Los atomistas
Los fundadores del atomismo fueron dos, Leucipo y Demócrito. Es difícil distinguirlos, porque generalmente se los menciona juntos y, evidentemente, algunas obras de Leucipo fueron luego atribuidas a Demócrito.
Leucipo, que parece haber vivido alrededor de 440 a. C.,[36] procedía de Mileto y trajo consigo la filosofía científica racionalista de esa ciudad. Estaba muy influido por Parménides y Zenón. Se sabe tan poco de él que Epicuro (un continuador posterior de Demócrito) negó por completo su existencia y algunos modernos afirman también esta teoría. Hay, sin embargo, numerosas alusiones relativas a él en Aristóteles, y parece increíble que éstas (que incluyen citas textuales) existiesen, si fuera meramente un mito.
Demócrito es una figura mucho más definida. Nació en Abdera, en Tracia; respecto a la fecha, dice que era joven cuando Anaxágoras era ya viejo, o sea por 420 a. C., y debió de alcanzar su apogeo hacia 432 a. C. Viajó mucho por tierras del Sur y del Oriente en busca de conocimientos. Acaso pasó una larga temporada en Egipto, y visitó seguramente Persia. Después volvió a Abdera, donde permaneció. Zeller le califica de «superior a todos los filósofos anteriores y contemporáneos en cuanto a riqueza de ciencia; y superó a la mayoría en penetración y corrección lógica del pensamiento».
Demócrito fue contemporáneo de Sócrates y de los sofistas, y atendiendo a razones puramente cronológicas debíamos tratarlo posteriormente en nuestra historia. La dificultad está en que es difícil distinguirle de Leucipo. Por eso me ocupo de él antes que de Sócrates y de los sofistas, aunque parte de su filosofía pretendió ser una réplica a Protágoras, su conciudadano y el más eminente de los sofistas. Protágoras, al visitar Atenas, fue recibido con entusiasmo; Demócrito, por su parte, dice: «Fui a Atenas, y nadie me conoció». Durante mucho tiempo se desconoció su filosofía en Atenas: «No está claro —dice Burnet— que Platón supiera algo de Demócrito…, pero Aristóteles le conoce bien, porque también era jonio del norte».[37] Platón no le menciona nunca en los Diálogos, pero Diógenes Laercio dice que Platón le odió de tal forma que quiso que se quemasen todos sus libros; Heath le estima en alto grado como matemático.[38]
Las ideas fundamentales de la común filosofía de Leucipo y Demócrito se debieron al primero, pero es difícil separarlos en cuanto a la elaboración y, de todos modos, tampoco vale la pena intentarlo. Leucipo, si no Demócrito, fue impulsado al atomismo por el propósito de hallar una vía media entre el monismo y el pluralismo, tal como los representara Parménides y Empédocles. Su punto de vista se parece notablemente al de la ciencia moderna, y evitó muchos de los errores a los que la especulación griega era propensa. Creían que todo se compone de átomos que, físicamente, pero no geométricamente, son indivisibles: que entre los átomos existe un espacio vacío; que son indestructibles, que siempre han estado y estarán en movimiento; que existe un número infinito de átomos e, incluso, de clases de átomos, y que las diferencias se refieren a la forma y al tamaño. Aristóteles[39] asegura que, según los atomistas, los átomos difieren también en cuanto al calor, y que los átomos esféricos que componen el fuego son los más calientes; y también son diferentes de peso. Cita a Demócrito, diciendo: «Cuanto mayor es lo indivisible, tanto más pesa». Pero la cuestión de si los átomos poseían originariamente peso en las teorías de los atomistas es cosa que se discute.
Los átomos estaban siempre en movimiento, pero hay desacuerdo entre los comentaristas respecto al carácter del movimiento original. Algunos, especialmente Zeller, mantienen que los átomos se consideraban como en continua caída y que los más pesados caían con más rapidez; así al arrastrar éstos a los más ligeros se producían impactos, y los átomos se desviaban como las bolas de billar. Esto era seguramente la opinión de Epicuro, que en muchísimos aspectos basó sus teorías en las de Demócrito, intentando, con muy poca comprensión, tener en cuenta la crítica de Aristóteles. Pero hay razones para creer que el peso no era propiedad original de los átomos de Leucipo y Demócrito. Más probable parece que, según ellos, los átomos se movían al azar como en la moderna teoría cinética de los gases. Demócrito dijo que no existía ni arriba ni abajo en el vacío infinito, y comparó el movimiento de los átomos del alma con el de las partículas de un rayo de sol, cuando no hay viento. Ésta es una posición mucho más inteligente que la de Epicuro, y supongo que es la que sostenían Leucipo y Demócrito.[40]
Como resultado de colisiones, montones de átomos llegaban a formar vórtices. Los demás procedían como dice Anaxágoras; pero representa un adelanto explicar los vórtices mecánicamente y no como resultado de una acción del espíritu.
En la Antigüedad era corriente reprochar a los atomistas el atribuirlo todo a la casualidad. Eran, por el contrario, rigurosos deterministas, que creían que todo ocurre de acuerdo con las leyes naturales. Demócrito negaba explícitamente que todo pueda ocurrir por casualidad.[41] Leucipo —aunque es dudosa su existencia— se sabe que dijo una cosa: «Nada ocurre por nada, sino todo por una razón y por necesidad». Es cierto que no explica por qué el mundo originalmente tuvo que haber sido como era; quizá esto pudo haber sido atribuido a la casualidad. Pero una vez que existió el mundo, su desarrollo ulterior fue fijado inalterablemente por principios mecánicos. Aristóteles y otros reprochaban a él y a Demócrito no tener en cuenta el movimiento original de los átomos; pero en este aspecto los atomistas eran más científicos que sus críticos. La causa tiene que nacer de algo, y dondequiera que se origine no se le puede asignar una causa al dato inicial. El mundo puede ser atribuido a un creador, pero incluso entonces éste no puede ser explicado. La teoría de los atomistas, en efecto, estaba más próxima a la ciencia moderna que cualquier otra de la Antigüedad.
Los atomistas, a diferencia de Sócrates, Platón y Aristóteles, querían explicar el mundo sin introducir la noción de propósito o causa final; esta última es un evento en el futuro por causa del cual ocurre el acontecimiento. Este concepto se puede aplicar a los asuntos humanos. ¿Por qué cuece el panadero pan? Porque la gente tendrá hambre. ¿Por qué se construyen ferrocarriles? Porque la gente deseará viajar. En tales casos, las cosas se explican por el fin para el cual sirven. Cuando preguntamos: «¿Por qué?», respecto a un suceso, podemos referirnos a una u otra de estas dos cosas. Podemos indicar: «¿Para qué fin sirve esta acción?», o: «¿Qué circunstancias anteriores originaron este acontecimiento?». La contestación a la primera pregunta es una explicación teleológica o por causas finales; la respuesta a la segunda es mecánica. No comprendo cómo pudo saberse de antemano cuál de las dos cuestiones debía plantearse la ciencia, o si acaso las dos. Pero la experiencia ha demostrado que la pregunta mecánica conduce al conocimiento científico, mientras que la teleológica no. Los atomistas plantearon la cuestión mecánica, dando una respuesta mecánica. Sus sucesores, hasta el Renacimiento, se interesaron más por el lado teleológico, y por eso la ciencia llegó a un callejón sin salida.
Respecto a ambas cuestiones, existe una limitación que frecuentemente se ignora, tanto en el pensamiento popular como en la filosofía. Ninguno de los dos problemas puede ser planteado claramente sobre la realidad como un todo (incluyendo a Dios), sino solamente sobre partes de ella. Respecto a la explicación teleológica, desemboca generalmente en un Creador, o al menos en un Hacedor cuyos fines se realizan en el curso de la naturaleza. Pero si un hombre es tan obstinadamente teleológico que continúa preguntando qué fin persigue el Creador, su pregunta es, evidentemente, impía. Además carece de sentido, puesto que para darle significado deberíamos suponer que el Creador, a su vez, fuese creado por algún supercreador, a cuyos fines sirve. La concepción de la finalidad, por lo tanto, es aplicable solamente dentro de la realidad, pero no a la realidad como un todo.
Un argumento parecido se aplica a las explicaciones mecánicas. Un suceso es causado por otro, este otro por un tercero, etc. Pero si investigamos la causa del todo, llegamos de nuevo hasta el Creador, el cual no debe tener causa. Todas las explicaciones causales deben tener, por lo tanto, un comienzo arbitrario. Por eso no es un error de la teoría de los atomistas haber dejado sin explicar los movimientos originales de los átomos.
No se debe suponer que las razones para sus teorías fuesen completamente empíricas. La teoría de los átomos ha revivido en los tiempos modernos para explicar los hechos de la química; éstos no fueron conocidos por los griegos. No hubo una distinción clara en los tiempos antiguos entre la observación empírica y el argumento lógico. Parménides trató los hechos observados con desprecio, pero Empédocles y Anaxágoras solían combinar gran parte de su metafísica con las observaciones en fanales y cubos en rotación. Hasta los sofistas, ningún filósofo parece haber dudado de que una metafísica completa y una cosmología pudieran establecerse por combinación de muchos razonamientos y observación. Casualmente dieron los atomistas con la hipótesis, cuya comprobación se encontró más de dos mil años después, pero aun sus creencias, en aquellos tiempos, no carecían de fundamento sólido.[42]
Como los otros filósofos de su época, Leucipo se preocupó de encontrar una manera de conciliar los argumentos de Parménides con el hecho evidente del movimiento y del cambio. Como dice Aristóteles:[43]
«Aunque estas ideas (las de Parménides) parecen tener una secuencia lógica en una discusión dialéctica es, sin embargo, casi locura creer en ellas si consideramos los hechos. Porque, en efecto, ningún loco es tan demente como para suponer que el fuego y el hielo son uno: entre lo que es cierto y lo que parece por costumbre, sólo algunos son bastante locos para no establecer diferencia».
Leucipo, sin embargo, creía tener una teoría que armonizaba con la percepción de los sentidos y que no abolía ni lo que iba a ser ni lo pasajero, o el movimiento y la multiplicidad de las cosas. Hizo estas concesiones a los hechos de la percepción; por otro lado, concedió a los monistas que no podía haber movimiento sin vacío. El resultado es la siguiente teoría: «El vacío es un no-ser, y ninguna parte de lo que es es un no-ser; porque lo que es en el sentido estricto del término es un pleno absoluto. Sin embargo, éste no es una unidad; al contrario, es una multiplicidad infinita en número e invisible, debido a la pequeñez de su tamaño; la multiplicidad se mueve en el vacío (porque éste existe), y juntándose producen el devenir, mientras que separándose se forma el pasar. Además, actúan y sufren la acción dondequiera se encuentran y establecen casualmente contacto (porque aquí no son una), y se producen al juntarse y entrelazarse. Del genuinamente Uno, por otro lado, nunca podía formarse una multiplicidad, ni de la genuina Multiplicidad podía salir lo Uno: es imposible».
Se verá que había un punto en que todo el mundo estaba de acuerdo, a saber: en que no podía existir movimiento en un pleno o plétora. En esta idea todos estaban igualmente equivocados. Puede haber un movimiento cíclico en una plétora, con tal que haya existido siempre. La idea era que un objeto podía moverse solamente en un lugar vacío, y que en un pleno no existen lugares vacíos. Se puede discutir, acaso con razón, que el movimiento nunca comienza en un pleno, pero no se puede sostener válidamente que no pudiera ocurrir de ninguna manera. Sin embargo, los griegos creían que se debe aceptar el universo incambiable de Parménides o, de otro modo, admitir el vacío.
Los argumentos de Parménides contra el no-ser parecían lógicamente irrefutables respecto al vacío, y se vieron reforzados por el descubrimiento de que donde parece no haber nada está el aire. (Esto es un ejemplo de la mezcla confusa de lógica y observación que era habitual). Podemos afirmar la postura de Parménides de la manera siguiente: «Se dice que hay un vacío; por lo tanto, el vacío no es una nada; por lo tanto, no es el vacío». No se podría decir que los atomistas respondieran a este argumento; solamente proclamaron que preferían ignorarlo, a causa de que el movimiento es un hecho de la experiencia y, por tanto, debe existir un vacío, por muy difícil que sea comprenderlo.[44]
Ocupémonos de la historia posterior de este problema. Lo primero y mejor para evitar la dificultad lógica es distinguir entre materia y espacio. Según esta opinión, el espacio no es nada, sino la naturaleza de un receptáculo que puede o no poseer una parte llena de materia. Aristóteles dice (Física, 208 b): «La teoría de que el vacío existe implica la existencia de lugar: porque se definiría el vacío como un lugar privado de cuerpo». Newton manifiesta con extraordinaria claridad esta idea, afirmando la existencia de un espacio absoluto, y según eso distingue el movimiento absoluto del relativo. En la controversia de Copérnico, ambas partes (por poco que lo hubieran advertido) concordaron en esta opinión, puesto que creían que había una diferencia entre «el cielo gira de Este a Oeste», «la Tierra gira de Oeste a Este». Si todo movimiento es relativo, estas dos afirmaciones son sólo dos maneras distintas de expresar lo mismo, como: «Juan es el padre de Jacobo» y «Jacobo es el hijo de Juan». Pero si todo movimiento es relativo y el espacio es no-sustancial, nos quedamos con los argumentos de Parménides contra el vacío.
Descartes, cuyos argumentos son de la misma clase que los de los filósofos griegos primitivos, dijo que la extensión es la esencia de la materia, y, por lo tanto, existe la materia en todas partes. Para él extensión es un adjetivo, no un sustantivo; su sustantivo es materia sin el cual no puede existir. El espacio vacío es para él tan absurdo como la dicha sin un ser que la sienta. Leibniz, por razones algo distintas, creía también en el pleno, pero sostuvo que el espacio es solamente un sistema de relaciones. Sobre este tema se entabló una famosa controversia entre él y Newton, representado este último por Clarke. La controversia quedó sin resolver hasta Einstein, cuya teoría dio definitivamente la victoria a Leibniz.
El físico moderno, al creer aún que la materia es, en cierto sentido, atómica, no cree, sin embargo, en el espacio vacío. Donde no hay materia, hay aún algo: las ondas de luz. La materia ya no ocupa el alto lugar que tuvo en la filosofía debido a los argumentos de Parménides. No es sustancia invariable, sino meramente una manera de agrupar acontecimientos. Algunos de éstos pertenecen a grupos que se pueden considerar como cosas materiales; otras, como las ondas de luz, no. Hay cosas que son la sustancia del mundo y cada una de ellas es de breve duración. Respecto a esto, los físicos modernos son partidarios de Heráclito contra Parménides. Pero lo eran de Parménides hasta que llegaron Einstein y la teoría de los cuantos.
En cuanto al espacio, el punto de vista moderno es que ni representa una sustancia, como sostuvo Newton —y como debían haber dicho Leucipo y Demócrito—, ni un adjetivo de los cuerpos extensos —según la idea de Descartes—, sino un sistema de relaciones, como pensó Leibniz. No está claro si este punto de vista es compatible con la existencia del vacío. Acaso en una lógica abstracta puede no ser contrario al vacío. Podemos decir que entre dos cosas hay una distancia más o menos grande, y que la distancia no implica la existencia de cosas intermedias. Sin embargo, esta idea no se podía emplear en la física moderna. Según Einstein, la distancia se da entre los eventos, no entre las cosas, e incluye tanto el tiempo como el espacio. Es esencialmente una concepción causal, y en la física moderna no hay acción a distancia. Todo esto, sin embargo, se basa en razones empíricas más que lógicas. Además, la idea moderna puede expresarse sólo en términos de ecuaciones diferenciales, incomprensibles para los filósofos de la Antigüedad.
Por lo tanto, parece que el desarrollo lógico de las ideas de los atomistas es la teoría de Newton sobre el espacio absoluto, lo que choca con la dificultad de atribuir realidad al no-ser. Para esta teoría no existen objeciones lógicas. La objeción principal consiste en que el espacio absoluto es absolutamente incognoscible y, por consiguiente, no puede ser una hipótesis necesaria en una ciencia empírica. Una objeción más práctica es que la física puede prescindir de ella. Pero el universo de los atomistas sigue siendo lógicamente posible, y es más afín al mundo verdadero que el de ningún otro de los filósofos de la Antigüedad.
Demócrito elaboró sus teorías hasta el detalle, y resultan interesantes algunos de sus argumentos. Cada átomo, dijo, es impenetrable e indivisible, porque no contiene vacío. Cuando se usa un cuchillo para cortar una manzana éste ha de buscar lugares vacíos donde pueda penetrar; si la manzana no tuviese ningún vacío, sería infinitamente dura y, por lo tanto, físicamente indivisible. Cada átomo es interiormente invariable y, de hecho, una unidad parmenidiana. Lo único que hacen los átomos es moverse y chocar, y algunas veces combinarse cuando casualmente tienen formas que pueden ajustarse. Existen toda clase de formas; el fuego se compone de pequeños átomos esféricos y el alma igualmente. Los átomos producen vórtices por la colisión, lo que crea cuerpos y, en último término, mundos.[45] Hay muchos mundos, unos en desarrollo y otros en decadencia; algunos acaso no tengan ni Sol ni Luna; otros poseen varios. Cada mundo tiene un principio y un fin. Puede ser destruido por colisión con otro mayor. Esta cosmología se puede resumir en las palabras de Shelley:
Mundos tras mundos siempre están rodando,
desde su creación hasta su fin,
como las burbujas en un río,
chisporroteando, estallando, llevadas allá.
La vida se originó del cieno primigenio. En todas las partes de un cuerpo viviente hay un fuego, pero principalmente en el cerebro o en el pecho. (Las autoridades difieren en este punto). El pensamiento es una clase de movimiento y así puede causar el movimiento en otra parte. La percepción y el pensamiento son procesos físicos. Hay dos clases de percepción, una de los sentidos y otra de la inteligencia. Estas últimas dependen solamente de cosas percibidas, mientras que las primeras dependen también de nuestros sentidos, y, por lo tanto, pueden ser erróneas. Como Locke, Demócrito sostuvo que el calor, el gusto y el color no residen realmente en el objeto, sino que son debidos a nuestros órganos del sentido, mientras que el peso, la densidad y la solidez están verdaderamente en el objeto.
Demócrito era un perfecto materialista; para él, como hemos visto, el alma se componía de átomos y el pensamiento era un proceso físico. No había finalidad en el universo, sino únicamente átomos regidos por leyes mecánicas. No creyó en la religión popular, y argumentó contra el nous de Anaxágoras. Éticamente consideró la alegría como meta de la vida, hallando en la moderación y en la cultura los mejores medios para conseguirla. Detestó toda violencia y apasionamiento, y también el sexo porque, según él, la preponderancia de lo consciente queda anulada por el placer. Valoró la amistad, pero pensó mal de las mujeres y no deseaba tener hijos, porque su educación le impediría filosofar. En todo esto se parece a Jeremías Bentham, e igualmente en su amor a lo que los griegos llamaban democracia.[46]
Demócrito —al menos en mi opinión— es el último de los filósofos libres de la tacha que envenenó todo el pensamiento antiguo posterior y medieval. Todos los filósofos que hasta ahora hemos estudiado hicieron un esfuerzo desinteresado para entender el mundo. Lo creyeron más fácil de comprender de lo que es, pero sin este optimismo no hubieran tenido el valor de empezar siquiera. Su actitud era, en general, genuinamente científica, cuando no representaba meramente los prejuicios de su época. Pero no era solamente científica, era imaginativa y vigorosa, y llena de amor a la aventura. Se interesaron por todo: meteoros y eclipses, peces y torbellinos, religión y moral; un intelecto penetrante iba a la par con un ardor infantil.
De ahora en adelante aparecen los primeros gérmenes de la decadencia, a pesar de la perfección anterior, inigualada, y luego sigue un desmoronamiento paulatino. Lo que está mal, incluso en la mejor filosofía posterior a Demócrito, es un énfasis indebido respecto al hombre en comparación con el universo. Primero aparece el escepticismo con los sofistas, que lleva al estudio de cómo alcanzamos los conocimientos, sin intentar adquirir nuevos datos. Después, con Sócrates, el énfasis se pone en la ética; Platón rechaza el mundo de los sentidos a favor del mundo creado por uno mismo, por el pensamiento puro: Aristóteles manifiesta la creencia en la finalidad como concepción fundamental de la ciencia. A pesar del genio de Platón y Aristóteles, sus ideas tenían defectos que resultaron infinitamente nocivos. Después hubo un decaimiento del vigor, y se recrudeció la superstición popular. Una perspectiva en parte nueva surgió de la victoria de la ortodoxia católica; pero fue en el Renacimiento, y no antes, cuando la filosofía recuperó el vigor y la independencia que caracteriza a los predecesores de Sócrates.