Brutus se nos unió en la acera.
—Buenos días —le dije.
No respondió. Todavía no le había oído la voz. Me deslicé en el asiento trasero del coche. Tyrese se sentó a mi lado y me sonrió. La noche anterior Tyrese había matado a un hombre. Cierto es que lo había hecho para salvarme la vida pero, a juzgar por la naturalidad con la que ahora actuaba, parecía que no recordaba siquiera haber apretado el gatillo. Yo, más que nadie, habría debido entender lo que estaba pasando, pero no era así. Las verdades absolutas en materia de moral no son mi fuerte. Lo que yo veo son los grises. Y entonces tomo las opciones pertinentes. Elizabeth tenía una idea más clara que yo de las normas morales. Privar a una persona de la vida era para ella un acto horrible. Para ella no habría contado que la persona en cuestión me hubiera secuestrado, torturado y que su intención más probable fuera matarme. O tal vez era lo que contaba. En realidad, ya no lo sé muy bien. La verdad pura y dura era que yo no lo sabía todo de Elizabeth. Como era evidente que ella tampoco lo sabía todo de mí.
Mi formación médica me obliga a no plantearme esta clase de problemas morales. Mi normativa es muy simple, se basa en las prioridades. En primer lugar hay que atender a los heridos más graves. No importa quiénes sean ni lo que hayan hecho. Éstos son los que merecen atención prioritaria. Como teoría está bien y entiendo perfectamente la necesidad del planteamiento. Pero si, para poner un ejemplo, traen a mi consulta a mi sobrino Mark, víctima de un navajazo, junto con el pedófilo que lo ha agredido y éste tiene una bala alojada en el cerebro que puede acabar con su vida, pues… en fin. Uno elige la opción y, en lo más hondo de su corazón, sabe que le ha costado muy poco tomarla.
Me podrían decir que me encuentro en una pendiente sumamente resbaladiza. Y en esto estaría de acuerdo, aunque también podría rebatir la cuestión alegando que gran parte de la vida se organiza de acuerdo con este principio. El problema era que vivir en los grises tenía unas repercusiones, no ya sólo las teóricas que impregnan el espíritu, sino también las sólidas y físicas que presuponen la imprevisible destrucción que dejan tras de sí aquellas opciones. Hube de preguntarme qué habría ocurrido si hubiera dicho la verdad desde el primer momento. Y me invadió un miedo inmenso.
—Está muy callado, doc.
—Sí —contesté.
Brutus me dejó delante del piso que Linda y Shauna tenían en Riverside Drive.
—Estaremos en la esquina —dijo Tyrese—. Si me necesita, ya sabe mi número.
—De acuerdo.
—¿Lleva la Glock?
—Sí.
Tyrese me puso la mano en el hombro.
—Ya lo sabe, doc, o ellos o usted —dijo—. No hay más que apretar el gatillo.
Allí no había grises.
Salí del coche. Todo un desfile de mamás y niñeras se paseaban de aquí para allá empujando sofisticados cochecitos de niño: los plegables y los extensibles, los que se mecen y los que hacen sonar canciones, los que se inclinan hacia atrás y los que se inclinan hacia delante, los que llevan más de un niño y los que transportan todo un arsenal de pañales, gasas, potitos, tarros de zumo (para el hermanito mayor), ropa de recambio, biberones y hasta botiquines. Los conocía gracias a la práctica profesional (estar en la asistencia sanitaria pública no es óbice para comprarse un cochecito de lujo marca Peg Perego) y comprobé que encontrar este espectáculo de anodina normalidad cohabitando en el mismo reino donde acababa de vivir aquella espantosa experiencia era para mí una especie de elixir.
Me dirigí hacia el edificio. Linda y Shauna se me acercaron corriendo. Linda llegó primero. Me arropó en sus brazos. La abracé a mi vez. Fue una sensación agradable.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Estoy bien —dije.
Que se lo asegurase no impidió a Linda repetir varias veces la misma pregunta ni formularla de diferentes maneras. Shauna esperaba a unos pasos de distancia. La sorprendí mirándonos por encima del hombro de mi hermana. Se enjugaba las lágrimas de los ojos. Le sonreí.
En el ascensor siguieron los besos y abrazos. Shauna estaba algo menos efusiva que de costumbre, como si quisiera mantenerse al margen de la escena. Una persona ajena habría pensado que su actitud era lógica y que quería conceder un espacio a los dos hermanos para que pudieran intercambiar tiernas muestras de afecto. Pero esa persona no habría diferenciado a Shauna de Cher. Shauna era una mujer totalmente consecuente. Era antojadiza, exigente, divertida, generosa y leal muy por encima de la lógica. No se ponía nunca antifaces ni hacía nunca comedias. Si tu diccionario tenía una sección de antónimos y buscabas en ella la frase «modesto como una violeta», su exuberante imagen te habría devuelto la mirada. Shauna desbordaba vida. No la habrías hecho volverse atrás ni a bastonazos.
Empecé a sentir un cosquilleo en mi interior.
Al llegar al apartamento, Linda y Shauna intercambiaron una mirada y Linda me soltó.
—Shauna quiere hablar a solas contigo —dijo—. Estaré en la cocina. ¿Quieres un bocadillo?
—Gracias —dije.
Linda me besó y me dio un último pescozón, como si quisiera asegurarse de que todavía seguía allí, de que no me había esfumado. Después salió apresuradamente de la habitación. Miré a Shauna. Seguía manteniéndose distante. Levanté las manos en un gesto inquisitivo.
—¿Por qué te escapaste? —me preguntó.
—Había recibido otro mensaje electrónico —dije.
—¿En la misma cuenta Bigfoot?
—Sí.
—¿Por qué llegó tan tarde?
—Se servía de un código —respondí—. Me costó un poco descubrirlo.
—¿Qué clase de código?
Le conté lo de «doña Murciélago» y lo de los «Caniches Sexuales de la Adolescencia».
Cuando terminé, dijo:
—¿Por eso te serviste del ordenador de Kinko? ¿Lo descifraste mientras paseabas a Chloe?
—Sí.
—¿Qué decía exactamente el mensaje?
No tenía ni idea de los motivos que impulsaban a Shauna a hacerme todas aquellas preguntas. Aparte de lo dicho sobre ella, debo añadir que no era una persona detallista, creía que los detalles no servían para otra cosa que para enturbiar y confundir la imagen.
—Quería que nos encontrásemos en Washington Square Park a las cinco de la tarde de ayer —dije—. Me advirtió que me seguirían. Y también me dijo que, pasase lo que pasase, me quería.
—¿Y por esto huiste corriendo? —preguntó—. ¿Para llegar puntualmente a la cita?
Asentí.
—Hester me dijo que no fijarían la fianza como mínimo hasta media noche o más.
—¿Llegaste a tiempo al parque?
—Sí.
Shauna avanzó un paso hacia mí.
—¿Y qué?
—Pues que no apareció.
—Pese a lo cual sigues convencido de que fue Elizabeth quien te envió el mensaje, ¿verdad?
—No tengo otra explicación —dije.
Sonrió al oír mis palabras.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Te acuerdas de mi amiga Wendy Petino?
—Sí, una modelo compañera tuya —contesté—, más rara que un perro verde.
Shauna sonrió ante la comparación.
—Una vez me llevó a cenar con su… —dibujó con los dedos unas comillas en el aire— gurú espiritual. Me dijo que el hombre leía los pensamientos y adivinaba el futuro y todas esas cosas y que la ayudaba a comunicarse con su madre, que se había suicidado cuando ella tenía seis años.
La dejé seguir sin interrumpir con la frase que habría sido lógica en ese caso: «¿Se puede saber qué tiene esto que ver conmigo?». Pero me di cuenta de que Shauna estaba haciendo tiempo y de que acabaría por ir al grano.
—O sea que terminamos de cenar. El camarero nos sirvió el café. Y el gurú de Wendy, creo que se llamaba algo así como Omay, me miró con los ojos brillantes e inquisitivos que tiene esa clase de gente, ya sabes, y empezó a decirme que presentía… utilizó esa misma palabra… presentía que yo era escéptica y que le abriese mi corazón. Tú ya me conoces. Le dije que todo aquello no eran más que paparruchas y que estaba hasta las narices de que sacara los cuartos a mi amiga. Omay no se enfadó lo más mínimo, lo que acabó de sacarme de quicio. Lo que hizo fue darme una tarjeta y decirme que escribiera en ella cualquier cosa, lo que quisiera, algo que tuviera algún significado para mí, una fecha, las iniciales de mi pareja, lo que se me antojase. Miré la tarjeta. Me pareció una tarjeta blanca normal, pese a lo cual le pregunté si en lugar de aquélla podía utilizar una mía. Me dijo que no había ningún inconveniente. Saqué una tarjeta comercial y la puse sobre la mesa. Entonces me dio una pluma, pero decidí también que usaría la mía, por si tenía alguna trampa o alguna cosa rara. Pero tampoco le pareció mal. Escribí tu nombre. Simplemente, Beck. Cogió la tarjeta. Yo le vigilaba la mano por si hacía algún cambio o alguna triquiñuela, pero se limitó a pasar la tarjeta a Wendy. Le dijo que la sostuviera. Y él entretanto me cogió la mano, cerró los ojos y comenzó a agitarse como si acabara de darle un ataque. Te juro que sentí correr algo dentro de mí. Y de pronto Omay abrió los ojos y dijo: «¿Quién es Beck?».
Shauna se sentó en el sofá y yo a su lado.
—Sé que hay gente muy rápida de manos y todas esas cosas, pero es que yo estaba delante, lo vigilaba de cerca. Casi me lo creí. Omay tenía habilidades especiales. Como dices tú, no había otra explicación. Y entretanto, Wendy allí sentada con su sonrisa de satisfacción pintada en la cara. En fin, algo que no me cabía en la cabeza.
—Habría averiguado cosas tuyas —dije—. Estaría enterado de nuestra amistad.
—No quiero desmentir tus palabras, pero ¿por qué no adivinó que yo había escrito el nombre de mi hijo o el de Linda? ¿Cómo supo que había puesto el tuyo?
Era un punto a su favor.
—¿O sea que ahora crees?
—Casi, Beck. Ya te he dicho que casi. Omay tenía razón al decir que soy escéptica. Aunque todo apuntaba a que era vidente, yo sabía que no lo era. Porque no hay videntes… de la misma manera que tampoco hay fantasmas.
Se calló. No era lo que se dice sutil mi querida Shauna.
—O sea que decidí hacer averiguaciones —continuó—. Lo bueno que tiene ser modelo famosa es que vas a ver a alguien y te recibe. O sea que fui a ver a un ilusionista que había visto en Broadway dos años atrás. Cuando se lo conté, se echó a reír. Le pregunté qué tenía de cómico lo que le acababa de decir. Me preguntó si el gurú aquel me había hecho el numerito después de cenar. La pregunta me sorprendió. ¿Qué diablos tenía que ver con lo que yo quería saber? Le dije que sí, que cómo lo sabía. Me preguntó entonces si tomamos café. Volví a decirle que sí. Y que si él había tomado el café solo. También le dije que sí —Shauna sonrió—. ¿Sabes cómo lo hizo, Beck?
Negué con la cabeza.
—Ni idea.
—Al dar la tarjeta a Wendy, la pasó por encima de su taza de café. Era café puro, Beck. La superficie es como un espejo. Por eso pudo leer lo que yo había escrito. Un truco de salón de lo más idiota. No puede ser más sencillo, ¿te das cuenta? Pasas la tarjeta por encima de la taza de café y es como si la pasaras por encima de un espejo. Y pensar que yo estuve a punto de morder el anzuelo… ¿Comprendes lo que te quiero decir?
—Naturalmente —dije—. Te figuras que soy tan crédulo como la tontorrona de Wendy.
—Sí y no. Mira, Beck, una parte del engaño de Omay era que jugaba con el deseo. Wendy cayó en la trampa porque deseaba creer en todas esas patochadas.
—Y yo quiero creer que Elizabeth está viva, ¿no es eso?
—Más de lo que un hombre muerto de sed desearía encontrar un oasis en el desierto —dijo—. Pero no es eso, en realidad, lo que quería decirte.
—¿Qué es, entonces?
—El hecho de que tú no veas la explicación no quiere decir que la explicación no exista. Lo único que quiere decir es que tú no la ves.
Me recosté hacia atrás y crucé las piernas. La miré fijamente y ella desvió la mirada, algo que no hacía nunca.
—¿Qué pasa, Shauna?
Pero no me miró.
—No entiendo una palabra —dije.
—Me figuraba que estaba muy claro…
—Sabes a qué me refiero. Tú no eres así. Me dijiste por teléfono que querías hablar conmigo. A solas. ¿Para qué? ¿Era para decirme que mi esposa muerta sigue muerta? —Negué con la cabeza—. No me lo trago.
Shauna no reaccionó.
—Dime qué pasa —dije.
Se volvió.
—Tengo miedo —contestó con una voz que me erizó el vello de la nuca.
—¿De qué?
No respondió enseguida. Se oía a Linda trajinando en la cocina, ruido de vasos y platos, la puerta de la nevera al abrirse como una ventosa al desprenderse.
—La advertencia que te hice —continuó Shauna por fin—, era tanto para ti como para mí.
—No te entiendo.
—He visto algo —su voz se apagó, inspiró profundamente y volvió a hablar—. He visto algo que mi mente racional no acierta a explicar. Es como lo que te he contado sobre Omay. Sé que tiene que haber una explicación, pero no la encuentro. —Comenzó a mover las manos, sus dedos jugaban con los botones, retiraban motas imaginarias del vestido, hasta que dijo—: Estoy empezando a creer en tus palabras, Beck. Creo que quizá Elizabeth esté aún viva.
Sentí que el corazón me subía a la garganta.
Se levantó bruscamente.
—Voy a prepararme un mimosa. ¿Te apuntas?
Le dije que no con el gesto.
Pareció sorprendida.
—¿Seguro que no quieres…?
—Dime qué viste, Shauna.
—El informe de su autopsia.
Me sentí desfallecer. Tardé un momento en encontrar la voz para contestar.
—¿Cómo ha sido?
—¿Conoces a Nick Carlson, del FBI?
—El que me interrogó —contesté.
—Cree que eres inocente.
—Pues a mí no me pareció que lo creyera.
—Ahora lo cree. Cuando vio que había tantas pruebas que te señalaban, le pareció que estaba todo demasiado claro.
—¿Te lo dijo?
—Sí.
—¿Y tú le creíste?
—Te parecerá una ingenuidad pero sí, le creí.
Me fiaba del criterio de Shauna. Si ella decía que Carlson estaba a la altura es que era un perfecto embustero o que el hombre se había dado cuenta del montaje.
—Sigo sin entender —dije—. ¿Qué tiene qué ver esto con la autopsia?
—Carlson vino a verme. Quería saber qué te llevabas entre manos. Yo no le dije nada, pero él vigilaba tus movimientos. Estaba enterado de que habías querido examinar el informe de la autopsia de Elizabeth y quería saber por qué. O sea que fue al despacho del forense y consiguió el informe. Y me lo trajo. Quería ver si yo podía orientarlo un poco.
—¿Te lo enseñó?
Shauna asintió.
Tenía la garganta seca.
—¿Viste las fotos de la autopsia?
—No estaban, Beck.
—¿Qué?
—Carlson cree que las han robado.
—¿Quién?
Shauna se encogió de hombros.
—La única persona que firmó el expediente fue el padre de Elizabeth.
Hoyt. El círculo volvía a cerrarse a su alrededor. La miré.
—¿Leíste el informe?
Esta vez el gesto de asentimiento fue más indeciso.
—¿Y qué?
—Decía que Elizabeth tenía un problema de drogas, Beck. No que hubiera rastro de drogas en su organismo. El hombre me dijo que los informes demostraban que era adicta desde hacía tiempo.
—Imposible —dije.
—Puede que sí, y puede que no. Esto, por sí solo, no me habría convencido. Los adictos suelen ocultarlo. No es probable, pero tampoco lo es que esté viva. A lo mejor las pruebas eran erróneas o no eran concluyentes. Puede ser. Hay explicaciones, ¿verdad? Puede haber explicaciones.
Me pasé la lengua por los labios.
—Entonces, ¿qué era lo que no cuadraba? —pregunté.
—El peso y la talla —dijo Shauna—. Allí decía que Elizabeth medía un metro sesenta y seis de altura y que no llegaba a los cuarenta y cinco kilos.
Aquellas palabras fueron un puñetazo en el estómago. Mi mujer medía un metro sesenta y dos y pesaba cincuenta y dos kilos.
—Nada que ver —dije.
—Nada.
—Elizabeth está viva, Shauna.
—Tal vez —admitió al tiempo que desviaba la mirada hacia la cocina—. Pero es que hay algo más.
Shauna se volvió y llamó a Linda por su nombre. Linda apareció en la puerta, pero no entró. De pronto, con su delantalito, me pareció muy pequeña. Se restregó las manos y se las secó en el delantal. Observé, extrañado, a mi hermana.
—¿Qué pasa? —dije.
Entonces Linda rompió a hablar. Sobre las fotografías, sobre cómo Elizabeth había acudido a ella para pedirle que las sacase, sobre lo contenta que estuvo de poder mantener en secreto el asunto de Brandon Scope. Ni quiso edulcorar la cosa ni dar explicaciones, pero quizá, para decirlo una vez más, no tenía por qué darlas. Estaba allí de pie, contándolo todo y esperando el revés inevitable. Yo la escuché con la cabeza baja. No soportaba mirarla, pero la perdonaba. Todos tenemos nuestros puntos débiles. Todos.
Me entraron ganas de abrazarla y decirle que la comprendía, pero no lo hice. En cuanto terminó, me limité a asentir con un gesto y dije:
—Gracias por contármelo.
Con mis palabras pretendía despedirla y Linda lo entendió. Shauna y yo permanecimos sentados en el sofá y estuvimos casi un minuto en silencio.
—¿Beck?
—El padre de Elizabeth me mintió —dije.
Shauna asintió.
—Tengo que hablar con él.
—La otra vez no te dijo nada.
—Pensé que tenía razón.
—¿Crees que será diferente esta vez?
Casi sin darme cuenta, palpé la Glock que llevaba en el cinto.
—Quizá —dije.
Carlson me saludó en el pasillo.
—¿Doctor Beck? —preguntó.
En aquel mismo momento, en el otro extremo de la ciudad, se estaba celebrando una conferencia de prensa en la oficina del fiscal del distrito. Como era lógico, los periodistas se mostraban escépticos ante las enrevesadas explicaciones de Fein en relación con mi persona, había muchas enmiendas a lo dicho anteriormente y mucho señalar con el dedo y todo ese tipo de cosas. Con esto no se conseguía otra cosa que embarullar la cuestión. La confusión es útil. La confusión lleva a hacer lenta y pesada la reconstrucción, la clarificación, la exposición y muchos otros «ción». La prensa y su público prefieren descripciones más sencillas de los hechos.
Seguramente habría sido peor para el señor Fein de no haber resultado que la oficina del fiscal del distrito aprovechó aquella conferencia de prensa para desatar invectivas contra varios altos cargos del consistorio al tiempo que aludía que «los tentáculos de la corrupción», la frase era suya, podían incluso llegar a la oficina del gran hombre. Los medios de comunicación, entidad dotada de un radio de atención colectiva parecido al de un niño de dos años atiborrado de Twinkies, pasaron de inmediato a concentrarse en aquel nuevo y vistoso juguete, y lanzaron el viejo debajo de la cama de una patada.
Carlson se acercó.
—Me gustaría hacerle unas preguntas.
—Ahora no —contesté.
—Su padre tenía una pistola —dijo.
—¿Cómo? —Sus palabras me dejaron clavado en el suelo.
—Stephen Beck, su padre, compró una Smith and Wesson del treinta y ocho. Según el registro, la compró unos meses antes de morir.
—¿A qué viene esto?
—Supongo que usted heredaría el arma. ¿Me equivoco?
—No tengo por qué decírselo —pulsé el botón del ascensor.
—Tenemos el arma —insistió.
Me volví, sorprendido.
—Estaba en la caja de seguridad de Sarah Goodhart. Junto con las fotos.
Aquellas palabras me parecían increíbles.
—¿Por qué no me lo dijo antes?
Carlson me dirigió una sonrisa taimada.
—Sí claro, entonces yo era el malo —dije y, con intención de alejarme, añadí—: No veo qué importancia puede tener.
—Seguro que la ve.
Volví a pulsar el botón de llamada del ascensor.
—Usted fue a ver a Peter Flannery —continuó Carlson—. Se interesó por el asesinato de Brandon Scope. Me gustaría saber por qué.
Volví a apretar el botón de llamada y mantuve el dedo en él.
—¿Ha hecho algo con el ascensor?
—Sí. ¿Por qué fue a ver a Peter Flannery?
Hice varias deducciones rápidas. De pronto se me ocurrió una idea, lo que es peligroso aun en el mejor de los casos. Shauna confiaba en aquel hombre. Tal vez yo también podía confiar en él. Por lo menos un poco. Era bastante.
—Porque usted y yo tenemos las mismas sospechas —dije.
—¿Qué sospechas?
—Los dos nos preguntamos si KillRoy asesinó realmente a mi esposa.
Carlson se cruzó de brazos.
—¿Y qué tiene que ver Peter Flannery en todo esto?
—Usted vigilaba mis pasos, ¿verdad?
—Sí.
—Pues yo decidí hacer lo mismo con Elizabeth. Trasladarme a ocho años atrás. Descubrí que las iniciales y el número de teléfono de Flannery estaban en la agenda de mi mujer.
—Ya comprendo —dijo Carlson—. ¿Se enteró de algo a través de Flannery?
—No —mentí—. Resultó ser un callejón sin salida.
—No lo creo —dijo Carlson.
—¿Por qué lo dice?
—¿Sabe cómo funcionan las pruebas de balística?
—Lo he visto en la televisión.
—Para dar una explicación sencilla, cada arma deja una marca específica y única en la bala que dispara. Arañazos, surcos, que son exclusivos de dicha arma. Algo así como las huellas dactilares.
—Hasta aquí lo sé.
—Después de que usted visitara el despacho de Flannery, pedí a nuestra gente que hiciera una prueba de balística específica de la treinta y ocho que habíamos encontrado en la caja de seguridad de Sarah Goodhart. ¿Sabe qué descubrimos?
Lo sabía, pero negué con un gesto.
Carlson se tomó tiempo antes de decir lo que pensaba decir.
—El arma de su padre, la que usted heredó, fue la que mató a Brandon Scope.
Se abrió una puerta y en el vestíbulo entró una madre con su hijo. El chico estaba lloroso, los hombros caídos en actitud de desafío adolescente. La madre tenía los labios fruncidos, aunque mantenía alta la cabeza como diciendo que no quería saber nada del asunto. Se acercaron al ascensor. Carlson dijo algo a través de su transmisor-receptor y nos apartamos de los botones del ascensor, sumidos en un reto silencioso.
—Agente Carlson, ¿usted cree que soy un asesino?
—¿Quiere que le diga la verdad? —dijo—. Pues ya no estoy seguro.
Encontré curiosa su respuesta.
—Usted sabe muy bien que no estoy obligado a hablar con usted. En realidad, puedo llamar a Hester Crimstein ahora mismo y evitar lo que usted pretende hacer.
Se molestó un poco, pero no hizo nada por desmentir mis palabras.
—Dígame qué quiere.
—Que me dé dos horas.
—¿Para qué?
—Dos horas —repetí.
Se quedó pensativo.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que me diga quién es Lisa Sherman.
La pregunta me dejó totalmente desconcertado.
—No conozco el nombre.
—Parece que usted y ella pensaban abandonar el país en avión esta noche.
Elizabeth.
—No sé de qué me habla —dije.
Sonó el ascensor. Se abrió la puerta. La madre de labios fruncidos y el adolescente desplomado se colaron dentro. La mujer se volvió a mirarnos. Le indiqué que mantuviera abierta la puerta.
—Dos horas —dije.
Carlson asintió a regañadientes con la cabeza y yo, raudo, salté dentro del ascensor.