CAPÍTULO XVI

La teoría de Platón sobre la inmortalidad

El diálogo que lleva el nombre de Fedón es interesante en varios aspectos. Describe los últimos momentos de la vida de Sócrates: su conversación inmediatamente antes de beber la cicuta y después, hasta que pierde el conocimiento. Presenta el ideal de Platón del hombre que es sabio y bueno en sumo grado, y que no teme en absoluto a la muerte. Sócrates ante la muerte, tal como lo describe Platón, fue importante desde el punto de vista ético, en la Antigüedad y en la época moderna. Lo que el relato evangélico de la Pasión y Crucifixión significa para los cristianos, representa el Fedón para los paganos o librepensadores.[12]

Pero la imperturbabilidad de Sócrates en su última hora se debe a su fe en la inmortalidad, y el Fedón es importante porque expone no solamente la muerte de un mártir, sino también muchas doctrinas que después fueron cristianas. La teología de San Pablo y de los Padres se deriva de ellas, indirecta o directamente, y no podría comprenderse bien si no se conoce a Platón.

Un diálogo anterior, el Critón, cuenta cómo algunos amigos y discípulos de Sócrates formaron un plan por el cual podía escapar a Tesalia. Probablemente las autoridades atenienses se hubieran alegrado si Sócrates se hubiera escapado, y se puede suponer que el proyecto de la fuga se hubiese logrado. Sin embargo, Sócrates no quiso saber nada de ello. Manifestó que había sido condenado por un proceso legal, y que estaría mal sustraerse al castigo ilegalmente. En primer lugar proclamó el principio que relacionamos con el Sermón de la Montaña, de que «no debemos devolver el mal por el mal, a nadie, sea cual fuere el mal que hayamos recibido de él». Después se imagina que está dialogando con las leyes de Atenas, y éstas le dicen que les debe el mismo respeto que un hijo debe a un padre o un esclavo a su amo, pero en mayor medida. Y que, además, todo ciudadano ateniense es libre de emigrar si no está conforme con el Estado ateniense. Las leyes terminan su largo discurso con las siguientes palabras:

«Escucha, Sócrates, a nosotras que te hemos criado. ¡No pienses en primer lugar en la vida y los hijos y después en la justicia, sino primero en la justicia, para que encuentres justificación ante los príncipes del mundo allá abajo! Porque ni tú ni nadie que a ti te pertenezca será más feliz y más santo en esta vida, o más feliz en otra, si haces lo que Critón te pide. Ahora te vas inocente, víctima; pero no como malhechor: víctima de los hombres, no de las leyes. Pero si te marchas devolviendo mal por mal y ofensa por ofensa, rompiendo las conveniencias y acuerdos que has hecho con nosotras y haciendo mal a aquellos que menos debías hacerlo; es decir, a ti mismo, a tus amigos, a tu patria y a nosotras, te lo tomaremos a mal siempre, y nuestras hermanas, las leyes en el otro mundo, te recibirán como enemigo, porque sabrán que tú has hecho todo lo que has podido para aniquilarnos».

Esta voz, dice Sócrates, «me parece sonar en mis oídos como el sonido de una flauta en los oídos del místico». Decide, por lo tanto, que es su deber quedarse y cumplir la sentencia de muerte.

En el Fedón, la última hora ha llegado; se le quitan las cadenas y se le permite conversar libremente con sus amigos. Despide a su mujer, que llora, para que su pena no interrumpa la discusión.

Sócrates sostiene que una persona que tiene espíritu filosófico no temerá a la muerte, sino al contrario, la deseará. Sin embargo, no quiere suicidarse, porque sería ilegal. Sus amigos quieren saber por qué el suicidio es contrario a las leyes, y su respuesta, de acuerdo con los órficos, es casi exactamente lo que dirían los cristianos: «Existe una doctrina susurrada en secreto de que el hombre es un prisionero que no tiene derecho a abrir su cárcel y escaparse; es un gran misterio que no comprendo del todo». Compara la relación del hombre con Dios con la del ganado frente a su amo. «Te enfadarías, dice, si tu buey se tomase la libertad de matarse», y así que «puede haber razón al decir que el hombre debe esperar y no quitarse la vida hasta que Dios le llama, como ahora me está llamando a mí». No está apesadumbrado por su muerte, porque está convencido «en primer lugar, de que voy hacia los dioses, que son sabios y buenos (de los cuales estoy tan seguro como se puede estar en tales cosas), y en segundo lugar (aunque no estoy seguro de esto último), voy hacia hombres que ya se fueron, mejores que los que dejo atrás. Tengo mucha esperanza de que queda reservado un algo para los muertos, mucho mejor para los buenos que para los malos».

Sócrates dice que en la muerte se separa el alma del cuerpo. Aquí llegamos al dualismo de Platón: entre la realidad y apariencia, ideas y objetos sensibles, razón y percepción por los sentidos, alma y cuerpo. Estas parejas están conectadas: lo primero, en cada par, es superior a lo segundo en realidad y bondad. Una moral ascética fue la consecuencia natural de este dualismo. La cristiandad adoptó en parte esta doctrina, pero nunca por completo. Hubo dos obstáculos: el primero era que la creación del mundo visible —si Platón tenía razón— puede parecer como si hubiera sido mala, y por eso el Creador no podría ser bueno. El segundo era que la cristiandad ortodoxa no se avendría a condenar el matrimonio, aunque consideraba más noble el celibato. Los maniqueos fueron más rigurosos en ambos respectos.

La diferencia entre espíritu y materia, que ya es un lugar común en la filosofía, en la ciencia y en el pensamiento popular, tiene origen religioso, y empezó por la diferencia entre alma y cuerpo. Los órficos, como vimos, se declaran hijos de la tierra y del cielo estrellado; de la tierra procede el cuerpo; del cielo, el alma. Esta teoría quiere expresar Platón en lenguaje filosófico.

En el Fedón, Sócrates procede a desarrollar las implicaciones ascéticas de su doctrina; pero su ascetismo es moderado y de gentleman. No dice que el filósofo debe abstenerse por completo de los placeres corrientes, sino sólo que no esté esclavizado por ellos. El filósofo no debe preocuparse de la comida o de la bebida, pero debe comer todo lo que le sea necesario; no se hace alusión al ayuno. Y se nos cuenta que Sócrates, aunque indiferente al vino, pudo en algunas ocasiones beber más que nadie, sin emborracharse. No condenaba el hecho de beber, sino el vicio de la bebida. Análogamente, el filósofo no debe darse a los placeres eróticos, o al lujo de vestir, tener sandalias u otros adornos de la persona. Debe ocuparse del alma y no del cuerpo. «Le gustaría apartarse todo lo que puede del cuerpo y volverse hacia el alma».

Es evidente que esta doctrina, popularizada, se convierte en ascética; pero su intención no lo es. El filósofo no se abstendrá con esfuerzo de los placeres de los sentidos, sino que pensará en otras cosas. He conocido muchos filósofos que se olvidaban de comer, y leían un libro cuando por fin se ponían a comer. Estos hombres obraban como le parece ideal a Platón: no se abstenían de la gula por un esfuerzo moral, sino porque se interesaban más por otras cosas. Por lo visto, el filósofo debía casarse, tener hijos y educarlos de la misma manera absorta; pero desde la emancipación de las mujeres esto se ha puesto más difícil. No resulta extraño que Xantipa fuera una arpía.

Sócrates continúa; los filósofos quieren separar el alma de su comunión con el cuerpo, mientras que los demás creen que la vida no vale la pena vivirla para alguien «que no tiene sentido para el placer y no toma parte en los placeres corporales». En esta frase parece sostener Platón, acaso inconscientemente, la idea de cierta clase de moralistas, de que los placeres sensuales son los únicos que cuentan. Estos moralistas creen que el hombre que no busca el placer de los sentidos tiene que rechazar todos los gustos y vivir virtuosamente. Esto es un error que ha causado indecible daño; hasta donde puede aceptarse la división entre espíritu y cuerpo, lo mismo los peores que los mejores placeres son mentales; por ejemplo, la envidia y muchas formas de crueldad y ambición de Poder. El Satán de Milton se eleva por encima del tormento físico y se dedica a la obra de la destrucción, de la cual deriva un placer puramente mental. Muchos eclesiásticos eminentes que han renunciado a los placeres sensuales, no se han guardado contra otros, han sido vencidos por el amor al Poder, que los condujo a espantosas crueldades y persecuciones, principalmente en cuestiones religiosas. En nuestros días, Hitler fue un tipo de esta índole: los placeres de los sentidos parece que tuvieron poca importancia para él. La liberación de la tiranía del cuerpo contribuye a la grandeza, pero tanto en el pecado como en la virtud.

Sin embargo, esto es una digresión, y tenemos que volver a Sócrates.

Llegamos ahora al aspecto intelectual de la religión que Platón (con razón o sin ella) atribuye a Sócrates. Dice que el cuerpo es un obstáculo en la adquisición de conocimientos, y que la vista y el oído son testigos inexactos: la verdadera existencia, si se revela al alma, lo es en el pensamiento, no por los sentidos. Veamos por un momento lo que implica esta doctrina. Comprende un repudio completo del conocimiento empírico, incluyendo toda la historia y geografía. No podemos saber si existió una Atenas o una persona como Sócrates; su muerte y su valor al morir pertenecen al mundo de las apariencias. Solamente por la vista y el oído sabemos algo de ello, y el auténtico filósofo ignora la vista y el oído. ¿Qué se le deja, pues, a él? En primer lugar, la lógica y las matemáticas; pero éstas son hipotéticas y no justifican una aserción categórica sobre el mundo real. El paso inmediato —y es el crucial— depende de la idea del bien. Al llegar a este pensamiento se supone que el filósofo sabe que el bien es lo real y será capaz de sostener de esta manera que el mundo de las ideas es el real. Filósofos posteriores tenían argumentos que probaban la identidad de lo real con lo bueno; pero Platón parece haberlo tomado como evidente por antonomasia. Si le queremos comprender, debemos hipotéticamente admitir como justificada esta suposición.

El pensamiento es mejor, dice Sócrates, cuando la mente se repliega sobre sí misma y no está alterada por sonidos o espectáculos, ni por la pena ni por el placer, sino abandona al cuerpo y aspira al ser verdadero; «y en esto deshonra el filósofo al cuerpo». De esto, Sócrates pasa a las ideas, o formas o esencias. «Hay una justicia absoluta, una belleza absoluta, y un bien absoluto, pero no son visibles. Y no hablo de éstas sólo, sino también de la grandeza absoluta, de la salud, de la fuerza y de la esencia de la verdadera naturaleza de todas las cosas». Todo ello se ve únicamente por visión intelectual. Por lo tanto, mientras estemos en el cuerpo, y el alma esté infectada de los males del cuerpo, no será satisfecho nuestro deseo de la verdad.

Este punto de vista excluye la observación científica y el experimento como métodos para alcanzar el saber. La mente del que hace experimentos no «se repliega sobre sí misma» ni evita los sonidos o los aspectos. Las dos clases de actividad mental que con el método de Platón pueden alcanzarse son las matemáticas y la percepción mística. Esto explica cómo estas dos cosas se combinan tan entrañablemente en Platón y en Pitágoras.

Para el empirista, es el cuerpo el que nos pone en contacto con el mundo de la realidad externa; mas para Platón es doblemente malo, como medio que nos induce a ver oscuramente como por un cristal, y como fuente de deseos que nos distrae de indagar la ciencia e ir tras la visión de la verdad. Unas citas lo aclararán.

El cuerpo es la fuente de infinitas molestias, por el mero hecho de tener que alimentarle continuamente; también está expuesto a enfermedades que sobrevienen y nos impiden nuestra búsqueda de la verdad: nos llena de amor, de deseos, temores y caprichos de todas clases e interminables locuras y, en efecto, como dicen los hombres, nos priva del poder del pensamiento. ¿De dónde salen la guerra, las luchas y las malas acciones? ¿De dónde, sino del cuerpo y de sus deseos? Las guerras son motivadas por el amor al dinero, y el dinero se necesita para el servicio del cuerpo; y por razón de todos estos obstáculos, no tenemos tiempo para la filosofía; y por último, y lo peor de todo, incluso si tenemos ocio para ponernos a especular, nos interrumpe siempre el cuerpo, causando confusión en nuestras inquisiciones y asombrándonos de forma que no podemos ver la verdad. La experiencia nos ha enseñado que si queremos tener verdaderos conocimientos de algo, debemos librarnos del cuerpo; y el alma sola debe ver las cosas en sí; y entonces alcanzaremos la sabiduría que deseamos, y de la cual nos declaramos amantes, no mientras vivimos, sino después de nuestra muerte; porque si mientras está el alma con el cuerpo no puede adquirir el conocimiento puro, tiene que adquirirlo después de la muerte, si es que puede conseguirse.

Y de esta forma, habiéndonos librado de la locura del cuerpo, seremos puros y trataremos con los puros, y conoceremos por nosotros mismos la luz clara que está en todas partes, y que no es otra que la luz de la verdad. Porque los impuros no pueden acercarse a los puros. ¿Y qué otra cosa es la purificación, sino la separación entre el alma y el cuerpo?… Y esta separación y liberación entre el alma y el cuerpo se llama muerte…, y los verdaderos filósofos, solamente ellos, tratan siempre de liberar el alma. Hay una moneda auténtica por la cual todas las cosas deben cambiarse, y es la sabiduría.

Los fundadores de los misterios parecen haber dicho algo con un significado real, y no decían desatinos cuando insinuaban en una figura hace mucho, que el que pasa no santificado y no iniciado al inframundo, yacerá en un pantano; pero el que llega allá después de ser iniciado y purificado, vivirá con los dioses. Porque muchos —como dicen en los misterios— son los que llevan tirsos, pero pocos son los místicos, queriendo decir con místicos —según mi interpretación— los verdaderos filósofos.

Todo este lenguaje es místico y se deriva de los misterios. Pureza es un concepto órfico, que tuvo primeramente una significación ritual; mas para Platón significa liberación de la esclavitud del cuerpo y de sus necesidades. Es interesante verle decir que las guerras son motivadas por el amor al dinero, y que el dinero sólo se necesita para servir al cuerpo. La primera parte de esta idea coincide con la de Marx, pero la segunda pertenece a una perspectiva muy distinta. Platón creía que un hombre podía vivir con muy poco dinero, si sus necesidades fuesen reducidas a un mínimo; y esto es cierto, sin duda. Pero también opina que el filósofo debe prescindir de todo trabajo manual; debe, pues, vivir de la riqueza creada por otros.

En un Estado muy pobre probablemente no habrá filósofos. Fue el imperialismo de Atenas en la época de Pericles lo que hizo posible que los atenienses estudiaran filosofía. Es decir, que los bienes intelectuales son tan caros como las comodidades materiales, y tan poco independientes del estado económico. La ciencia necesita bibliotecas, laboratorios, telescopios, microscopios, etc., y los hombres de ciencia tienen que ser mantenidos por el trabajo de los demás. Mas para el místico todo esto es necedad. Un santo en la India o en el Tíbet no necesita alarde alguno; lleva solamente un paño por las caderas, come arroz y se le mantiene con un poco de caridad, porque se le tiene por sabio. Esto es el desarrollo lógico del punto de vista de Platón.

Volvamos al Fedón: Cebes expresa dudas respecto a la supervivencia del alma después de la muerte, e instiga a Sócrates a que dé argumentos. Así lo hace, pero hay que confesar que los argumentos son muy pobres.

El primer argumento es que todas las cosas que tienen contrarios se derivan de sus partes contrarias; una afirmación que nos recuerda las ideas de Anaximandro sobre la justicia cósmica. La vida y la muerte son opuestas, y, por lo tanto, deben crearse mutuamente. Se sigue que las almas de los muertos existen en alguna parte y vuelven a la tierra a su debido tiempo. La afirmación de San Pablo —«la semilla no se reproduce sino cuando muere»— parece pertenecer a semejante teoría.

El segundo argumento es que el saber es recuerdo, y, por lo tanto, el alma debe haber existido antes del nacimiento. Esta teoría se mantiene principalmente por el hecho de que tenemos ideas como la igualdad exacta, que no se puede derivar de la experiencia. Tenemos experiencia de la igualdad aproximada, pero la absoluta no se encuentra nunca entre los objetos sensibles, y, sin embargo, sabemos lo que queremos decir con «igualdad absoluta». Puesto que esto no lo hemos aprendido por experiencia, tenemos que haber llegado al conocimiento a través de una existencia previa. Un argumento parecido, dice, se aplica a todas las demás ideas. De esta manera, la existencia de las esencias y nuestra capacidad de captarlas demuestra la preexistencia del alma con conocimiento.

La discusión de que toda la sabiduría es reminiscencia se desarrolla con mayor extensión en el Menón (82). Aquí dice Sócrates: «No existe enseñanza, sino solamente recuerdo». Declara que va a probar su opinión mandando que Menón llame a un esclavo al que Sócrates empieza a interrogar sobre problemas de geometría. Las contestaciones del muchacho deben mostrar que sabe realmente geometría, aunque hasta ahora no se había dado cuenta de sus conocimientos. En el Menón se saca la misma conclusión que en el Fedón, de que el saber ha llegado al alma por una preexistencia.

Respecto a esto se puede observar, en primer lugar, que el argumento es completamente inaplicable al saber empírico. El esclavo no podía haber sido inducido a recordar cuándo las pirámides fueron construidas, o si el sitio de Troya realmente ocurrió, a no ser que haya asistido a estos acontecimientos. Solamente la especie de saber que se llama a priori —especialmente en lógica y matemáticas— existía probablemente en cada individuo independiente de la experiencia. En efecto, es ésta la única clase de conocimientos (aparte de la introversión mística) que admite Platón como saber verdadero. Veamos cómo discutimos el argumento en cuanto a las matemáticas.

Tomemos el concepto de la igualdad. Debemos admitir que no tenemos experiencia, entre los objetos sensibles, de la igualdad exacta; solamente vemos una aproximada. Entonces, ¿cómo llegamos a la idea de la igualdad absoluta? O acaso, ¿no tenemos tal idea?

Consideremos un caso concreto. Se ha definido el metro como la longitud de cierta barra que se halla en París, a una determinada temperatura. ¿Qué queremos decir si decimos de otra barra que su longitud es exactamente un metro? Creo que nada. Podíamos decir: los procedimientos más exactos de medición que conoce la ciencia moderna fallan para mostrar que nuestra barra es más corta o más larga que el metro patrón de París. Podríamos añadir, si fuésemos lo bastante osados, una profecía; a saber: que ningún refinamiento posterior de la técnica de medición alterará este resultado. Pero esto es aún una comprobación empírica en el sentido de que la evidencia empírica puede desvirtuar la prueba en cualquier momento. No creo que poseamos realmente la idea de la igualdad absoluta que Platón nos atribuye.

Pero aunque la tengamos, es evidente que ningún niño la posee hasta que no llega a cierta edad, y que la idea se educe por la experiencia, aunque no se derive directamente de ella. Además, si nuestra existencia antes del nacimiento no tuviera percepción sensorial, habrá sido tan incapaz de crear ideas como lo es esta vida; y si se supone que nuestra preexistencia tenía en parte una supersensibilidad, ¿por qué no suponemos lo mismo respecto a nuestra actual existencia? El argumento falla por todas estas razones.

Considerando establecida la doctrina de la reminiscencia, dice Cebes: «Aproximadamente la mitad de lo que se quiso probar ha sido comprobado; a saber: que nuestras almas existían antes de que hubiésemos nacido; que el alma existirá después de la muerte tanto como antes del nacimiento. La segunda parte aguarda aún su comprobación». Sócrates pone manos a la obra: dice que se deduce de lo que se dijo sobre el hecho de que todo se crea de su parte opuesta, según lo cual la muerte debe generar la vida, y viceversa. Pero añade otro argumento que tiene una historia más larga en la filosofía: que solamente lo complejo puede ser dividido y que el alma, como las ideas, es simple y no se compone de partes. Se piensa que lo que es simple no puede comenzar, ni terminar, ni cambiar. Las esencias no varían: la belleza absoluta, por ejemplo, es siempre la misma, mientras que las cosas hermosas cambian continuamente. Así, las cosas visibles son temporales, las invisibles eternas. El cuerpo es visible, el alma invisible; por lo tanto, ha de ser clasificada el alma entre el grupo de las cosas eternas.

Siendo eterna el alma, se halla en su ambiente en la contemplación de las cosas eternas; esto es, las esencias; pero se pierde y confunde cuando, como en la percepción de los sentidos, contempla el mundo de las cosas cambiantes.

El alma, cuando emplea el cuerpo como instrumento de percepción, es decir, usa del sentido de la vista, del oído o cualquier otro (porque la significación de percibir a través del cuerpo es hacerlo por los sentidos), es arrastrada entonces por el cuerpo a la región de lo cambiable, y camina y se confunde; el mundo gira alrededor de ella, y ella es como un borracho, cuando tropieza con el cambio. Pero cuando vuelve en sí, reflexiona, después pasa al otro mundo, a la región de la pureza, de la eternidad, de la inmortalidad y de lo invariable, que son de su especie, y con ellos siempre vive cuando está en sí misma y no está obstaculizada; entonces cesa de errar, y estando en comunión con lo invariable, ella misma lo es. Y este estado del alma se llama sabiduría.

El alma del verdadero filósofo que, en vida, ha sido libertado de la esclavitud de la carne, parte, después de la muerte, hacia el mundo invisible, para vivir felizmente en compañía de los dioses. Pero el alma impura que ha amado al cuerpo se convertirá en un fantasma que vaga por las tumbas o entrará en el cuerpo de un animal, un burro, un lobo o un búho, según su carácter. Un hombre que ha sido virtuoso, sin ser filósofo, se convertirá en una abeja o una hormiga, o algún otro animal gregario y sociable.

Solamente el verdadero filósofo va al cielo cuando muere. «Nadie que no haya estudiado filosofía y que no esté completamente puro en el momento de partir tiene permiso para entrar en la compañía de los dioses, sino solamente el que ama la sabiduría». Por eso se abstienen los verdaderos partidarios de la filosofía de todos los placeres de la carne; no porque teman la pobreza o la desgracia, sino porque «se dan cuenta de que el alma solamente estaba atada o pegada al cuerpo —hasta que la filosofía la recibió—; solamente podía vislumbrar la verdadera existencia a través de las barras de una prisión, y no en sí y a través de sí misma…, y por esta razón el placer se había convertido en el principal cómplice de su propia cautividad». El filósofo será moderado porque «cada placer y pena es una especie de clavo que clava y adhiere el alma al cuerpo, hasta que se hace igual al cuerpo y cree que es verdad lo que el cuerpo le insinúa como tal».

En este punto, Simmias plantea la opinión pitagórica de que el alma es una armonía, y dice: si la lira se rompe, ¿puede sobrevivir la armonía? Sócrates replica que el alma no es una armonía, porque ésta es compleja, y el alma es simple. Además, dice, la idea de que el alma es una armonía es incompatible con su preexistencia, que fue probada por la doctrina de la reminiscencia; porque la armonía no existe antes de la lira.

Sócrates procede a dar cuenta de su propio desarrollo filosófico, que es muy interesante, pero no afín al argumento principal. Continúa después exponiendo la doctrina de las ideas, llegando a la conclusión de que las ideas existen, y que otras cosas participan en ellas y derivan de ellas sus nombres. Por fin describe el destino de las almas después de la muerte: el bueno al cielo, el malo al infierno, el mediocre al purgatorio.

Se narran su final y despedida. Las últimas palabras son: «Critón, debo un gallo a Asclepio; ¿te acordarás de pagar la deuda?». Los hombres entregaban un gallo a Asclepio cuando se recuperaban de una enfermedad, y Sócrates había sido salvado de las fiebres de la vida.

«De todos los hombres de su tiempo —concluye Fedón—, era el más sabio, más justo y mejor».

El Sócrates platónico fue un modelo para los filósofos posteriores de muchas épocas. ¿Qué hemos de pensar de él éticamente? (Me ocupo solamente del hombre tal como lo retrata Platón). Sus méritos son evidentes. Es indiferente al éxito mundano, tan libre de temor, que permanece tranquilo y cortés y animoso hasta el último momento, preocupándose por lo que él cree ser la verdad más que de otra cosa. Sin embargo, tiene algunos defectos graves. No es honrado, y es sofístico en sus argumentos, y en su pensamiento privado emplea el intelecto para probar conclusiones que le son gratas, y no en una búsqueda desinteresada de la sabiduría. Hay algo resbaladizo y untuoso en su manera de ser que le hace a uno recordar un tipo desagradable de clérigo. Su valor frente a la muerte hubiera sido más valioso si no hubiese creído que iba a disfrutar la felicidad eterna en compañía de los dioses. A diferencia de sus predecesores, no era científico en su filosofía, sino que quiso probar que el universo concordaba con sus normas éticas. Esto es traición a la verdad, y el peor de los pecados filosóficos. Como hombre, podemos creer que fuera admitido entre la comunión de los santos; pero como filósofo, necesita una larga estancia en el purgatorio científico.