Parménides
Los griegos no eran partidarios de la moderación, ni en la teoría ni en la práctica. Heráclito sostuvo que todo cambia; Parménides replicó que nada cambia.
Parménides procedía de Elea, en el sur de Italia, y tuvo su florecimiento en la primera parte del siglo V a. C. Según Platón, Sócrates se entrevistó con Parménides en su juventud (o sea aproximadamente, en 450 a. C.), siendo este último ya viejo, y aprendió mucho de él. Sea esta entrevista cierta o no, podemos decir lo que es de todos modos evidente: que Platón estaba influido por las doctrinas de Parménides. Los filósofos del sur de Italia y de Sicilia se inclinaron más al misticismo y a la religión que los de Jonia, que fueron enteramente científicos y escépticos en sus tendencias. Pero las matemáticas, bajo la influencia de Pitágoras, florecieron más en la Magna Grecia que en Jonia; sin embargo, los matemáticos de aquel tiempo mezclaron el misticismo con su ciencia. Parménides estuvo influido por Pitágoras, pero el alcance de esta influencia es mera conjetura. Lo que a Parménides hace históricamente importante es que inventó una forma de argumento metafísico que, en una u otra forma, se halla en la mayoría de los metafísicos posteriores, incluyendo a Hegel. Frecuentemente se le atribuye haber inventado la lógica, pero en realidad era metafísica basada en lógica.
La doctrina de Parménides se expone en un poema: Sobre la naturaleza. Consideró los sentidos como engañadores y condenó multitud de cosas sensoriales como mera ilusión. El único ser verdadero es el Único, infinito e indivisible. No es, como en Heráclito, una combinación de contrastes, puesto que no hay tales cosas opuestas. Parece que pensó, por ejemplo, que frío, significa solamente no caliente, y oscuro únicamente no claro. El Único no lo concibe Parménides como nosotros a Dios; parece haberlo imaginado material y extenso, porque habla de él como de una esfera. Pero no puede ser dividido, porque el conjunto está presente en todas partes.
Parménides divide su ciencia en dos partes, llamadas, respectivamente, «El camino de la verdad» y «El camino de la opinión». No nos ocuparemos de este último. Lo que dice sobre el camino de la verdad, en lo que nos ha dejado, es esencialmente lo siguiente:
«No puedes saber lo que no es —es imposible—, ni manifestarlo; porque es la misma cosa que puede ser pensada y existir.
»Entonces, ¿cómo puede lo que es ir a ser en el futuro? O ¿cómo puede originarse? Si viene a ser, entonces no es; tampoco es, si va a ser en el futuro. Así que el devenir desaparece y el pasar no se percibe.
»Lo que puede ser pensado, y aquello por bien de lo cual existe el pensamiento es lo mismo; porque no puedes encontrar una idea sin algo existente respecto a lo cual se manifiesta».[34]
La esencia de este argumento es: cuando piensas, piensas de algo; cuando empleas un nombre, ha de ser el de alguna cosa. Por tanto, el pensamiento y el lenguaje requieren objetos externos. Y puesto que puedes pensar en una cosa o hablar de ella tanto en un momento como en otro, todo lo que puede ser pensado o de lo cual se puede hablar debe existir en todos los tiempos. Por consiguiente, no puede haber cambio alguno, puesto que el cambio consiste en que las cosas se formen o en que cesen de existir.
Éste es el primer ejemplo, en la filosofía, de un argumento sobre el pensamiento y el lenguaje con referencia al mundo. Naturalmente, no se puede aceptar como válido, pero se debe observar el elemento de verdad que contiene.
Podemos exponer el argumento de la siguiente manera: si el lenguaje no carece de sentido, las palabras deben significar algo, y en general no deben precisamente significar otras cosas, sino algo que existe, hablemos de ello o no. Supongamos, por ejemplo, que se habla de George Washington. Si no existiese un personaje histórico que llevara este nombre, el nombre (así parecería) carecería de sentido, y las frases que incluyeran su nombre serían absurdas. Parménides sostuvo que George Washington no sólo debe haber existido en el pasado, sino que en cierto modo debe existir aún, puesto que aún podemos emplear su nombre con sentido. Esto es evidentemente incierto. ¿Pero cómo explicaremos el argumento?
Ocupémonos de un personaje imaginario, por ejemplo, de Hamlet.
Obsérvese la afirmación «Hamlet era príncipe de Dinamarca». En cierto sentido esto es verdad, pero no en el absoluto sentido histórico. La afirmación verdadera es: «Shakespeare dice que Hamlet era príncipe de Dinamarca» o, más explícitamente: «Shakespeare dice que hubo un príncipe de Dinamarca llamado Hamlet». Aquí ya no hay nada imaginario. Shakespeare y Dinamarca y el fonema Hamlet son reales, pero Hamlet no es realmente un nombre, puesto que nadie realmente se llamó Hamlet. Si se dice: «Hamlet es el nombre de un personaje imaginario», no es estrictamente correcto; se debería decir: «Se ha imaginado que Hamlet es el nombre de un personaje real».
Hamlet es un individuo imaginario; los unicornios son una especie imaginaria. Algunas frases en que la palabra unicornio sale, son ciertas y otras falsas, pero en cada caso no de un modo inmediato. Por ejemplo, «un unicornio tiene un cuerno» y «una vaca tiene dos cuernos». Para comprobar la última frase hay que mirar una vaca; no basta que se diga en algunos libros que la vaca tiene dos cuernos. Pero que los unicornios tienen un cuerno se encuentra solamente en libros, y la afirmación correcta es: «Ciertos libros afirman que hay animales con un cuerno, llamados unicornios». Todas las afirmaciones sobre los unicornios son, en realidad, sobre la palabra unicornio, así como todas las afirmaciones sobre Hamlet versan sobre la palabra Hamlet.
Mas es evidente que en la mayoría de los casos no hablamos de palabras, sino del significado de las palabras. Y aquí volvemos al argumento de Parménides, que si una palabra puede usarse con sentido debe querer decir algo, no nada, y, por lo tanto, lo que la palabra significa debe existir en cierto modo.
Entonces, ¿qué debemos decir de George Washington? Parece que sólo hay dos alternativas: una, que aún existe; la otra, que cuando nosotros empleamos las palabras George Washington, no hablamos realmente del hombre que llevó ese nombre. Una u otra parecen paradojas, pero la última lo es menos, e intentaré demostrar en qué sentido es verdadera.
Parménides supone que las palabras tienen un significado constante; ésta es realmente la base de su argumento, que para él era indiscutible. Pero aunque el diccionario o la enciclopedia den lo que se puede llamar el significado oficial y socialmente sancionado de una palabra, no hay ni dos personas que empleando la misma palabra tengan exactamente la misma idea en su mente.
George Washington mismo podía emplear su nombre y la palabra yo como sinónimos. Podía percibir sus pensamientos y los movimientos de su cuerpo, y, por lo tanto, podía emplear su nombre con una significación más plena que los demás. Sus amigos, en su presencia, podían percibir los movimientos de su cuerpo y adivinar sus pensamientos; para ellos, el nombre George Washington representaba aún algo concreto en su propia experiencia. Después de su muerte tuvieron que sustituir las percepciones por la memoria, lo cual traía consigo un cambio del proceso mental que se llevó a cabo cada vez que mencionaron su nombre. Para nosotros, que no le conocimos, el proceso mental es, a su vez, distinto. Podemos pensar en su retrato, y decirnos: «Sí, es este hombre». Podemos pensar: «El primer presidente de los Estados Unidos». Si no sabemos nada, puede representar para nosotros simplemente «el hombre que se llamó George Washington». Lo que este nombre nos sugiera, puesto que nunca conocimos al hombre personalmente, no será él mismo, sino algo que esté presente ahora al sentido, en la memoria o en la idea. Esto muestra el error del argumento de Parménides.
Este cambio perpetuo en la significación de las palabras se oculta porque, en general, no afecta a la verdad o al error de las proposiciones en las que se dan las palabras. Tomando una frase verdadera en la cual el nombre George Washington sale, conservará su certeza sustituyéndola por «el primer presidente de los Estados Unidos». Hay excepciones. Antes de la elección de Washington, alguien oiría decir: «Espero que George Washington será el primer presidente de los Estados Unidos», pero no diría: «Espero que el primer presidente de los Estados Unidos será el primer presidente de los Estados Unidos», a menos que tuviera una pasión extraordinaria por el principio de identidad. Pero es fácil establecer una regla para la exclusión de estos casos excepcionales, y en los que quedan se puede poner en vez de George Washington cualquier frase descriptiva que sólo a él se aplicaría. Y sólo por tales frases sabemos lo que de él sabemos.
Parménides afirma que, puesto que ahora podemos saber lo que comúnmente se considera como el pasado, no puede ser realmente pasado sino existir, en cierto modo, ahora. Por eso dice que no hay cambio. Lo que hemos manifestado respecto a George Washington coincide con este argumento. Se puede decir, en cierto sentido, que no conocemos el pasado. Al acordarnos, el hacer memoria ocurre ahora y no es idéntico al acontecimiento recordado. Pero el acordarse trae consigo una descripción del acontecimiento pasado, y para muchos fines prácticos no es necesario distinguir entre la descripción y lo descrito.
Todo este argumento muestra cuán fácil es sacar conclusiones metafísicas del lenguaje y cómo el único medio de evitar argumentos falsos de esta especie es llevar el estudio lógico y psicológico del lenguaje más allá de donde habían llegado la mayoría de los metafísicos.
Sin embargo, creo que si Parménides pudiera revivir y leer lo que he expuesto lo consideraría muy superficial. «¿Cómo sabría usted —preguntaría— que sus afirmaciones sobre George Washington se refieren al pasado? Según usted mismo, la referencia directa es a cosas presentes; por ejemplo, sus recuerdos se realizan ahora, no entonces. Si aceptamos la memoria como fuente del saber, el pasado debe estar ahora en la mente, y, por lo tanto, existir aún, en cierto sentido».
Ahora no quiero ocuparme de este argumento, pues requiere una discusión sobre la memoria, tema difícil. He expuesto aquí el argumento para recordar al lector que las teorías filosóficas, si son importantes, pueden revivir en nueva forma después de ser refutadas en la forma originalmente manifestada. Las refutaciones son raras veces definitivas; en la mayoría de los casos sólo son el preludio de ideas más afinadas.
Lo que la filosofía posterior, hasta los tiempos modernos, aceptó de Parménides, no fue la imposibilidad del cambio —que era una paradoja demasiado estridente—, sino la indestructibilidad de la sustancia. La palabra sustancia no se da en sus sucesores inmediatos, pero el concepto ya está implícito en sus especulaciones. Se suponía que una sustancia era el sujeto persistente de predicados variables. Y así llegó a ser y fue durante más de dos mil años una de las concepciones fundamentales de la filosofía, psicología, física y teología. Más tarde he de decir mucho sobre este tema. Por ahora sólo diré que se introdujo para hacer justicia a los argumentos de Parménides, sin negar hechos evidentes.