de que la naturaleza trabaja por necesidad, sin propósitos, a propósito del cual Aristóteles discute la supervivencia de los más aptos en la forma enseñada por Empédocles. Esto no puede ser verdad, dice, porque las cosas proceden por etapas determinadas, y cuando una serie llega a realizarse, todas las fases precedentes tienden a este fin. Son naturales aquellas cosas que «por un movimiento continuo procedente de un principio interno, llegan a cierta realización» (199 b).
Esta concepción total de naturaleza, aunque bien pudiera parecer admirablemente adecuada para explicar el crecimiento de los animales y las plantas, llegó a ser, en este caso, un gran obstáculo para el progreso de la ciencia y origen de muchos males en ética. En el último aspecto es aún perjudicial.
Movimiento, dice, es la actualización de lo que existe en potencia. Este concepto, aparte de otros defectos, es incompatible con la relatividad de la locomoción. Cuando A se mueve con relación a B, B se mueve con relación a A y carece de sentido decir que uno de los dos está en movimiento, en tanto el otro está en reposo. Cuando un perro atrapa un hueso, parece de sentido común que el perro se mueve mientras el hueso permanece quieto (hasta que lo ha atrapado) y que el movimiento tenga una finalidad consistente en colmar la naturaleza del perro. Pero se ha redargüido que este punto de vista no puede aplicarse a la materia inerte, y que para el propósito científico de la física, ninguna concepción de un fin es útil, ni puede un movimiento, en rigor científico, considerarse como relativo.
Aristóteles rechaza el concepto del vacío que defienden Leucipo y Demócrito. Pasa luego a una discusión más bien curiosa sobre el tiempo. Debe sostenerse, dice, que el tiempo no existe, puesto que se compone de pasado y futuro, de los cuales uno no existe ya, mientras el otro todavía no ha existido. Este concepto, por consiguiente, lo rechaza. El tiempo, dice, es movimiento que admite numeración (no está claro por qué cree esencial la numeración). Podemos preguntar ingenuamente, continúa, si el tiempo existiría sin el alma, puesto que no puede haber nada para contar, excepto si hay alguien que cuente, y tiempo supone numeración. Parece que al hablar de tiempo piensa en tantas horas o días o años. Algunas cosas, añade, son eternas, en el sentido de no estar en el tiempo; es de presumir que piensa en cosas tales como los números.
Siempre ha habido movimiento y siempre lo habrá; porque no puede haber tiempo sin movimiento y todos están de acuerdo en que el tiempo es increado, excepto Platón. Sobre este punto, los cristianos seguidores de Aristóteles se vieron obligados a disentir de él, ya que la Biblia nos dice que el Universo tuvo un principio.
La Física concluye con el argumento de un motor inmóvil, que consideramos en relación con la Metafísica. Hay un motor inmóvil que engendra directamente un movimiento circular. Movimiento circular es el género primario y el único género que puede ser continuo e infinito. El primer motor no tiene partes o magnitud y está en la circunferencia del mundo.
Habiendo llegado a esta conclusión, pasemos a tratar de los cielos.
El tratado De los cielos enseña una teoría simple y agradable. Las cosas por debajo de la Luna están sujetas a generación y decadencia; de la Luna para arriba, todas las cosas son ingénitas e indestructibles. La Tierra, que es esférica, está en el centro del Universo. En la esfera sublunar, cada cosa está compuesta de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego; pero hay un quinto elemento, del cual están compuestos los cuerpos celestes. El movimiento natural de los elementos terrestres es rectilíneo, pero el del quinto elemento es circular. El cielo es perfectamente esférico y las regiones superiores son más divinas que las inferiores. Las estrellas y los planetas no están compuestos de fuego, sino del quinto elemento; su movimiento se debe a las esferas a las que están unidos. (Todo esto aparece en forma poética en el Paraíso del Dante).
Los cuatro elementos terrestres no son eternos, sino engendrados unos de otros: el fuego es absolutamente ligero, en el sentido de que su movimiento natural tiende hacia arriba; la tierra es absolutamente pesada. El aire es relativamente ligero y el agua es relativamente pesada.
Esta teoría causó muchas dificultades años después. Los cometas, que fueron reconocidos como destructibles, habían sido asignados a la esfera sublunar, pero en el siglo XVII se descubrió que describen órbitas alrededor del Sol y están muy rara vez tan próximos como la Luna. Puesto que el movimiento natural de los cuerpos terrestres es rectilíneo, se juzgaba que un proyectil disparado horizontalmente se movería en horizontal por algún tiempo y que después empezaría a caer en vertical de pronto. El descubrimiento de Galileo de que un proyectil se mueve describiendo una parábola escandalizó a sus colegas aristotélicos. Copérnico, Kepler y Galileo habían combatido a Aristóteles tanto como a la Biblia, al establecer el concepto de que la Tierra no es el centro del Universo, sino que gira sobre su eje una vez al día y da vuelta alrededor del Sol una vez al año.
Para llegar a una materia más general: la física de Aristóteles es incompatible con la Primera ley del movimiento, de Newton, originalmente enunciada por Galileo. Esta ley establece que todo cuerpo abandonado a sí mismo, continuará, si el movimiento persiste, moviéndose en línea recta con una velocidad uniforme. Así, se requieren causas exteriores, no para calcular el movimiento, sino para calcular el cambio de movimiento, sea en velocidad, sea en dirección. El movimiento circular, que Aristóteles imaginaba natural en los cuerpos celestes, supone un cambio continuo en la dirección del movimiento y, por lo tanto, requiere una fuerza dirigida hacia el centro del círculo, como en la ley de la gravitación de Newton.
Finalmente, el concepto de que los cuerpos celestes son eternos e incorruptibles ha tenido que ser abandonado. El Sol y las estrellas tienen vida larga, pero no eterna. Nacieron de una nebulosa y al fin explotan, mueren o se enfrían. Nada en el mundo visible está exento de cambio y decadencia; el credo aristotélico, por el contrario, aunque aceptado por los cristianos medievales, es un producto del culto pagano al Sol, la Luna y los planetas.