CAPÍTULO XII

La influencia de Esparta

Para comprender a Platón y a muchos filósofos posteriores es necesario saber algo de Esparta. Esta ciudad tuvo un efecto doble sobre la filosofía griega: con la realidad y con el mito. Los dos son importantes. La realidad puso a los espartanos en condiciones de derrotar a Atenas en la guerra; el mito influyó en la teoría política de Platón y en la de innumerables escritores. El mito plenamente desarrollado se encuentra en la Vida de Licurgo, de Plutarco; sus ideales han desempeñado gran papel en la formación de las doctrinas de Rousseau, Nietzsche y el nacionalsocialismo.[4] El mito tiene aún más importancia, históricamente, que la realidad. Sin embargo, empezaremos con esta última. Porque la realidad fue la fuente del mito.

Laconia, o Lacedemonia, de la que Esparta era la capital, ocupaba el sudeste del Peloponeso. Los espartanos, que eran la raza dominante, habían conquistado el país cuando la invasión doria del Norte, reduciendo la población que hallaron allí a condición de siervos. Estos siervos se llamaron ilotas. En tiempos históricos toda la tierra perteneció a los espartanos, pero les estaba prohibido por la ley y la costumbre cultivarla ellos mismos, tanto porque tal trabajo era degradante como para que siempre pudiesen estar libres para el servicio militar. Los siervos no se compraban y vendían, sino que pertenecían a la tierra, dividida en parcelas, una o más para cada espartano adulto. Estas porciones de terrenos, como los ilotas, no podían ser compradas ni vendidas, y pasaban legalmente de padre a hijo. (Pero podían ser legadas). El terrateniente recibía del ilota que cultivaba su parcela setenta medimnos (aproximadamente medio hectolitro) de grano para él, doce para su mujer y una cantidad fija de vino y fruta al año.[5] Todo lo demás pertenecía al ilota. Éstos eran griegos, como los espartanos, y sufrían amargamente por su condición servil. En cuanto pudieron se rebelaron. Los espartanos tenían un cuerpo de policía secreta al que acudían en caso de peligro, pero además tenían un suplemento: una vez al año declaraban la guerra a los ilotas, de manera que sus jóvenes podían matar a todo el que les parecía insubordinado, sin incurrir en la culpa de homicidio por esto. Los ilotas podían ser emancipados por el Estado, mas no por sus amos; muy raras veces podían ser emancipados, por ejemplo, a causa de su extraordinario valor en la guerra.

En cierta época del siglo VIII a. C., los espartanos conquistaron el país vecino, Mesenia, reduciendo a la mayoría de sus habitantes a la condición de ilotas. Se carecía de espacio vital (Lebensraum) en Esparta, pero la adquisición de nuevo territorio evitó por algún tiempo este foco de descontento.

Las parcelas resolvieron la economía común de los espartanos: la aristocracia tenía fincas propias, mientras que las parcelas eran porciones de tierras comunes asignadas por el Estado.

Los habitantes libres de otras partes de Laconia, llamados periecos, no tomaron parte ninguna en el Poder político.

El único asunto de un ciudadano espartano era la guerra, para la que era educado desde la infancia. Los niños enfermizos eran abandonados después de ser examinados por las cabezas de la tribu. Solamente a los que se consideraban vigorosos se les permitía llegar a mayores. Hasta la edad de veinte años todos los muchachos eran educados en una gran escuela. La finalidad de esta educación era hacerlos sufridos, insensibles al dolor, obedientes y disciplinados. Nada de educación cultural o científica; el único objeto era formar buenos soldados, enteramente entregados al Estado.

A la edad de veinte años empezaba el verdadero servicio militar. Se permitía el matrimonio a todo el que había cumplido veinte años, pero hasta la edad de treinta un hombre tenía que vivir en la «casa de los hombres», y su matrimonio era algo ilícito y secreto. Una vez cumplidos los treinta años, era un perfecto ciudadano. Cada ciudadano pertenecía a una sección y comía con los demás miembros. Tenía que hacer una aportación en forma de productos de su parcela. La teoría del Estado era que ningún espartano podía ser pobre ni rico. Se esperaba que cada uno viviría de los ingresos de su parcela, inalienable, excepto por libre legado. Nadie podía poseer oro o plata; el dinero se hacía de hierro. La sencillez espartana se hizo proverbial.

La posición de las mujeres en Esparta era peculiar. No eran recluidas como las mujeres respetables en el resto de Grecia. Las muchachas tenían la misma educación física que los muchachos, lo que es más notable: los chicos y las chicas hacían juntos gimnasia completamente desnudos. Se exigió lo siguiente (cito el Licurgo, de Plutarco, en la traducción de North): que las muchachas endureciesen el cuerpo con ejercicios de carreras, luchas, lanzamiento de jabalina, de dardos, con el fin de que el fruto que luego pudiesen concebir se alimentase de un cuerpo fuerte y vigoroso, se criara bien y mejorara la raza, y para que por el fortalecimiento logrado con estos ejercicios les hiciera soportar mejor los dolores del parto… Y aunque las muchachas se mostraban desnudas en público, no se veía en ello nada indecoroso; nadie se propasaba, sino que todo el deporte estaba lleno de juego, sin que interviniese ningún deseo de otra clase.

Los hombres que no querían casarse eran declarados «infames por la ley» y obligados, incluso en el tiempo más frío, a pasearse desnudos fuera del lugar donde la juventud practicaba sus ejercicios y danzas.

Las mujeres no podían manifestar ninguna emoción que no fuera provechosa para el Estado. Podían demostrar desprecio por los cobardes y se las alababa aunque se tratara de sus propios hijos, pero no podían mostrar pena si su recién nacido era condenado a muerte por ser débil, o si le mataban los hijos en la guerra. Por los otros griegos eran consideradas extraordinariamente castas; al mismo tiempo, una mujer casada sin hijos no se oponía si el Estado le ordenaba que otro hombre distinto a su marido le proporcionara hijos. La legislación favoreció el tener hijos. Según Aristóteles, el padre de tres hijos quedaba exento del servicio militar, y el de cuatro de todos los deberes para con el Estado.

La constitución de Esparta era complicada. Había dos reyes pertenecientes a dos familias diferentes que se sucedían por herencia. Uno u otro de los dos mandaba el ejército en tiempos de guerra, pero en la paz sus poderes eran limitados. En las fiestas oficiales se les daba de comer el doble, y cuando uno de ellos moría se imponía luto general. Eran miembros del Consejo de los Ancianos, una corporación que constaba de treinta hombres (con los reyes). Los otros veintiocho tenían que tener más de sesenta años y eran elegidos en forma vitalicia por la totalidad de los ciudadanos, pero sólo procedían de familias aristocráticas. El Consejo resolvía los casos criminales y preparaba los asuntos que debían presentarse ante la Asamblea. Esta entidad (la Asamblea) se componía de todos los ciudadanos; no podía iniciar nada, pero sí dar el voto afirmativo o negativo a toda propuesta. Ninguna ley se establecía sin su consentimiento. Pero esto, aunque necesario, no bastaba; los Ancianos y los magistrados tenían que proclamar la decisión para que adquiriese validez.

Además de los reyes, del Consejo de los Ancianos y de la Asamblea existía una cuarta rama de gobierno, peculiar a Esparta. Eran los cinco éforos. Éstos se elegían de la totalidad de los ciudadanos por un método que Aristóteles considera «demasiado infantil» y que —según Bury— era virtualmente el sorteo. Constituían el elemento democrático de la constitución,[6] y la intención era establecer el equilibrio con los reyes. Todos los meses los reyes juraban respetar la constitución y los éforos juraban ser fieles a los reyes mientras éstos mantuvieran su juramento. Cuando uno de los reyes se marchaba a la guerra le acompañaban dos éforos para vigilar su conducta. Los éforos eran el tribunal civil supremo, pero sobre los reyes tenían incluso la jurisdicción criminal.

Se suponía, en la Antigüedad posterior, que la constitución espartana se debió a un legislador llamado Licurgo, y que éste había promulgado sus leyes en el año 885 a. C. Realmente, el sistema espartano se desarrolló poco a poco y Licurgo fue un personaje mítico, originariamente un dios. Su nombre significa «expulsador de lobos»; procedía de Arcadia.

Esparta suscitó entre los otros griegos una admiración que nos resulta un poco extraña. Originalmente tuvo menos diferencia con las demás ciudades griegas que después; en sus principios hubo poetas y artistas como en cualquier otra parte. Pero hacia el siglo VII, aproximadamente, o acaso más tarde, su constitución (falsamente atribuida a Licurgo) cristalizó en la forma que hemos visto; todo se sacrificaba al triunfo en la guerra, y Esparta ya no tuvo parte en lo que Grecia contribuyó a la civilización del mundo. A nosotros, el Estado espartano nos parece un modelo en miniatura que los nazis hubiesen impuesto en caso de que hubieran ganado la guerra. Pero los griegos tenían otra opinión. Bury dice:

«Un ateniense o habitante de Mileto en el siglo V que visitara los pueblos diseminados que formaban esta ciudad sin murallas, sin pretensiones, tendría la impresión de ser transportado a una época muy remota, cuando los hombres eran más valientes, mejores y más sencillos, no echados a perder por las riquezas y no perturbados por ideas. Para un filósofo como Platón, que especulaba sobre la ciencia política, el Estado espartano se acercaba mucho al ideal. El griego corriente lo consideró como un edificio de severa y sencilla belleza, una ciudad dórica, o mejor, como un templo dórico, más noble que su propia morada, pero más incómodo para vivir».[7]

Una razón de la admiración que sintieron los demás griegos respecto a Esparta fue su estabilidad. Todas las otras ciudades griegas tenían revoluciones, pero la constitución espartana permaneció invariable durante siglos, excepto un aumento gradual en el poder de los éforos por medios legales, sin violencias.

No se puede negar que durante un largo período los espartanos tuvieron éxito en su finalidad principal: la creación de una raza de guerreros invencibles. La batalla de las Termópilas (480 a. C.), aunque técnicamente una derrota, es quizá el mejor ejemplo de su valor. Las Termópilas eran un paso estrecho por las montañas, donde se esperaba poder detener al ejército persa. Trescientos espartanos con tropas auxiliares rechazaron todos los ataques de frente, pero al fin los persas descubrieron un rodeo por las colinas y lograron atacar a los griegos simultáneamente por ambos flancos. Todos los espartanos murieron en su puesto. Dos hombres habían estado ausentes, con permiso por enfermos, por padecer una enfermedad de los ojos: ceguera temporal. Uno de ellos insistió en que un ilota le llevase a la batalla, donde pereció; el otro, Aristodemo, vio que estaba demasiado enfermo para luchar y permaneció ausente. Cuando volvió a Esparta nadie quiso hablar con él; se le llamó el «cobarde Aristodemo». Un año después, borró su desgracia, muriendo valientemente en la batalla de Platea, donde los espartanos resultaron victoriosos.

Después de la guerra, los espartanos erigieron un monumento en el campo de batalla de las Termópilas que solamente decía así: «Extranjero, cuenta a los lacedemonios que aquí yacemos, por obedecer sus órdenes».

Durante largo tiempo los espartanos fueron invencibles en tierra. Conservaron la supremacía hasta el año 371 a. C., en que fueron derrotados por los tebanos en la batalla de Leuctra. Éste fue el final de su grandeza militar.

Fuera de la guerra, la realidad de Esparta no correspondió del todo a su teoría. Heródoto, que vivió en la época de su grandeza, observa, para asombro nuestro, que el espartano no podía resistir al soborno. Esto ocurría a pesar de que el desprecio por las riquezas y el amor a la vida sencilla eran una de las cosas principales de la educación espartana. Se nos cuenta que las mujeres espartanas eran castas; sin embargo, ocurrió varias veces que un afamado heredero del reino tuvo que desistir del Gobierno por no ser el hijo del marido de su madre. También se nos cuenta que los espartanos eran fanáticos patriotas, pero que el rey Pausanias, vencedor de Platea, terminó como traidor al servicio de Jerjes. Aparte de estos hechos tan destacados, la política de Esparta fue siempre mezquina y provincial. Cuando Atenas liberó a los griegos de Asia Menor y de las islas adyacentes de los persas, Esparta se mantuvo apartada; mientras se estimaba seguro el Peloponeso, el destino de los demás griegos les fue indiferente. Todo intento de una confederación del mundo helénico se frustró por el particularismo de Esparta.

Aristóteles, que vivió después de la caída de Esparta,[8] da una versión muy hostil de su constitución. Lo que dice es tan diferente de lo que cuentan otros que es difícil creer que se trata del mismo tema. Por ejemplo: «El legislador quería hacer duro y sobrio a todo el Estado, y logró su propósito en cuanto a los hombres, pero descuidó a las mujeres, que viven en toda clase de desenfreno y lujo. La consecuencia es que en ese Estado se da demasiado valor a las riquezas, especialmente si los ciudadanos están bajo el dominio de sus mujeres, como es el caso de muchas razas guerreras… Incluso respecto al valor que no sirve para la vida cotidiana y sólo se necesita en la guerra, la influencia de las mujeres lacedemonias ha sido sumamente perjudicial… La libertad de las mujeres espartanas existió desde tiempos remotos, como podía esperarse. Porque cuando Licurgo —nos dice la tradición— quiso someter a las mujeres a sus leyes, se resistieron y él abandonó su propósito…».

Después sigue acusando a Esparta de avaricia, que atribuye a la distribución desigual de la propiedad. Aunque las parcelas no pueden ser vendidas, dice, pueden ser regaladas o traspasadas. Dos quintas partes de toda la tierra pertenece a las mujeres. La consecuencia es una gran disminución en el número de los ciudadanos: se dice que hubo una vez diez mil, pero en la época de la derrota por Tebas había menos de mil.

Aristóteles critica cada punto de la constitución espartana. Dice que los éforos son muchas veces muy pobres y, por lo tanto, fáciles de sobornar. Y su poder es tan grande que incluso los reyes se ven obligados a cortejarlos, de manera que la constitución se ha convertido en democracia. Los éforos tienen demasiada libertad y viven de modo contrario al espíritu de la constitución, mientras que la rigidez en relación a los demás ciudadanos es tan intolerable que éstos se refugian en una indulgencia ilícita, secreta, de los placeres sensuales.

Aristóteles escribió cuando Esparta ya estaba en decadencia, pero en algunos puntos dice expresamente que todo el mal que menciona ha existido desde tiempos remotos. Su tono es tan seco y realista que es difícil no prestarle fe, y concuerda con toda la experiencia moderna de los resultados de un rigor excesivo de las leyes. Pero no es la Esparta de Aristóteles la que perdura en la imaginación de la gente, sino la mítica de Plutarco y la idealización filosófica de Esparta en la República de Platón. Siglo tras siglo, los hombres jóvenes leen estas obras y desean convertirse en Licurgos o reyes filósofos. La unión resultante entre el idealismo y el amor al Poder ha llevado siempre a los hombres a derroteros extraviados, y aún está ocurriendo eso hoy día.

El mito de Esparta, para los lectores medievales y modernos, fue establecido principalmente por Plutarco. Cuando él escribió, Esparta pertenecía al pasado romántico; su gran época era tan distante ya de su tiempo como la de Colón de la nuestra. Lo que dice debe examinarse con gran precaución por el historiador de las instituciones, mas para el historiador del mito es de extraordinaria importancia. Grecia ha influido en el mundo siempre por su acción sobre la fantasía, ideales y esperanzas de los hombres, no directamente por el Poder político. Roma ha construido carreteras que aún perduran y leyes que son la fuente de muchos códigos modernos, pero fueron los ejércitos de Roma los que dieron importancia a estas cosas. Los griegos, aunque luchadores admirables, no hicieron conquistas, porque desataron su furia militar principalmente en guerra mutua. El semibárbaro Alejandro tuvo que extender el helenismo por el cercano Oriente y procurar que el griego fuese la lengua literaria en Egipto, Siria y las partes interiores de Asia Menor. Los griegos nunca hubieran podido realizar este cometido, no por falta de capacidad militar, sino debido a su incapacidad para la cohesión política. Los vehículos políticos del helenismo siempre fueron no-helenos; pero el genio griego inspiró de tal forma a las naciones extranjeras, que éstas extendieron la cultura de los que habían sido sus vencidos.

Lo que interesa al historiador universal no son las guerras mezquinas entre las ciudades griegas, o las sórdidas riñas por el predominio de uno u otro partido, sino la nostalgia que retiene la humanidad de este breve período como el recuerdo de un hermoso amanecer en los Alpes, mientras el alpinista lucha con un duro día de viento y de nieve. Estos recuerdos, al desvanecerse poco a poco, dejaban en el espíritu de los hombres la imagen de ciertas cumbres que se habían iluminado con un especial brillo en la luz matinal, manteniendo viva la idea de que tras las nubes perduraba aún un esplendor que podía, en cualquier momento, manifestarse. Platón fue el más importante personaje para los primeros tiempos del cristianismo; Aristóteles lo fue en la Iglesia medieval; pero cuando, después del Renacimiento, los hombres empezaron a dar valor a la libertad política, volvieron ante todo a Plutarco. Éste influyó profundamente en los liberales franceses e ingleses del siglo XVIII y en los fundadores de los Estados Unidos; influyó en el movimiento del Romanticismo en Alemania y ha seguido teniendo influencia, indirectamente, sobre la ideología alemana hasta el presente. En cierto modo, resultó favorable la influencia, pero en otro aspecto perniciosa. Respecto a Licurgo y Esparta fue mala. Lo que ha de decirnos de Licurgo es importante y daré un breve resumen aun a costa de repetir.

Licurgo, dice Plutarco, decidido a dar leyes a Esparta, viajó mucho para estudiar las diferentes instituciones. Le gustaron las leyes de Creta, que eran «muy rectas y severas»,[9] pero no las de Jonia, donde «había muchas cosas superfluas y vanidades». En Egipto aprendió la ventaja de separar los soldados de los demás, y después, al volver de sus viajes, «trajo esta costumbre a Esparta, donde se establecieron comerciantes, artesanos y obreros, poseedores cada uno de una parcela propia, y fundó una noble comunidad». Hizo una división igual de tierras entre todos los ciudadanos de Esparta, para «desterrar de la ciudad la pobreza, la envidia y la avaricia, y así como toda riqueza y pobreza». Prohibió las monedas de oro y plata, permitiendo solamente las de hierro, y de tan poco valor que «para tener el valor de diez minas en calderilla hubiese ocupado toda la bodega». Así eliminó «todas las ciencias superfluas y de poco provecho», puesto que no había el suficiente dinero para pagar a los que se ocupaban de ellas. Por la misma ley hizo imposible todo comercio con el exterior. Retóricos, alcahuetes y joyeros, que no querían dinero de hierro, no deseaban entrar en Esparta. Después ordenó que todos los ciudadanos comiesen juntos y que todos tuviesen el mismo alimento.

Licurgo, como otros reformadores, consideró la educación de los hijos «lo más grande y principal que un reformador de leyes pudiera dirigir»; y como a todos los que aspiran ante todo al Poder militar, le interesaba tener un elevado censo de nacimientos. «Juegos, deportes y danzas, las muchachas los practicaban desnudas ante los hombres jóvenes, y esto fue una provocación para los hombres para que se acercasen y se casasen con ellas, no llevados al matrimonio por razones matemáticas, sino por el amor y el gusto». La costumbre de tratar el matrimonio en los primeros años como asunto clandestino «estimuló en ambas partes un amor siempre ardiente y un deseo siempre nuevo», esto, al menos, es la opinión de Plutarco. Explica que no fue mal considerado el que un hombre viejo con mujer joven admitiese que otro más joven le diese hijos. «Era legal también que un hombre honrado que amaba la mujer de otro rogara al marido de ella que pudiera acostarse a su lado, gozando de ella y extendiendo así la semilla de hijos sanos». No se toleraban los celos tontos, porque «Licurgo no quería que los hijos pertenecieran a los padres, sino al Estado, para el bien común; por esta razón también quería que los que se hicieran ciudadanos no procediesen de cualquiera, sino de los hombres más honrados solamente». Sigue explicando que éste es el principio que aplican los granjeros a su ganado.

Cuando nacía un hijo, el padre lo llevaba ante los mayores de su familia para que lo examinasen; si era sano se lo devolvían para que lo criase; si no, lo arrojaban a un profundo pozo. Los niños, desde pequeños, fueron sometidos a un proceso de endurecimiento, en ciertos aspectos bueno; por ejemplo, no se les ponían vestidos estrechos. A los siete años los chicos eran alejados de su casa y metidos en un internado, donde se los distribuía en diferentes grupos, cada uno bajo las órdenes de uno de su clase, elegidos por su inteligencia y valor. «Respecto al estudio, obtuvieron tanto como les convenía; el resto del tiempo lo pasaban aprendiendo a obedecer, a soportar dolores, a tener constancia en el trabajo, a vencer en las luchas». Jugaban juntos desnudos la mayor parte del tiempo; después de haber cumplido doce años ya no llevaban abrigos, siempre iban «sucios y desaliñados», nunca se bañaban, excepto en determinados días del año. Dormían en camas de paja, en invierno mezclada con cardo. Se les enseñaba a robar y se los castigaba al cogerlos en ello, no porque hubiesen robado, sino por tontos.

El amor homosexual, tanto en los hombres como en las mujeres era costumbre reconocida en Esparta y desempeñaba un papel reconocido en la educación del adolescente. El amante de un adolescente tenía buena o mala fama según el comportamiento del muchacho; Plutarco hace constar que una vez, cuando un muchacho lloró, al ser herido en la lucha, fue su amante el multado por la cobardía del chico.

Había poca libertad en cualquier aspecto de la vida de un espartano.

La disciplina y tipo de vida seguían aún en los adultos. Porque no era legal vivir a su antojo; estaban en su ciudad como en un campamento, donde cada uno sabía cómo se debía vivir y qué obligaciones tenía que cumplir. En resumen: todos tenían presente que no habían nacido para vivir su propia vida, sino para servir al Estado. Lo mejor que Licurgo llevó a la ciudad fue el gran descanso y el ocio a que obligó a los ciudadanos; únicamente les prohibió tener ocupaciones viles y bajas, y tampoco necesitaban alcanzar grandes riquezas en un lugar donde los bienes no eran estimados. Porque los ilotas, hombres privados de su libertad por las guerras, labraban su tierra y les entregaban cierta renta anual.

Plutarco cuenta una historia de un ateniense condenado por holgazanería, que cuando la oyó un espartano exclamó: «Enséñame el hombre condenado por vivir noblemente y como un señor».

«Licurgo —continúa Plutarco— acostumbró a sus ciudadanos a que no viviesen ni pudiesen vivir solos, sino como personas ligadas mutuamente, siempre en compañía, como las abejas alrededor de la reina».

No se permitió a los espartanos que viajasen ni se admitían en Esparta forasteros, excepto por negocios, pues se temía que las costumbres ajenas corrompieran su virtud.

Plutarco cuenta que había una ley que permitía a los espartanos matar ilotas cuando querían, pero no quiere creer que algo tan abominable hubiese sido establecido por Licurgo. «Porque no se me convence que Licurgo jamás inventase ni ordenase acción tan mala como ésta. Porque me figuro su carácter amable y bondadoso, por la clemencia y la justicia con que le hemos visto actuar en todo lo demás». Excepto en este asunto, Plutarco sólo siente admiración y elogio por la constitución de Esparta.

El efecto de Esparta sobre Platón, del que nos ocuparemos ahora especialmente, se evidenciará en el relato de su Utopía, tema del capítulo próximo.