Conocimiento y percepción en Platón
La mayoría de los hombres modernos dan por sentado que el conocimiento empírico depende o se deriva de la percepción. Hay, sin embargo, en Platón y en filósofos de otras escuelas una doctrina muy distinta, a saber, que no hay nada digno de ser llamado conocimiento que se derive de los sentidos, y que el único conocimiento verdadero tiene que ver con los conceptos. Así «dos y dos son cuatro» es un conocimiento genuino, pero la afirmación «la nieve es blanca» está tan llena de ambigüedad e inseguridad que no puede hallar un lugar entre las verdades del filósofo.
Quizá deriva esta idea de Parménides, pero en su forma explícita el mundo filosófico la debe a Platón. Me propongo en este capítulo tratar de la crítica de Platón respecto a la idea de que el conocimiento es idéntico a la percepción. Esto ocupa la primera parte del Teetetes.
Este diálogo trata de encontrar una definición del conocimiento, pero termina sin llegar más que a una conclusión negativa; se proponen y rechazan varias definiciones, pero ninguna se considera satisfactoria.
La primera de las definiciones sugeridas y la única que aquí consideraré la expone Teetetes con las palabras siguientes:
«Me parece que el que sabe algo percibe las cosas que sabe, y así el conocimiento es solamente percepción».
Sócrates identifica esta doctrina con la de Protágoras, de que «el hombre es la medida de todas las cosas», es decir, que cualquier cosa dada «es tal como me parece, y para ti tal como a ti te parece». Sócrates añade: «Entonces es la percepción siempre algo que es, y siendo conocimiento es infalible».
Una gran parte del argumento siguiente trata de la caracterización de la percepción; cuando es completo no hace falta mucho tiempo para probar que la percepción, tal como ha llegado a ser, no puede ser conocimiento.
Sócrates añade a la doctrina de Protágoras la de Heráclito, de que todo cambia siempre, o sea que «todas las cosas de las que decimos que son están realmente en un proceso de formación». Platón lo cree así de los objetos sensibles, pero no de los de verdadero conocimiento. A través del diálogo, sin embargo, sus doctrinas positivas permanecen en segundo término.
De la doctrina de Heráclito, incluso en el caso de que únicamente se aplique a objetos de los sentidos, con la definición del conocimiento como percepción, se deduce que el conocimiento trata de lo que se está formando y no de lo que es.
En este punto existen problemas de índole elemental. Se nos dice que, puesto que es mayor que 4 pero menor que 12, 6 es al mismo tiempo grande y pequeño, lo cual es una contradicción. Sócrates es más alto que Teetetes, que es un adolescente aún no del todo desarrollado; pero en pocos años Sócrates será más bajo que Teetetes. Por lo tanto, es Sócrates bajo y alto a la vez. La idea de la proposición relativa parece haber intrigado a Platón como a la mayoría de los grandes filósofos hasta Hegel incluso. Estos problemas, sin embargo, no son muy afines al argumento y pueden ignorarse.
Volviendo a la percepción, se la considera como debida a una interacción entre el objeto y el órgano del sentido, y los dos, según la doctrina de Heráclito cambian siempre, y cambiando varían lo percibido. Sócrates dice que cuando está bien encuentra dulce el vino, pero cuando está malo le parece agrio. Aquí hay un cambio en el perceptor que causa cambio en lo percibido.
Se proponen ciertas objeciones a la doctrina de Protágoras, y después se retiran algunas.
Sugiere que Protágoras debía haber admitido cerdos y monos como medida de todas las cosas, puesto que también perciben. Se plantean las cuestiones respecto a la validez de la percepción en los sueños, y en el estado de locura. Si Protágoras tiene razón, nadie sabe más que otro hombre: no sólo Protágoras es tan sabio como los dioses sino, lo que es más serio, no es más sabio que un tonto. Además, si los juicios de una persona valen igual que los de otra, la gente que juzga que Protágoras se ha equivocado podría tener tanta razón como él.
Sócrates se propone encontrar una respuesta a muchas de estas objeciones, poniéndose, por el momento, en lugar de Protágoras. En cuanto a los sueños, las percepciones son verdaderas como tales. Respecto al argumento de los cerdos y monos, se le despacha como ofensa vulgar. Y respecto al argumento: si cada hombre es la medida de todas las cosas, una persona es tan sabia como cualquier otra, Sócrates sugiere, por Protágoras, una respuesta muy interesante. A saber: mientras que un juicio no puede ser más cierto que otro, puede ser, sin embargo, mejor, en el sentido de tener mejores consecuencias. Esto sugiere el pragmatismo.[19]
Sin embargo, no satisface a Sócrates esta contestación, aunque la haya inventado él. Por ejemplo, dice que cuando un médico predice el curso de una enfermedad, sabe realmente más del porvenir del enfermo que el enfermo mismo. Y cuando los hombres difieren en cuanto a lo que debe decretar el Estado, el resultado muestra que algunos tenían mayor conocimiento respecto al futuro que otros. Así no podemos eludir la conclusión de que un sabio es una medida mejor de las cosas que un tonto.
Todas éstas son objeciones a la doctrina de que todo hombre es la medida de todas las cosas, y solamente de modo indirecto a la doctrina de que conocimiento significa percepción, en cuanto que esta doctrina conduce a la otra. Sin embargo, hay un argumento directo, a saber: que hay que admitir la memoria lo mismo que la percepción. Se admite esto y la definición propuesta se modifica.
Llegamos después a la crítica de la doctrina de Heráclito. Primero se la lleva al extremo, de acuerdo con la práctica de sus discípulos entre los brillantes jóvenes de Éfeso. Una cosa puede cambiar de dos maneras, por locomoción y por cambio de cualidad, y la doctrina de la fluencia afirma que todo cambia siempre en ambos aspectos.[20] Y no sólo todo sufre siempre un cambio cualitativo, sino que todo cambia siempre todas sus cualidades, así, se nos dice, piensan los inteligentes de Éfeso. Esto tiene malas consecuencias. No podemos decir «esto es blanco», porque si era blanco cuando empezamos a hablar, ya no lo será cuando terminemos la frase. No podemos estar en lo cierto al decir que estamos viendo una cosa, porque el ver está continuamente cambiándose en no ver.[21] Si todo cambia de todas maneras, el ver no puede llamarse más que no ver, ni la percepción se puede llamar así mejor que no percepción. Y cuando decimos «la percepción es conocimiento», podemos decir con el mismo derecho «la percepción es el no conocimiento».
Lo que viene a ser el argumento mencionado es que, cualquiera que sea la cosa que pueda estar en perpetua fluencia, los significados de las palabras deben fijarse, al menos una vez, puesto que de otra manera no se determina ningún aserto, y ninguno es más verdadero que falso. Debe haber algo más o menos constante, si el discurso y la ciencia han de ser posibles. Creo que esto debe admitirse. Pero una gran parte de fluencia es compatible con esta admisión.
En este momento no quieren discutir sobre Parménides porque es demasiado grande y magnífico. Es una figura «venerable y terrible». «Hubo en él una profundidad que era muy noble». Es «un ser que respeto ante todos». En estas observaciones, Platón muestra su amor por un universo estático, y su aversión por la fluencia de Heráclito que ha venido admitiendo en el argumento. Pero después de esta expresión de reverencia se abstiene de desarrollar la alternativa parmenidiana a Heráclito.
Llegamos ahora al argumento final de Platón contra la identificación del conocimiento con la percepción. Empieza por señalar que percibimos por los ojos y oídos más que con ayuda de ellos, y después dice que algo de nuestro conocimiento no está en conexión con el órgano sensorial. Por ejemplo, podemos saber que los sonidos y colores no son parecidos, aunque ningún órgano de sentido puede percibir ambos. No hay órgano especial para «existencia y no existencia, igualdad y desigualdad, lo mismo y lo diferente, y también unidad y número en general». Lo mismo vale para lo honorable y lo indecente, lo bueno y lo malo. «El espíritu contempla algunas cosas por su propio instrumento, otras por las facultades del cuerpo». Percibimos lo duro y suave por el tacto, pero es el espíritu el que juzga que existen y que son contrarios. Solamente el espíritu puede tener existencia, y no alcanzamos la verdad si no alcanzamos la existencia. De ahí que no podamos saber cosas por los sentidos solamente, puesto que los sentidos solos no nos permiten saber que las cosas existen. Por lo tanto, el conocimiento consiste en la reflexión, no en impresiones, y la percepción no es conocimiento, porque «no tiene parte en la captación de la verdad, puesto que no la tiene al captar la existencia».
Separar lo que se pueda aceptar de lo que no, en este argumento contra la identidad del conocimiento con la percepción, no es ni mucho menos fácil. Hay tres tesis relacionadas entre sí que Platón discute, a saber:
1. El conocimiento es percepción;
2. El hombre es la medida de todas las cosas;
3. Todo está en estado fluyente.
1) La primera, y de la cual se ocupa en primer lugar el argumento, es apenas discutida en su propio alcance, excepto en el pasaje final de que acabamos de tratar. Aquí se arguye que la comparación, el conocimiento de la existencia y la comprensión del número son esenciales al conocimiento, pero no pueden ser incluidos en la percepción, puesto que no son causados por un órgano del sentido. Las cosas que se dicen sobre esto son distintas. Empecemos con la igualdad y la desigualdad.
Que dos matices de color, que estoy viendo, sean similares o no, según los casos, es algo que por mi parte, aceptaría, desde luego no como un objeto de percepción, sino como un «juicio de percepción». Un objeto de percepción, diría, no es un conocimiento sino solamente algo que ocurre y que pertenece igualmente al mundo de la física y al de la psicología. Naturalmente, consideramos la percepción igual que Platón, como una relación entre un perceptor y un objeto. Decimos «yo veo una mesa». Pero aquí yo y mesa son construcciones lógicas. El núcleo del acontecimiento estriba meramente en ciertos matices. Estos van asociados a imágenes del tacto, pueden producir palabras y hacerse fuente de recuerdos. El objeto de la percepción como contenido de imágenes palpables se convierte en un objeto, que se supone físico. El objeto de la percepción como contenido de palabras y recuerdos se convierte en percepción, que es parte de un sujeto y se considera mental. El objeto de la percepción es simplemente un acontecimiento, ni falso ni verdadero; el objeto de la percepción, como contenido de palabras es un juicio y capaz de verdad o falsedad. A este juicio le llamo «juicio de percepción». La frase «el conocimiento es percepción» debe ser interpretada como «el conocimiento consiste en juicio de percepción». Solamente en esta forma puede ser gramaticalmente correcto.
Volvamos a la igualdad y desigualdad. Es muy posible, cuando yo percibo dos colores simultáneamente, que su parecido o desemejanza formen parte del dato y que haya que aseverarlo en un juicio de percepción. El argumento de Platón de que no tenemos órgano del sentido que perciba la igualdad y la desigualdad, ignora la corteza y dice que todos los órganos de los sentidos han de estar en la superficie del cuerpo.
El argumento para incluir la igualdad y la desigualdad como posibles datos de percepción es el siguiente: supongamos que vemos dos matices de color, A y B, y que juzguemos que «A es como B». Supongamos, además, con Platón, que este juicio es correcto, en general y en particular, en el caso que estamos considerando. Entonces hay una relación de igualdad entre A y B, y no meramente un juicio de nuestra parte que hace constar la igualdad. Si sólo existiese nuestro juicio, sería arbitrario, incapaz de verdad o falsedad. Puesto que evidentemente es capaz de verdad o error, la igualdad puede subsistir entre A y B y no ser puramente mental. El juicio «A es igual a B» es verdad (si lo es) en virtud de un hecho, lo mismo que el juicio «A es rojo» o «A es redondo». La mente no está más implicada en la percepción de la igualdad que en la del color.
Ahora llego a la existencia, en la cual Platón pone mucho énfasis. Tenemos, dice, en cuanto al sonido y color, un pensamiento que incluye ambos, y es que existen. La existencia se extiende a todo, y está entre las cosas que la mente comprende sin más; sin alcanzar la existencia no se alcanza la verdad.
El argumento contra Platón es aquí muy distinto que en el caso de la igualdad y la desigualdad. Aquí todo lo que dice Platón sobre la existencia es gramatical o sintácticamente falso. Este punto es importante, no solamente en relación con Platón, sino también con otros aspectos, por ejemplo, con el argumento ontológico de la existencia de la deidad.
Supongamos que se diga a un niño «los leones existen, pero no los unicornios»; se puede probar esto respecto a los leones, llevándole al parque zoológico y diciéndole: «Mira, éste es un león». No añadirás, a menos que seas un filósofo: «Y ya ves que existe». Si como filósofo se añade esta frase, se dice algo sin sentido. Decir «leones existen» quiere decir «hay leones», o sea «X es un león» es cierto para un X correspondiente. Pero no podemos decir del X correspondiente que existe; solamente podemos aplicar este verbo a una descripción, completa o no. León es una descripción incompleta, porque se aplica a muchos objetos: «El león más grande del parque zoológico» es completa porque solamente se refiere a un único objeto.
Supongamos ahora que estoy mirando una mancha roja brillante. Puedo decir «esto es lo que percibo en este momento»; también «lo ahora percibido existe»; pero no debo decir «esto existe» porque la palabra existe es solamente significativa cuando se aplica a una descripción en contraposición a un nombre.[22] Esto dispone de existencia como una de las cosas que el espíritu percibe en los objetos.
Ahora llego al entendimiento de los números. Aquí hemos de tener en cuenta dos cosas muy distintas; por un lado, las proposiciones de la aritmética, y por otro, las proposiciones empíricas de la enumeración. «2 + 2 = 4» es de la primera clase. «Tengo diez dedos», de la segunda.
Coincido con Platón en que la aritmética y la matemática pura, en general, no se derivan de la percepción. La matemática pura consiste en tautologías, análogas a «hombres son hombres», pero por lo común más complicadas. Para saber si una proposición matemática es correcta no tenemos que estudiar el mundo, sino solamente los significados de los símbolos; y los símbolos, cuando nos ocupamos de las definiciones (de las cuales la proposición es mera abreviatura) resultan ser palabras como o y no, y todo, y alguno que no denotan, como Sócrates, algo del mundo real. Una ecuación matemática asevera que dos grupos de símbolos tienen el mismo significado; y mientras nos limitamos a matemáticas puras, debe ser este significado tal que pueda ser entendido sin saber nada acerca de lo que se puede percibir. La verdad matemática, por lo tanto, es, como defiende Platón, independiente de la percepción; pero es una verdad de índole muy peculiar que trata sólo de símbolos.
Las proposiciones de la enumeración, como «Tengo diez dedos», son de una categoría muy distinta, y dependen, evidentemente, al menos en parte, de la percepción. Claramente, el concepto dedo está abstraído de la percepción, pero ¿qué ocurre con el concepto diez? Aquí parece que hemos llegado a un verdadero universal o idea platónica. No podemos decir que diez es abstraído de la percepción, porque cualquier objeto de percepción que pueda ser considerado como diez de alguna especie de objetos puede igualmente ser considerado de otra manera. Supongamos que doy el nombre de digitario a todos los dedos de una mano juntos; entonces se puede decir «yo tengo dos digitarios» y esto explica el mismo hecho de percepción antes descrito con ayuda de la cifra diez. Así, en la afirmación «Yo tengo diez dedos», la percepción desempeña un papel menor y la concepción uno mayor que en «esto es rojo». Es cuestión solamente de grado.
La respuesta completa en cuanto a las proposiciones en las que se da la palabra diez es que cuando estas proposiciones están correctamente analizadas, resulta que no contienen ningún elemento correspondiente a la palabra diez. Sería muy complicado esto en el caso de un número tan grande como es diez; por lo tanto, sustituyamos «Yo tengo dos manos». Esto quiere decir:
«Existe un a tal que hay un b, de forma tal que a y b no son idénticos, y cualquier cosa que x pueda ser, “x es una mano mía” es cierto cuando, y solamente cuando x es a o x es b».
Aquí no se da la palabra dos. Es cierto que se habla de dos letras, a y b, pero no necesitamos saberlo ni que son blancas o negras o lo que sea.
Así los números, en cierto sentido preciso, son formales. Los hechos que verifican varias proposiciones que aseveran que varios colectivos tienen cada uno dos miembros, tienen en común no un elemento, sino una forma. En esto se distinguen de las proposiciones sobre la estatua de la Libertad, o la Luna o George Washington. Estas proposiciones se refieren a una porción particular de espacio-tiempo. Esto es lo que tienen en común todas las afirmaciones que se pueden hacer sobre la estatua de la Libertad. Pero no hay nada en común entre proposiciones «hay dos tal y tal», salvo una forma común. La relación del símbolo dos con el significado de una proposición en la que aparece es mucho más complicada que la relación del símbolo rojo con el significado de una proposición en la que aparece. Podemos decir, en cierto sentido, que el símbolo dos no significa nada, porque cuando aparece en una afirmación verdadera, no hay elemento correspondiente en el significado de la afirmación. Podemos continuar, si queremos, diciendo que los números son eternos, inmutables, etc., pero debemos añadir que son ficciones de la lógica.
Y otra cosa más. Respecto al sonido y color, Platón dice «dos juntos son dos, y cada uno de ellos es uno». Hemos considerado dos, ahora debemos ocuparnos de uno. Hay un error análogo al de la existencia. El predicado uno no es aplicable a las cosas sino solamente a clases de unidad. Podemos decir «la Tierra tiene un satélite», pero es un error sintáctico decir «la Luna es una». ¿Qué puede significar tal afirmación? Lo mismo se podría decir «la Luna es muchos», puesto que tiene muchas partes. Decir «la Tierra tiene un satélite» da una propiedad del concepto «el satélite de la Tierra», a saber la siguiente:
«Hay un c tal que “x es un satélite de la Tierra” es verdad cuando, y solamente cuando x es c».
Esto es una verdad astronómica; pero si en vez de «un satélite de la Tierra» se pone «la Luna» o cualquier otro nombre propio, el resultado, o no tiene sentido o es una mera tautología. Uno, por lo tanto, es una propiedad de ciertos conceptos, así como diez es propiedad del concepto dedo. Pero argüir «la Tierra tiene un satélite, a saber la Luna, por lo tanto, la Luna es una» es tan falso como decir «Los Apóstoles eran doce; Pedro era un apóstol; por lo tanto, Pedro era doce», lo cual sería válido si en vez de doce dijésemos blanco.
Las consideraciones anteriores han mostrado que mientras haya una especie formal de conocimiento, por ejemplo, la lógica y las matemáticas, que no se derive de la percepción, los argumentos de Platón respecto a todos los demás conocimientos son falaces. Naturalmente, esto no prueba que esa conclusión sea falsa; solamente que no ha dado razón válida para suponer que sea cierta.
2) Ahora llego a la posición de Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas o, como se ha interpretado, que cada hombre es la medida de todas las cosas. Aquí es esencial decidir el nivel sobre el cual ha de proseguir la discusión. Es obvio que, ante todo, debemos distinguir entre los objetos percibidos y las inferencias. Respecto a los objetos percibidos, cada hombre está inevitablemente confinado a los suyos. Lo que sabe de los objetos percibidos de los demás lo sabe por inferencia de sus propios objetos percibidos al oír y leer. Los objetos percibidos de los soñadores y locos, como objetos percibidos, valen tanto como los de otros; la única objeción contra ellos es que como su contexto es poco usual, pueden motivar inferencias falaces.
Pero ¿qué ocurre con las inferencias? ¿Son igualmente personales y privadas? En cierto sentido debemos admitir que sí. Lo que debo creer es así porque hay alguna razón que me llama. Es cierto que mi razón puede ser el aserto de otra persona, pero esto puede ser una razón perfectamente adecuada; por ejemplo, si soy un juez que escucha una evidencia. Y por muy pitagórico que yo sea, es razonable aceptar la opinión de un perito sobre una serie de números con preferencia a los míos, porque puedo haber hallado repetidamente que si, al principio, disiento de él, un poco más de cuidado me muestra que tenía razón el otro. Así, pues, puedo admitir que otro sepa más que yo. La posición protagórica, bien interpretada, no comprende la opinión de que nunca cometo errores, sino solamente que la evidencia de mis errores tiene que aparecerme. Mi yo anterior puede ser juzgado como si se juzgase a otra persona. Pero todo esto presupone que en lo que respecta a las inferencias como cosas opuestas a los objetos percibidos, existe una norma impersonal de corrección. Si cualquier inferencia que yo haga vale tanto como otra, entonces la anarquía intelectual que Platón deduce de Protágoras sigue efectivamente. Sobre este punto, pues, que es importante, Platón parece tener razón. Pero los empiristas dirían que las percepciones son la prueba de la corrección en cuanto a la inferencia en la materia empírica.
3) La doctrina del fluir universal se halla caricaturizada por Platón, y es difícil suponer que nadie la haya sostenido nunca en la forma extrema que él le da. Supongamos, por ejemplo, que los colores que vemos varían continuamente. La palabra rojo se aplica a muchos matices, y si decimos «veo algo rojo», no hay razón para que esto no sea cierto durante el tiempo necesario para decirlo. Platón obtiene un resultado aplicando a procesos de cambio continuo oposiciones lógicas como el percibir y no percibir, el saber y no saber. Sin embargo, no sirven para describir tales procesos. Supongamos que observamos en un día de niebla a un hombre que se aleja de nosotros por un camino: es cada vez más difícil ver, y llega un momento en que ya estamos seguros de no verle, pero hay un período intermedio dudoso. Las oposiciones lógicas han sido inventadas para nuestra conveniencia, pero el cambio continuo requiere un aparato cuantitativo cuya posibilidad ignora Platón. Lo que él dice sobre el tema rebasa la medida.
Al mismo tiempo debe admitirse que, so pena de que las palabras tengan significados fijos, el habla sería imposible. Aquí es demasiado fácil ser absoluto. Las palabras cambian de significado; por ejemplo, la palabra idea. Sólo por un gran proceso de educación aprendemos a dar a esta palabra algo parecido al significado que le dio Platón. Es necesario que los cambios en el significado de las palabras sean más lentos que los cambios que las palabras describen; pero no es necesario que no haya cambios en las significaciones de las palabras. Quizá esto no se refiera a las palabras abstractas de la lógica y de las matemáticas; como hemos visto, estas palabras solamente se aplican a la forma, no al tema, de las proposiciones. Aquí hallamos otra vez que la lógica y las matemáticas son especiales. Platón, bajo la influencia de los pitagóricos, asimiló en demasía otros conocimientos a las matemáticas. Compartió este error con muchos de los más grandes filósofos, pero, sin embargo, sigue siendo una equivocación.