45

Dejamos la autopista y enfilamos por una carretera rural. Las farolas iban espaciándose hasta que la única iluminación fue la de los faros del coche. Hoyt se sentó en el asiento trasero y sacó un sobre de papel manila.

—Está todo aquí, Beck. Todo.

—¿Qué es todo?

—Lo de tu padre con Brandon. Lo de Elizabeth con Brandon.

Por un momento me desorientó. Había tenido el sobre con él todo el tiempo. Después me dije: «¿Por qué en el coche? ¿Qué hacía Hoyt metido en el coche?».

—¿Dónde están las copias? —le pregunté.

Sonrió como si le alegrara que se lo hubiera preguntado.

—No las hay. Está todo aquí.

—Sigo sin entender.

—Ya lo entenderás, David. Lo siento, pero ahora tú eres la cabeza de turco. No hay otra salida.

—Scope no se lo tragará —dije.

—Sí, seguro que se lo traga. Como has dicho, hace mucho tiempo que trabajo para él. Sé qué quiere oír. Y hoy es el final.

—¿Hablas de mi muerte? —pregunté.

No respondió.

—¿Qué explicación darás a Elizabeth?

—Es posible que me odie —contestó—, pero por lo menos ella vivirá.

Vi enfrente la reja de la entrada trasera de la finca. «Fin del juego», pensé. El guarda de seguridad uniformado nos indicó con el gesto que entrásemos. Hoyt seguía apuntándome con el arma. Avanzamos a través del camino y de pronto, sin previo aviso, Hoyt pisó el freno.

Y se volvió hacia mí.

—¿Llevas micrófono, Beck?

—¿Cómo? No.

—No me engañes. Déjame ver.

Acercó la mano a mi pecho y yo me aparté.

Levantó más el arma y, eliminando el espacio que quedaba entre los dos, me palpó la parte inferior del cuerpo. Satisfecho, se recostó en el asiento.

—Estás de suerte —dijo en tono burlón.

Volvió a meterse en el camino. A pesar de la oscuridad, se detectaba la opulencia del lugar. La silueta de los árboles se recortaba contra la luna y, aunque no había viento, las ramas cimbreaban. Descubrí a distancia una explosión de luces. Hoyt siguió avanzando a través del camino en dirección a las mismas. Un letrero gris descolorido nos anunció que acabábamos de llegar a Freedom Trails Stables. Aparcamos en el primer espacio a la izquierda. Miré por la ventana. No sé mucho de instalaciones hípicas, pero el lugar era impresionante. Había un edificio en forma de hangar donde habrían cabido doce pistas de tenis. Los establos propiamente dichos estaban dispuestos en forma de V y se extendían hasta donde alcanzaba la vista. En el centro del terreno había un surtidor, además de pistas para correr y de obstáculos y vallas para saltar.

También había unos hombres esperándonos.

Apuntándome todavía con el arma, Hoyt me ordenó:

—Sal del coche.

Bajé. Al cerrar la puerta, el golpe arrancó ecos al silencio. Hoyt dio la vuelta al coche para situarse a mi lado y me pegó el arma a los riñones. Había olores que me traían la grata reminiscencia de las ferias del campo. Pero cuando descubrí a los cuatro hombres delante de mí, a dos de los cuales reconocí, se desvaneció la imagen.

Los otros dos, que no había visto en mi vida, iban armados con una especie de fusil semiautomático con el que nos apuntaron. Apenas me estremecí. Supongo que ya comenzaba a acostumbrarme a ver armas apuntándome. El hombre situado más a la derecha estaba junto a la entrada del establo. El otro se apoyaba en un coche que había a la izquierda.

Los dos hombres a los que identifiqué estaban juntos debajo de un foco de luz. Uno era Larry Gandle. El otro, Griffin Scope. Hoyt me empujó con el arma para obligarme a avanzar. Cuando nos encontramos cerca de ellos, vi que la puerta del gran edificio estaba abierta.

Eric Wu salió por ella.

Mi corazón se alborotó y sentí los golpes de los latidos en las costillas. La respiración me resonaba en los oídos. Me flaquearon las piernas. Podía ser inmune a la intimidación de las armas pero mi cuerpo, en cambio, recordaba los dedos de Wu. Involuntariamente, aminoré la marcha. Wu apenas me miró. Se fue hacia Griffin Scope y le entregó algo.

Hoyt me obligó a detenerme cuando todavía estábamos a unos doce metros de distancia.

—Buenas noticias —exclamó.

Todos los ojos se volvieron hacia Griffin Scope. Yo sabía quién era, como es natural. Después de todo, yo era el hijo de un viejo amigo suyo y el hermano de una empleada de la máxima confianza. Como la mayoría de los demás, sentía un gran respeto por el hombre fornido cuyos ojos despedían un extraño brillo. Pertenecía a esa clase de hombres que habrías querido que se fijase en ti, que te diera una palmada en la espalda, que te invitara a beber, un hombre que poseía la rara habilidad de saber caminar por esa cuerda floja que media entre el amigo y el patrón, combinación que no ha funcionado nunca. Ni el patrón se hace respetar igual cuando se convierte en amigo ni el amigo lo es tanto cuando de pronto tiene que adoptar el papel de patrón. Pero eso no suponía un problema para aquella dínamo que era Griffin Scope. Él había sabido imponerse siempre.

Griffin Scope parecía desconcertado.

—¿Buenas noticias, Hoyt?

Hoyt trató de sonreír.

—Muy buenas, creo.

—¡Estupendo! —dijo Scope echando una ojeada a Wu. Éste asintió, pero no se movió de donde estaba—. Anda, dame esas buenas noticias, Hoyt. Soy todo oídos.

Hoyt carraspeó.

—En primer lugar, debe comprender. Yo no he querido nunca perjudicarle en nada. De hecho, hice lo imposible para que no aflorara nunca nada que pudiera incriminarlo. Pero también debía salvar a mi hija. Lo comprende, ¿verdad?

Por el rostro de Scope pasó una sombra.

—¿Que si comprendo el deseo de un padre de proteger a su hija? —preguntó con una voz que retumbó sordamente—. Sí, Hoyt, creo que lo comprendo.

Un caballo relinchó en la distancia. Todo lo demás era silencio. Hoyt se pasó la lengua por los labios y sacó el sobre de papel manila.

—¿Qué es eso, Hoyt?

—Todo —replicó él—. Fotografías, declaraciones, cintas. Todo lo que mi hija y Stephen Beck guardaban sobre su hijo.

—¿Hay copias?

—Sólo una —dijo Hoyt.

—¿Dónde está?

—En lugar seguro. Se encuentra en poder de un abogado. Si no le he llamado en el término de una hora y le doy el código, la pondrá en circulación. No quiero que parezca una amenaza, señor Scope. Yo nunca revelaría lo que sé. Tengo tanto que perder como el que más.

—Sí —dijo Scope—. En eso llevas razón.

—Pero ahora ya puede dejarnos en paz. Lo tiene todo. Y le enviaré el resto. Ya no tiene por qué acosarme a mí ni a mi familia.

Griffin Scope miró a Larry Gandle y después a Eric Wu. Pareció que los dos hombres que estaban a un lado con las armas se ponían tensos.

—¿Qué me dices de mi hijo, Hoyt? Lo mataron como a un perro. ¿Quieres que deje pasar una cosa así?

—Lo que yo digo es esto: Elizabeth no lo hizo —dijo Hoyt.

Scope entrecerró los ojos en un gesto que parecía de un profundo interés, pero a mí me pareció que en su expresión había algo más, algo más próximo a la perplejidad.

—Entonces, te ruego que me digas quién lo hizo.

Oí que Hoyt tragaba saliva. Después se volvió a mí y me miró.

—David Beck —contestó.

No me sorprendió. Ni me indignó siquiera.

—Él mató a su hijo —continuó precipitadamente—. Descubrió lo que ocurría y quiso vengarse.

Scope se tomó un tiempo antes de proferir un quejido y de llevarse la mano al pecho. Finalmente, me miró. Wu y Gandle también me miraron. Scope, clavando sus ojos en los míos, dijo:

—¿Qué tiene que alegar en su defensa, doctor Beck?

Me quedé pensativo.

—¿Serviría de algo decir que miente?

Scope no me respondió directamente. Se volvió a Wu y dijo:

—Dame ese sobre, por favor.

Wu caminaba como una pantera. Se acercó a nosotros, me sonrió y noté que mis músculos se contraían instintivamente. Se detuvo ante Hoyt y tendió la mano. Hoyt le entregó el sobre. Wu cogió el sobre con una mano mientras que con la otra —jamás había visto a nadie moverse con tanta rapidez— cogía el arma de Hoyt como de manos de un niño y la arrojaba detrás de él.

—Pero ¿qué…? —exclamó Hoyt.

Wu le asestó un puñetazo en el plexo solar y Hoyt cayó de rodillas. De pie todos a su alrededor, lo vimos derrumbarse y quedar a gatas en el suelo haciendo esfuerzos para vomitar. Wu dio una vuelta a su alrededor como si tratase de hacer tiempo, y de pronto arreó un puntapié a las costillas de Hoyt. Oí un crujido. Hoyt rodó por el suelo y se quedó boca arriba, parpadeando y con los brazos y las piernas extendidos.

Griffin Scope se acercó a mi suegro y le sonrió. Después levantó la mano con algo en ella. Entrecerré los ojos para distinguirlo. Era algo pequeño y negro.

Hoyt miró hacia arriba y escupió sangre.

—No lo entiendo —consiguió decir.

Entonces distinguí lo que llevaba Scope en la mano. Era un reproductor de microcasetes. Scope pulsó un botón. Primero oí mi voz, después la de Hoyt:

—Elizabeth no mató a Brandon Scope.

Lo sé. Lo maté yo.

Scope volvió a pulsar con fuerza el aparato. Nadie decía nada. Scope estaba con los ojos bajos mirando a mi suegro. En aquel momento advertí varias cosas. Pensé que si Hoyt Parker sabía que en su casa había micrófonos ocultos, hubiera debido saber también que era más que probable que también los hubiera en su coche. Por eso salió de casa cuando nos vio, a Elizabeth y a mí, en el patio trasero de la misma. Por eso me esperaba en el coche. Por eso me interrumpió cuando le dije que Elizabeth no había matado a Brandon Scope. Por eso confesó su asesinato en un lugar donde sabía que lo escucharían. Comprendí que, cuando me palpó, descubrió que llevaba en el pecho el micrófono que Carlson me había instalado, porque quería asegurarse de que los federales también lo oirían todo y que Scope no se molestaría en cachearme. Comprendí que Hoyt Parker se inmolaba y que, aunque había hecho muchas cosas terribles, entre ellas traicionar a mi padre, aquello no había sido más que una añagaza, un último intento de redención y que al final quería ser él, no yo, quien se sacrificase para salvarnos a todos. También comprendí que, para que funcionara su plan, todavía tenía que hacer otra cosa. Por eso me hice a un lado. Y aunque oí los helicópteros del FBI que iban bajando, aunque oí la voz de Carlson que a través de un megáfono gritaba que todo el mundo se quedara en su sitio, vi cómo Hoyt Parker alcanzaba la pistolera que llevaba en el tobillo, sacaba un arma y disparaba tres tiros a Griffin Scope. Luego le vi volver el arma hacia él y, aunque grité «¡No!», pude oír cómo sonaba el tiro final.