CAPÍTULO IV

Heráclito

Hoy día son corrientes dos actitudes opuestas frente a los griegos. Una, prácticamente general desde el Renacimiento hasta hace poco, considera a los griegos, con una adoración casi supersticiosa, como inventores de todo lo mejor y como hombres de un genio sobrehumano, con los que los modernos no pueden aspirar a compararse. La otra actitud, inspirada en los triunfos de la ciencia y en una creencia, considera a los griegos, con una adoración casi supersticiosa, como un íncubo, y afirma que la mayor parte de sus contribuciones al pensamiento deberían olvidarse. Yo no puedo adoptar ninguna de estas posiciones extremas; cada una tiene su parte de razón y de error. Antes de entrar en más detalles, quisiera explicar qué clase de sabiduría podemos aún extraer del estudio del pensamiento griego.

Varias hipótesis son posibles respecto a la naturaleza y estructura del mundo. El progreso de la metafísica, en cuanto ha existido, consistió en un afinamiento gradual de todas estas hipótesis, en un desarrollo de sus implicaciones y en una nueva formulación de cada una de ellas para afrontar las objeciones propuestas por sus partidarios rivales. Concebir el universo según cada sistema es un placer para la imaginación y un antídoto contra el dogmatismo. Además, aunque ninguna de estas hipótesis pueda ser demostrada, hay un conocimiento genuino en el descubrimiento de lo que trae consigo, al hacer cada una consecuente consigo misma y con los hechos conocidos. Pues casi todas las que han influido en la filosofía moderna fueron primeramente ideadas por los griegos; su fuerza inventiva en materias abstractas nunca puede ser alabada lo bastante. Todo lo que diré de los griegos procederá principalmente de este punto de vista. Los considero como los creadores de teorías que después se han independizado, desarrollándose, y que han podido sobrevivir y evolucionar en el transcurso de más de dos mil años, aunque al principio eran ciertamente infantiles.

Los griegos aportaron algo que representa un valor más permanente para el pensamiento abstracto: descubrieron las matemáticas y el arte del razonamiento por deducción. La geometría, especialmente, es un invento griego, sin el cual la ciencia moderna hubiera sido imposible. Pero en relación con las matemáticas se evidencia la unilateralidad del genio griego. Razonó por inferencia de lo evidente en sí, no por inducción del hecho observado. Sus éxitos asombrosos en el empleo de este método indujeron a error, no solamente al mundo antiguo, sino también a la mayor parte de los modernos. Sólo de modo muy lento, el método científico que trata de conseguir principios inductivamente por medio de la observación de hechos particulares ha sustituido la creencia helénica en la deducción de axiomas luminosos extraídos de la mente del filósofo.

Por esta razón, entre otras, es un error considerar a los griegos con una adoración supersticiosa. El método científico, si bien fueron algunos de ellos los primeros que tuvieron cierta vislumbre de él, es completamente ajeno a su espíritu, y el intento de glorificar a los griegos, empequeñeciendo el progreso intelectual de los últimos cuatro siglos, tiene un efecto negativo sobre el pensamiento moderno.

Existe, sin embargo, un argumento más general contra la adoración, tanto cuando se trata de los griegos como de otros. Al estudiar a un filósofo, la actitud adecuada consiste en no profesar ni adoración ni desprecio, sino más bien una especie de simpatía hipotética, hasta que sea posible ver lo que deba creerse de sus teorías, y solamente entonces un renacimiento de la actitud crítica, que debe parecerse en lo posible al estado de ánimo de una persona que abandona las opiniones que hasta ahora profesaba. El desprecio impide la primera parte de este proceso; la adoración, la segunda. Hay que tener presente lo que sigue: primero, que un hombre cuyas opiniones y teorías valen la pena de ser estudiadas debe haber poseído cierta inteligencia, y segundo, que no es probable que nadie haya llegado a la verdad completa y definitiva en ninguna materia. Cuando un hombre inteligente manifiesta una opinión que nos parece evidentemente absurda, no deberíamos intentar comprobar que está en lo cierto, sino averiguar cómo llegó a tener la apariencia de una verdad. Este ejercicio de la imaginación histórica y psicológica amplía nuestro pensamiento y nos ayuda al mismo tiempo a reconocer cuán necios parecerán muchos de nuestros prejuicios más acariciados en una época de espíritu distinto.

Entre Pitágoras y Heráclito, del que nos ocuparemos en este capítulo, hay otro filósofo de menor importancia: Jenófanes. La fecha de su vida es incierta; se basa principalmente en el hecho de que alude a Pitágoras, y de que Heráclito hace mención de él. Era jonio de nacimiento, pero vivió la mayor parte de su vida en el sur de Italia. Creyó que todas las cosas estaban hechas de tierra y agua. Respecto a los dioses, era un librepensador muy pronunciado. «Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo lo que es vergonzoso y desafortunado entre los mortales: robos, adulterios y engaños…; los mortales creen que los dioses son como ellos, tienen vestidos cual ellos y voces y figura… sí, y si los bueyes, caballos o leones tuviesen manos y supieran pintar con ellas, produciendo obras de arte como lo hacen los hombres, los caballos pintarían los dioses como caballos, los bueyes como sus semejantes, y formarían sus cuerpos a la imagen de su especie. Los etíopes hacían sus dioses negros y chatos; los tracios, con ojos azules y rubios». Él creía en un Dios único, distinto en forma y pensamiento de los hombres, quien «sin esfuerzo manejaba todas las cosas por la mera fuerza del espíritu». Jenófanes se burlaba de la doctrina de Pitágoras de la transmigración. «Una vez, así cuentan, él (Pitágoras) pasó por donde se maltrataba a un perro. “Detente —dijo—, no le hagas daño. Es el alma de un amigo. Lo supe en cuanto oí su voz”». Jenófanes creyó que era imposible determinar la verdad en cuestiones de teología. «La verdad absoluta, respecto a los dioses y a todas las cosas de las que hablo, no la sabe nadie ni la sabrá. Incluso si alguien, casualmente, dice algo muy cierto, aun así no lo sabe; donde quiera que sea, sólo se puede adivinar».[31]

Jenófanes ocupa un lugar entre los racionalistas que se oponían a las tendencias místicas de Pitágoras y otros, pero como pensador independiente no es de primera fila.

La doctrina de Pitágoras, como vimos, es muy difícil de separar de la de sus discípulos, y aunque Pitágoras mismo data de muy temprano, la influencia de su escuela es posterior a varios otros filósofos. El primero de los que establecieron una teoría que aún tiene influencia fue Heráclito, quien tuvo su época culminante en 500 a. C. Poco se sabe de su vida, excepto que era un ciudadano aristocrático de Éfeso. Ante todo, fue famoso en la Antigüedad por su doctrina que decía que todo se halla en un estado fluyente, pero veremos que esto es solamente un aspecto de su metafísica.

Heráclito, aunque jonio, no pertenecía a la tradición científica de los de Mileto.[32] Era un místico, pero de una clase especial. Consideraba el fuego como sustancia fundamental; todo, como la llama en un fuego, nace por la muerte de otra cosa. «Los mortales son inmortales, y los inmortales, mortales; unos experimentan la muerte de otros y mueren la vida de otros». «Existe unidad en el mundo, pero compuesta de una combinación de elementos opuestos». «Todas las cosas proceden de una, y esta una de todas las cosas», pero las muchas cosas tienen menos realidad que una sola, que es Dios.

Por lo que queda de sus escritos no parece haber sido un carácter amable. Era despreciativo y todo lo contrario de un demócrata. De sus conciudadanos dice: «A los efesios les convendría ahorcarse, al menos todos los hombres adultos, y dejar la ciudad a los imberbes, porque han desterrado a Hermodoro, el mejor, diciendo: no queremos un hombre que se destaque entre nosotros. Si hay un hombre excelente, hay que echarle, para que viva entre otros». Habla mal de todos sus predecesores eminentes, con una sola excepción. «Homero debía ser borrado de la lista y golpeado». «De todos los discursos que he oído no hay ni uno que comprenda que la sabiduría está aparte de todo». «El conocimiento de muchas cosas no implica entendimiento, pues entonces hubiera enseñado a Hesíodo y a Pitágoras, Jenófanes y a Hecateo». «Pitágoras… aspiraba a su propia sabiduría, lo cual solamente era un conocimiento de muchas cosas, y una especie de engaño». La única excepción de sus sentencias condenatorias es Teutamo, a quien considera como «más importante que los demás». Cuando buscamos la razón de tal alabanza encontramos que Teutamo había dicho que «la mayoría de los hombres eran malos».

Su desprecio para la humanidad le lleva a pensar que solamente la fuerza obligará a los hombres a obrar en su propio bien. Dice «A todo animal hay que llevarlo al pasto con golpes», y «los burros prefieren la paja al oro».

Como era de esperar, Heráclito creía en la guerra. Dice: «La guerra es el padre de todo y el rey de todas las cosas; a algunos seres ha hecho dioses y a otros hombres; a unos esclavos y a otros libres». Y también: «Homero estaba equivocado al decir: “¡Que desaparezca la lucha entre dioses y hombres!”. No veía que estaba abogando por la destrucción del universo, porque si sus votos fueran escuchados, desaparecerían todas las cosas». Y en otro lugar: «Debemos darnos cuenta que la guerra es común a todos, y la lucha es justicia, y que todas las cosas nacen y mueren por la lucha».

Su ética es una especie de ascetismo orgulloso, muy parecido al de Nietzsche. Considera el alma como una mezcla de fuego y agua; el fuego es noble y el agua innoble. El alma que posee más fuego la designa como seca. «El alma seca es la más sabia y la mejor». «Es un placer para las almas humedecerse». «A un hombre borracho lo lleva un imberbe; tropieza, no sabe donde pisa, pues su alma está húmeda». «Humedecerse es la muerte para el alma». «Es duro luchar contra el deseo del corazón». «Lo que desea alcanzar lo alcanza a costa del alma». «No es bueno para el hombre alcanzar todo lo que desea». Se puede decir que Heráclito aprecia el poder obtenido por autodominio, y desprecia las pasiones que distraen al hombre de sus ambiciones centrales.

La actitud de Heráclito frente a las religiones de su tiempo, por lo menos en lo que se refiere a la báquica, es muy hostil; pero no es la hostilidad de un racionalista científico. Tiene su propia religión y en parte interpreta la teología corriente de modo que se ajuste a su propia doctrina, en parte la rechaza con gran ira. Se le ha llamado báquico (Cornford), y se le consideraba como intérprete de los misterios (Pfleiderer). No creo que los fragmentos correspondientes a este tema apoyen esta idea. Dice, por ejemplo: «Los misterios practicados entre hombres no son sagrados». Esto nos hace suponer que pensaba en misterios que no eran «nosagrados», sino muy distintos de los que se celebraban. Hubiera sido un reformador religioso, si no hubiera despreciado demasiado al vulgo para emprender una propaganda.

A continuación damos todas las manifestaciones existentes de Heráclito que se refieren a su actitud frente a la teología de su época.

«El Señor, que posee el oráculo de Delfos, no profiere ni oculta su parecer, sino lo demuestra por un signo.

»Y la Sibila que con labios enloquecidos profiere cosas tristes, sin adorno y sin aroma, abarca más de mil años con su voz, gracias al dios que hay en ella.

»Las almas se derriten en el Hades.

»Las muertes más grandes obtienen partes mayores. (Los que sufren estas muertes se convierten en dioses).

»Sonámbulos, magos, sacerdotes de Baco y sacerdotisas del vate del vino, traficantes en misterios.

»Los misterios practicados entre los hombres no son sagrados.

»Y rezan a estas imágenes como si hablase uno a la casa de un hombre, sin saber lo que son dioses ni héroes.

»Porque si no fuera por Dioniso, por lo que hacen una procesión y cantan vergonzosos himnos fálicos, aún obrarían con menos vergüenza. Pero el Hades es lo mismo que Dioniso, en cuyo honor se enloquecen y celebran la fiesta del vino.

»En vano se purifican, manchándose con sangre, como si alguien que ha estado en el barro pudiera lavarse los pies con barro. Cualquiera que le viera obrar así le tacharía de loco».

Heráclito creía que el fuego era el elemento primordial del cual todo lo demás se ha formado. Tales —según recordará el lector— creía que todo estaba hecho de agua; Anaxímenes pensaba que era el aire el elemento primitivo. Heráclito prefería el fuego. Por fin, Empédocles sugirió un compromiso diplomático, admitiendo cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. La química de los antiguos se paró en este punto. La ciencia no progresó hasta que los alquimistas mahometanos se pusieron a buscar la piedra filosofal, el elixir de la vida y un método para convertir los metales innobles en oro.

La metafísica de Heráclito es lo suficientemente dinámica como para satisfacer al más inquieto de los modernos.

«Este mundo, que es el mismo para todos, no está hecho ni por los dioses ni por los hombres, sino que fue siempre, es ahora y siempre será un fuego sempiterno, con unidades que se encienden y otras que se apagan».

«Las transformaciones del fuego son, por de pronto, los mares. La mitad del mar es tierra, la mitad tempestad».

En un mundo semejante se puede esperar un cambio perpetuo, que es lo que creía Heráclito.

Sin embargo, tenía otra doctrina que le era más esencial aún que la idea de la corriente perpetua: era la teoría de la mezcla de cosas opuestas. Dice: «Los hombres no saben cómo lo discorde está de acuerdo consigo. Es una armonía de tensiones opuestas, como el arco y la lira». Su creencia en la lucha va unida a esta teoría, porque en la lucha se combinan los antagonismos para producir un movimiento armonioso. Hay unidad en el mundo, pero esta unidad es el resultado de diversidades.

«Parejas son las cosas enteras y las no enteras, lo unido y lo separado, lo armonioso y lo discorde. Lo uno está hecho de todas las cosas, y todas las cosas proceden de lo uno».

Algunas veces habla como si la unidad fuese más fundamental que la diversidad:

«Lo bueno y lo malo, todo es uno».

«Para Dios todas las cosas son buenas y como deben ser, pero los hombres consideran unas cosas como buenas y otras como malas».

«Lo mismo es camino arriba que camino abajo».

«Dios es el día y la noche, el invierno y el verano, la guerra y la paz, la saciedad y el hambre; pero Él adopta varias formas, como el fuego cuando se mezcla con especias se llama según el sabor de cada una».

Sin embargo, no habría unidad si no existieran antagonismos que combinar: «Lo opuesto es bueno para nosotros».

Esta doctrina contiene el germen de la filosofía de Hegel, que procede por una síntesis de contrarios.

La metafísica de Heráclito, como la de Anaximandro, está dominada por una concepción de justicia cósmica que impide que la lucha de elementos opuestos termine jamás en la completa victoria de unos.

«Todas las cosas se pueden transformar en fuego, y el fuego en todas las cosas, lo mismo que la mercancía en oro y el oro en mercancía».

«El fuego vive de la muerte del aire, y el aire vive de la muerte del fuego; el agua de la de la tierra, y la tierra de la del agua».

«El Sol no sobrepasará su volumen, porque si lo intenta, las Erinias, instrumentos de la justicia, le perseguirán».

«Debemos saber que la guerra es común a todos, y la lucha es justicia».

Heráclito habla repetidamente de Dios, distinguiéndole de los dioses.

«El hombre no posee sabiduría, Dios, sí… Dios llama al hombre niño, como el hombre designa a un niño pequeño… El hombre más sabio es un mono comparado con Dios, así como el mono más hermoso es feo en comparación con el hombre».

No hay duda de que Dios es la encarnación de la justicia cósmica.

La doctrina de que todo se halla en un estado fluyente es la idea más famosa de Heráclito y la más ensalzada por sus discípulos, como lo vemos descrito en el Teetetes de Platón.

«No se puede pisar dos veces en el mismo río, porque las aguas nuevas siempre están fluyendo encima de ti».[33]

«El Sol es nuevo cada día».

Su creencia en un cambio universal se expresa —según la fórmula conocida— en la frase «todas las cosas fluyen», pero esto es probablemente apócrifo, como la sentencia de Washington: «Padre, no puedo mentir», o la de Wellington: «Arriba la guardia y a ellos». Sus palabras, como las de todos los filósofos antes de Platón, se conocen sólo por las abundantes citas de Platón y Aristóteles en sus refutaciones. Si se tiene en cuenta lo que resultaría de cualquier filósofo moderno si se le conociese solamente por la polémica de sus rivales, se comprenderá cuán admirables deben de haber sido los presocráticos, puesto que incluso a través de la bruma de malicia extendida por sus enemigos resultan aún grandes. Como quiera que sea, Platón y Aristóteles concuerdan en que Heráclito enseñó que «nada es nunca, todo está haciéndose» (Platón), y que «nada es constante» (Aristóteles).

Volveré a la consideración de esta doctrina en relación con Platón, que pone interés en refutarla. Por ahora no investigaré lo que la filosofía opina de ella, sino únicamente lo que han sentido los poetas y lo que los hombres de ciencia han enseñado.

La búsqueda de algo permanente es uno de los instintos más profundos que llevan a los hombres a la filosofía. Sin duda, nace del amor al hogar y del deseo de hallar un refugio contra el peligro; encontramos, por consiguiente, que es más apasionada en las personas cuyas vidas están más expuestas a catástrofes. La religión busca la permanencia en dos formas: en Dios y en la inmortalidad. En Dios no hay variación ni sospecha de cambio; la vida post mortem es eterna e invariable. La euforia del siglo XIX hizo que los hombres se volvieran contra estas concepciones estáticas, y la moderna teología liberal cree que hay un progreso en el cielo y una evolución posible en la deidad. Pero incluso en este concepto reside algo permanente, a saber: el progreso mismo y su meta inmanente. Y muchas desgracias pueden llevar de modo probable a los hombres a volver a las formas antiguas superterrenas: si la vida sobre la Tierra trae consigo la desesperación, solamente en el Cielo se puede buscar la paz.

Los poetas se han lamentado de que el tiempo barra todos los objetos de su amor.

El tiempo transforma la flor de la juventud

y hace más profundas las líneas paralelas en la frente de la belleza,

se nutre de lo rara que es la verdad de la naturaleza,

y nada resiste a ser segado por su guadaña.

Generalmente añaden que sus versos son imperecederos:

Y, sin embargo, mis versos esperan resistir al tiempo,

alabando tu valor, desafiando su mano cruel.

Pero esto es sólo una vanidad literaria convencional.

Los místicos con tendencias filosóficas, incapaces de negar que todo lo temporal es transitorio, han inventado una concepción de la eternidad en el sentido de no persistencia por el tiempo infinito, sino como una existencia fuera de todo el proceso temporal. La vida eterna, según algunos teólogos, por ejemplo, el deán Inge, no significa existencia en todo momento del tiempo venidero, sino un estar completamente independiente del tiempo, en el cual no hay ni antes ni después y, por lo tanto, ninguna posibilidad lógica de cambio. Este punto de vista lo encontramos expresado poéticamente por Vaughan:

La otra noche vi la eternidad

como un gran círculo de luz pura e infinita,

todo en calma y brillante.

Y debajo, rodando, el Tiempo en horas, días, años,

impulsado por las esferas,

se movía como una gran sombra; en él

iba lanzado el mundo y todo lo que arrastra.

Varios de los más famosos sistemas filosóficos han intentado hacer constar este concepto en prosa clara, expresando que la razón, pacientemente buscada, nos obligará por fin a creer.

Heráclito mismo, a pesar de su creencia en el cambio, admitió algo duradero. Esta concepción de la eternidad (opuesta a la duración infinita) que procede de Parménides, no se encuentra en Heráclito, pero en su filosofía el fuego central nunca se apaga: el mundo «fue siempre, es ahora y será siempre un fuego de vida eterna». Pero el fuego varía continuamente, y su permanencia es más bien la de un proceso que la de una sustancia, aunque no se podía atribuir esta idea a Heráclito.

La ciencia, como la filosofía, ha intentado evadirse de la doctrina del flujo perpetuo, encontrando un substrato permanente en medio de los fenómenos cambiantes. La química parecía cumplir este deseo. Se vio que el fuego, aparentemente destructor, solamente transforma: los elementos se combinan nuevamente, pero cada átomo que existía antes de la combustión existe aún cuando el proceso se realiza. Por consiguiente, se supuso que los átomos eran indestructibles y que todo cambio en el mundo físico consiste meramente en una nueva disposición de elementos persistentes. Esta idea predominó hasta que el descubrimiento de la radiactividad hizo ver que los átomos podían desintegrarse.

Sin darse por vencidos, los físicos inventaron unidades nuevas, más pequeñas, llamadas electrones y protones, de los cuales se componen los átomos, y durante años se supuso que estas unidades poseían la indestructibilidad antes atribuida a los átomos. Desgraciadamente, parecía que los protones y electrones podían chocar y estallar, formando no una sustancia nueva sino una onda de energía que se extiende por el universo con la velocidad de la luz. La energía tenía que sustituir a la sustancia respecto a la permanencia. Pero la energía, distinta a la sustancia, no representa el refinamiento de la noción vulgar de una cosa, es meramente una característica de procesos físicos. Puede arbitrariamente identificarse con el fuego de Heráclito, pero se trata de la acción de arder, no de lo que arde. «Lo que arde» ha desaparecido en la física moderna.

Pasando de lo pequeño a lo grande, la astronomía ya no admite que se consideren los astros como duraderos. Los planetas proceden del Sol y el Sol de una nebulosa. Ha durado y durará aún más, pero más pronto o más tarde, probablemente dentro de un millón de millones de años, estallará, destruyendo todos los planetas. Por lo menos así lo afirman los astrónomos. Acaso, mientras se acerca el día fatal, encontrarán algún error en sus cálculos.

La doctrina del fluir perpetuo, tal como la enseñó Heráclito, es dolorosa, y la ciencia, como hemos visto, no logra refutarla. Una de las principales ambiciones de los filósofos ha sido revivir esperanzas que la ciencia parecía haber matado. Por lo tanto, los filósofos han buscado con gran ahínco algo que no esté sometido al imperio del tiempo. Esta búsqueda empieza con Parménides.