Los conceptos de la vida y del mundo que llamamos filosóficos son producto de dos factores: uno está constituido por los conceptos religiosos y éticos heredados, el otro por el tipo de investigación que se puede denominar científica, empleando la palabra en su sentido más amplio. Algunos filósofos han discrepado mucho respecto a la proporción en que esos dos factores entran en su sistema; sin embargo, es la presencia de ambos la que en cierto grado caracteriza la filosofía.
Filosofía es una palabra que se ha empleado de muchas maneras, unas veces en un sentido amplio, otras más restringido. Quiero usarla en sentido muy amplio, tal como intentaré explicar a continuación.
La filosofía, tal como yo entiendo esta palabra, es algo que se encuentra entre la teología y la ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos exactos no han podido llegar; como la ciencia, apela más a la razón humana que a una autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia —así lo afirmaría yo—, y todo dogma, en cuanto sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero entre la teología y la ciencia hay una tierra de nadie, expuesta a los ataques de ambas partes: esa tierra de nadie es la filosofía. Casi todos los problemas que poseen un máximo interés para los espíritus especulativos no pueden ser resueltos por la ciencia, y las certeras réplicas de los teólogos ya no nos parecen tan convincentes como en los siglos pasados. ¿Está dividido el mundo en espíritu y materia? Y suponiendo que así sea, ¿qué es espíritu y qué es materia? ¿Está el espíritu sometido a la materia o está dotado de fuerzas independientes? ¿Tiene el universo unidad o finalidad? ¿Está evolucionando hacia una meta? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos solamente en ellas por nuestra innata tendencia al orden? ¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo, a saber: un minúsculo conjunto de carbono y agua, moviéndose en un pequeño e insignificante planeta? ¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Acaso las dos cosas a la vez? ¿Existe una manera noble de vivir y otra vil, o son todos los modos de vida meramente fútiles? Si hay un modo de vida noble, ¿en qué consiste y cómo lo realizaremos? ¿Debe ser eterno lo bueno para merecer una valoración, o vale la pena buscarlo, incluso en el caso de que el universo se moviera inexorablemente hacia la muerte? ¿Existe la sabiduría, o lo que parece tal es solamente un último refinamiento de la locura? Cuestiones como éstas no hallan respuesta en ningún laboratorio. Las teologías han pretendido dar respuestas, todas demasiado concretas, pero precisamente su precisión hace que el espíritu moderno las mire con recelo. El estudio de estos problemas, aunque no los resuelva, es misión de la filosofía.
Pero ¿por qué —se podría preguntar— perder el tiempo en problemas tan insolubles? A esto puede responderse como historiador o como individuo que se enfrenta con el terror de la soledad cósmica.
La contestación del historiador, en la medida en que yo la puedo dar, aparecerá en el transcurso de esta obra. Desde que el hombre ha sido capaz de la especulación libre, sus actos —en muchos aspectos importantes— dependen de sus teorías respecto al mundo y a la vida humana, al bien y al mal. Esto es tan cierto hoy como en cualquier tiempo anterior. Para comprender una época o una nación, debemos comprender su filosofía, y para eso tenemos que ser filósofos nosotros mismos hasta cierto punto. Hay una conexión causal recíproca. Las circunstancias de las vidas humanas influyen mucho en su filosofía y, viceversa, la filosofía determina las circunstancias. Esta acción mutua en el curso de los siglos será el tema de las páginas siguientes.
Sin embargo, hay una respuesta más personal. La ciencia nos refiere lo que podemos saber, mas lo que podemos saber es poco, y si olvidamos cuánto nos es imposible saber, nos hacemos insensibles a muchas cosas de la mayor importancia. La teología, por otra parte, aporta una fe dogmática, según la cual poseemos conocimientos en los que, en realidad, somos ignorantes, y con ello crea una especie de atrevida insolencia respecto al universo. La incertidumbre, frente a las vehementes esperanzas y temores, es dolorosa, pero hay que soportarla si deseamos vivir sin tener que apoyarnos en consoladores cuentos de hadas. Tampoco conviene olvidar las cuestiones que plantea la filosofía, ni persuadirnos de que hemos encontrado respuestas definitivas a ellas. Enseñar a vivir sin esta seguridad y, con todo, no sentirse paralizado por la duda, tal vez sea el mayor beneficio que la filosofía puede aún proporcionar en nuestra época al que la estudia.
La filosofía, a diferencia de la teología, se inició en Grecia en el siglo VI a. C. Después de seguir su curso en la Antigüedad fue absorbida de nuevo por la teología cuando surgió el cristianismo y Roma se derrumbó. Su segundo período importante, del siglo XI al XIV, fue dominado por la Iglesia católica, con excepción de unos pocos rebeldes, como el emperador Federico II (1195-1250 d. C.). Este período terminó con las perturbaciones que culminaron en la Reforma. El tercer período, desde el siglo XVII hasta hoy, está más dominado por la ciencia que ninguno anterior; las creencias religiosas tradicionales conservan su importancia, pero se siente la necesidad de justificarlas, y se las modifica dondequiera que la ciencia parece imponer esta exigencia. Pocos filósofos de este período son ortodoxos desde el punto de vista católico, y el Estado secular adquiere más importancia en sus especulaciones que la Iglesia.
La cohesión social y la libertad individual, así como la religión y la ciencia, se hallan en un estado de conflicto o compromiso difícil durante todo este período. En Grecia, la cohesión social fue asegurada por la fidelidad al Estado-ciudad; el mismo Aristóteles, aunque en su época Alejandro abolió tal Estado, no valoró ningún otro tipo de comunidad. El grado en que la libertad del individuo cedía ante sus deberes para con el Estado variaba ampliamente.
En Esparta, el individuo tenía tan poca libertad como en la Alemania o Rusia de Hitler o de Stalin. En Atenas, a pesar de las persecuciones ocasionales, los ciudadanos tuvieron durante el mejor período una libertad extraordinaria respecto al Estado. El pensamiento griego hasta Aristóteles está bajo el signo de la devoción patriótica y religiosa a la ciudad; sus sistemas éticos están adaptados a las vidas de los ciudadanos y tienen un gran elemento político. Cuando los griegos fueron sometidos, primero a los macedonios y después a los romanos, ya no se podían aplicar las concepciones válidas en los días de la independencia. Esto produjo, por un lado, una pérdida de vigor, por la rotura con la tradición y, por otro, una ética más individual y menos social. Los estoicos concibieron la vida virtuosa más como una relación del alma con Dios que como una relación del ciudadano con el Estado. De esta manera prepararon el camino al cristianismo que, como el estoicismo, fue en su origen apolítico, puesto que durante los tres primeros siglos sus partidarios carecían de influencia en el gobierno. La cohesión social, durante los seis siglos y medio que van desde Alejandro hasta Constantino, estuvo garantizada, no por la filosofía ni por antiguas fidelidades, sino por la fuerza: primeramente de los ejércitos, después de la administración civil. Los ejércitos romanos, las calzadas romanas, la ley romana y los funcionarios de Roma, primero crearon y después conservaron un poderoso Estado centralizado. Nada se puede atribuir a la filosofía romana, puesto que no existía.
En este largo período, las ideas griegas heredadas de la era de la libertad fueron sometidas a un proceso gradual de transformación. Algunas de las antiguas ideas, principalmente las que debemos considerar como específicamente religiosas, adquirieron una relativa importancia; otras, más racionalistas, fueron descartadas porque no se adaptaban ya al espíritu de la época. Así, los paganos posteriores acomodaron la tradición griega hasta que se hizo apta para su incorporación a la doctrina cristiana.
El cristianismo hizo popular una idea importante, ya implícita en las enseñanzas de los estoicos, pero extraña al espíritu general de la Antigüedad, a saber: la idea de que el deber del hombre para con Dios es más imperioso que su deber para con el Estado.[1] La idea de que debemos obedecer más a Dios que al hombre, según decían Sócrates y los Apóstoles, sobrevivió a la conversión de Constantino, porque los primeros emperadores cristianos fueron arrianos o se inclinaron al arrianismo. Cuando los emperadores se hicieron ortodoxos, quedó en suspenso. En el Imperio bizantino permanecía latente, así como en el Imperio ruso posterior, que recibió el cristianismo de Constantinopla.[2] Pero en el Occidente, donde los emperadores católicos fueron casi inmediatamente sustituidos (excepto en ciertas regiones de Galia) por conquistadores bárbaros heréticos, sobrevivió la superioridad de la obediencia religiosa a la política y aún persiste hasta cierto punto.
La invasión de los bárbaros puso fin, por espacio de seis siglos, a la civilización de la Europa occidental. Subsistió en Irlanda, hasta que los daneses la destruyeron en el siglo IX. Antes de su extinción produjo allí una figura notable, Juan Escoto Erigena. En el Imperio oriental, la civilización griega sobrevivió en forma disecada, como en un museo hasta la caída de Constantinopla, en el año 1453, pero nada importante para el mundo salió de Constantinopla, excepto una tradición artística y los códigos justinianeos del derecho romano.
Durante el período de oscuridad, desde el final del siglo V hasta la mitad del XI, el mundo romano occidental experimentó cambios interesantes. El conflicto entre el deber hacia Dios y el deber para con el Estado, introducido por el cristianismo, revistió la forma de un conflicto entre Iglesia y rey. La jurisdicción eclesiástica del Papa se extendía sobre Italia, Francia y España, Gran Bretaña e Irlanda, Alemania, Escandinavia y Polonia. Al principio fue muy leve su dominio —fuera de Italia y Francia— sobre los obispos y abades, pero desde los tiempos de Gregorio VII (finales del siglo XI) llegó a ser real y efectivo. Desde entonces, el clero, en toda la Europa occidental, formó una sola organización, dirigida desde Roma, que buscaba el poder inteligente e incansablemente y, en general, de modo victorioso, hasta después del año 1300, en sus conflictos con los gobiernos seculares. El conflicto entre la Iglesia y el Estado fue no solamente una lucha entre el clero y los seglares, sino también una renovación de la lucha entre el mundo mediterráneo y los bárbaros del Norte. La unidad de la Iglesia fue un reflejo de la del Imperio romano; su liturgia era latina y sus hombres más destacados fueron, en su mayor parte, italianos, españoles o franceses del Sur. Su educación, cuando revivió la enseñanza, fue clásica; sus conceptos de la ley y del gobierno hubiesen resultado más comprensibles para Marco Aurelio que para los monarcas contemporáneos. La Iglesia representaba, a la vez, la continuidad con el pasado y con lo que había de más civilizado en el presente.
El poder secular, por el contrario, estaba en manos de reyes y barones de descendencia teutónica, que se esforzaron en conservar en lo posible las instituciones que habían traído de las selvas de Alemania. El Poder absoluto fue ajeno a estas instituciones y también era extraño a tales fuertes conquistadores todo lo que representaba una legalidad aburrida y sin espíritu. El rey tenía que compartir su Poder con la aristocracia feudal, pero todos necesitaban de vez en cuando la explosión de sus pasiones en forma de guerras, asesinatos, saqueos o raptos. Los monarcas acaso se arrepentían, porque eran sinceramente piadosos y, después de todo, el arrepentimiento en sí era otra forma más de la pasión. Pero la Iglesia no logró nunca producir en ellos la serena tranquilidad de una conducta buena que un jefe moderno pide y generalmente obtiene de sus inferiores. ¿Para qué querían conquistar el mundo si luego no podían beber, asesinar y amar como se sentían inclinados a ello? ¿Y por qué se iban a someter ellos, con sus ejércitos de arrogantes caballeros, a las órdenes de hombres de letras, consagrados al celibato y carentes de la fuerza de las armas? A pesar de la desaprobación eclesiástica, mantuvieron el duelo y zanjaron los pleitos por las armas, y florecieron los torneos y el amor cortesano. Algunas veces, en un acceso de furia, incluso llegaron a matar a eminentes eclesiásticos.
Toda la fuerza armada estaba del lado de los reyes y, sin embargo, salió victoriosa la Iglesia. La Iglesia ganó la batalla, en parte porque poseía casi todo el monopolio de la enseñanza, y en parte porque los reyes se hallaban en guerra continua unos con otros; pero ante todo porque, con muy pocas excepciones, lo mismo los gobernadores que el pueblo, creían profundamente que la Iglesia poseía el depósito de las llaves para entrar en el cielo. La Iglesia podía decidir si un rey había de pasar la eternidad en el infierno o en el cielo; la Iglesia podía absolver a los súbditos del deber de obediencia y fomentar de esta forma la rebelión. La Iglesia, además, representaba el orden en contraposición a la anarquía y, por consiguiente, ganó el apoyo de la clase mercantil que estaba subiendo. Especialmente en Italia, fue decisiva esta última consideración.
El intento teutónico de conservar por lo menos una independencia parcial de la Iglesia se manifestó no solamente en la política, sino también en el arte, en la novela, la caballeresca y la guerra. Tuvo escasas manifestaciones en el mundo intelectual, porque la educación estaba casi totalmente en manos del clero. La filosofía explícita de la Edad Media no es un espejo exacto de la época, sino solamente del pensamiento de un grupo. Entre los eclesiásticos, sin embargo, especialmente entre los frailes franciscanos, hubo algunos que por determinadas razones estaban en discordia con el Papa. En Italia, además, la cultura se extendió entre los laicos algunos siglos antes que al otro lado de los Alpes. Federico II, que intentó fundar una nueva religión, representa el extremo de una cultura antipapista; Tomás de Aquino, que nació en el reino de Nápoles, donde Federico II fue soberano, sigue siendo hasta hoy el exponente clásico de la filosofía papal. Dante, unos cincuenta años más tarde, hizo una síntesis y ofreció la única exposición equilibrada del mundo ideológico medieval.
Después de Dante, la síntesis filosófica medieval se descompuso por razones políticas e intelectuales. Mientras duró, estuvo caracterizada por una calidad de pulcritud y perfección de miniatura; de cualquier tema que este sistema se ocupase, siempre lo puso con exactitud en relación con las otras materias de su cosmos muy limitado. Pero el Gran Cisma, el movimiento de los Concilios y el Papado del Renacimiento trajeron la Reforma, que destruyó la unidad del cristianismo y la teoría escolástica que hacía girar al Gobierno alrededor del Papa. En el Renacimiento, los recientes conocimientos de la Antigüedad y de la superficie de la Tierra produjeron el cansancio de los sistemas, que ya se consideraron como prisiones del espíritu. La astronomía de Copérnico asignó a la Tierra y al hombre un puesto más humilde que el que habían disfrutado en la teoría de Tolomeo. El placer de los hechos nuevos reemplazó en los hombres inteligentes al de razonar, analizar y construir sistemas. Aunque en el arte el Renacimiento mantiene un orden determinado, en cuanto al pensamiento prefiere el desorden amplio y fértil. Montaigne, en este aspecto, es el exponente más típico de la época.
En la teoría de la política como en cuanto no fuera el arte, se deshizo el orden establecido. La Edad Media, aunque prácticamente turbulenta, estaba dominada en su ideología por la legalidad y por una teoría muy precisa del Poder político. Todo Poder procede últimamente de Dios; Él ha delegado el Poder en el Papa en los asuntos sagrados y en el emperador en los seglares. Pero el Papa y el emperador perdieron su importancia durante el siglo XV. El Papa se convirtió en uno más de los príncipes italianos, comprometido en el juego increíblemente complicado y falto de escrúpulos de la política italiana. Las nuevas monarquías nacionales de España, Francia e Inglaterra tenían en sus propios territorios un Poder en el que ni el Papa ni el emperador podían intervenir. El Estado nacional, debido grandemente a la pólvora, adquirió sobre el pensamiento y el modo de sentir de los hombres una influencia que antes no tenía y que, progresivamente, destruyó el resto de la concepción romana de la unidad de la civilización.
Este desorden político se expresa en El príncipe, de Maquiavelo. Por falta de un principio directivo la política se convirtió en una cruda lucha por el Poder. El príncipe aconseja con astucia cómo se debe manejar con éxito este juego. Lo que había ocurrido ya en la edad de oro de Grecia, se repitió en la Italia del Renacimiento; los frenos morales tradicionales desaparecieron porque se los consideraba ligados a la superstición; el verse libre de las trabas dio energía y fuerza creadora al individuo, produciendo un florecimiento inusitado del genio. Pero la anarquía y la traición que inevitablemente resultaron de la decadencia moral, produjeron una impotencia colectiva de los italianos y, como los griegos, cayeron bajo el dominio de naciones menos civilizadas que ellos, pero no tan carentes de coherencia social.
El resultado, de todos modos, no fue tan desastroso como en el caso de Grecia, porque las naciones que habían recientemente llegado al Poder, con la excepción de España, se mostraron tan capaces de grandes empresas como lo había sido Italia.
Desde el siglo XVI, la historia del pensamiento europeo está dominada por la Reforma. Ésta fue un movimiento complejo, multifacético, y su éxito se debe a multitud de causas. Principalmente resultó una rebelión de las naciones nórdicas contra el renovado dominio de Roma. La religión era la fuerza que había dominado al Norte, pero en Italia estaba en decadencia. El Papado subsistía como institución, obteniendo grandes tributos de Alemania e Inglaterra; pero estas naciones, aún piadosas, no podían sentir respeto por los Borgias y los Médicis, que pretendían salvar las almas del purgatorio por medio de un dinero que después despilfarraban en el lujo y la inmoralidad. Motivos nacionales, económicos y morales se conjuraron para acrecentar la rebelión contra Roma. Además, los príncipes se dieron pronto cuenta que, si la Iglesia se hacía nacional en sus territorios, podrían dominarla y hacerse así más poderosos en su país que teniendo que compartir el Poder con el Papa. Por todas estas razones, las reformas teológicas de Lutero fueron bien recibidas por los gobernantes y los pueblos en la mayor parte de la Europa nórdica.
La Iglesia católica procedía de tres fuentes. Su historia sagrada era judaica; su teología, griega, y su gobierno y leyes canónicas, romanas, al menos indirectamente. La Reforma rechazó los elementos romanos, atenuó los griegos y reforzó los judaicos. De esta forma colaboró con las fuerzas nacionales que deshicieron la obra de la cohesión social que primeramente había sido llevada a cabo por el Imperio romano y después por la Iglesia romana. En la doctrina católica, la revelación divina no terminaba en la Sagrada Escritura, sino que continuaba de era en era por medio de la Iglesia y, por tanto, era deber del individuo someter a ella sus ideas personales. Los protestantes, en cambio, rechazaron la Iglesia como vehículo de la revelación divina. La verdad residía solamente en la Biblia, que todo el mundo podía interpretar a su manera. Si los hombres diferían en la interpretación, no había ninguna autoridad instituida por la divinidad que resolviese estas divergencias. Prácticamente era ahora el Estado el que exigía los derechos que antes habían pertenecido a la Iglesia; pero esto era una usurpación. En la teoría protestante no debía existir ningún intermediario terreno entre el alma y Dios.
Los efectos de este cambio fueron trascendentales. La verdad se establecía ya, no por una autoridad que se consultaba, sino por meditación íntima. Se desarrolló rápidamente una tendencia hacia el anarquismo, en la política, y en la religión, hacia el misticismo, que siempre había sido difícil de ajustar a la ortodoxia católica. En vez de un protestantismo resultaron multitud de sectas; no se estableció una filosofía opuesta a la escolástica, sino tantas como filósofos existentes; no existía, como en el siglo XIII, un emperador, en oposición al Papa, sino una gran cantidad de reyes heréticos. El resultado, tanto en el pensamiento como en la literatura, fue un subjetivismo cada vez más profundo, que al principio era una liberación total de la esclavitud espiritual, pero que avanzaba constantemente hacia un aislamiento personal, enemigo de la solidez social.
La filosofía moderna comienza con Descartes, cuya certidumbre fundamental es la existencia de sí mismo y de sus pensamientos, de los cuales se deduce el mundo exterior. Éste fue el primer estadio de un desarrollo que, pasando por Berkeley y Kant, va hasta Fichte, para el cual todo era únicamente una emanación del yo. Esto fue una locura, y desde tal extremo la filosofía ha procurado desde entonces evadirse siempre hacia el mundo del sentido común.
El anarquismo en la política va de la mano con el subjetivismo en la filosofía. Ya en vida de Lutero, discípulos inoportunos y no reconocidos habían desarrollado la doctrina del anabaptismo, que durante cierto tiempo dominó la ciudad de Munster. Los anabaptistas repudiaban toda ley, porque afirmaban que el hombre bueno era guiado en todo momento por el Espíritu Santo, y éste no puede sujetarse a fórmulas. Partiendo de dichas premisas llegan al comunismo y a la promiscuidad sexual. Por eso, después de una heroica resistencia, fueron exterminados. Pero su doctrina, en forma atenuada, se extendió por Holanda, Inglaterra y América. Es, históricamente, el origen del cuaquerismo. Una forma más intensa de anarquismo, ya desconectada de la religión, surgió en el siglo XIX. En Rusia, España y, con menos fuerza, en Italia, tuvo un éxito considerable, y hasta el momento actual es una pesadilla para las autoridades americanas de inmigración. Esta versión moderna, aunque antirreligiosa, conserva aún mucho del espíritu del protestantismo primitivo; difiere principalmente de él en que dirige contra el Gobierno secular la hostilidad que Lutero dirigió contra los papas.
La subjetividad ya no podía confinarse a límites, una vez permitida, y tenía que seguir su curso. En la moral, el acento protestante sobre la conciencia individual era esencialmente anárquico. El hábito y la costumbre eran tan fuertes que —exceptuando algunas manifestaciones como las de Munster— los discípulos del individualismo en la ética siguieron obrando de modo convencionalmente virtuoso. Pero era un equilibrio precario. El culto del siglo XVIII a la sensibilidad inició el desequilibrio. Se juzgaba una acción, no por sus buenas consecuencias, ni porque estuviese de acuerdo con el código moral, sino por la emoción que la inspiraba. De esta actitud se derivó el culto al héroe, tal como lo manifestaron Carlyle y Nietzsche, y el culto byroniano de la pasión violenta, sea cual fuere.
El romanticismo, en el arte, en la literatura y en la política, va ligado a esta forma subjetiva de enjuiciar a los hombres como objetos estéticamente deleitables de la contemplación, no como miembros de una comunidad. Los tigres son más hermosos que las ovejas, pero preferimos que estén tras los barrotes. El romántico típico arranca los barrotes y contempla con placer los magníficos saltos con que el tigre aniquila las ovejas. Estimula a los hombres a creerse tigres, y cuando logra su cometido, los resultados no son del todo agradables.
Contra las formas más dementes del subjetivismo en los tiempos modernos ha habido varias reacciones. Primero, una filosofía de semicompromiso, la doctrina del liberalismo, que intentaba delimitar las esferas correspondientes al Gobierno y al individuo. Comienza en su forma moderna con Locke, que es tan opuesto al entusiasmo —el individualismo de los anabaptistas— como a la autoridad absoluta, y a la ciega obediencia a la tradición. Una rebelión más profunda conduce a la doctrina del culto al Estado, que asigna a éste el mismo puesto que el catolicismo había reservado a la Iglesia o, incluso, algunas veces a Dios. Hobbes, Rousseau y Hegel representan distintas fases de esta teoría, y sus doctrinas se hallan encarnadas prácticamente en Cromwell, Napoleón y la Alemania nazi. El comunismo, teóricamente, está muy lejos de estas filosofías, pero en la práctica camina hacia un tipo de comunidad muy parecido al que resulta de la idolatría al Estado.
En el transcurso de este largo desarrollo, desde el siglo VI a. C. hasta el momento actual, los filósofos se dividen entre quienes quieren estrechar los lazos sociales y los que quieren aflojarlos.
Con esta diferencia iban unidas otras. Los partidarios de la disciplina han defendido un sistema dogmático, viejo o nuevo y, por tanto, han tenido que ser más o menos hostiles a la ciencia, puesto que sus dogmas no se podían demostrar empíricamente. Casi de modo invariable mantenían que la felicidad no es el bien, sino que se debe preferir a ella la nobleza o el heroísmo. Simpatizan con lo irracional de la naturaleza humana, porque creen que la razón es enemiga de la cohesión social. Los partidarios de la libertad, en cambio, con excepción de los anarquistas, procuraron ser científicos, utilitaristas, racionalistas, adversos a la pasión violenta y enemigos de todas las formas más profundas de religión. Este conflicto existía en Grecia antes de que surgiese lo que llamamos filosofía, y ya se expresa en las más tempranas ideas griegas. Bajo diversas formas ha perdurado hasta el momento presente y, sin duda, seguirá existiendo en muchas eras por venir.
Naturalmente, en esta lucha como en todo lo que persiste tanto tiempo, cada uno de los que sostienen la contienda tiene su parte de razón y su tanto de error. La cohesión social es una necesidad, y la humanidad hasta ahora nunca ha logrado reforzarla con argumentos meramente racionales. Toda comunidad se expone a dos peligros opuestos: por un lado la osificación por una disciplina exagerada y un respeto exacerbado por la tradición; por el otro, la disolución, la sumisión bajo la conquista extranjera, a causa del incremento de la independencia personal y del individualismo, que hacen imposible una colaboración. En general, las civilizaciones importantes comienzan por un sistema rígido y supersticioso que, poco a poco, se va relajando para conducir, en un estadio determinado, a un período del genio brillante, mientras perdura lo bueno de la tradición antigua y el mal que engendra su disolución no se ha desarrollado aún. Pero en cuanto el mal empieza a manifestarse, conduce a la anarquía, y de ahí, inevitablemente, a una nueva tiranía, produciendo una nueva síntesis, basada en un nuevo sistema dogmático. La doctrina del liberalismo es un intento para evitar esta interminable oscilación. La esencia del liberalismo es el intento de asegurar un orden social que no se apoye en el dogma irracional, y asegurar una estabilidad sin la imposición de más frenos que los necesarios para conservar la comunidad. Si este intento puede tener éxito sólo el futuro podrá demostrarlo.