Sócrates
Sócrates es un tema muy difícil para el historiador. Hay muchos hombres de quienes es seguro que se sabe muy poco y otros de los cuales es seguro que se sabe mucho; pero en el caso de Sócrates la duda está en si sabemos muy poco o muchísimo. Indiscutiblemente fue un ciudadano ateniense de poca fortuna que se pasó el tiempo en disputas, enseñando filosofía a los jóvenes, pero no por dinero, como los sofistas. Es seguro que fue procesado, condenado a muerte y ejecutado en el año 399 a. C., cuando tenía cerca de setenta años. Era indudablemente muy conocido en Atenas, puesto que Aristófanes le caricaturizó en Las nubes. Pero fuera de este punto nos vemos envueltos en controversias. Dos de sus discípulos, Jenofonte y Platón, escribieron sobre él ampliamente, pero decían cosas muy distintas. Incluso donde concuerdan cree Burnet que Jenofonte copia a Platón. Donde no están de acuerdo hay quien presta fe a uno, hay quien la presta al otro o a ninguno. En una disputa tan peligrosa no me atrevo a tomar partido, pero expondré brevemente los distintos puntos de vista.
Empecemos con Jenofonte, militar, no muy generosamente dotado de inteligencia y, en conjunto, convencional en sus miras. Jenofonte se lamenta de que Sócrates haya sido acusado de impiedad y corrupción de la juventud; dice que, por el contrario, Sócrates era eminentemente piadoso, y ejercía una influencia muy sana sobre los que se sometían a sus enseñanzas. Sus ideas, según parece, lejos de ser subversivas, eran bastante moderadas y de sentido común. Esta defensa va demasiado lejos, porque deja sin aclarar la hostilidad que provocó Sócrates. Como dice Burnet (De Tales a Platón, pág. 149): «La defensa de Sócrates, de Jenofonte, está demasiado lograda. Nunca hubiese sido condenado a muerte si hubiera sido de este modo».
Se ha propendido a creer que todo lo que Jenofonte expone tiene que ser cierto, porque carecía de talento suficiente para pensar algo que no correspondiese a la realidad. Es un argumento muy flojo. El relato de un tonto sobre las ideas de un hombre inteligente nunca es acertado, porque inconscientemente traduce lo que oye en algo accesible a su entendimiento. Prefiero que hable de mí mi más enconado enemigo, entre los filósofos, que un amigo ignorante de la filosofía. Por lo tanto, no podemos aceptar lo que Jenofonte dice de cualquier punto difícil de la filosofía o de un argumento que debe probar que Sócrates fue condenado injustamente.
Sin embargo, algunas de las referencias de Jenofonte son muy convincentes. Dice (y también Platón) cómo Sócrates se preocupaba continuamente del problema de nombrar hombres competentes en los puestos de mando. Solía preguntar: «Si quiero que me remienden los zapatos, ¿a quién debo acudir?». A lo cual algún joven ingenuo contestaría: «A un zapatero, ¡oh Sócrates!». Después preguntaba lo mismo respecto a los ebanistas, herreros, etc., y finalmente preguntaba: «¿Quién debe remendar la nave del Estado?». Cuando se enemistó con los Treinta, Critias, su caudillo, que conocía su manera de ser porque había estudiado con él, le prohibió seguir instruyendo a los jóvenes, añadiendo: «Más te valdría ocuparte de tus zapateros, ebanistas y herreros. Tus zapatos estarán bien estropeados por el tacón, teniendo en cuenta su mucho uso» (Jenofonte, Memorabilia, lib. I, cap. II). Esto ocurrió durante el breve Gobierno oligárquico establecido por los espartanos al final de la guerra del Peloponeso. Pero en la mayor parte del tiempo, Atenas fue democrática, tanto que incluso los generales eran elegidos por la suerte. Sócrates se encontró con un joven que quiso ser general y le convenció de que le sería útil conocer el arte marcial. Así, el joven siguió un corto curso de estrategia. Cuando volvió, Sócrates, después de una alabanza satírica, le envió a que siguiera estudiando. (Ibíd., lib. III, cap. I.). Otro joven fue estimulado por él a aprender los principios de las finanzas. Lo mismo quiso hacer con mucha gente, incluso con el ministro de la Guerra. Pero se acordó que era más fácil hacerle callar por la cicuta que sanar los males que él señaló.
Respecto al relato de Platón sobre Sócrates, la dificultad es muy distinta de la del caso de Jenofonte: es muy arduo juzgar hasta qué punto Platón quería retratar al Sócrates histórico, o hasta dónde llega su propósito de hacerle portavoz de sus propias ideas en la figura del Sócrates de sus diálogos. Platón, además de filósofo, es un escritor lleno de imaginación, genial y encantador. Nadie supone, ni él lo pretende, que las conversaciones de sus diálogos hayan ocurrido tal como las refiere. Sin embargo, al menos en los diálogos primeros, la conversación es enteramente natural y los caracteres muy convincentes. Es precisamente la calidad de Platón como escritor de fantasía lo que nos hace dudar de él como historiador. Su Sócrates es una figura sólida y extraordinariamente interesante, más allá de la capacidad que suelen tener otros poetas. Pero creo que Platón pudo haberle inventado. Si realmente lo hizo es otra cuestión.
El diálogo que se considera más histórico es la Apología. Pretende ser el discurso que Sócrates hizo en su propia defensa en el pleito; naturalmente, no es un relato taquigráfico, sino lo que retuvo la memoria de Platón varios años después del acontecimiento, elaborado literariamente. Platón estaba presente en el proceso, y ciertamente parece muy claro que lo que está escrito es algo de aquello que Platón recordó haber oído a Sócrates, y que el propósito es —hablando en sentido general— histórico. Con todas sus limitaciones, es lo suficiente para dar un retrato bastante fiel del carácter de Sócrates.
Los hechos principales del proceso de Sócrates no ofrecen duda. La persecución se basaba en el cargo de que «Sócrates es un malhechor y persona extraña, que indaga las cosas terrenas y sobrenaturales haciendo parecer lo malo causa buena; enseñando todo esto a los demás». La verdadera razón de la hostilidad era probablemente que se le creía en connivencia con el partido aristocrático.
La mayoría de sus discípulos pertenecían a este grupo y algunos en puestos oficiales habían resultado perniciosos. Pero este motivo no podía evidenciarse a causa de la amnistía. Fue declarado culpable por mayoría, y después se le concedió, según la ley ateniense, que solicitara una pena menor que la de muerte. Los jueces tenían que elegir, si encontraban culpable al acusado, entre el castigo pedido por los acusadores y el de la defensa. Era, pues, de interés para Sócrates un castigo material que el tribunal podía haber aceptado como adecuado. Sin embargo, propuso una caución de treinta minas, que algunos de sus amigos (entre ellos Platón) estaban dispuestos a entregar. Era un castigo tan pequeño que el tribunal se indignó y le condenó a muerte por una mayoría aún más considerable que la que le había declarado culpable. Sin duda, Sócrates preveía el resultado. Es evidente que no quiso evitar el castigo de la muerte haciendo concesiones que pudieran parecer que reconocía su culpabilidad.
Los acusadores eran Ánito, político demócrata; Meleto, poeta trágico, «joven y desconocido, de poco pelo, barba corta y nariz ganchuda», y Likón, retórico oscuro (véase Burnet, De Tales a Platón, pág. 180). Sostuvieron que Sócrates era culpable de no adorar a los dioses venerados por el Estado, sino de introducir otras divinidades nuevas, y además de haber corrompido a los jóvenes por medio de sus enseñanzas.
Sin preocuparnos de la cuestión insoluble del Sócrates platónico y su relación con el hombre verdadero, veamos lo que Platón le hace contestar a la acusación.
Sócrates comienza por acusar de elocuencia a sus acusadores y niega ser culpable de esta misma falta. Dice que la única elocuencia de la cual es capaz es la de la verdad. Y que no deben indisponerse con él si habla en la manera acostumbrada, no en «oración compuesta, convenientemente adornada de palabras y frases».[1] Tiene más de setenta años y jamás había aparecido ante un Tribunal de Justicia hasta ahora; por eso ruega que le perdonen su modo poco jurídico de expresarse.
Continúa diciendo que además de sus acusadores legales existe un gran número de acusadores irregulares quienes, desde que los jueces eran niños habían ido «hablando por ahí de un Sócrates, un sabio que especulaba sobre los cielos e indagaba lo de debajo de la tierra, haciendo aparecer lo malo bueno». Se dice que estos hombres no creen en la existencia de los dioses. Esta antigua acusación de la opinión pública es más peligrosa que la legal, tanto más cuanto que no sabe cuáles son las personas de las que proceden tales acusaciones, excepto en el caso de Aristófanes.[2] Señala, en respuesta a estas razones antiguas de la enemistad, que no es hombre de ciencia —«nada tengo que ver con las especulaciones físicas»—, que no es maestro y que no cobra nada por enseñar. Continúa luego burlándose de los sofistas y negando los conocimientos que ellos pretenden tener. ¿Cuál es, pues, «la razón por la cual se me llama sabio y por qué tengo tan mala fama»?
Parece que el oráculo de Delfos fue consultado una vez sobre si había un hombre más sabio que Sócrates y replicó que no. Sócrates declara haberse quedado completamente desconcertado, pues sabía que no sabía nada y, sin embargo, un dios no puede mentir. Por eso anduvo entre los sabios para ver si podía convencer al dios de su error. Primero acudió a un político que «era considerado sabio por muchos y aún más sabio por él mismo». Pronto se dio cuenta de que el hombre no era sabio y se lo explicó amablemente, pero con firmeza, «y la consecuencia fue que me odió». Después se dirigió a los poetas y les rogó que le explicaran pasajes de sus escritos, pero fueron incapaces. «Entonces supe que los poetas no escriben por sabiduría, sino por una especie de genio e inspiración». Después fue a los artesanos, pero los encontró también desilusionantes. Se hizo —dijo— muchos enemigos peligrosos así. Finalmente dijo: «Sólo Dios es sabio», y con su respuesta quiere mostrar que la sabiduría de los hombres no vale nada, o poco; no habla de Sócrates, sólo usa su nombre a guisa de ilustración, como si dijese: «¡Oh, hombres!, es el más sabio aquel que, como Sócrates, sabe que su sabiduría verdaderamente no vale nada». La tarea de educar a los pretendientes a la sabiduría le ha ocupado el tiempo y le ha dejado en extrema pobreza, pero siente que es su deber vindicar el oráculo.
Hombres jóvenes de las clases ricas, dijo, que no tienen mucho que hacer, disfrutan escuchando sus explicaciones sobre la gente y siguen su ejemplo, y de esta manera aumenta el número de sus enemigos. «Porque no quieren confesar que su pretensión de ser sabios ha sido descubierta».
Esto para la primera clase de acusadores.
Sócrates procede después a examinar a su acusador Meleto: «aquel hombre bueno y verdadero amante de su patria, como se llama a sí mismo». Pregunta quiénes son las gentes que perfeccionan mejor a los jóvenes. Meleto menciona primero a los jueces; después, presionado, se le lleva paso a paso a decir que todo ateniense, excepto Sócrates, educa bien a los jóvenes; sobre lo cual Sócrates felicita a la ciudad por su buena suerte. Después señala que los buenos deben vivir mejor entre ellos que entre los malos, y, por lo tanto, no puede ser tan insensato como para corromper a sus conciudadanos intencionadamente; no teniendo mala intención, Meleto debía instruirle en vez de perseguirle.
La acusación había dicho que Sócrates no solamente negaba los dioses del Estado sino que introducía otros dioses propios; Meleto, sin embargo, proclama que Sócrates es completamente ateo, añadiendo: «Dice que el Sol es una piedra y la Luna tierra». Sócrates replica que Meleto parece creer que está acusando a Anaxágoras, cuyas ideas se pueden escuchar en el teatro por un dracma (probablemente en las obras de Eurípides). Sócrates señala que esta nueva acusación de ateísmo está en contradicción con las anteriores, y después prosigue en consideraciones de tipo general.
El resto de la Apología tiene un tono esencialmente religioso. Había sido soldado y permanecido en su puesto como le fue ordenado. Ahora «Dios me ordena cumplir la misión de filósofo en búsqueda de mí mismo y de los demás hombres», y sería tan vergonzoso abandonar su puesto ahora como en el momento de la batalla. El temor a la muerte no es sabiduría, puesto que nadie sabe si la muerte no sería bien mayor. Si se le ofreciese la vida a cambio de cesar de especular como ha hecho hasta ahora, respondería: «Hombres de Atenas, os honro y os quiero; pero antes obedeceré a Dios que a vosotros,[3] y mientras tenga vida y fuerzas nunca cesaré de practicar y enseñar filosofía, exhortando a todo el que encuentre…, por saber que esto es el mandato de Dios; y creo que jamás hubo mejor cosa en el Estado que mi servicio a Dios». Después continúa: «Algo más tengo que decir, de lo cual vosotros quizá protestaréis, pero creo que el escucharme será un bien para vosotros, y por eso ruego que no me interrumpáis; quiero que sepáis que si matáis a una persona como yo, os haréis más daño a vosotros mismos que a mí. Nada me afligirá, ni Meleto ni Ánito pueden hacerme daño, pues una persona mala no puede herir a otra mejor que ella. No niego que Ánito, pueda matar o desterrar o privar de los derechos civiles, y pueda figurarse que inflige un gran daño a ese hombre bueno; pero no estoy de acuerdo. Porque el mal de actuar como él obra, el crimen de quitar la vida a otro hombre injustamente, es mucho mayor.
»Es por los jueces, no por mí, por lo que me defiendo —dijo Sócrates—. Soy un tábano enviado por Dios al Estado, y difícil será encontrar otro como yo. Diría que os podéis sentir molestos (como alguien que de pronto es despertado del sueño), y pensáis que es fácil matarme como pide Ánito y dormir después por el resto de vuestra vida, a menos que Dios, en su providencia, os mande otro tábano».
¿Por qué hablaba solamente de cosas personales y no públicas? «Me habéis oído hablar en varios momentos, en diversos lugares, de un oráculo o signo que me inspira, y ésta es la divinidad precisamente que Meleto pone en ridículo en su acusación. Este signo, una especie de voz, empezó cuando niño; siempre me prohíbe, pero nunca me manda algo de lo que voy a hacer. Y esto me impide ser político». Sigue diciendo que en la política ningún hombre honrado puede vivir mucho tiempo. Da dos ejemplos de cuando se ocupaba inevitablemente de cuestiones políticas: primeramente se opuso a la democracia, y después a los Treinta Tiranos, siempre que las autoridades procedían ilegalmente.
Señala que entre los presentes se encuentran muchos de sus anteriores discípulos y padres y hermanos de ellos; ninguno ha sido inducido por la acusación a prestar testimonio de que haya corrompido a los jóvenes. (Éste es casi el único argumento en la Apología que un abogado sancionaría para la defensa). Rehúsa la costumbre de presentar ante el tribunal a sus hijos llorando para ablandar el corazón de los jueces; estas escenas, dijo, ponen en ridículo tanto al acusado como a la ciudad. Debe convencer a los jueces, pero no pedirles favor.
Después del veredicto, y cuando se le niega permutar el castigo por treinta minas (es cuando Sócrates cita a Platón como uno de los fiadores y presente en el Tribunal) pronuncia su discurso último:
«Y ahora, oh hombres que me habéis condenado, os haré profecías, porque voy a morir, y en la hora de la muerte los hombres tienen un poder especial de predicción. Os profetizo, a vosotros que sois mis asesinos, que inmediatamente después de que os abandone, os espera un castigo mucho más grave que el que me habéis infligido… Si creéis que asesinando a los hombres podéis evitar que se os censure por vuestras maldades, estáis en un error; éste no es el modo posible ni honrado de evadirse; la manera más noble y fácil no es eliminar a los demás, sino ser mejores vosotros mismos».
Después se vuelve a los jueces que habían votado por su liberación y les dice que en todo lo que ha hecho en ese día, su oráculo nunca le ha contradicho, aunque en otras ocasiones le haya detenido en medio del discurso. «Es la señal de que lo que acontece es bueno, y que los que piensan que la muerte es algo malo, se equivocan». O bien «la muerte es un sueño sin ensueños», lo cual está perfectamente, o «el alma emigra a otro mundo», y «¿qué no daría un hombre por hablar con Orfeo y Museo, Hesíodo y Homero? Si eso es cierto, pues, dejad que me muera muchas muertes». En el otro mundo hablará con otros que han sufrido una muerte injusta y, ante todo, continuará su búsqueda de conocimiento. «En el otro mundo no matan al hombre porque plantea problemas, ¡seguro que no!, porque además de que son más felices que nosotros, son inmortales, si lo que se dijo es verdad…».
«La hora de partir ha llegado, y seguimos nuestro camino…, yo a morir, y vosotros a vivir. Cuál es mejor, ¡sólo Dios lo sabe!».
La Apología da un retrato perfecto de un hombre de determinado tipo: una persona muy segura de sí misma, de espíritu elevado, indiferente al éxito mundano, que creía ser guiado por una voz divina y persuadido de que el pensamiento claro es el requisito más importante para una vida recta. Excepto en este último punto, se parece a un mártir cristiano o a un puritano. En el pasaje final, donde considera lo que después de la muerte ocurre, es imposible no sentir que cree firmemente en la inmortalidad, y que su incertidumbre profesada es solamente fingida. No está turbado, como los cristianos, por temores del tormento eterno, no duda que su vida en el otro mundo será feliz. En el Fedón, el Sócrates de Platón da razones de su fe en la inmortalidad; si éstas fueron las razones que influyeron en el Sócrates histórico es cosa imposible de decir.
No hay duda de que el Sócrates histórico pretendió ser guiado por un oráculo o daimon. Si esto era análogo a lo que el cristiano llamaría la voz de la conciencia, o si le pareció ser una voz verdadera, tampoco se puede saber. Juana de Arco fue inspirada por voces, síntoma corriente de locura. Sócrates probablemente sufría trances catalépticos; al menos ésta parece ser la explicación natural de un incidente que ocurrió cuando estaba en el servicio militar:
«Una mañana estaba meditando sobre algo que no podía resolver; no quiso ceder, sino que continuó pensando en ello desde la mañana hasta mediodía; estaba absorto, rígido en sus pensamientos, y por la tarde llamó ya la atención y corrió el rumor por la asombrada multitud de que Sócrates había estado inmóvil y pensando sobre algo desde el amanecer. Por fin, a la noche, después de cenar, algunos jonios sacaron sus esteras y durmieron al aire libre, por curiosidad, para poder observarle y ver si Sócrates permanecía en pie toda la noche (claro que esto ocurrió en el verano). Allí estuvo hasta la mañana siguiente, y cuando volvió la luz del día, ofrendó una oración al Sol y se marchó» (Simposio, 220).
Cosas como éstas, en menor escala, ocurrían frecuentemente a Sócrates. Al principio del Simposio, Sócrates y Aristodemo van juntos al banquete, pero el primero queda atrás, abstraído. Cuando llega Aristodemo, Agatón, el anfitrión, dice: «¿Qué has hecho de Sócrates?», y Aristodemo se asombra de que Sócrates no esté con él; se manda un esclavo a buscarle y se le encuentra en el pórtico de una casa vecina. «Allí está rígido, dice el esclavo cuando vuelve, y aunque le he llamado no se mueve». Los que le conocen bien explican que «su costumbre es pararse en cualquier parte y extraviarse sin razón». Le dejan, y entra cuando la fiesta ya está a la mitad.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que Sócrates era muy feo; tenía una nariz chata y mucho vientre; era «más feo que todos los silenos del drama satírico» (Jenofonte, Simposio). Siempre estaba vestido con viejos trajes raídos, y además iba descalzo a todas partes. Su indiferencia frente al calor y al frío, al hambre y a la sed asombraba a todo el mundo. Alcibíades, en el Simposio, al describir a Sócrates cumpliendo el servicio militar, dice:
«Su resistencia era sencillamente admirable cuando, privados de los víveres, estábamos obligados a marchar sin alimento; en estas ocasiones, frecuentes en tiempos de guerra, era superior a mí y a todos, nadie se podía comparar con él. Su fortaleza en soportar el frío era asombrosa. Había hielo riguroso, porque el invierno en esa región es realmente tremendo, y todos quedaban en casa o, si salían, se ponían muchísima ropa y tenían buen calzado, teniendo envueltos los pies en felpa y pieles. En medio de ello, Sócrates, descalzo en el hielo y con su traje corriente, marchaba mejor que los otros soldados que tenían zapatos y le miraban con odio porque parecía despreciarlos».
Su dominio sobre todas las pasiones del cuerpo se evidencia continuamente. Raras veces bebía vino, pero cuando bebía superaba a todos; nadie le había visto nunca borracho. En el amor, aun en las más grandes tentaciones, permaneció platónico, si Platón dice la verdad. Era un perfecto santo órfico: en el dualismo entre el alma celestial y el cuerpo terrenal había conseguido el más perfecto dominio del alma sobre el cuerpo. Su indiferencia frente a la muerte, por fin, es la última prueba de este dominio. Al mismo tiempo no es un órfico ortodoxo, sólo acepta las doctrinas fundamentales, no las supersticiones ni las ceremonias de purificación.
El Sócrates platónico se anticipa a los estoicos y a los cínicos. Los primeros sostenían que el bien supremo es la virtud y que un hombre no puede perder la virtud por causas externas; esta doctrina está implícita en las manifestaciones de Sócrates de que sus jueces no pueden ocasionarle perjuicio. Los cínicos despreciaron los bienes del mundo y demostraron su desprecio rechazando los adelantos de la civilización. Es el mismo punto de vista que indujo a Sócrates a ir descalzo y mal vestido.
Parece evidente que las preocupaciones de Sócrates eran más éticas que científicas. En la Apología, como vimos, dice: «No tengo nada que ver con las especulaciones físicas».
Los primeros diálogos de Platón, considerados generalmente como los más socráticos, tratan principalmente de la búsqueda de definiciones de términos éticos. El Carmides trata de la definición de la templanza o moderación; el Lisis, de la amistad; el Laches, del valor. En ellos no se llegó a ninguna conclusión, pero Sócrates explica que es importante examinar tales cuestiones. El Sócrates platónico sostiene con insistencia que nada sabe, y solamente es más sabio que otros por saber que nada sabe, pero no cree que la ciencia sea inaccesible. Al contrario, cree de extraordinaria importancia la búsqueda de la sabiduría. Mantiene que nadie peca a sabiendas y, por lo tanto, sólo se necesita sabiduría para que todos los hombres sean muy virtuosos.
La estrecha relación entre la virtud y el saber es característica de Sócrates y Platón. Hasta cierto grado, existe en toda la filosofía griega, en contraposición al cristianismo. En la ética cristiana, un corazón puro es esencial, y puede encontrarse tanto entre los ignorantes como entre los cultos. Esta diferencia entre la ética griega y la cristiana persiste hasta hoy.
La dialéctica, es decir, el método de buscar un conocimiento por preguntas y respuestas, no lo inventó Sócrates. Parece haber sido practicado primero sistemáticamente por Zenón, discípulo de Parménides; en el diálogo de Platón, Parménides, Zenón somete a Sócrates al mismo trato al que, en otro pasaje de Platón, somete Sócrates a los demás. Pero hay razones para creer que Sócrates practicó y desarrolló el método. Como vimos, cuando Sócrates es condenado a muerte, piensa, sintiéndose feliz, que en el otro mundo puede seguir haciendo preguntas siempre, y allá no puede ser asesinado por ello, puesto que será inmortal. Ciertamente, si practicó la dialéctica del modo descrito en la Apología, se explica fácilmente la hostilidad que contra él existió: todos los tontos de Atenas se unirían contra él.
El método dialéctico es adecuado para algunas cuestiones, pero para otras no. Quizá contribuyó a determinar el carácter de las preguntas de Platón que fueron, en su mayor parte, de una índole que permitía tratarlas de esta manera. Y por la influencia de Platón, la mayor parte de la filosofía subsiguiente ha estado sujeta a limitaciones que resultan de su método.
Algunos temas son evidentemente inadecuados para semejante método, por ejemplo, la ciencia empírica. Cierto es que Galileo empleaba diálogos para defender sus teorías, pero solamente para vencer los prejuicios; las bases positivas de sus descubrimientos no se podían dialogar sin incurrir en artificio. Sócrates, en las obras de Platón, pretende siempre que solamente desentraña la sabiduría que ya posee el hombre al que está interrogando; se compara por eso con una comadrona. Cuando en el Fedón y en el Menón aplica su método a los problemas geométricos, tiene que formular preguntas capciosas que todos los jueces prohibirían. El método está en armonía con la doctrina de la reminiscencia, según la cual nosotros aprendemos, recordando lo que ya supimos en una existencia anterior. Contra este punto de vista considérese cualquier descubrimiento hecho por medio del microscopio, por ejemplo, la propagación de las enfermedades por las bacterias; a duras penas se podría sostener que esta ciencia podía desentrañarse por una persona previamente ignorante por el método de pregunta y respuesta.
Los temas adecuados para el método socrático son aquellos de los que ya poseemos bastantes conocimientos para llegar a una conclusión justa, pero que no hemos logrado por confusión del pensamiento o por falta de análisis, sacar buen provecho de ello. La pregunta «¿qué es la justicia?» es muy adecuada para una discusión en un diálogo platónico. Todos empleamos libremente las palabras justo e injusto, y examinando cómo las empleamos podemos llegar por inducción a la definición que mejor nos convenga. Lo que hace falta es saber cómo se emplean las palabras en cuestión. Pero cuando nuestra búsqueda termina, hemos hecho solamente un descubrimiento lingüístico, no ético.
Sin embargo, podemos aplicar el método con provecho a un tipo más amplio de casos. Cuando lo que se discute es más lógico que efectivo, la discusión es un método bueno para descubrir la verdad. Supongamos que alguien sostiene, por ejemplo, que la democracia es buena, pero que personas de ciertas ideas no debían tener derecho a votar. Le convenceremos de esta incompatibilidad probándole que al menos una de las dos afirmaciones debe ser más o menos errónea. Los errores lógicos son, creo, de mayor importancia práctica de lo que mucha gente cree. Las personas que los cometen pueden adaptar sus opiniones a todo tema discutido. Toda doctrina de lógica cohesión será en parte contraria a los prejuicios corrientes. El método dialéctico o, más generalmente, la costumbre de una discusión sin trabas, tiende a buscar la compatibilidad lógica y es, en este sentido, útil. Pero no sirve cuando se trata de descubrir hechos nuevos. Quizá la filosofía pueda ser definida como la suma total de estas indagaciones que se pueden averiguar por los métodos de Platón. Pero si esta definición es adecuada se debe a la influencia de Platón sobre los filósofos posteriores.