Como de costumbre, Tyrese y yo nos sentamos en el asiento trasero del coche. El cielo de la mañana era ceniciento, el color de las lápidas funerarias. Indiqué a Brutus dónde debía girar después de cruzar el puente George Washington. Tyrese me observaba con atención escudado en las gafas de sol. Por fin preguntó:
—¿Dónde vamos?
—A ver a mis suegros.
Tyrese se quedó a la espera de más explicaciones.
—Mi suegro es poli —añadí.
—¿Cómo se llama?
—Hoyt Parker.
Brutus sonrió. Tyrese hizo lo mismo.
—¿Lo conoces?
—No he trabajado con él directamente pero, sí, sé quién es.
—¿A qué te refieres cuando dices trabajar?
Tyrese eludió la respuesta con un gesto. Estábamos cruzando la frontera de la ciudad. En los últimos tres días había pasado por diferentes experiencias surrealistas, una de ellas pasearme por mis antiguos barrios con dos traficantes de droga en un coche con cristales oscuros. Di a Brutus unas cuantas indicaciones antes de que aparcara en Goodhart, un lugar cuyo terreno se desplegaba a dos niveles y que estaba cargado de recuerdos.
Bajé. Brutus y Tyrese salieron de estampida. Me acerqué a la puerta y oí el largo tintineo del timbre. Las nubes eran ahora más oscuras. Un relámpago abrió una brecha en el cielo. Volví a pulsar el timbre. Una corriente de dolor recorrió mi brazo. Seguía doliéndome todo el cuerpo después de la tortura y el sobreesfuerzo del día anterior. Me paré a pensar un momento en lo que habría podido ocurrir de no haber aparecido Tyrese y Brutus. Pero aparté a un lado aquellos pensamientos.
Por fin oí que Hoyt preguntaba:
—¿Quién es?
—Beck —dije.
—Está abierto.
Tendí la mano hacia el picaporte pero la mano se detuvo en el aire, dos centímetros antes de asirlo. Era extraño. Había visitado aquella casa incontables veces en mi vida, pero no recordaba que Hoyt hubiera preguntado nunca quién llamaba a la puerta. Era una de esas personas que prefieren la confrontación directa. No se había hecho para Hoyt Parker el recurso de esconderse entre matorrales. Era un hombre que no se arredraba ante nada y lo demostraba a cada momento. Llamabas a su puerta, la abría y te miraba a la cara.
Me volví. Tyrese y Brutus habían desaparecido, no eran tan estúpidos como para andar remoloneando delante de la casa de un policía en un barrio de blancos.
—¿Beck?
No había opción. Me acordé de la Glock. Y al tiempo que ponía la mano izquierda en el picaporte, acerqué la derecha a mi cadera. Por si acaso. Hice girar el picaporte, empujé la puerta y acerqué la cabeza a la rendija.
—Estoy en la cocina —gritó Hoyt.
Acabé de entrar y cerré la puerta detrás de mí. La habitación olía a desinfectante con perfume de limón, uno de esos productos que se conectan a un enchufe y se utilizan para enmascarar otros olores. Era empalagoso.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Hoyt.
Todavía no había aparecido.
—No, gracias —respondí.
Atravesé la moqueta de hebra corta en dirección a la cocina. Distinguí las viejas fotografías en la repisa de la chimenea sin que esta vez me causaran ninguna impresión. Cuando mis pies tocaron el linóleo, dejé vagar los ojos por la habitación. Vacía. Iba a darme la vuelta cuando sentí la frialdad del metal en la sien. De pronto una mano se deslizó alrededor del cuello y tiró bruscamente de mí hacia atrás.
—¿Vas armado, Beck?
No me moví ni hablé.
Sin mover el arma del sitio, Hoyt me retiró el brazo del cuello y me palpó el cuerpo con la mano. Encontró la Glock, la sacó y la arrojó sobre el linóleo.
—¿Quién te ha traído?
—Un par de amigos —conseguí decir.
—¿Qué clase de amigos?
—Pero ¿qué diablos te pasa, Hoyt?
Retrocedió y pude darme la vuelta. Me apuntaba el pecho con el arma. La boca del arma me parecía enorme, abierta como una boca gigantesca dispuesta a engullirme. Difícil apartar los ojos de aquel túnel frío y oscuro.
—¿Has venido a matarme? —preguntó Hoyt.
—¿Cómo? No.
Me obligué a levantar los ojos. Hoyt estaba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos y se balanceaba. Había bebido. Había bebido mucho.
—¿Dónde está la señora Parker? —pregunté.
—En lugar seguro —la respuesta me sonó extraña—. La he enviado a otro sitio.
—¿Por qué?
—Creo que ya lo sabes.
Tal vez lo sabía. O tal vez estuviera empezando a saberlo.
—¿Por qué iba a querer hacerte daño, Hoyt?
Seguía apuntándome el pecho con el arma.
—¿Llevas siempre un arma escondida, Beck? Sólo por esto ya te podría mandar a la cárcel.
—Peor me has tratado tú —le repliqué.
Cambió su expresión. De sus labios se escapó un leve quejido.
—¿De quién era el cadáver que incineramos, Hoyt?
—Tú no sabes una puñetera mierda.
—Sé que Elizabeth está viva —dije.
Aunque dejó caer los hombros, el arma no se movió de su sitio. Percibí cómo se le tensaba la mano y por un momento tuve la seguridad de que iba a disparar. Luché con la idea de pegar un salto y escapar, pero aquello no descartaba que me dejara frito en el segundo intento.
—Siéntate —dijo bajando la voz.
—Shauna vio el informe de la autopsia. Sabemos que el cadáver de aquel depósito no era el de Elizabeth.
—Siéntate —repitió levantando un poco el arma y llegué a pensar que, de no obedecerle, dispararía.
Me condujo a la sala de estar. Me senté en el horrendo sofá testigo de tantos momentos memorables, pero tuve la sensación de que eran momentos como briznas a punto de ser engullidas por la hoguera que también acabaría muy pronto con aquella habitación.
Hoyt se sentó frente a mí. El arma seguía levantada apuntando a la diana de mi pecho. Su mano no descansaba nunca. Debía de ser parte de su formación. Pero también él estaba agotándose. Me pareció un globo pinchado que va desinflándose lentamente de forma casi imperceptible.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
No respondió a mi pregunta.
—¿Qué te hace pensar que está viva?
Me quedé en suspenso. ¿Acaso me había equivocado? ¿Había quizá algo que él no sabía? Decidí rápidamente que no era posible. Él había visto el cadáver en el depósito. Él había sido quien lo había identificado. Tenía que estar involucrado por fuerza en el asunto. Pero entonces me acordé del mensaje electrónico.
«No se lo digas a nadie…»
¿Habría cometido un error yendo allí?
Una vez más, no. Aquel mensaje había sido enviado antes de que ocurriera todo aquello, prácticamente en otra era. Me correspondía tomar una decisión. Debía empujar, hacer algo.
—¿La has visto? —me preguntó.
—No.
—¿Dónde está?
—No lo sé —dije.
Hoyt bajó la cabeza de pronto. Llevándose un dedo a los labios, me indicó que guardara silencio. Se levantó y se acercó sigilosamente a la ventana. Las persianas estaban subidas. Atisbó por uno de los lados.
Yo seguía de pie.
—Siéntate.
—Dispara ya, Hoyt.
Me miró.
—Ella está en apuros —dije.
—¿Y crees que puedes ayudarla? —Soltó una risita burlona—. Aquella noche os salvé la vida a los dos. ¿Qué hiciste tú?
Sentí que algo se me contraía dentro del pecho.
—Me golpearon y quedé inconsciente —contesté.
—Exacto.
—¿Tú… —me costaba articular las palabras— nos salvaste la vida?
—Siéntate.
—Si supieras dónde está…
—Entonces no estaríamos hablando —terminó.
Di otro paso hacia él. Y otro más. Me estaba apuntando con el arma. Pero no me detuve. Seguí adelante hasta sentir la presión del cañón contra el esternón.
—¿Piensas decírmelo? —le dije—. ¿O piensas matarme?
—¿Quieres hacer una apuesta?
Le miré directamente a los ojos y, quizá por vez primera en nuestra larga relación, le sostuve la mirada. Algo circuló entre los dos, aunque no sabría decir qué fue. ¿Fue su capitulación? Quizá, no lo sé muy bien. Pero yo me mantuve firme.
—¿Tienes idea de lo mucho que echo de menos a tu hija?
—Siéntate, David.
—No hasta que…
—Te lo contaré —dijo bajando la voz—. Siéntate.
Seguí mirándole a los ojos al tiempo que retrocedía hacia el sofá. Me senté en el cojín. Y él dejó el arma sobre la mesita auxiliar.
—¿Quieres beber algo?
—No.
—Mejor será que tomes algo.
—Ahora no.
Se encogió de hombros y se acercó a uno de esos mueble-bares de mal gusto que se abren hacia abajo, un artilugio viejo y medio desvencijado. Dentro, los vasos estaban desordenados y tintinearon al golpear unos contra otros. Pensé que aquélla no era la primera incursión del día en el armario de los licores. Se sirvió lentamente la bebida. Habría querido darle prisa, pero pensé que ya había precipitado bastante las cosas. Creí que lo necesitaba. El hombre estaba ordenando las ideas, clasificándolas, estudiando los ángulos. No esperaba otra cosa.
Cogió el vaso con ambas manos y se dejó caer en el asiento.
—Nunca me gustaste demasiado —empezó—. No se trataba de nada personal. Eres de buena familia. Tu padre era un hombre distinguido y, en cuanto a tu madre, bueno, creo que intentó estar a la altura, ¿no te parece? —Sostenía el vaso con una mano y con la otra se alisó los cabellos—. Pero yo siempre pensé que tu relación con mi hija era para ella… —se paró tratando de buscar las palabras adecuadas— un obstáculo para su realización personal. Ahora… ahora me doy cuenta de lo increíblemente afortunados que fuisteis los dos.
La habitación se había enfriado unos cuantos grados. Procuré no moverme, traté de aquietar la respiración, lo que fuera con tal de no molestarlo.
—Empezaré hablando de la noche en el lago —dijo—, la noche que la secuestraron.
—¿Quién la secuestró?
Hundió la mirada en el vaso.
—No me interrumpas —dijo—. Limítate a escuchar.
Asentí, pero él no me miró. Seguía con los ojos perdidos en el fondo del vaso, literalmente como si buscara allí una respuesta.
—Ya sabes quién la secuestró —dijo— o deberías saberlo a estas alturas. Fueron los dos hombres que encontraron enterrados.
Su mirada, de pronto, hizo un barrido de la sala. Cogió el arma, se levantó y volvió a mirar por la ventana. Habría querido preguntarle qué esperaba ver, pero no quería alterar el ritmo de sus actos.
—Mi hermano y yo llegamos tarde al lago. Demasiado tarde. Queríamos pararles los pies a medio camino. Ya sabes, donde hay aquellas dos rocas.
Echó una ojeada a la ventana, después me miró de nuevo a mí. Sabía de qué rocas me hablaba. Estaban en el camino de tierra, a casi un kilómetro de distancia del lago Charmaine. Eran enormes las dos, redondeadas, de dimensiones casi exactas, perfectamente situadas a uno y otro lado del camino. Se contaban muchas leyendas sobre cómo habían llegado allí.
—Ken y yo nos escondimos detrás de ellas. Cuando se acercaron, les reventé un neumático de un tiro. Bajaron a ver qué pasaba. Cuando bajaron les disparé un tiro en la cabeza.
Tras mirar otra vez por la ventana, Hoyt volvió al sillón. Dejó el arma y volvió a fijar la mirada en la bebida. Frené la lengua y esperé.
—Griffin Scope había contratado a los dos hombres —dijo—. Se suponía que interrogarían a Elizabeth y que después la matarían. Ken y yo tuvimos noticia de la maniobra y fuimos al lago para pararles los pies —levantó la mano como queriendo silenciar una pregunta, pese a que yo no me había atrevido a abrir la boca—. Los cómos y los porqués no tienen ninguna importancia. Griffin Scope quería ver a Elizabeth muerta. No tienes por qué saber más. Y no se detendría por el simple hecho de que hubieran matado a un par de sus muchachos. Los tenía en cantidad. Es como una de esas bestias míticas que, si les cortas la cabeza, les crecen otras dos —me miró—. Son fuerzas contra las que no puedes luchar, Beck.
Tomó un largo trago. Yo estaba inmóvil.
—Quiero que te traslades a aquella noche y te pongas en nuestro lugar —continuó al tiempo que se acercaba un poco más a mí como tratando de involucrarme—. Dos hombres yacen muertos en aquella carretera polvorienta. Enviados por uno de los hombres más poderosos del mundo para matarte. Un hombre que no tiene ningún escrúpulo en cargarse a un inocente con tal de poder eliminarte. ¿Qué puedes hacer? Supón que hubiéramos decidido acudir a la policía. ¿Qué habríamos contado? Un hombre como Scope no deja rastro tras de sí y, aunque hubiera dejado alguno, tiene a más policías y jueces en el bolsillo que cabellos tengo yo en la cabeza. Nos habrían matado. Te lo estoy preguntando, Beck. Estás allí, hay dos hombres muertos en el suelo, sabes que la cosa no terminará ahí. ¿Qué haces?
Me tomé la pregunta como pura retórica.
—O sea que se lo expuse todo a Elizabeth igual que te lo expongo a ti ahora. Le dije que Scope nos quitaría de en medio con tal de llegar hasta ella. Si ella desaparecía, si por ejemplo se escondía, entonces él nos torturaría a nosotros hasta que se la entregásemos. O se lanzaría contra mi mujer. O contra tu hermana. Haría lo que fuera con tal de asegurarse de que se había localizado a Elizabeth y de que la habían matado. —Se me acercó un poco más—. ¿Te das cuenta ahora? ¿Ves que sólo hay una respuesta?
Asentí porque de pronto todo me pareció transparente.
—Claro, tenías que conseguir que pensaran que Elizabeth estaba muerta.
Sonrió, pero a mi alrededor aparecieron nuevas lagunas.
—Yo tenía un dinerillo ahorrado. Y mi hermano tenía más. También teníamos contactos. Elizabeth se escondió. La sacamos del país. Se cortó el pelo, aprendió a disfrazarse, aunque en esto probablemente nos excedimos. En realidad, no la buscaba nadie. En esos últimos ocho años ha rondado de aquí para allá a través de países del tercer mundo, trabajando para la Cruz Roja, para UNICEF o para cualquier organización con la que pudiera enrolarse.
Seguí a la espera. Quedaban todavía muchas cosas que no me había aclarado, pero no me moví del sitio. Dejé que las consecuencias de aquello fueran penetrándome y me llegasen al fondo. Elizabeth. Estaba viva. Había estado viva aquellos ocho años. Respiraba, vivía, trabajaba… Eran demasiadas cosas, uno de aquellos incomprensibles problemas matemáticos que obligan al ordenador a callar.
—Seguro que te estás preguntando por el cadáver del depósito.
Me permití asentir con la cabeza.
—Esto fue muy sencillo. Disponemos siempre de cadáveres de mujeres que nadie reclama. Permanecen almacenados en el departamento de patología hasta que llega un día en que alguien se harta de verlos. Entonces los trasladamos a un cementerio de pobres de la isla de Roosevelt. Así es que no tuve más que esperar a que apareciera una nueva desconocida caucásica con rasgos similares a los de Elizabeth. Tardó más de lo que había supuesto. Una chica cosida a navajazos, probablemente por su chulo aunque, naturalmente, no podía asegurarse. Tampoco podíamos dejar abierto el asesinato de Elizabeth. Necesitábamos una cabeza de turco, Beck. Así quedaría cerrado el asunto. Escogimos a KillRoy. Era cosa sabida que KillRoy marcaba las caras de sus víctimas con la letra K. Así pues, marcamos el cadáver. El único problema que quedaba pendiente era el de la identificación. Barajamos la idea de quemarlo, pero esto habría significado pruebas dentarias y otras cosas por el estilo. O sea que corrimos el riesgo. El cabello cuadraba. El color de la piel y la edad eran más o menos los mismos. Trasladamos el cadáver a un pueblo con un modesto laboratorio forense. Nosotros mismos nos encargamos de hacer la llamada anónima a la policía. Nos aseguramos de llegar al despacho del forense a la misma hora que el cadáver. Lo único que quedaba era la comedia de las lágrimas en el momento de la identificación. Así se identifican la gran mayoría de víctimas de un asesinato. El encargado es un miembro de la familia. Así pues, la identifiqué yo y Ken corroboró la identificación. ¿Quién podía ponerla en duda? ¿Por qué iban a mentir el padre y el tío de la víctima?
—Corriste un riesgo muy grande —dije.
—¿Qué alternativa nos quedaba?
—Seguramente había otras posibilidades.
Se acercó más. Le olí el aliento. Debajo de los ojos le colgaban los pliegues de las ojeras.
—Te lo repito, Beck, sitúate en aquel camino polvoriento delante de los dos cadáveres… ¡Coño, tú ahora estás aquí sentadito y ves las cosas en perspectiva! Anda, dímelo: ¿qué podíamos hacer?
Pero yo no tenía respuesta.
—Había otros problemas además —añadió Hoyt, recostándose ligeramente en el respaldo—. No podíamos estar totalmente seguros de que la gente de Scope se tragaría todo aquel montaje. Por suerte para nosotros, se había planeado que los dos granujas abandonasen el país después de cometido el asesinato. Encontramos en su ropa unos pasajes para Buenos Aires. Eran unos facinerosos de mucho cuidado. Todo ayudaba. La gente de Scope se lo tragó, pero nos tenían vigilados, no tanto porque pensasen que ella seguía viva sino porque les preocupaba que nos hubiera podido pasar material comprometedor.
—¿Qué clase de material comprometedor?
Pasó la pregunta por alto.
—Tu casa, tu teléfono, probablemente tu consultorio. Seguro que durante todos estos años te han puesto escuchas y vigilancias por todas partes. Y en lo que a mí respecta, lo mismo.
Ahora se explicaba el porqué de tanta cautela en los mensajes que yo había recibido. Paseé los ojos por la habitación.
—Ayer inspeccioné toda la casa —dijo—. Está limpia.
Cuando calló un momento, me arriesgué a hacerle una pregunta:
—¿Por qué Elizabeth ha decidido volver de pronto?
—Porque es estúpida —dijo y percibí indignación por vez primera en su voz. Le di un tiempo para que se calmase. Se calmó y la repentina rubicundez de su rostro fue atenuándose paulatinamente—. Enterramos los dos cadáveres —dijo con voz tranquila.
—¿Qué ha pasado con ellos?
—Elizabeth se enteraba de las noticias por Internet. Cuando supo que los habían descubierto, se figuró, al igual que yo, que los Scope sabrían la verdad.
—¿Que ella seguía viva?
—Sí.
—Pero si se encontraba al otro lado del mar, difícilmente habrían podido encontrarla.
—Eso le dije yo. Pero ella me respondió que nada les detendría. Se lanzarían contra mí. O contra su madre. O contra ti. Pero… —y volvió a callar, bajó la cabeza—. No sé hasta qué punto es importante todo este asunto.
—¿Qué quieres decir?
—A veces pienso que ella tenía ganas de que ocurriera. —Movió el vaso, hizo sonar el hielo—. Ella tenía ganas de volver a tu lado, David. Me parece que los cadáveres sólo fueron una excusa.
Esperé de nuevo. Entretanto bebió un poco más. Se levantó para atisbar de nuevo por la ventana.
—Ahora te toca a ti —me dijo.
—¿Qué?
—Quiero que me respondas ahora —dijo—. Quiero que me digas cosas como, por ejemplo, cómo se puso en contacto contigo. Cómo huiste de la policía. Dónde crees que puede estar.
Titubeé, pero sólo un momento. ¿Qué alternativas tenía, en realidad?
—Elizabeth se puso en contacto conmigo mediante mensajes electrónicos anónimos. Utilizó un código que sólo yo podía entender.
—¿Qué clase de código?
—Referencias a nuestro pasado en común.
Hoyt asintió con la cabeza.
—Sabía que podían vigilarla.
—Sí —dije moviéndome en el asiento—. ¿Qué sabes sobre el personal de Griffin Scope? —pregunté.
Pareció confuso.
—¿El personal?
—¿Hay un asiático muy musculoso que trabaja para él?
El poco color que tenía Hoyt en el rostro se le escapó como a través de una herida abierta. Me miró con expresión aterrada, tuve la impresión de que iba a persignarse.
—Eric Wu —dijo sin atreverse casi a levantar la voz.
—Sí, ayer me tropecé con el señor Wu.
—Imposible —dijo.
—¿Por qué?
—No habrías salido vivo.
—Tuve suerte.
Le conté la historia. Parecía estar al borde de las lágrimas.
—Si Wu la hubiera encontrado a ella, si la hubiera encontrado a ella antes que a ti… —Cerró los ojos intentando apartar la imagen.
—Pero no la encontró —dije.
—¿Cómo lo sabes?
—Wu quería saber qué hacía yo en el parque. Si se la hubiera encontrado antes, ¿para qué habría querido saberlo?
Asintió con la cabeza. Apuró el vaso y se sirvió más bebida.
—Pero ahora saben que está viva —dijo—. Y eso quiere decir que se lanzarán detrás de nosotros.
—Pues tendrán que pelear —dije con más valor del que sentía.
—No me has escuchado bien. A la bestia mítica le nacen otras cabezas.
—Pero al final el héroe siempre mata a la bestia.
Se echó a reír ante mis palabras. No era para menos, pensé. Yo no apartaba de él los ojos. El reloj del abuelo desgranó unas horas. Me quedé pensativo un momento.
—Tienes que contarme el resto —dije.
—No tiene importancia.
—¿Guarda relación con el asesinato de Brandon Scope?
Negó con la cabeza, pero con escaso convencimiento.
—Sé que Elizabeth proporcionó una coartada a Helio González —insistí.
—Eso no tiene ninguna importancia, Beck. Confía en mí.
—Estuvo allí, lo hizo, lo jodieron —dije.
Tomó otro trago.
—Elizabeth tenía una caja de seguridad a nombre de Sarah Goodhart —dije—. Fue allí donde encontraron las fotos.
—Lo sé —dijo Hoyt—. Aquella noche todo fue muy precipitado. Yo no sabía que Elizabeth ya les había dado la llave. Les vaciamos los bolsillos, pero no miramos en los zapatos. En cualquier caso, no tenía gran importancia. Yo no creía que los encontrasen nunca.
—En aquella caja había más cosas aparte de las fotografías —continué.
Hoyt dejó con mucho cuidado el vaso sobre la mesa.
—Estaba también la vieja pistola de mi padre. Una treinta y ocho. ¿La recuerdas?
Hoyt miró hacia otro lado y de pronto se le dulcificó la voz.
—Smith and Wesson. Le ayudé a elegirla cuando la compró.
Volví a temblar.
—¿Sabías que mataron a Brandon Scope con aquella arma?
Cerró con fuerza los ojos, como un niño que quiere ahuyentar un mal sueño.
—Dime qué ocurrió, Hoyt.
—Tú sabes qué ocurrió.
No podía parar de temblar.
—De todos modos, dímelo.
Las palabras le salieron a oleadas.
—Elizabeth mató a Brandon Scope.
Negué con el gesto. Sabía que no era verdad.
—Trabajaban codo con codo en aquella obra benéfica. Pero ella no podía tardar en descubrir la verdad. Y la verdad era que Brandon dirigía toda esa chusma, que jugaba a ser malo. Drogas, prostitución. Yo qué sé.
—Elizabeth no me lo dijo nunca.
—No se lo dijo a nadie, Beck. Pero Brandon lo supo. Y le dio una paliza a modo de aviso. Yo entonces no me enteré, por supuesto. Ella me contó aquella historia del choque con una valla.
—Elizabeth no lo mató —insistí.
—Fue en defensa propia. Al ver que Elizabeth no dejaba de hacer averiguaciones, Brandon entró en tu casa y esta vez iba armado con una navaja. Iba a por ella y… ella le disparo un tiro. Se defendió.
Pero yo seguía negando con la cabeza.
—Me llamó llorando. Fui en coche hasta tu casa. Cuando llegué… —calló un momento, jadeaba— ya estaba muerto. Elizabeth tenía el arma. Quería que llamase a la policía. Se lo saqué de la cabeza. Defensa propia o no, Griffin Scope la habría matado o algo peor. Le dije que me diera unas horas. Estaba temblorosa, pero al final accedió a mis ruegos.
—Y trasladaste el cadáver —dije.
Asintió.
—Había oído hablar de González. Un tipo que estaba al final de una vida dedicada al delito. Conocía a los de su clase. Ya había escapado por los pelos de ser condenado por asesinato. ¿Quién mejor que él para cargarle el muerto?
Se estaba aclarando todo.
—Pero Elizabeth no lo habría permitido nunca.
—Yo no contaba con eso —dijo—. Se enteró de la noticia cuando lo detuvieron y decidió preparar aquella coartada. Lo hizo para salvar a González de… —dibujó con los dedos unas irónicas comillas— una grave injusticia —negó con la cabeza—. Todo inútil. Si hubiera dejado que se hundiera aquel cabrón, allí se habría acabado todo.
—¿Supo la gente de Scope que ella había urdido la coartada? —pregunté.
—Alguien de dentro se fue de la lengua, sí. Y entonces ellos empezaron a enviar gente y descubrieron que ella había hecho averiguaciones. Lo demás cayó por su propio peso.
—O sea que lo de aquella noche en el lago fue una venganza.
Reflexionó un momento.
—En parte, sí. Y en parte fue un intento de ocultar la verdad sobre Brandon Scope. Era un héroe muerto. Mantener el honor significaba mucho para su padre.
Y yo pensé que también para mi hermana.
—Sigo sin entender por qué guardó el trasto en una caja de seguridad —dije.
—Pruebas —dijo.
—¿De qué?
—De que había matado a Brandon Scope. Y de que lo había hecho en defensa propia. Aparte de lo que pudiera ocurrir, Elizabeth no quería que nadie cargara con lo que sólo había hecho ella. Ingenua, ¿no crees?
No, yo no diría tal cosa. Me quedé sentado dejando que la verdad se asentara. Pero no ocurrió. Aún no. Porque aquello no era toda la verdad. Yo lo sabía mejor que nadie. Miré a mi suegro, la piel que se le iba descolgando, el cabello cada día más escaso, la barriga más redonda que antes, aquella figura todavía imponente, pero camino ya de la decadencia. Creía saber qué le había ocurrido a su hija. Pero ignoraba hasta qué punto se equivocaba.
Se oyó un trueno. La lluvia empezó a golpear los cristales, como puños diminutos.
—Podrías habérmelo contado —dije.
Negó con un gesto, pero esta vez poniendo en él mucha más energía.
—¿Tú qué habrías hecho, Beck? ¿Seguirla? ¿Huir con ella? Entonces ellos se habrían enterado de la verdad y nos habrían liquidado a todos. Te tenían vigilado. Todavía te tienen vigilado. No se lo dijimos a nadie. Ni siquiera a la madre de Elizabeth. Y si necesitas la prueba de que obramos bien no tienes más que mirar a tu alrededor. Han pasado ocho años. Ella no ha hecho más que enviarte unos cuantos mensajes anónimos. Y ya ves qué ha pasado.
Se oyó la puerta de un coche al cerrarse. Hoyt, como un gato enorme, dio un salto en dirección a la ventana. Volvió a atisbar.
—Es el coche en el que has venido. Hay dos negros dentro.
—Me vienen a buscar.
—¿Estás seguro de que no trabajan para Scope?
—Totalmente seguro.
En aquel mismo momento sonó el móvil. Lo cogí.
—¿Todo bien? —preguntó Tyrese.
—Sí.
—Salga.
—¿Por qué?
—¿Confía en ese poli?
—No del todo.
—Salga.
Dije a Hoyt que tenía que irme. Estaba tan acabado que no pareció importarle. Recuperé la Glock y me dirigí rápidamente a la puerta. Tyrese y Brutus me estaban esperando. La lluvia había amainado un poco, pero a ninguno de nosotros pareció importarnos.
—Hay una llamada para usted. Vaya allí.
—¿Por qué?
—Es personal —dijo Tyrese—. No quiero enterarme.
—Confío en ti.
—Haga lo que le digo, hombre.
Me aparté del alcance del oído de Tyrese. Detrás de mí no había más que sombras. Hoyt estaba atisbando. Me volví a mirar a Tyrese. Me indicó con el gesto que me acercara el aparato al oído. Lo hice. Hubo un silencio y después oí la voz de Tyrese que decía:
—Línea despejada. Adelante.
La voz que oí a continuación era la de Shauna.
—La he visto.
Me quedé inmóvil.
—Me ha dicho que te diga que estará esta noche en el Dolphin.
Sabía a qué se refería. La voz se extinguió. Volví junto a Tyrese y Brutus.
—Necesito ir a un sitio yo solo —dije—. No quiero que me siga nadie.
Tyrese dirigió una mirada a Brutus.
—Entre —dijo.