Protágoras
Los grandes sistemas presocráticos que hemos ido viendo tropezaron en la última parte del siglo y con un movimiento escéptico cuya figura más importante fue Protágoras, cabeza de los sofistas. La palabra sofista no tenía al principio un sentido peyorativo; significaba lo que nosotros hoy día entendemos por profesor. Un sofista era alguien que se ganaba la vida enseñando a los jóvenes lo que les sería útil para la vida práctica. Como no existía una enseñanza del Estado, los sofistas enseñaron solamente a los particulares que poseían medios o cuyos padres estaban bien situados. Esto les dio cierto matiz de clase además de las circunstancias políticas de la época. En Atenas y muchas otras ciudades triunfaba la democracia, pero nada se había hecho para reducir la riqueza de los que pertenecían a las antiguas familias aristocráticas. En general los ricos encarnaron la cultura helénica; tenían educación y ocio, los viajes les habían limado los prejuicios tradicionales, y el tiempo que habían pasado discutiendo había agudizado su inteligencia. La llamada democracia no atentaba contra la institución de la esclavitud, que puso a los ricos en condición de disfrutar de sus bienes sin oprimir a los ciudadanos libres.
Sin embargo, en muchas ciudades, y especialmente en Atenas, los habitantes pobres sentían una doble hostilidad contra los ricos: la envidia y el tradicionalismo. Se consideraba a los ricos —muchas veces con razón— como impíos e inmorales; derrocaron las antiguas creencias y, probablemente, pensaban destruir la democracia. De esta forma se dio el caso de que la democracia política se unía al conservadurismo cultural, mientras que los innovadores de la cultura tendían a ser reaccionarios políticos. Una situación parecida existe en la América de hoy, donde Tammany, como organización principalmente católica, se ocupa de defender los dogmas tradicionales, teológicos y éticos contra los asaltos de la ilustración. Pero los ilustrados son en América más débiles que en Atenas, porque no han logrado hacer causa común con la plutocracia. Sin embargo, hay una clase importante y de altura intelectual que se encarga de la defensa de la plutocracia, a saber: los abogados de la corporación. En ciertos aspectos, sus funciones son análogas a las que en Atenas realizaron los sofistas.
La democracia ateniense, aunque tuvo la grave limitación de no incluir a los esclavos y a las mujeres, era, en cierto modo, más democrática que ningún otro sistema moderno. Los jueces y la mayoría de los funcionarios ejecutores eran elegidos por la suerte y servían durante cortos períodos; de esta manera eran ciudadanos como los demás, como nuestros jurados, con los prejuicios y carencia de profesionalismo característicos de un ciudadano medio. En general, hubo un gran número de jueces que escuchaban cada causa. El demandante y el demandado comparecían en persona, no representados por abogados profesionales. Naturalmente, el éxito o el fracaso dependía principalmente de la habilidad oratoria en la apelación a los prejuicios populares. Aunque una persona tenía que proferir su propio discurso, podía alquilar a un experto que se lo escribiese o, como mucha gente prefería, podía pagar la enseñanza que le diera el arte necesario para conseguir éxito ante el tribunal de justicia. Se cree que eran los sofistas los que instruían a los demás en estas tareas.
La época de Pericles en la historia de Atenas es análoga a la de la reina Victoria en Inglaterra. Atenas era rica y poderosa, poco perturbada por guerras, y poseía una constitución democrática administrada por los aristócratas. Como hemos visto, junto con Anaxágoras, obtuvo poco a poco el dominio de una oposición democrática contra Pericles, y atacó uno a uno a sus amigos. La guerra del Peloponeso estalló en el año 431 a. C.;[47] Atenas (y muchos otros lugares) fueron castigados por la peste; la población, que había ascendido a cerca de 230.000 habitantes, quedó muy reducida y jamás volvió a subir a su nivel anterior (Bury, Historia de Grecia, I, pág. 444). Pericles mismo, en el año 430 a. C., fue destituido de su puesto de general por malversación de fondos públicos, mas pronto rehabilitado. Sus dos hijos murieron de la peste y él mismo falleció al año siguiente (429). Fidias y Anaxágoras fueron condenados, Aspasia perseguida por impía y por tener una casa de mala nota, pero fue absuelta.
En una comunidad de este estilo era natural que los hombres que tenían probabilidad de ganarse la hostilidad de los políticos democráticos sintieran el deseo de aprender a ser diestros en la jurisprudencia. Porque Atenas, aunque muy dada a la persecución, fue en un aspecto más liberal que la América de hoy, puesto que los acusados de impiedad y de corromper a los jóvenes podían acudir a su propia defensa.
Esto explica la popularidad de que gozaron los sofistas por parte de una clase y la hostilidad por parte de otra. Pero en realidad, servían a fines menos personales, y es evidente que muchos de ellos se interesaban auténticamente por la filosofía. Platón se dedicó a caricaturizarlos y envilecerlos, pero no podemos enjuiciarlos por sus polémicas. De género más ligero es un pasaje de Eutidemo, en el cual dos sofistas, Dionisodoro y Eutidemo, se ponen a desconcertar a un simple que se llamaba Clesipo. Empieza Dionisodoro:
«—¿Dices que tienes un perro?
»—Sí, uno corriente —dijo Clesipo.
»—¿Tiene cachorros?
»—Sí, y todos como él.
»—¿Y el perro es su padre?
»—Sí —dijo—; desde luego vi aparearse con la madre de los cachorros.
»—¿Y no te pertenece?
»—Ciertamente.
»—Entonces él es padre y tuyo; por lo tanto, es tu padre y los perritos son tus hermanos».
Más seriamente nos informa el diálogo llamado El sofista. Es una discusión lógica de la definición que el sofista emplea como ilustración. Ahora no nos interesa su lógica, únicamente lo que quiero mencionar del diálogo es la conclusión final:
«El arte de contradecir, procedente de una especie falsa de remedo vanidoso de la educación que se ocupa en hacer semblanzas, se derivó de la confección de imágenes, distinguidas como una porción, no divina sino humana, de producción, que presenta un juego de sombras de palabras; así es la sangre y estirpe que puede, con absoluta certeza, ser asignada al sofista auténtico». (Traducción de Cornford).
Existe un relato sobre Protágoras, sin duda apócrifo, que ilustra la relación de los sofistas con los tribunales en la mente del pueblo. Se cuenta que instruyó a un joven sobre las condiciones en que debía cobrar sus honorarios, si el joven ganaba su primer proceso, pero de otra manera no, y que el primer pleito de este joven fue realizado por Protágoras para poder cobrar sus honorarios.
Es hora de abandonar estos preliminares y ver lo que realmente se sabe de Protágoras.
Nació alrededor del año 500 a. C., en Abdera, la ciudad de donde procedía Demócrito. Visitó dos veces Atenas; su segunda visita fue por el 432 a. C. Hizo un código para la ciudad de Turios en 444-443 a. C. Se dice que fue perseguido por impío, pero esto no parece ser cierto, a pesar de que escribió un libro Sobre los dioses, que empezaba con las palabras: «Respecto a los dioses no puedo estar seguro si existen o no, ni qué aspecto tienen, porque hay muchas cosas que impiden un conocimiento seguro: la oscuridad del tema y la brevedad de la vida humana».
Su segundo viaje a Atenas se describe un poco satíricamente en el Protágoras de Platón, y sus doctrinas se discuten seriamente en el Teetetes. Se destaca principalmente por su doctrina de que «el hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que son lo que son y de las que no son lo que no son». Esto se interpreta en el sentido de que cada hombre es la medida de todas las cosas y que, cuando difieren los hombres, no existe una verdad objetiva en virtud de la cual una es verdadera y la otra falsa. La doctrina es esencialmente escéptica y probablemente se basa en el hecho de que los sentidos están «llenos de engaños».
Uno de los tres fundadores del pragmatismo, F. C. S. Schiller, solía llamarse discípulo de Protágoras. Creo que lo hizo porque Platón en el Teetetes sugiere como interpretación de Protágoras que una opinión puede ser mejor que otra, aunque no puede ser más verdadera. Por ejemplo, cuando alguien tiene ictericia, todo parece amarillo. No tiene sentido decir que las cosas no son realmente amarillas, sino que tienen el color con que las ve el hombre sano; sin embargo, podemos decir que, puesto que la salud es mejor que la enfermedad, la opinión del hombre sano vale más que la del ictérico. Este punto de vista es evidentemente parecido al pragmatismo.
La falta de creencia en una verdad objetiva convierte a la mayoría de la gente, prácticamente, en árbitros de lo que hay que creer. De aquí Protágoras fue inducido a una defensa de la ley, convención y moral tradicionales. Aun cuando —como vimos— no sabía si los dioses existían, estaba seguro de que deben ser venerados. Este punto de vista es el adecuado para un hombre cuyo escepticismo teórico es profundo y lógico.
Protágoras pasó la edad madura en una especie de viaje de conferencias continuo por las ciudades de Grecia, enseñando por ciertos honorarios «a todo el que deseaba tener capacidad práctica y una cultura mental más elevada» (Zeller, pág. 1299). Platón objeta —con un poco de esnobismo según nuestras nociones modernas— que los sofistas cobraban dinero por la instrucción. Platón poseía medios propios suficientes, y por lo visto era incapaz de darse cuenta de las necesidades de los que no tenían una buena fortuna. Es curioso que los profesores modernos que no ven la razón para rechazar honorarios hayan repetido tantas veces los juicios de Platón.
Pero hubo otro punto en que los sofistas diferían de la mayoría de los filósofos contemporáneos. Era corriente, excepto entre los sofistas, que un maestro fundase una escuela con reglas parecidas a las de una hermandad; existía una vida en común más o menos extensa, a veces parecida a una regla monástica y, generalmente, una doctrina esotérica no proclamada públicamente. Todo esto era natural como quiera que la filosofía surgió del orfismo. Entre los sofistas no hubo nada de esto. Lo que tenían que enseñar no se relacionaba, según ellos, con la religión o con la virtud. Instruían en el arte de argüir y en todo cuanto apoyara a éste. Hablando en sentido amplio, podríamos decir que estaban preparados como los juristas modernos para mostrar cómo se arguye en pro o en contra de una opinión, sin ocuparse de defender sus propias ideas. Aquellos para los que la filosofía constituía un modo de vida unido estrechamente a la religión, naturalmente estaban indignados; los sofistas les parecían frívolos e inmorales.
Hasta cierto punto, el odio que suscitaron los sofistas no sólo en la gente en general, sino en Platón y en los filósofos posteriores, se debía a su mérito intelectual. La búsqueda de la verdad, cuando es auténtica, debe ignorar las consideraciones morales. No podemos saber de antemano si la verdad resultará lo que se cree edificante en una determinada sociedad. Los sofistas estaban preparados para seguir un argumento a donde quiera les pudiese llevar, frecuentemente al escepticismo. Uno de ellos, Gorgias, sostuvo que nada existía, que si algo existiese es incognoscible. Y aun garantizando que existe y que pudiera ser conocido por alguien, nunca podría comunicarlo a los demás. No sabemos cuáles fueron sus argumentos, pero bien puedo imaginarme que tenían una fuerza lógica que obligaba a sus adversarios a refugiarse en lo edificante. Platón se ocupa siempre en defender las ideas que harán al pueblo lo que él llama virtuoso; casi nunca es honrado, intelectualmente, porque se permite juzgar doctrinas por sus consecuencias sociales. Hasta en eso no es honrado; pretende llevar el argumento y juzgar por normas puramente teóricas, cuando en realidad está torciendo la discusión, llevándola a un fin virtuoso. Introdujo este truco en la filosofía, donde persiste desde entonces. Probablemente fue la gran hostilidad contra los sofistas lo que impuso este carácter a los Diálogos. Uno de los defectos de todos los filósofos desde Platón es que sus búsquedas éticas parten de la suposición de que ya conocen las conclusiones a las que deben llegar.
Parece que había hombres en Atenas, en la última parte del siglo V, que enseñaron doctrinas políticas que parecían inmorales a sus contemporáneos, y así aparecen a las naciones democráticas del presente.
Trasímaco, en el primer libro de la República, arguye que no hay justicia, excepto el interés del más fuerte; que las leyes se hacen por los Gobiernos para su propia ventaja; que no existe una norma impersonal a la cual apelar en las contiendas por el Poder. Calicles, según Platón (en Gorgias), sostuvo una doctrina parecida. La ley de la naturaleza, dijo, es la ley del más fuerte; pero los hombres han establecido ciertas instituciones y preceptos morales, por su conveniencia, para refrenar al más fuerte. Semejantes doctrinas han logrado mayor aplauso en nuestra época que en la Antigüedad. Y piénsese lo que se quiera de ellas, no son, desde luego, características de los sofistas.
Durante el siglo V, cualquiera que sea la parte que los sofistas puedan haber tenido en el cambio, se realizó en Atenas una transformación desde una sencillez puritana rigurosa a un cinismo ingenioso y cruel en lucha con la defensa torpe y también cruel de la ortodoxia decadente. Al principio del siglo surge la dirección ateniense, entre las ciudades de Jonia, contra los persas, y la victoria de Maratón se da en 490 a. C. Al final ocurre la derrota de Atenas por Esparta en el año 404 a. C. y la ejecución de Sócrates en el año 399 a. C. Después Atenas dejó de ser políticamente importante, pero obtuvo la supremacía cultural indiscutible, conservándola hasta la victoria del cristianismo.
Es esencial conocer algo de la historia del siglo V en Atenas para comprender a Platón y todo el pensamiento griego posterior. En la primera guerra persa la gloria principal la obtuvo Atenas gracias a la victoria decisiva de Maratón. En la segunda guerra, diez años más tarde, los atenienses fueron aún los mejores navegantes griegos, pero en tierra la victoria se debió ante todo a los espartanos, los caudillos reconocidos del mundo helénico. Los espartanos, sin embargo, tenían puntos de mira muy estrechos y provincianos, y ya no pusieron resistencia a los persas cuando fueron expulsados de la Grecia europea. La supremacía de los griegos asiáticos y la liberación de las islas que habían sido conquistadas por los persas fue emprendida con gran éxito por Atenas. Esta ciudad llegó a ser la fuerza naval principal, y logró un control imperialista considerable sobre las islas jónicas. Bajo el mando de Pericles, que era demócrata moderado e imperialista también moderado, prosperó Atenas. Los grandes templos cuyas ruinas son aún la gloria de la ciudad, fueron construidos por su iniciativa para sustituir a los que Jerjes había destruido. Atenas aumentó muy rápidamente en riquezas y en cultura y, como siempre suele ocurrir, en especial cuando se deben al comercio con otros países, decayeron la moral y las creencias tradicionales.
Hubo en aquella época en Atenas un número extraordinario de hombres geniales. Los tres grandes dramaturgos, Esquilo, Sófocles y Eurípides pertenecen al siglo V. Esquilo luchó en Maratón y presenció la batalla de Salamina. Sófocles fue aún ortodoxo en materia religiosa. Pero Eurípides estuvo influido por Protágoras y el espíritu librepensador de la época, y miraba los mitos con escepticismo y de forma subversiva. Aristófanes, poeta humorístico, se burlaba de Sócrates, de los sofistas y de los filósofos, pero, sin embargo, formaba parte de su círculo; en el Symposium Platón le representa como quien se halla en buena amistad con Sócrates. Fidias, el escultor, pertenecía al círculo de Pericles, como ya hemos mencionado.
En ese período, Atenas se destacó más artística que intelectualmente. Ninguno de los grandes matemáticos o filósofos del siglo era ateniense, excepto Sócrates, y éste no era escritor, sino una persona que se dedicaba solamente a la discusión oral.
Al estallar la guerra del Peloponeso en 431 a. C. y ocurrir la muerte de Pericles en 429 a. C., se inició un período oscuro en la historia ateniense. Los atenienses eran superiores en el mar, pero los espartanos conservaron la supremacía en tierra y ocuparon repetidas veces el Ática (excepto Atenas) durante el verano. El resultado fue que Atenas estaba superpoblada y sufrió terriblemente por la peste. En el año 414 a. C., los atenienses mandaron una gran expedición a Sicilia con la esperanza de conquistar Siracusa, aliada de Esparta; pero el intento fracasó. La guerra convirtió a los atenienses en gente feroz y perseguidora. En el 416 a. C. conquistaron la isla de Melos, mataron a todos los hombres en edad militar e hicieron esclavos a los demás habitantes. Las mujeres de Troya, de Eurípides, es una protesta contra tamaña barbarie. La lucha tenía su aspecto ideológico, puesto que Esparta era la representante de la oligarquía y Atenas de la democracia. Los atenienses sospecharon con razón de sus propios aristócratas, que probablemente por su traición causaron la derrota naval final en la batalla de Agospótamos en 405 a. C.
Al final de la guerra los espartanos establecieron en Atenas un Gobierno oligárquico, conocido con el nombre de los Treinta Tiranos. Algunos de los Treinta, incluyendo a Critias, su caudillo, habían sido discípulos de Sócrates. Merecieron su impopularidad y fueron destituidos al año. Con la venia de Esparta, la democracia fue restaurada, pero era una democracia dura, que evitó con una amnistía la venganza directa contra sus enemigos internos, pero que se valía de cualquier pretexto, no cubierto por la amnistía, para perseguirlos. En este ambiente se llevó a cabo el proceso y la muerte de Sócrates (399 a. C.).