La ética de Aristóteles
En el cuerpo de las obras de Aristóteles se cuentan tres tratados de ética; pero dos de ellos se consideran hoy corrientemente como de sus discípulos. El tercero, la Moral a Nicómaco, sigue siendo en su mayor parte considerado como auténtico sin discusión; no obstante, en este libro hay una parte (libs. V, VI y VII) que muchos creen que ha sido incorporada de alguna de las obras de los discípulos. Yo debo en todo caso ignorar esta cuestión de controversia, y tratar el libro como un todo y como de Aristóteles.
Los conceptos de Aristóteles en ética representan, en su mayoría, las opiniones predominantes entre los hombres educados y experimentados de su tiempo. No están, como los de Platón, impregnados de religión mística; ni contienen tan heterodoxas teorías como las que se hallan en La República concernientes a la propiedad y a la familia. Aquellos que ni quedan por debajo, ni por encima del nivel de los ciudadanos decentes y corteses, encontrarán en la Moral un sistemático acopio de los principios según los cuales ellos juzgan que su conducta debería ser regulada. Aquellos que pidan algo más quedarán frustrados. El libro apela a la respetable edad madura y ha sido usado por ella, especialmente en el siglo XVII, para reprimir los ardores y entusiasmos de la juventud. Mas para un hombre con cierta hondura de sensibilidad es probable que resulte repulsivo.
Lo bueno, ya lo hemos dicho, es la felicidad, la cual es una actividad del alma. Aristóteles dice que Platón tenía razón al dividir el alma en dos partes, una racional e irracional la otra. La parte irracional la divide en vegetativa (que se encuentra hasta en las plantas) y la apetitiva (que se halla en todos los animales). La parte apetitiva puede ser, en algún grado, racional cuando los bienes que busca son tales que la razón los aprueba. Esto es esencial para la cuenta de la virtud, porque la razón en Aristóteles es sólo puramente contemplativa y no conduce sin ayuda del apetito a una actividad práctica.
Hay dos clases de virtudes: intelectual y moral, correspondientes a las dos partes del alma; las virtudes intelectuales resultan de la enseñanza; las virtudes morales, de las costumbres. Es asunto del legislador hacer a los ciudadanos buenos inculcándoles buenas costumbres. Llegamos a ser justos ejecutando actos justos, e igualmente por lo que concierne a las demás virtudes. Porque viéndonos impulsados a adquirir buenas costumbres, estamos a tiempo, piensa Aristóteles, de llegar a encontrar placer en ejecutar buenas acciones. Viene a la memoria el parlamento de Hamlet a su madre:
Adopta una virtud si no la tienes.
La costumbre, ese monstruo que devora todos los sentimientos,
siendo un demonio en materia de hábitos, es un ángel,
porque para ejecutar acciones bellas y buenas
lo mismo nos da un sayo o librea,
que se ponen fácilmente.
Llegamos ahora a la famosa doctrina del justo medio. Toda virtud es un medio entre dos extremos, cada uno de los cuales es un vicio. Esto se prueba por un examen de las diversas virtudes. El valor es un medio entre la cobardía y la temeridad; la liberalidad, entre la prodigalidad y la tacañería; el amor propio, entre la vanidad y la humildad; el ingenio, entre la bufonería y la rusticidad; la modestia, entre la vergüenza y la desvergüenza. Algunas virtudes no parecen adaptarse a este esquema, por ejemplo, la veracidad. Aristóteles dice que ésta es un medio entre la jactancia y la falsa modestia (1108 a), pero esto solamente se aplica a la verdad sobre uno mismo. Yo no veo cómo la veracidad en otro sentido más amplio pueda ser adaptada a este esquema. Hubo una vez un alcalde que adoptó la doctrina de Aristóteles; al final de su ejercicio pronunció un discurso diciendo que había intentado ajustarse a una estricta línea con la parcialidad en una mano y la imparcialidad en la otra. El concepto de la verdad como un medio apenas si parece menos absurdo.
Las opiniones de Aristóteles en cuestiones morales parecen siempre como si hubieran sido convencionales en su época. En algunos puntos difieren de las de nuestro tiempo, principalmente donde ha surgido alguna forma de aristocracia. Creemos que los seres humanos todos, por lo menos en teoría ética, tienen iguales derechos, y que la justicia implica igualdad; Aristóteles cree que la justicia implica no igualdad, sino recta proporción, lo cual es solamente equidad algunas veces (1131 b).
La justicia de un amo o la de un padre son cosa diferente de la de un ciudadano, porque un hijo o un esclavo son propiedad, y no se puede ser injusto con lo que se posee (1134 b). En cuanto a los esclavos, no obstante, hay una leve modificación en esta doctrina relacionada con la cuestión de si le es posible a un hombre ser amigo de su esclavo: «No hay nada de común entre ambas partes; el esclavo es un instrumento vivo; […] como esclavo no se puede ser, pues, amigo suyo. Pero como hombre se puede; porque parece ser de cierta justicia entre un hombre y otro el que ambos participen de un sistema de ley o sean parte de un contrato; por consiguiente, puede también existir amistad con él en cuanto es hombre» (1161 b).
Un padre puede repudiar a su hijo si es un malvado, pero un hijo no puede repudiar a su padre porque le debe más de lo que acaso le pueda restituir, especialmente la existencia (1163 b). En las relaciones desiguales, es justo, puesto que todos deberían ser amados en proporción con su valer, que el inferior ame al superior más que el superior al inferior: las esposas, los hijos, los súbditos, deben amar más a los esposos, a los padres y a los monarcas que éstos a aquéllos. En un buen matrimonio, «el hombre gobierna con arreglo a sus méritos y en aquellas materias que son propias del hombre, pero las materias que incumben a la mujer se las deja a ella» (1160 b). No debe inmiscuirse en la jurisdicción de ella; todavía con menos acierto mandaría ella en lo de él, como ocurre a veces cuando se trata de una heredera.
El mejor individuo, según es concebido por Aristóteles, es un personaje muy diferente del santo cristiano. Debe tener amor propio y no menospreciar sus propios méritos: debe despreciar a quienquiera que merezca su desprecio (1124 b). La descripción del hombre altivo o magnánimo[28] es muy interesante como exponente de la diferencia entre las éticas cristiana y pagana, y del sentido en que Nietzsche justificaba al considerar el cristianismo como una moral de esclavos.
El hombre magnánimo, puesto que merece lo más, debe ser bueno en el más alto grado; porque el hombre mejor siempre merece más y el superior lo máximo. Por eso el hombre verdaderamente magnánimo debe ser bueno. Y grandeza en cada virtud sería la característica del hombre magnánimo. Y sería lo más impropio del hombre magnánimo huir del peligro, tirando las armas, encogerse de hombros o perjudicar a otro; ¿con qué fin cometería actos vergonzosos, él, para quien nada es grande?… La magnanimidad, pues, parece ser una especie de corona de las virtudes; las engrandece y sin ella no existen. Es difícil ser verdaderamente magnánimo; imposible sin nobleza y bondad de carácter. Honor y deshonor son, pues, lo que interesa principalmente al hombre magnánimo y ante los grandes honores que le dispensen hombres buenos se mostrará moderadamente satisfecho, pensando, que son apropiados o aun inferiores a sus merecimientos; porque no puede haber honor que sea digno de la virtud perfecta, pero en todo caso la aceptará, puesto que nada mayor puede ofrecérsele; pero el honor de la gente fundamentalmente frívola lo despreciará por completo, ya que no es esto lo que merece, y tampoco el deshonor, porque en ese caso no hay justicia. El Poder y la riqueza son deseables para la causa del honor, y para quien el honor es una cosa insignificante, lo demás debe serlo también. De aquí que al hombre magnánimo se le cree desdeñoso… El hombre magnánimo no corre hacia los peligros fútiles, … pero se enfrentará con los peligros graves, y cuando esté en peligro se desprenderá de su vida, pues sabe que hay condiciones en las cuales no es meritorio conservarla. Y es la clase de hombre que dispensa favores, pero se avergüenza de recibirlos; porque lo uno es signo de superioridad y lo otro de inferioridad. Y es capaz de otorgar mayores beneficios aun al devolverlos; porque así el benefactor original, además de ser pagado, incurrirá en deuda con él… Es señal de hombre magnánimo no pedir nada o casi nada, pero prestar ayuda pronta y ser digno con la gente que goza de alta posición, pero modesto con los de la clase media; porque si fácil es conseguir esto último, cosa alta y difícil es mostrarse superior al primero y nunca signo de mala crianza, pero ante la gente humilde es tan grosero como ostentar fuerza en presencia del débil. Debe también descubrirse en su odio y en su amor, porque ocultar las propias impresiones y estimar menos la verdad que la opinión ajena, es propio de cobardes… Es libre de perorar por qué es desdeñoso y es el indicado para decir la verdad, excepto cuando habla con ironía a los vulgares… No es dado a la admiración, porque nada hay grande para él… No es lenguaraz, porque no hablará de sí mismo ni de otros, ya que no se preocupa de ser alabado ni censurado por los demás… Él es quien poseerá la belleza y las cosas sin utilidad mejor que las cosas provechosas y útiles… Además de eso, un caminar lento es el propio del hombre magnánimo, una voz grave y una dicción sostenida… Tal es, pues, el hombre magnánimo; el hombre que no puede llegar a él es indebidamente humilde y el que va más allá de él, vano (1123 b-1125 a).
Uno se estremece al pensar cómo sería el hombre vano.
Cualquiera que sea lo que se piense del hombre magnánimo, una cosa está clara: no puede haber muchos en una comunidad. No me refiero simplemente al sentido general de que no hay con toda probabilidad hombres virtuosos, de que sobre la Tierra la virtud es difícil; lo que pienso es que las virtudes del hombre magnánimo dependen, en gran parte, de que goce de una excepcional posición social. Aristóteles considera la ética como una rama de la política, y no es sorprendente, después de su elogio del orgullo, hallar que considera la monarquía como la mejor forma de gobierno, y la aristocracia lo inmediatamente mejor. Los monarcas y los aristócratas pueden ser magnánimos, pero los ciudadanos ordinarios serían ridículos si intentasen vivir con arreglo al mismo patrón.
Esto suscita una cuestión que es medio ética, medio política. ¿Podemos considerar como moralmente satisfactoria una comunidad que por su esencial constitución limita las cosas mejores a unos pocos y requiere de la mayoría que se contente con lo mejor de segundo orden? Platón y Aristóteles dicen que sí, y Nietzsche concuerda con ellos. Estoicos, cristianos y demócratas dicen que no. Pero hay grandes diferencias en sus modos de decir que no. Los estoicos y los primeros cristianos consideran que el mayor bien es la virtud, y que las circunstancias externas no pueden impedir a un hombre que sea virtuoso; no es por eso necesario procurarse un sistema social justo, puesto que la injusticia social afecta solamente a materias sin importancia. El demócrata, por el contrario, entiende de ordinario que al menos en lo que se refiere a lo político los bienes más importantes son el Poder y la propiedad; no puede, por tanto, allanarse a un sistema social que sea injusto a este respecto.
El punto de vista estoico-cristiano requiere una concepción de la virtud muy diferente de la de Aristóteles, ya que ha de juzgar que la virtud es tan posible para el esclavo como para el amo. La ética cristiana desaprueba el orgullo, al que Aristóteles considera una virtud, y encarece la humildad, a la que tiene por un vicio. Las virtudes intelectuales, que Platón y Aristóteles valoran sobre todas las demás, han de ser eliminadas de la lista para siempre, a fin de que el pobre y el humilde puedan ser virtuosos como cualquier otro. El papa Gregorio el Grande reprendió solemnemente a un obispo por enseñar gramática.
El criterio aristotélico de que la más alta virtud es para los pocos, está en conexión lógica con la subordinación de la ética a la política. Si el propósito es la buena comunidad mejor que el buen individuo, es posible que la buena comunidad sea aquella en la que haya subordinación. En una orquesta el primer violín es más importante que el oboe, aunque ambos sean necesarios para la excelencia del conjunto. Es imposible organizar una orquesta bajo el principio de dar a cada hombre lo que sería mejor para él como individuo aislado. La misma clase de cosa se aplica a la gobernación de un vasto Estado moderno, aunque sea democrático. Una democracia moderna —a diferencia de las de la Antigüedad— confiere gran poder a ciertos individuos elegidos, presidentes o jefes de Gobierno, y debe esperar de ellos clases de méritos que no se esperan del ciudadano ordinario. Cuando la gente no piensa en términos religiosos o de controversia política, es probable que convenga en que un buen presidente es más digno de respeto que un buen albañil. En una democracia no se espera del presidente que sea en absoluto el hombre magnánimo de Aristóteles, pero se aguarda que sea siquiera un poco distinto del ciudadano corriente y que posea ciertos méritos relacionados con sus funciones. Estos méritos peculiares acaso no sean considerados éticos, pero eso es debido a que usamos dicho adjetivo en un sentido más estricto del que empleaba Aristóteles.
Como un resultado del dogma cristiano, la distinción entre los morales y los otros méritos ha llegado a ser mucho más tajante que lo era en tiempo de los griegos. Es un mérito en un hombre ser un gran poeta, compositor o pintor, pero no un mérito moral; no le consideramos el más virtuoso por poseer tales aptitudes, o con más probabilidades para ir al cielo. El mérito moral concierne únicamente a los actos volitivos, y escogiendo rectamente entre posibles modos de acción.[29] Yo no me reprocho el no componer una ópera, porque no sabría hacerlo. El criterio ortodoxo es que donde quiera que dos modos de acción sean posibles, la conciencia me dice cuál es el justo, y elegir el otro es pecado. La virtud consiste principalmente en evitar el pecado, más que en algo positivo. No hay razón para esperar que un hombre educado sea moralmente mejor que un hombre ineducado, o un hombre despierto que un estúpido. De esta manera, un número de méritos de gran importancia social se deja fuera del reino de la ética. El adjetivo antiético, en el uso moderno, tiene un empleo mucho más restringido que el adjetivo indeseable. Es indeseable ser un pusilánime, pero no antiético.
Muchos filósofos modernos, sin embargo, no han aceptado este concepto de la ética. Han pensado que se debería primero definir lo bueno y decir después que nuestras acciones debieran ser tales que tendiesen a la realización de lo bueno. Este punto de vista es más parecido al de Aristóteles, quien sostiene que la felicidad es el bien. La más alta felicidad, es cierto, está solamente abierta al filósofo, mas para Aristóteles esto no entraña ninguna objeción a su teoría.
Las teorías éticas pueden dividirse en dos clases, según que consideren la virtud como fin o como medio. Aristóteles, en conjunto, adopta el parecer de que las virtudes son medios para un fin llamado felicidad. «Siendo, pues, el fin lo que nosotros deseamos, y el medio aquello sobre que deliberamos y elegimos, las acciones que conciernen al medio deben ser conformes a la elección y a la voluntariedad. Pues el ejercicio de las virtudes está relacionado con los medios» (1113 b). Pero hay otro sentido de virtud en el cual está incluido el fin de la acción: «Lo humano bueno es actividad del alma concertado con la virtud en una vida completa» (1098 a). Yo opino que debería decir que las virtudes intelectuales son fines, pero las virtudes prácticas son sólo medios. Los moralistas cristianos estiman que mientras las consecuencias de las acciones virtuosas son en general buenas, no son tan buenas como las acciones virtuosas mismas, las cuales han de valorarse por sí mismas y no por sus efectos. Por otra parte, quienes consideran placentero lo bueno, juzgan las virtudes únicamente como medios. Ninguna otra definición de lo bueno, excepto la definición como virtud, tendrá las mismas consecuencias, de que las virtudes son medios para otros bienes que ellas mismas. En esta cuestión Aristóteles, se ha dicho ya, coincide principalmente, aunque no por completo, con los que piensan que el primer cometido de la ética es definir lo bueno y que la virtud ha de definirse como acción que tiende a producir el bien.
La relación de la ética con la política plantea otra cuestión moral de considerable importancia. Suponiendo que el bien hacia el cual debieran apuntar las acciones rectas es el bien de toda la comunidad, o en última instancia, de toda la raza humana, ¿es este bien social la suma de los bienes que poseen los individuos o es algo perteneciente en esencia al conjunto y no a sus partes? Debemos ilustrar el problema por analogías con el cuerpo humano. El placer está ampliamente asociado con las diferentes partes del cuerpo, pero las consideramos pertenecientes a una persona en conjunto; podemos gozar de un perfume agradable, pero sabemos que la nariz sola no podría gozarlo. Algunos disienten de que, en una comunidad organizada rígidamente haya, de modo análogo, excelencias que pertenezcan al conjunto y no a una parte. Si son metafísicos, pueden estimar, como Hegel, que cualquier cualidad buena es un atributo del universo como conjunto; pero ellos añadirán generalmente que es menos erróneo atribuir bondad a un Estado que a un individuo. Lógicamente, el camino debe recorrerse como sigue. Podemos atribuir a un Estado varios predicamentos que no pueden atribuirse a sus medios separados, como son el ser populoso, extenso, potente, etc. El aspecto que estamos considerando establece predicados éticos de esta clase y dice que éstos sólo derivadamente pertenecen a los individuos. Un hombre puede pertenecer a un Estado populoso o a un Estado bueno; pero él, dicen, puede no ser ni bueno ni populoso. Este aspecto, que ha sido extensamente mantenido por los filósofos alemanes, no es el de Aristóteles, excepto acaso hasta cierto punto, en su concepción de la justicia.
Una parte considerable de la Ética se ocupa de la discusión de la amistad, incluyendo todas las relaciones que implica el afecto. La perfecta amistad sólo es posible entre los buenos y es imposible ser amigo de mucha gente. No se podría ser amigo de una persona de situación más alta que la propia, a menos que fuese también de más alta virtud, lo cual justificaría el respeto que se le testimoniase. Hemos visto que en las relaciones desiguales, tales como las de marido y mujer, o padre e hijo, el superior habría de ser el más amado. Es imposible ser amigo de Dios, porque Él no puede amarnos. Aristóteles examina si un hombre puede ser amigo de sí mismo, y decide que esto es sólo posible si es un hombre bueno; los malvados, asegura, a menudo se odian a sí propios. El hombre bueno debería amarse a sí mismo, pero noblemente (1169 a). Los amigos son un consuelo en la desgracia, pero no se debería hacerlos desgraciados buscando su compasión, como hacen las mujeres y los hombres afeminados (1171 b). Los amigos no solamente son deseables en la desgracia, puesto que el hombre feliz necesita amigos con quienes compartir su felicidad. «Nadie escogería el mundo entero si fuese con la condición de vivir solo, puesto que el hombre es una criatura política y está en su naturaleza el vivir con los demás» (1169 b). Todo cuanto dice sobre la amistad es razonable, pero no hay una palabra que exceda el sentido común.
Aristóteles otra vez muestra su buen sentido en la discusión del placer, que Platón había considerado un tanto ascéticamente. El placer, tal como Aristóteles usa la palabra, es distinto de la felicidad, aunque no puede haber felicidad sin placer. Hay, dice, tres conceptos del placer: 1) que nunca es bueno; 2) que a veces es bueno, pero las más es malo; 3) que es bueno, pero no lo mejor. Rechaza al primero de estos porque el dolor es ciertamente malo y, por lo tanto, el placer debe ser bueno. Sostiene, muy justamente, que es absurdo decir que un hombre puede ser feliz en el tormento: es necesario para la felicidad cierto grado de buena suerte externa. Participa también del criterio de que todos los placeres son corporales; todas las cosas tienen algo divino y por ello cierta capacidad para placeres más elevados. Los hombres buenos disfrutan del placer a menos que sean desgraciados, y Dios goza siempre de un único y simple placer (1152-1154).
Hay otra discusión del placer en la última parte del libro, que no es enteramente compatible con la anterior. En ella se arguye que hay placeres malos, los cuales, no obstante, no lo son para las personas buenas (1173 b); que acaso los placeres difieren en calidad (ibíd.), y que los placeres son buenos o malos según estén relacionados con actividades buenas o malas (1175 b). Hay cosas que se valoran más que el placer; nadie estaría satisfecho de ir por la vida con un intelecto infantil, aun cuando esto fuera grato. Cada animal tiene su propio placer, y el placer propio del hombre está en relación con la razón.
Esto conduce a la única doctrina del libro que no sea mero sentido común. La felicidad consiste en actividad virtuosa, y la felicidad perfecta en la mejor actividad, que es la contemplativa. La contemplación es preferible a la guerra o a la política o a cualquiera otra carrera práctica, porque permite el ocio y el ocio es esencial para la felicidad. La virtud práctica aporta solamente una especie secundaria de felicidad; la suprema felicidad está en el ejercicio de la razón, porque la razón, más que ninguna otra cosa, es hombre. El hombre no puede ser enteramente contemplativo, pero allí hasta donde lo es participa de la vida divina. «La actividad de Dios, que sobrepasa a todas las demás en bienaventuranza, debe ser contemplativa». De todos los seres humanos, el filósofo es el más divino en su actividad, y, por tanto, el más feliz y el mejor:
El que ejerce su razón y la cultiva, parece hallarse a la vez en el mejor estado mental y ser el más querido de los dioses. Porque si éstos se toman algún cuidado por las cuestiones humanas, como es de creer que tienen, sería razonable que se deleitaran con lo que fuese mejor y más consustancial con ellos mismos (la razón) y que recompensaran a aquellos que los amasen y los honrasen, por cuidarse de las cosas que les son queridas y obrar a la vez recta y noblemente. Y es manifiesto que todos estos atributos pertenecen más que a nadie al filósofo. Por eso mismo, es el predilecto de los dioses. Y será también, es de presumir, el más feliz. Así que en este camino el filósofo será más feliz que ningún otro (1179 a).
Este pasaje es virtualmente la conclusión de la Ética; los pocos párrafos que siguen se relacionan con la transición a la política.
Intentemos ahora decidir lo que pensamos de los méritos y deméritos de la Ética. A diferencia de muchos otros asuntos tratados por los filósofos griegos, la ética no ha logrado ningún avance definitivo, en el sentido de descubrimientos indiscutibles; nada en ética es conocido, en un sentido científico. No hay por eso razón para que un antiguo tratado sea en algún aspecto inferior a otro moderno. Cuando Aristóteles habla de astronomía podemos decir definitivamente que está equivocado; pero cuando habla de ética no podemos decir, en el mismo sentido, si está equivocado o si tiene razón. Hablando lisa y llanamente, hay tres cuestiones que podemos formular a la ética de Aristóteles o de cualquier otro filósofo: 1) ¿Es compatible con su propio contenido? 2) ¿Es compatible con el resto de los conceptos del autor? 3) ¿Da respuesta a los problemas éticos que están en consonancia con nuestras propias impresiones éticas? Si la respuesta a una de ambas, la primera cuestión o la segunda, es negativa, el filósofo en cuestión se ha hecho reo de algún error intelectual. Pero si la respuesta a la tercera cuestión es negativa, no tenemos razón para decir que está equivocado; solamente tenemos razón para decir que no nos agrada.
Examinemos estas tres cuestiones por orden, en lo tocante a la teoría moral contenida en la Ética a Nicómaco.
1) En conjunto el libro es consecuente excepto en algunos aspectos insignificantes. La doctrina de que el bien es la felicidad y que la felicidad consiste en la próspera actividad, está bien lograda. La doctrina de que cada virtud es un medio entre dos extremos, aunque muy ingeniosamente desarrollada, es menos feliz, puesto que no la aplica a la contemplación intelectual, la que, ya lo hemos dicho, es la mejor de todas las actividades. Puede, sin embargo, sostenerse que la doctrina del medio solamente se intenta aplicar a las virtudes prácticas, no a las del intelecto. Tal vez, para presentar otro punto, la posición del legislador sea un tanto ambigua. Él está para inducir a los niños y a los jóvenes a adquirir el hábito de realizar buenas acciones, lo cual, al fin, los conducirá a encontrar el placer en la virtud y a actuar virtuosamente sin necesidad de coacción legal. Es obvio que el legislador debe inducir igualmente a los jóvenes a no adquirir malos hábitos; si esto ha de evitarse, debe poseer toda la sabiduría de un guardián platónico, y si no se evita, el argumento de que una vida virtuosa es placentera, fracasará. Este problema, por tanto, pertenece, sin embargo, más a la política que a la ética.
2) La ética de Aristóteles es, en todos los puntos, compatible con su metafísica. Realmente sus teorías metafísicas son en sí la expresión de un optimismo ético. Cree en la importancia científica de las causas finales, y esto implica la creencia de que la finalidad gobierna el curso del desarrollo del universo. Piensa que los cambios son, en su mayoría, tales como la incorporación de un aumento de organización o forma, y en el fondo las acciones virtuosas son las que favorecen esta tendencia. Es verdad que gran parte de su ética práctica no es en particular filosófica, sino meramente el resultado de la observación de las cuestiones humanas; pero esta parte de su doctrina, aunque sea independiente de su metafísica, no es incompatible con ella.
3) Cuando llegamos a comparar los gustos éticos de Aristóteles con los nuestros propios, hallamos, en primer término, como ya se advirtió, una aceptación de la desigualdad que repugna al sentimiento moderno. No sólo no hay en él objeciones a la esclavitud, o a la superioridad de maridos y padres sobre esposas e hijos, sino que juzga que lo mejor es esencialmente para los pocos, hombres magnánimos y filósofos. Muchos hombres, se diría que de aquí se deduce, son ante todo medios para la producción de unos pocos legisladores y sabios. Kant sostiene que todo ser humano es un fin en sí mismo, y esto puede tomarse como una expresión del criterio introducido por el cristianismo. Hay, sin embargo, una dificultad lógica en el criterio de Kant, puesto que no da los medios para conseguir una decisión cuando el interés de dos hombres esté en pugna. Si cada uno es un fin en sí mismo, ¿cómo hemos de llegar a un principio para determinar qué camino debe seguirse? Un principio tal debe afectar a la comunidad más que al individuo. En el más amplio sentido de la palabra, tendrá que ser un principio de justicia. Bentham y los utilitaristas interpretan justicia como igualdad: cuando está en pugna el interés de dos hombres, el proceder recto es el de aquel que produce el mayor caudal de felicidad.
Si se da más al mejor que al peor, esto es porque al fin y al cabo la felicidad general se aumenta al recompensar la virtud y castigar el vicio, no porque en última doctrina ética el bueno merezca más que el malo. La justicia, en este aspecto, consiste en considerar interesada solamente la cantidad de la felicidad, sin favorecer a un individuo o clase más que a otro. Los filósofos griegos, incluyendo a Platón y Aristóteles, tienen un concepto distinto de la justicia, que todavía predomina ampliamente. Creían —en principio por razones derivadas de la religión— que cada cosa o persona tenía su propia esfera, atravesar la cual es injusto. Algunos hombres, en virtud de su carácter y de sus aptitudes, poseen una esfera más extensa que otros, y no hay injusticia si gozan de una porción mayor de felicidad. Este concepto lo da por seguro Aristóteles, pero su base en la religión primitiva, que es evidente en los primeros filósofos, no está tan clara en sus escritos.
Hay en Aristóteles una casi completa ausencia de lo que puede llamarse benevolencia o filantropía. Los sufrimientos de la especie humana, hasta donde es sabedor de ellos, no le conmueven; los tilda, intelectualmente, de endemoniados, pero no hay evidencia de que le causen infelicidad, excepto cuando acaecen a amigos suyos.
Por lo general, hay una pobreza emocional en la Ética, que no se encuentra en los filósofos antiguos. Hay algo de indebidamente atildado y agradable en las especulaciones de Aristóteles sobre los asuntos humanos; todo lo que hace a los hombres sentir un apasionado interés por el prójimo parece haber sido olvidado. Aun su exposición de la amistad resulta tibia. No demuestra ningún signo de haber pasado por una de esas experiencias que hacen difícil guardar cordura; todos los más profundos aspectos de la vida moral le son evidentemente desconocidos. Omite, hay que decirlo, toda la esfera de la experiencia humana con la que está enlazada la religión. Lo que él tiene que decir es lo que sirve para uso de hombres cómodos y de pasiones débiles; pero no tiene nada que decir a quienes estén poseídos por un dios o por un demonio, o a quien la fortuna exterior empuje a la desesperación. Por estas razones, en mi opinión, la Ética, a pesar de su fama, carece de importancia intrínseca.