La utopía de Platón
El diálogo más importante de Platón, la República, consta de tres partes. La primera (hasta casi el final del libro V) consiste en la construcción de un Estado ideal; es la primera de las Utopías.
Una de sus conclusiones es que los gobernantes deben ser filósofos. Los libros VI y VII tratan de definir la palabra filósofo. Esta discusión constituye la segunda sección.
La tercera consiste, principalmente, en una discusión sobre varias constituciones reales, sus méritos y defectos.
El propósito principal de la República es definir la justicia. Pero antes se dice que, puesto que todo se ve más fácilmente en grande que en pequeño, será mejor averiguar lo que hace que un Estado sea justo, y un individuo sea justo. Y puesto que la justicia debe figurar entre los atributos del mejor Estado ideal, hay que diseñar primero ese Estado y decidir después cuál de sus perfecciones se puede llamar justicia.
Describamos primero la Utopía de Platón a grandes rasgos y después consideremos las cuestiones que salen al paso.
Platón empieza diciendo que hay que dividir a los ciudadanos en tres clases: la gente común, los soldados y los guardianes. Sólo estos últimos deben tener Poder político. Debe haber menos que de las otras dos clases. En primera instancia se los elige por el legislador, después se sucederán hereditariamente, pero en casos excepcionales un niño prometedor puede ser ascendido de clases inferiores, mientras que, entre los hijos de los guardianes, un niño o un joven insatisfactorio puede ser degradado.
El problema principal, según lo percibe Platón, es asegurar que los guardianes pongan en práctica las iniciativas del legislador. Para esto hace varias proposiciones de índole educativa, económica, biológica y religiosa. No siempre está claro hasta qué punto estas disposiciones se aplican también a otras clases; es evidente que algunas también están hechas para los soldados, pero en general Platón se ocupa solamente de los guardianes, que deben constituir una clase aparte, como los jesuitas en el viejo Paraguay; los clérigos, en los Estados de la Iglesia hasta 1870, y el partido comunista, en la URSS, hoy día.
El primer problema es la educación. Se divide en dos partes: música y gimnasia. Cada una tiene un sentido más amplio que hoy. La música quiere decir todo el reino de las musas, y gimnasia todo lo referente al entrenamiento y capacidad física. Música es un concepto casi tan amplio como lo que llamamos cultura, y la gimnasia abarca más que el atletismo moderno.
La cultura se preocupa de formar gentlemen, en el sentido familiar de Inglaterra que, en gran parte, procede de Platón. La Atenas de su época era, en un aspecto, análoga a la Inglaterra del siglo XIX: en ambas había una aristocracia que disfrutaba de riqueza y de prestigio social, pero sin monopolio sobre el Poder político. La aristocracia tenía que reservarse todo el poder posible por su conducta destacada. En la Utopía de Platón, sin embargo, la aristocracia reina en absoluto.
Las cualidades que más debían cultivarse en la educación parecen ser la seriedad, el decoro y el valor. Reina una censura rígida desde los primeros años sobre la literatura accesible para los jóvenes y para la música que pueden oír. Las madres y las niñeras deben contar a los niños solamente cuentos autorizados. Homero y Hesíodo, por muchas razones, deben ser prohibidos. Primero, porque, a veces, representan la mala conducta de los dioses, lo cual no es edificante; a los jóvenes hay que enseñarles que el mal nunca procede de los dioses, porque Dios no es autor de todas las cosas, sino solamente de las buenas. En segundo lugar, hay cosas en Homero y Hesíodo que hacen que el lector tema a la muerte, mientras que se debe procurar por todos los medios que los jóvenes mueran gustosamente en la batalla. Se les debe enseñar a temer más la esclavitud que la muerte, y por eso no debe haber cuentos en que hombres buenos lloran y se lamentan, ni siquiera de la muerte de los amigos. En tercer lugar, el decoro exige que no se debe reír a carcajadas y, sin embargo, Homero habla de «la risa sin fin entre los dioses bienaventurados». ¿Cómo rechazará un maestro eficazmente la hilaridad si los chicos le pueden citar ese pasaje? Luego: hay lugares en Homero que alaban las ricas fiestas, y otros que describen los placeres de los dioses: todo esto enerva la templanza. (El deán Inge, auténtico platónico, se insurgió contra una línea del conocido himno: «Sus gritos fueron de triunfo, su canto, fiestas», de una descripción de las alegrías celestiales). Tampoco deben conocer historias en las que los malos son felices y los buenos desgraciados; el efecto moral sobre espíritus tiernos podría ser funesto. Por todas estas razones hay que rechazar a los poetas.
Platón da un extraño argumento acerca del drama. El bueno, dice, debía negarse a imitar al mal; pero la mayoría de las piezas teatrales contienen personas malas, y el actor que representa el malo y el dramaturgo tienen que imitar a gente culpable de crímenes. No solamente los criminales, sino también las mujeres, los esclavos y los inferiores en general no deben ser imitados por hombres superiores. (En Grecia, como en la Inglaterra isabelina, los papeles de las mujeres fueron representados por hombres). Las obras de teatro, pues, si se permitían, sólo debían tener personajes heroicos, masculinos, intachables y de alta prosapia. Esto es tan irrealizable que Platón decide desterrar a todos los dramaturgos de su Estado:
«Cuando uno de esos actores, tan listos que saben imitar todo, nos visita y nos propone exhibirse él y su poesía, caeremos de rodillas y le adoraremos como algo sagrado, dulce y maravilloso; pero también tenemos que informarle que en nuestro Estado no se le permite actuar. Y cuando le hayamos untado de mirra y puesto una corona de lana en la cabeza, le mandaremos a otra ciudad».
Luego llegamos a la crítica de la música (en el sentido moderno). Se prohíben las armonías lidias y jónicas, la primera porque expresa pesar, la otra porque es decadente. Solamente la dórica (por su valor) y la frigia (por la templanza) son permitidas. Los ritmos admitidos deben ser sencillos y expresar una vida valerosa y armoniosa.
La educación física debe ser austera. Nadie comerá pescado ni carne, no siendo asada, ni salsas, ni confitería. La gente no necesitará médicos con este régimen, dice.
Hasta cierta edad, los jóvenes no deben ver nada feo ni vicioso. Pero en un momento adecuado se los debe exponer a encantamientos, tanto en forma de terrores, que no deben aterrorizarlos, como de viles placeres, que no deben seducirlos. Sólo después de haber resistido estas pruebas serán juzgados dignos de ser guardianes.
Los pequeños deben ver la guerra, aunque no luchen.
Respecto a la economía, Platón propone un comunismo riguroso para los guardianes, y también, creo, para los soldados, aunque esto no está claro. Los guardianes han de tener casas pequeñas y alimentos sencillos; vivirán en un campamento, comiendo juntos en grupos; no deben tener propiedad privada fuera de lo absolutamente necesario. El oro y la plata están prohibidos. Aunque no deben ser ricos, pueden ser felices, pero la finalidad de la ciudad es el bien del conjunto, no la felicidad de una clase. Tanto la riqueza como la pobreza son nocivas, y en la ciudad de Platón no habrá ni la una ni la otra. Respecto a la guerra hay una cláusula curiosa: será fácil comprar aliados, puesto que nuestra ciudad no quiere tomar parte en el botín de guerra.
Con fingida desgana, el Sócrates platónico procede a aplicar su comunismo a la familia. Dice: los amigos deben tener todas las cosas en común, incluso mujeres y niños. Admite que esto trae consigo dificultades, pero no serán insuperables. Primero, las muchachas deben tener la misma educación que los chicos: aprender música, gimnasia y el arte de la guerra en común con los muchachos. Las mujeres deben tener absoluta igualdad con los hombres, en todo. «La misma educación que hace de un hombre un buen guardián, lo hace de una mujer, porque su naturaleza, en el fondo, es la misma». Sin duda hay diferencias entre los hombres y las mujeres, pero no tienen que ver nada con la política. Algunas mujeres son filósofas y aptas para guardianas; otras guerreras y pueden ser buenos soldados.
El legislador, después de haber escogido entre los guardianes, hombres y mujeres, ordenará que tengan casas y la comida en común. El matrimonio, como sabemos, se transformará radicalmente.[10] En ciertas fiestas, las novias y los novios, en número necesario para conservar constante la población, serán unidos por la suerte, según se les ha enseñado a creer. Pero en realidad, los gobernantes de la ciudad manejarán la suerte conforme a los principios de la eugenesia. Dispondrán que las mejores parejas tengan los mejores hijos. Todos los hijos serán apartados de sus padres al nacer, y se tendrá el mayor cuidado en que los padres no sepan cuáles son sus niños, ni los niños cuáles son sus padres. Los niños deformes y los hijos de padres inferiores «serán llevados a un lugar misterioso, desconocido». Los niños procedentes de uniones no sancionadas por el Estado se considerarán ilegítimos. Las madres deben tener entre veinte y cuarenta años, los padres entre veinticinco y cincuenta y cinco. Fuera de estas edades, es libre la relación entre los sexos, pero obligatorio el aborto o infanticidio. En los matrimonios dispuestos por el Estado la gente en cuestión no tiene voto; deben ser impulsados únicamente por la idea de su deber al Estado, y no por esas emociones comunes que los poetas desterrados solían alabar.
Puesto que nadie sabe quiénes son sus padres, se ha de llamar padre a todo aquel cuya edad indique que puede serlo, y análogamente respecto a madre, hermano y hermana. (Cosas como estas ocurren entre los salvajes y solían intrigar a los misioneros). No hay matrimonio entre padre e hija o madre e hijo. En general, pero no rigurosamente, los matrimonios entre hermano y hermana se deben evitar. (Creo que si Platón hubiera meditado más sobre este particular, hubiera visto que prohibía todos los matrimonios, excepto entre hermano-hermana, que considera como raras excepciones).
Se supone que los sentimientos ligados ahora a las palabras padre, madre, hijo e hija, seguirían siendo inherentes a éstas bajo las nuevas disposiciones de Platón; un joven, por ejemplo, no pegaría a un anciano porque éste podría ser su padre.
La ventaja buscada consiste, naturalmente, en reducir al mínimo las emociones personales y quitar así obstáculos para el dominio del espíritu público, y también para resarcirles de la ausencia de la propiedad privada. Eran principalmente motivos de análoga índole los que indujeron al celibato del clero.[11]
Por último abordo el aspecto teológico del sistema. No pienso en los dioses griegos admitidos, sino en ciertos mitos que el Gobierno debe tener en cuenta. La mentira, dice Platón explícitamente, ha de ser prerrogativa del Gobierno, lo mismo que administrar la medicina lo es de los médicos. El Gobierno, como ya hemos visto, debe engañar a la gente en lo del arreglo de la cuestión del matrimonio por la suerte, pero esto no es asunto religioso.
Debe haber «una mentira real» que, como espera Platón, puede engañar a los gobernantes, pero de todos modos engaña a los demás ciudadanos. Esta mentira se expone con gran detalle. La parte más importante es el dogma de que Dios ha creado los hombres en tres especies, la mejor hecha de oro, la segunda de plata y el rebaño vulgar de cobre y hierro. Los de oro sirven para guardianes. Los de plata deben ser soldados y los demás realizarán el trabajo manual. Generalmente, pero no siempre, los niños pertenecerán al mismo rango que sus padres; cuando no, deben ser ascendidos o degradados en consecuencia. No considera posible hacer creer a nuestra generación este mito, pero todas las siguientes podrán educarse en esta creencia.
Platón está en lo cierto al pensar que la creencia en este mito podría formarse en dos generaciones. Los japoneses enseñaron desde 1868 que el Mikado desciende de la diosa del sol, y que el Japón fue creado antes que el resto del mundo. Cualquier profesor universitario que en una obra científica dude de este dogma, queda destituido por ser un mal japonés. Lo que Platón parece no ver es que la aceptación obligatoria de esos mitos es incompatible con la filosofía e implica un tipo de educación que embota la inteligencia.
A la definición de justicia, meta principal de toda la discusión, se llega en el libro IV. Consiste «en que todo el mundo realice su trabajo propio» y no sea entrometido; el Estado es justo cuando el comerciante, el auxiliar, el guardián hacen el trabajo de su incumbencia sin interferir en el de los demás.
Todo el mundo debe ocuparse de sus propios asuntos, y esto es, sin duda, un precepto admirable, pero no corresponde a lo que los modernos llamamos justicia. La palabra griega así traducida correspondería a un concepto muy importante en el pensamiento griego, pero para el cual no tenemos equivalente. Recuérdese lo que dijo Anaximandro:
«Desde el lugar de su origen las cosas vuelven otra vez allí, como está ordenado; porque se rehacen y satisfacen mutuamente por la injusticia, de acuerdo con el tiempo indicado».
Antes de que empezara la filosofía, los griegos tenían una teoría o un sentimiento respecto al universo que se puede llamar religioso o ético. Según esta teoría, toda persona y cosa tiene su lugar y función señalado. No depende de la voluntad de Zeus, porque incluso éste está sujeto a la misma clase de leyes que gobiernan a los demás. La teoría va unida a la idea del destino o de la necesidad. Se aplica enfáticamente a los astros. Pero donde hay vigor se tiende a sobrepasar los límites, y de aquí surge la disputa. Una especie de ley olímpica impersonal castiga la hybris y restaura el orden eterno que el agresor intentaba violar. Toda esta visión, al principio quizá apenas consciente, entró en la filosofía; igualmente se encuentra en las cosmologías de lucha, como las de Heráclito o Empédocles, y en las doctrinas monistas, tales como la de Parménides. Es la fuente de la creencia en una ley humana y natural, y sin duda subyace en la concepción de Platón sobre la justicia.
La palabra justicia, según se emplea aún en el derecho, se parece más al concepto de Platón que al sentido que se le da en la especulación política. Bajo la influencia de la teoría democrática hemos llegado a asociar la justicia con la igualdad, mientras que en Platón no tiene tal implicación. La justicia, en cuanto sinónimo de ley, como cuando hablamos de Tribunales de justicia, se refiere principalmente a los derechos de la propiedad, que nada tienen que ver con la igualdad.
La primera definición de justicia al principio de la República consiste en la obligación de pagar las deudas. Esta definición se abandona pronto por inadecuada, pero algo queda de ella.
Varios puntos se pueden distinguir en la definición de Platón. Primero, puede haber desigualdades del Poder y privilegios sin injusticia. Los guardianes deben tener todo el Poder porque son los hombres más sabios de la comunidad; la injusticia solamente ocurriría, según Platón, si hubiera hombres en otras clases sociales que fuesen más sabios que ellos. Por eso Platón mira por la promoción y degradación de los ciudadanos, aunque cree que la doble ventaja de nacimiento y educación en la mayoría de los casos hará a los hijos de los guardianes superiores a los de otra gente. Si hubiera una ciencia más exacta del Gobierno y más seguridad en que los hombres cumpliesen los preceptos, mucho se podía decir en favor del sistema de Platón. Nadie cree injusto poner a los mejores jugadores en un equipo de fútbol, aunque adquiriesen por ello gran superioridad. Si el fútbol se manejase tan democráticamente como el Gobierno de Atenas, los estudiantes que juegan por sus Universidades serían sorteados. Pero en cuestiones de Gobierno es difícil saber quién es más diestro, y mucho menos qué político empleará sus facultades en el interés público más que en el propio o en el de su clase, partido o credo.
El siguiente punto es que la definición de Platón de la justicia presupone un Estado organizado con arreglo a las ideas tradicionales, o un Estado que persiga, como el suyo, un ideal ético. La justicia, se nos dice, consiste en que cada uno se dedique a su trabajo. Pero ¿cuál es este trabajo? En un Estado como el antiguo Egipto o el reino de los incas, invariablemente durante muchas generaciones el trabajo del hijo es el mismo que el del padre, y no hay problema. Pero en el Estado de Platón nadie tiene un padre legal. Su trabajo, por lo tanto, debe decidirse, o bien por sus propios gustos o por el juicio del Estado respecto a sus aptitudes. A esto último aspiraba Platón claramente. Pero algunas clases de trabajos, aunque muy bien hechas, pueden considerarse perniciosas; Platón opina así de la poesía y yo de Napoleón. Los propósitos del Gobierno, por lo tanto, son esenciales para determinar el trabajo de cada uno. Aunque todos los gobernantes deben ser filósofos, no habrá innovaciones: un filósofo será siempre persona que comprende y concuerda con Platón.
Cuando nos preguntamos: ¿qué logrará la República de Platón?, la contestación es bastante insípida. Logrará el éxito en la guerra contra pueblos poco más o menos iguales y asegurará el sustento de un pequeño número de gente. Es probable que no produzca ni arte ni ciencia, a causa de su rigidez. En este respecto, como en otros, sería como Esparta. A pesar de todas las hermosas palabras, sólo logrará la destreza en la guerra y una alimentación suficiente. Platón ha experimentado el hambre y la derrota en Atenas; quizá, subconscientemente, creía que evitar estos males era lo mejor que un hombre de Estado pudiese realizar.
Una Utopía, hecha en serio, evidentemente tiene que encarnar los ideales de su autor. Consideremos, por un momento, lo que podemos designar como ideales. En primer lugar, son deseados por los que creen en ellos. Pero no de la misma manera que se ambiciona el bienestar, el alimento y el abrigo. La diferencia entre un ideal y un objeto corriente codiciado consiste en que el primero es impersonal; es algo que no guarda referencia (al menos aparentemente) con el ego del que lo expresa, y, por lo tanto, puede ser deseado teóricamente por todo el mundo. De esta manera podemos definir como ideal algo que se desea no egocéntricamente, y la persona que lo anhela quiere que todo el mundo lo tenga. Puedo desear que todo el mundo tenga bastante que comer, que todos sientan amor al prójimo, etc.; deseándolo, también quisiera que los demás lo deseen. Así puedo construir algo que parece una ética impersonal aunque, de hecho, es la base personal de mis propios anhelos, porque éstos siguen siendo míos, incluso cuando lo deseado no tenga referencia a mí. Por ejemplo, alguien puede querer que todo el mundo entienda la ciencia, otro que ame el arte: una diferencia personal entre dos hombres produce esta diferencia en sus deseos.
El elemento personal aparece en el momento en que la controversia entra en juego. Supongamos que alguien dice: «Estás equivocado al desear que todo el mundo esté contento; debías desear la felicidad de los alemanes y la desgracia de todos los demás». Aquí el debías se puede comprender de modo que el que habla desea que yo quiera aquello. Replicaría que, no siendo alemán, es psicológicamente imposible que yo desee la desgracia de todos los que no sean alemanes. Pero esta respuesta parece inadecuada.
Puede haber un conflicto de ideales puramente impersonales. El héroe de Nietzsche difiere del santo cristiano; sin embargo, los dos son admirados, el uno por los nietzscheanos, el otro por los cristianos. ¿Cómo hemos de decidir entre los dos, sino por medio de nuestros propios deseos? Sin embargo, si no hay nada más, un desacuerdo ético sólo puede ser decidido por cuestiones emotivas, o a la fuerza, en último término, por la guerra. En cuestiones de hechos podemos apelar a la ciencia y a métodos científicos de observación; pero en cuestiones últimas de ética parece no haber nada análogo. Sin embargo, si llega el caso, las discusiones éticas se resuelven en luchas por el Poder, incluyendo el Poder de la propaganda.
Este punto de vista, crudamente se expone en el primer libro de la República por Trasímaco, el cual, como casi todos los caracteres de los diálogos de Platón, era un personaje real. Era un sofista de Calcedonia, y famoso profesor de retórica; apareció en la primera comedia de Aristófanes, 427 a. C. Después que Sócrates ha estado discutiendo un rato con un anciano llamado Céfalo y con los hermanos mayores de Platón, Glauco y Adimanto, Trasímaco, que ha estado escuchando con creciente impaciencia, irrumpe, protestando violentamente contra tal tontería. Proclama con énfasis: «La justicia no es más que la ley del más fuerte».
Este punto de vista queda refutado por Sócrates con sutilezas. Nunca se enfrenta con él directamente. Plantea las cuestiones fundamentales éticas y políticas, a saber: ¿existe una norma para el bien y el mal, excepto la que la persona que pronuncia estas palabras desea? Si no la hay, muchas consecuencias sacadas por Trasímaco parecen ineludibles. Pero ¿cómo diremos que existe tal norma?
La religión tiene a primera vista una contestación sencilla. Dios determina lo que es bueno y lo que es malo. El hombre que está en armonía con la voluntad de Dios es bueno. Sin embargo, esta contestación no es del todo ortodoxa. Los teólogos dicen que Dios es bueno y esto implica que existe una norma independiente de la voluntad de Dios. Tenemos que mirar, pues, la cuestión cara a cara: ¿hay una verdad o falsedad objetivas en la afirmación: «El placer es bueno», igual que al decir «la nieve es blanca»?
Sería necesaria una larga discusión para contestar a esta pregunta. Algunos creerán que podemos, por fines prácticos, evadir lo fundamental y decir: no sé lo que se entiende por verdad objetiva, pero tengo por verdadera una afirmación si todos o casi todos los que la han investigado concuerdan en sostenerla. En este sentido, es cierto que la nieve es blanca, que César fue asesinado y que el agua se compone de hidrógeno y oxígeno, etc. Nos enfrentamos con la cuestión: ¿existen afirmaciones aceptadas análogamente en la ética? Si las hay, pueden servir de base para las reglas de la conducta particular y para una teoría de la política. Si no, nos vemos inducidos, en la práctica, cualquiera que sea la verdad, a una lucha por la fuerza o propaganda, o por ambas, si existe una diferencia ética irreconciliable entre los grupos poderosos.
Esta cuestión no existe realmente para Platón. Aunque su sentido dramático le induce a afirmar forzosamente la posición de Trasímaco, no se da cuenta de su fuerza, y se permite argüir en contra de un modo inadecuado. Platón está convencido de que existe el bien y que su naturaleza puede ser adivinada. Cuando la gente no está de acuerdo, una persona, al menos, comete un error intelectual, de la misma manera que si el desacuerdo fuera de tipo científico sobre una cuestión de hecho.
La diferencia entre Platón y Trasímaco es muy importante, mas para el historiador de la filosofía es cuestión sólo de observarla, no decidirla. Platón cree que puede probar que su República ideal es buena; un demócrata que acepta la objetividad de la ética, mal podría aprobar la República; sin embargo, el que concuerda con Trasímaco dirá: «No se trata de aprobar o desaprobar. De lo que se trata es si a usted le gusta o no el Estado de Platón. Si le gusta, mejor para usted; si no, peor. Si muchos lo quieren y otros tantos no, la decisión no puede lograrse por la razón sino sólo por la fuerza, verdadera o encubierta». Es un problema filosófico aún sin resolver. En cada lado hay personas que exigen respeto. Pero durante mucho tiempo el punto de vista de Platón era casi indiscutible.
Debe observarse, además, que la opinión que constituye el consenso común por una norma objetiva tiene ciertas consecuencias que pocos aceptarían. ¿Qué diremos de innovadores científicos, como Galileo, que defienden una idea que pocos comparten, pero que al fin consiguen el apoyo de casi todo el mundo? Lo consigue con argumentos no con recursos emocionales, propaganda del Estado o violencia. Implica, pues, un criterio distinto al de la opinión general. En la ética hay algo análogo a lo que sucede con los grandes maestros religiosos. Cristo enseñó que no es malo recoger espigas en sábado, pero que es vil odiar a los enemigos. Tales innovaciones éticas implican evidentemente una norma distinta de la general, pero no es un hecho completamente objetivo como en una cuestión científica. Este problema es difícil y no me creo capacitado para resolverlo. Por ahora basta hacerlo constar.
La República de Platón, a diferencia de las utopías modernas, acaso se proponía establecerse realmente. No es cosa tan fantástica o imposible como hoy nos puede parecer. Muchas de sus cláusulas, incluso las que nos parecen irrealizables, se ponían en práctica en Esparta. El Gobierno de filósofos había sido intentado por Pitágoras, y en tiempos de Platón, Arquitas, el pitagórico, tenía influencia política en Taras (el moderno Tarento) cuando Platón visitó Sicilia y el sur de Italia. Era corriente que las ciudades empleasen a un sabio para que estableciese sus leyes; Solón lo hizo para Atenas, y Protágoras para Turios. Entonces las colonias estaban completamente libres del control de sus ciudades madres y hubiera sido factible para un grupo de platónicos haber establecido la República en las costas de la actual España o de la Galia. Desgraciadamente, la suerte lleva a Platón a Siracusa, gran ciudad comercial, comprometida en tremendas guerras con Cartago; en ese ambiente ningún filósofo podría haber logrado mucho. En la generación siguiente el florecimiento de Macedonia había dejado por anticuados todos los pequeños Estados y se terminaron todos los experimentos políticos en miniatura.