CAPÍTULO XV

La teoría de las ideas

La mitad de la República, a partir de la última parte del libro V hasta el final del libro VII se ocupa, principalmente, de cuestiones de filosofía pura, en contraposición a la política. Estas cuestiones son introducidas por una afirmación un tanto abrupta:

«Hasta que los filósofos sean reyes o los reyes y príncipes de este mundo tengan el espíritu y el poder filosóficos y la grandeza política se identifique con la sabiduría, y hasta que las personas vulgares que persiguen la exclusión de ambas cosas se vean obligadas a quedar excluidas, los Estados nunca evitarán estos males, ni tampoco la raza humana, según creo. Sólo entonces nuestro Estado podrá vivir y gozar de la luz del día».

Si esto es cierto, debemos decidir qué es lo que define al filósofo, y qué entendemos por filosofía. La discusión sobre dicho tema es la parte más famosa de la República y la que más influencia ha tenido. Posee, a trozos, una extraordinaria belleza literaria; el lector puede estar en desacuerdo —como yo— con lo expuesto, pero no puede por menos de sentirse conmovido.

La filosofía de Platón se basa en la diferencia entre la realidad y la apariencia, expuesta por primera vez por Parménides; en la discusión que ahora tratamos aparecen constantemente frases y argumentos de Parménides. Hay, sin embargo, un tono religioso acerca de la realidad, que es más pitagórico que parmenideano y sobre las matemáticas y la música hay mucho que deriva directamente de los discípulos de Pitágoras. Esta combinación de la lógica de Parménides con el ultramundo de Pitágoras y de los órficos, formó una doctrina que era satisfactoria tanto para el intelecto como para el sentimiento religioso; el resultado fue una síntesis poderosa que, con varias modificaciones, influyó en la mayoría de los grandes filósofos, hasta Hegel inclusive. Pero no solamente los filósofos sintieron la influencia de Platón. ¿Por qué objetaron los puritanos contra la música, la pintura y el rito espléndido de la Iglesia católica? La contestación se encuentra en el libro X de la República. ¿Por qué tienen que aprender aritmética los niños de la escuela? Véanse las razones en el séptimo libro.

Los siguientes párrafos resumen la teoría de Platón sobre las ideas.

Nuestra pregunta es: ¿qué es un filósofo? La primera contestación está de acuerdo con la etimología: un filósofo es un amante de la sabiduría. Pero esto no es lo mismo que amante de la ciencia, en el sentido que se daría a una persona inquisitiva. La vulgar curiosidad no hace a un filósofo. Se corrige, pues, la definición: filósofo es un hombre que ama la «visión de la verdad». Pero ¿cuál es esta visión?

Supongamos una persona que ama lo bello, que le interesa estar presente al estrenar una tragedia, ver cuadros nuevos, oír música nueva. Este hombre no es filósofo, porque sólo ama lo bello, mientras que el filósofo ama la belleza en sí. El que sólo gusta de las cosas bellas está soñando, mientras que el hombre que conoce la belleza absoluta está muy despierto. El primero solamente tiene una opinión, el otro conocimiento.

¿Cuál es la diferencia entre conocimiento y opinión? El que posee conocimiento lo tiene acerca de algo, es decir, de algo que existe, porque lo inexistente no es nada. (Reminiscencia de Parménides). Así, el conocimiento es infalible, puesto que es lógicamente imposible que se equivoque. Pero la opinión puede ser errónea. ¿Cómo es ello posible? No se puede opinar sobre algo inexistente: es imposible; ni tampoco de lo existente, porque entonces sería conocimiento. Por lo tanto, la opinión tiene que formarse de lo que es y no es a la par.

Pero ¿cómo es posible esto? Porque las cosas particulares están hechas de caracteres opuestos; lo bello también es, en cierto aspecto, feo; lo justo, en ciertos aspectos, injusto, etc. Todos los objetos particulares sensibles, arguye Platón, poseen este carácter contradictorio; son, pues, el intermedio entre el ser y el no ser, y aptas para objetos de opinión, aunque no de conocimiento. «Pero los que ven lo absoluto, lo eterno e inmutable puede decirse que conocen, y no solamente son poseedores de opiniones».

Y así llegamos a la conclusión de que la opinión se forma del mundo presentado a los sentidos, mientras que el conocimiento es de un mundo eterno suprasensible; por ejemplo, la opinión trata de cosas bellas determinadas, pero la sabiduría se ocupa de la belleza en sí.

El único argumento propuesto es que es contradictorio suponer que algo puede ser a la vez hermoso y no hermoso, justo e injusto, y que, sin embargo, determinadas cosas parecen reunir caracteres tan contradictorios. Por lo tanto, éstos no son reales. Heráclito ha dicho: «Entramos y no entramos en el mismo río; somos y no somos». Combinando esto con Parménides llegamos al resultado de Platón.

Hay, sin embargo, una cosa muy importante en la doctrina de Platón, que no deriva de sus predecesores: es la teoría de las ideas o formas. Esta teoría es en parte lógica, en parte metafísica. La parte lógica trata del significado de las palabras generales. Hay muchos animales de los que podemos decir individualmente con certeza «éste es un gato». ¿Qué queremos decir con la palabra gato? Evidentemente algo distinto respecto a cada gato individual. Un animal es un gato, parece, porque participa de una naturaleza general, común a todos los gatos. El lenguaje no puede funcionar sin palabras generales como gato. Y tales palabras no carecen de significado. Pero si la palabra gato significa algo, no es este o aquel gato, sino una especie de gato universal. No nace en cuanto nace un determinado gato, ni muere con él. En efecto, no tiene posición en el espacio o tiempo; es eterno. Ésta es la parte lógica de la doctrina. Los argumentos en su favor, sean realmente válidos o no, son fuertes y completamente independientes de la parte metafísica de la teoría.

Según la parte metafísica, la palabra gato significa un gato ideal, el gato, creado por Dios, y único. Los gatos determinados participan de la naturaleza de el gato, pero más o menos imperfectamente. Sólo se debe a esta imperfección el que pueda haber muchos de ellos. El gato es real; los gatos particulares son sólo aparentes.

En el último libro de la República, como preliminar a la condenación de los pintores, hay una exposición muy clara de la doctrina de las ideas o formas.

Aquí explica Platón que, siempre que un número de individuos tenga un nombre común, tiene también una idea común o forma. Por ejemplo, aunque hay muchas camas, existe solamente una idea o forma de cama. Lo mismo que el reflejo de una cama en el espejo es solamente aparente y no real, las diversas camas particulares son irreales al ser solamente copias de la idea, que es la única cama verdadera y hecha por Dios. De esta única cama, hecha por Dios, puede haber conocimiento, pero respecto a las muchas camas hechas por carpinteros sólo se puede opinar. El filósofo que, como tal, sólo se interesa por la única cama ideal, no por las muchas camas encontradas en el mundo sensible, sentirá cierta indiferencia frente a los asuntos corrientes: «¿Cómo puede el que tiene un espíritu magnífico y es espectador de todo tiempo y espacio estimar en mucho la vida humana?». El joven capaz de ser filósofo se distinguirá entre sus compañeros como una persona justa y amable, ávida de aprender, dotada de buena memoria y de un espíritu armonioso por naturaleza. Tal persona se educará para ser filósofo y guardián.

En este momento, Adimanto interrumpe con una protesta. Cuando quiere argüir con Sócrates, dice, se siente un poco llevado a la deriva a cada paso, hasta que, al final, todas sus nociones anteriores se invierten. Pero diga Sócrates lo que quiera, el caso es —como todo el mundo puede ver— que los aficionados a la filosofía se convierten en monstruos extraños, por no decir bribones. Hasta el mejor de entre ellos se hace inútil por la filosofía.

Sócrates admite que esto es cierto en el mundo tal como es, pero a quien hay que reprender es a la gente, no a los filósofos; en una comunidad sabia, el filósofo no parecerá tonto; es entre los tontos donde el sabio es juzgado como falto de cordura.

¿Qué haremos en ese dilema? Habría dos maneras de inaugurar nuestra República: por filósofos que se conviertan en gobernantes, o por gobernantes que se conviertan en filósofos. Lo primero parece imposible como comienzo, porque en una ciudad no filosófica los filósofos son impopulares. Pero un príncipe nato podría ser filósofo, y «uno es lo suficiente; que haya un hombre al que obedezca una ciudad entera y ya se puede realizar la política ideal en la que el mundo cree tan poco». Platón esperaba haber hallado este príncipe en el joven Dionisio, tirano de Siracusa, pero le decepcionó.

En los libros VI y VII de la República, Platón se ocupaba de dos cuestiones: Primero: ¿qué es filosofía? Segundo: ¿cómo un hombre o una mujer joven, de carácter adecuado, deben educarse para ser filósofos?

Para Platón, la filosofía es una especie de visión, la «visión de la verdad». No es puramente intelectual, no es sólo sabiduría, sino amor a la sabiduría. El amor intelectual de Dios de Spinoza es la misma unión íntima de ideas y sentimientos.

Todo el que ha realizado una obra creadora ha experimentado más o menos fuertemente el estado de ánimo en el cual, después de largo trabajo, la belleza o la verdad se presentan, o parecen al menos manifestarse, rodeadas de una repentina gloria; puede ser una cosa determinada o el universo en general. La experiencia es, por el momento, muy convincente; la duda surge acaso después, pero en ese instante hay absoluta certeza. Creo que las mayores creaciones del arte, la ciencia, la literatura y la filosofía han sido el resultado de tal momento. No sé lo que les ocurre a los demás. Si yo quiero escribir un libro sobre cualquier tema, tengo que empaparme primero de los detalles, hasta que me sean familiares todos los elementos distintamente; luego, otro día en que estoy en forma percibo el conjunto, relacionando todos los componentes debidamente. Después sólo necesito escribir lo que he visto. Del mismo modo que alguien que camina en la niebla por los montes, hasta que todo, sendero, valle y cimas, cada uno individualizados, le son familiares, y después, a distancia, contempla la montaña en conjunto, resplandeciente a la luz del sol.

Esta experiencia, creo, es necesaria para realizar una buena obra creadora, pero no basta. En efecto, la certeza subjetiva que lleva consigo puede conducir a errores. William James describe a un hombre que experimentó el gas de la risa; cuando estaba bajo su influencia, sabía el secreto del universo, pero cuando volvió en sí lo había olvidado. Por fin, con inmenso esfuerzo, escribió el secreto antes de que la visión se desvaneciera. Cuando estuvo completamente bien se precipitó a ver lo que había escrito. Fue esto: «Un olor a petróleo domina en todas partes». Lo que demuestra cómo una visión repentina puede ser errónea y tiene que comprobarse en estado normal, cuando la embriaguez divina haya pasado.

La visión de Platón, con la que él estaba completamente de acuerdo cuando escribió la República, necesita la ayuda de una parábola, la de la cueva, para explicar su naturaleza al lector. Pero a ella se llega por varias discusiones preliminares, hechas para que el lector se dé cuenta de la necesidad del mundo de las ideas.

Primero, el mundo del intelecto se distingue del de los sentidos. El intelecto y la percepción sensorial, a su vez, se dividen en dos clases cada uno. Las dos especies de la última no nos atañen aquí; las dos del intelecto se llaman razón y entendimiento. La razón es la de mayor categoría; se ocupa de las ideas puras, y su método es dialéctico. El entendimiento es la clase de intelecto que se emplea en las matemáticas; es inferior a la razón en cuanto usa hipótesis que no puede comprobar. En la geometría, por ejemplo, decimos: «Supongamos que ABC sea un triángulo rectángulo». Es contrario a las reglas preguntar si ABC es realmente un triángulo rectángulo, aunque, si es una figura que hemos trazado, podemos estar seguros de que no lo es, porque somos incapaces de trazar líneas perfectamente rectas. Análogamente, las matemáticas no pueden decirnos nunca lo que es, sino solamente lo que sería… No hay líneas rectas en el mundo sensible; por lo tanto, si las matemáticas han de tener algo más que verdades hipotéticas, debemos encontrar la evidencia de líneas rectas suprasensibles en un mundo suprasensible. Esto no se puede hacer por el entendimiento sino, de acuerdo con Platón, se hace por la razón que demuestra que existe un triángulo rectilíneo en el cielo, del cual se pueden afirmar, categórica y no hipotéticamente, las proposiciones geométricas.

Hay, en este punto, una dificultad que no se oculta a Platón, y que fue evidente para los filósofos idealistas modernos. Vimos que Dios sólo hizo una cama, y sería natural suponer que sólo hizo una línea recta. Pero si existe un triángulo celeste, tiene que haber creado al menos tres líneas rectas. Los objetos de la geometría, aunque ideales, deben darse en varios ejemplares; necesitamos dos círculos intersectantes, etc. Esto sugiere que la geometría —basándonos en la teoría de Platón— no sería capaz de la verdad última, sino que debía ser condenada a ser parte del estudio de la apariencia. Sin embargo, vamos a pasar por alto este punto, respecto al cual la respuesta de Platón es un tanto oscura.

Platón quiere explicar la diferencia entre la clara visión intelectual y la visión confusa de la percepción de los sentidos por medio de la analogía del sentido de la vista. Dice que la vista se distingue de los otros sentidos, puesto que no solamente requiere los ojos y el objeto, sino también la luz. Vemos claramente los objetos iluminados por el Sol: en el crepúsculo vemos confusamente, y en la completa oscuridad, nada. El mundo de las ideas es lo que vemos cuando el objeto está iluminado por el Sol, mientras que el mundo de las cosas pasajeras es un mundo confuso, crepuscular. La vista se compara al alma y el Sol, como fuente de la luz, a la verdad o a la bondad.

«El alma es como los ojos: cuando se posa sobre lo que la verdad y el ser iluminan, el alma percibe y comprende, e irradia inteligencia; pero cuando se vuelve hacia el crepúsculo del devenir y del perecer, entonces sólo posee opinión, y anda guiñando, y tiene tan pronto una opinión como otra, y no parece tener inteligencia. Lo que imparte verdad a lo conocido, y el poder del conocer al que conoce es lo que quisiera que llamarais la idea del bien y lo estimaseis como causa de la ciencia».

Esto lleva a la famosa metáfora de la cueva, según la cual los que no poseen filosofía pueden ser comparados a prisioneros en una cueva que sólo pueden mirar en una dirección, porque están atados, y tienen tras ellos un fuego y enfrente una pared. Entre ellos y la pared no hay nada; todo lo que ven son sus propias sombras o las de los objetos que se hallan detrás de ellos, proyectadas sobre la pared y por la luz del fuego. Inevitablemente, consideran estas sombras como reales y no tienen noción de los objetos a los que pertenecen. Por fin, alguien logra escaparse de la cueva a la luz del Sol; por primera vez ve cosas verdaderas, y se da cuenta de que hasta entonces ha sido engañado por sombras. Si es un filósofo capaz de hacerse guardián, considerará su deber para con aquellos que antes eran sus compañeros de prisión bajar a la cueva y enseñarles la verdad y mostrarles el camino hacia arriba. Pero le será difícil convencerlos, porque proviniendo de la luz del Sol verá menos claras las sombras que ellos, y a éstos les parecerá más insensato que antes de su huida.

«—Y ahora, dijo, voy a mostrar en una imagen hasta qué punto la naturaleza es iluminada o no. Atended: los seres humanos viven en una cueva subterránea que tiene una abertura hacia la luz que inunda todo el recinto; aquí han estado desde la infancia; sus cuellos y piernas están encadenados de modo que no pueden moverse, y sólo consiguen mirar ante sí, pues las cadenas les impiden volver la cabeza. Encima y detrás de ellos arde un fuego a cierta distancia, y entre éste y los prisioneros hay un camino escarpado, y si miras verás una pared baja a lo largo de él, como la pantalla que los manipuladores de títeres tienen ante sí, en la que presentan sus muñecos.

»—Veo.

»—Y ves, dije, hombres que pasan por la pared llevando toda clase de recipientes, estatuas y figuras de animales de madera, piedra y distintos materiales que aparecen por encima de la pared. Unos hablan, otros callan.

»—Me has mostrado una extraña imagen, y extraños prisioneros son.

»—Como nosotros mismos, contesté; solamente ven sus propias sombras o las de otros que el fuego proyecta en la pared opuesta de la cueva».

Es muy peculiar el papel del bien en la filosofía de Platón. La ciencia y la verdad, dice, son semejantes al bien, pero este último ocupa un lugar más alto. «Lo bueno no es esencia, pero excede con mucho a la esencia en dignidad y poder». La dialéctica conduce al final del mundo intelectual en la percepción del bien absoluto. Es por el bien por lo que la dialéctica es capaz de prescindir de las hipótesis del matemático. La suposición implícita es que la realidad, como opuesta a la apariencia, resulta completa y perfectamente buena. Percibir lo bueno, por lo tanto, es percibir la realidad. En la filosofía de Platón existe la misma fusión de intelecto y de misticismo que en el pitagorismo, pero en esta culminación final el misticismo tiene, claramente, la mejor parte.

La doctrina de las ideas de Platón contiene muchos errores evidentes. Pero a pesar de ellos, señala un gran avance en la filosofía, puesto que es la primera teoría que destaca el problema de los universales, el cual, bajo diversas formas ha llegado hasta nuestros días. Todos los comienzos suelen ser imperfectos, pero no se debe ignorar su originalidad. Algo queda de lo que Platón proclamaba, aun después de aplicar todas las correcciones necesarias. El mínimo absoluto de lo que perdura, incluso según la opinión de los adversarios más hostiles a Platón, es lo siguiente: que no podemos expresarnos en un lenguaje totalmente compuesto de nombres propios sino que deben existir nombres generales como hombre, perro, gato, o, si no éstos, al menos palabras de relaciones como similar, antes, etc. Tales palabras no son sonidos significantes y es difícil ver cómo pueden tener significado si el mundo consta enteramente de cosas particulares, designadas por nombres propios. Puede haber muchas maneras de refutar este argumento, pero sea como fuere, presenta un caso prima facie en favor de los universales. Provisionalmente lo aceptaré como válido hasta cierto punto. Pero concedido esto, el resto de las afirmaciones de Platón no se deduce de lo anterior.

En primer lugar, Platón no comprende la sintaxis filosófica. Puedo decir: «Sócrates es humano», «Platón es humano», etc. En todas estas afirmaciones se puede suponer que la palabra humano tiene el mismo significado. Pero signifique lo que sea, siempre es algo que no es de la misma especie de Sócrates, Platón y los demás individuos que componen la familia humana. Humano es un adjetivo; sería un contrasentido decir «lo humano es humano». Platón comete un error análogo al afirmar lo mismo. Cree que la belleza es bella; piensa que el hombre universal es el nombre de un prototipo de hombre creado por Dios, del cual los hombres verdaderos son copias imperfectas y un tanto irreales. Fracasa en absoluto en cuanto se trata de ver lo grande que es el abismo entre lo universal y lo particular; sus ideas son realmente otras particulares, ética y estéticamente superiores a las de tipo corriente. Él mismo, más tarde, empezó a ver esta dificultad, como aparece en el Parménides, que contiene uno de los casos más notables en la historia de la autocrítica de un filósofo.

Se da por supuesto que el Parménides fue relatado por Antifón (medio hermano de Platón), que es el único que recuerda la conversación, pero que ahora se interesa sólo por los caballos. Le encuentran llevando las bridas, y le convencen difícilmente de que les cuente la famosa discusión entre Parménides, Zenón y Sócrates. Ésta, según se nos cuenta, ocurrió cuando Parménides era viejo (sesenta y cinco años aproximadamente), Zenón iba por los cuarenta y Sócrates era muy joven aún. Sócrates expone la teoría de las ideas, y está seguro de que existen ideas de semejanza, justicia, belleza y bondad, pero no está seguro de que haya una idea del hombre; rechaza indignado la sugestión de que pudiera haber ideas sobre objetos como el cabello, el barro, la suciedad —aunque, según añade, hay veces que piensa que no hay nada sin ideas—. Se aparta de esta opinión porque teme caer en un pozo de insensateces sin fondo.

«Sí, Sócrates —dijo Parménides—, es porque eres todavía joven; vendrá tiempo, si no me equivoco, en que la filosofía te tendrá más firme entre sus garras, y entonces no despreciarás ni las cosas más humildes».

Sócrates está de acuerdo en que, desde su punto de vista, «hay ciertas ideas de las que participan todas las demás cosas y de las cuales derivan sus nombres; que las similares se hacen similares porque participan de la similaridad; y que las cosas grandes se hacen grandes porque participan de la grandeza; y que cosas justas y hermosas se hacen justas y hermosas porque participan de la justicia y de la belleza».

Parménides se pone a plantear dificultades: a) ¿Participa el individuo de toda la idea, o solamente de una parte? Hay objeciones contra ambas opiniones. Si es cierto lo primero, una cosa está en varios lugares a la vez; si la segunda, la idea es divisible, y una cosa que tiene parte de pequeñez será más pequeña que la pequeñez absoluta, lo cual es absurdo. b) Si un individuo participa de una idea, el individuo y la idea son similares; por lo tanto, tiene que haber aún otra idea que abarque los nombres particulares y la idea original. Y tendrá que haber aún otra que englobe a los particulares y a las dos ideas, y así ad infinitum. De tal modo, cada idea, en vez de ser una, se convierte en una serie infinita de ideas (esto es lo mismo que el argumento de Aristóteles del «tercer hombre»). c) Sócrates sugiere que quizá las ideas son solamente pensamientos, pero Parménides señala que los pensamientos tienen que ser de algo. d) Las ideas no pueden parecerse a los nombres particulares que en ellas participan por la razón dada en b. e) Las ideas, si las hay, deben sernos desconocidas, porque nuestro conocimiento no es absoluto. f) Si el conocimiento de Dios es absoluto, Él no nos conocerá y, por lo tanto, no puede gobernarnos.

Sin embargo, la teoría de las ideas no se abandona del todo. Sin ideas, dice Sócrates, no habrá nada sobre lo que el espíritu pueda basarse y, por tanto, el razonamiento se derrumbará. Parménides le dice que sus dudas provienen de la falta de formación previa, pero no se llega a ninguna conclusión definitiva.

No creo que las objeciones lógicas de Platón contra la realidad de los particulares sensibles resistan la prueba. Dice, por ejemplo, que cualquier cosa que es hermosa es asimismo fea en algunos aspectos; lo doble también es mitad, etc. Pero cuando decimos de una obra de arte que es hermosa en algún aspecto y fea en otro, el análisis nos permitirá siempre (al menos teóricamente) decir «esta parte o aspecto es hermoso, aquel otro, feo». En cuanto a doble y mitad, son términos relativos; no hay contradicción en el hecho de que dos sea el doble de uno y la mitad de cuatro. Platón se induce continuamente a confusión, porque no entiende los términos relativos. Cree que si A es mayor que B y menor que C, entonces A es a la vez grande y pequeño, lo cual le parece una contradicción. Tales confusiones se hallan, como enfermedades de la infancia, en la filosofía.

La distinción entre realidad y apariencia no puede tener las consecuencias que le atribuyen Parménides, Platón y Hegel. Si la apariencia aparece realmente, no es nada y, por lo tanto, forma parte de la realidad: esto es un típico argumento parmenidiano. Si la apariencia no aparece realmente, ¿por qué rompemos la cabeza sobre ello? Pero quizá habrá quien diga: «la apariencia no aparece realmente, sino que parece que aparece». Esto no sirve, pues volveremos a preguntar: «¿Realmente parece aparecer, o sólo aparentemente parece aparecer?». Más pronto o más tarde, incluso si la apariencia parece aparecer, tenemos que llegar a algo que realmente aparezca y, por lo tanto, forme parte de la realidad. Platón no soñaría con negar que parece haber muchas camas, aunque solamente haya una cama verdadera, a saber: aquella hecha por Dios. Pero parece que no se ha enfrentado con lo que implica el hecho de que existen muchas apariencias, y que esta pluralidad forma parte de la realidad. Cualquier intento de dividir el mundo en porciones, de las cuales una es más real que otra, está condenado al fracaso.

En conexión con esto se halla el otro curioso punto de vista de Platón de que el conocimiento y la opinión deben referirse a diferentes cuestiones. Nosotros diríamos: si pienso que va a nevar, es una opinión; si después veo que está nevando, es conocimiento; pero el tema es el mismo en ambos casos. Platón, sin embargo, cree que lo que en algún momento puede ser tema de opiniones nunca puede serlo de conocimiento. El conocer es certero e infalible; la opinión no es solamente falible sino necesariamente errónea, puesto que supone una realidad de algo que es solamente apariencia. Todo esto es reiteración de lo que ya dijo Parménides.

En un aspecto, la metafísica de Platón es en apariencia diferente de la de Parménides. Para Parménides solamente existe lo único; para Platón existen muchas ideas. No hay solamente belleza, verdad y bondad sino, como vimos, la cama eterna creada por Dios; existen un hombre, un perro, un gato, eternos, etc., hasta completar toda el arca de Noé. Pero parece que todo esto no ha sido bien expuesto en la República. Una idea o forma platónica no es un pensamiento, aunque puede ser objeto de pensamiento. Es difícil ver cómo Dios puede haberlo creado, puesto que su esencia es intemporal, y no puede haber creado una cama si su pensamiento, al decidirlo, no hubiese tenido como objeto la misma cama platónica a la que dio existencia. Lo que está en el tiempo es intemporal, increado. Llegamos aquí a una dificultad que ha preocupado a muchos teólogos y filósofos. Sólo el mundo contingente, el mundo del espacio y del tiempo puede haber sido creado; pero éste es el mundo cotidiano que ha sido condenado como ilusorio y también malo. Por lo tanto, el Creador —así parece— creó solamente la ilusión y el mal. Algunos gnósticos fueron consecuentes en aceptar este punto de vista. Pero en Platón la dificultad aún subyace en la superficie, y parece que él mismo no se ha percatado en su República.

El filósofo destinado a guardián —según Platón—, debe regresar a la cueva y vivir entre los que jamás han visto el sol de la verdad. Incluso Dios mismo, si desease corregir Su Creación, debe obrar así; un platónico cristiano puede interpretar en tal sentido la Encarnación. Pero es completamente imposible explicar por qué Dios no estaba satisfecho con el mundo de las ideas. El filósofo ve que la cueva existe, y su benevolencia le hace volver a ella, pero el Creador, si ha creado todo, podría haberse evitado crear la cueva.

Quizá esta dificultad surge solamente de la noción cristiana de un Creador, y no se puede atribuir a Platón, quien dice que Dios no creó todo, sino solamente lo bueno. La multiplicidad del mundo sensible, de acuerdo con su idea, tendría otra fuente distinta de Dios. Y quizá Dios no habría creado las ideas, sino que serían constitutivas de su esencia. El pluralismo aparente incluido en la multiplicidad de las ideas no sería fundamental. Solamente existe Dios, o lo bueno, para el cual las ideas son adjetivas. Esto, en todo caso, es una posible interpretación de Platón.

Platón hace luego un esbozo interesante sobre la educación adecuada de un joven que ha de ser guardián. Vimos que se elegía tal persona por su honradez a base de una combinación de cualidades intelectuales y morales; debe ser justo y amable, amar el estudio, tener buena memoria y un espíritu armonioso. El joven así escogido se ocupará de los veinte a los treinta años en los cuatro estudios de Pitágoras: aritmética, geometría (plana y de volúmenes), astronomía y armonía. Estos estudios no serán realizados con un espíritu utilitario, sino con objeto de preparar su inteligencia para la visión de las cosas eternas. Por ejemplo, en astronomía no debe preocuparse demasiado de los astros reales, sino más bien de la matemática del movimiento de los astros ideales. A los modernos nos suena a absurdo, pero aunque parezca extraño, es un punto de vista fructífero respecto a la astronomía empírica. De qué manera ocurre es curioso y conviene tenerlo en cuenta.

Los movimientos aparentes de los planetas, hasta que fueron analizados profundamente, parecían irregulares y complicados, y no tales como un Creador pitagórico hubiese querido. Todos los griegos creían evidentemente que el cielo debía ser ejemplo de la belleza matemática, lo cual solamente ocurriría si los planetas se movían en círculos. Esto sería especialmente obvio respecto a Platón, teniendo en cuenta la importancia que da a lo bueno. Así, pues, surgió el problema: ¿existe una hipótesis que reduzca el desorden aparente de los movimientos planetarios a orden, belleza y sencillez? Si la hay, entonces la idea del bien nos justificará al asegurar esta hipótesis. Aristarco de Samos estableció la hipótesis de que todos los planetas, incluso la Tierra, giran alrededor del Sol en círculos. Este punto de vista fue rechazado durante dos mil años, en parte por la autoridad de Aristóteles, quien atribuye una hipótesis bastante parecida a los pitagóricos (De Coelo, 293 a). Revivió en Copérnico, y su éxito podría parecer que justifica el prejuicio estético de Platón en la astronomía. Desgraciadamente, sin embargo, Kepler descubrió que los planetas se mueven en elipses, no en círculos, con el Sol en un foco, no en el centro; después, Newton descubrió que ni siquiera se mueven en elipses exactas. Y así, la sencillez geométrica buscada por Platón y aparentemente descubierta por Aristarco de Samos resultó, a fin de cuentas, ilusoria.

Este párrafo de historia científica ilustra una máxima general: que cualquier hipótesis, por muy absurda que sea, puede ser útil en la ciencia, si permite al descubridor concebir las cosas de una manera nueva; pero que, una vez cumplido este cometido, se convierte, probablemente, en obstáculo para un progreso ulterior. La creencia en el bien como llave de la comprensión científica del mundo fue útil, en cierta época, en la astronomía, pero más tarde resultó nociva. Los prejuicios éticos y estéticos de Platón, y más aún de Aristóteles, contribuyeron mucho a hundir la ciencia griega.

Es notable que los platónicos modernos, con pocas excepciones, no sepan matemáticas, a pesar de la inmensa importancia que Platón mismo atribuyó a la aritmética y a la geometría, y de la influencia inmensa que habían tenido sobre su filosofía. Es un ejemplo de los inconvenientes de la especialización: nadie debía escribir sobre Platón a menos de haber pasado tanto tiempo en el estudio de lo griego como para que no le haya quedado ninguno para las cosas que Platón consideraba importantes.