38

Cuando me desperté y levanté la cabeza a punto estuve de lanzar un alarido. Tenía todos los músculos del cuerpo agarrotados y doloridos, me dolían incluso partes del cuerpo que ni siquiera sabía dónde estaban. Intenté sacar las piernas de la cama y balancearlas. Pero fue una mala idea. Una idea muy mala. Lentitud, ésa era la palabra que regiría para mí aquella mañana.

Lo que más me dolía eran las piernas, lo que me recordaba que a pesar de la cuasimaratón del día anterior, mi estado es lamentable. Intenté darme la vuelta. Sentía los delicadísimos puntos que habían sido objeto de los ataques del asiático como suturas abiertas. Todo mi cuerpo reclamaba a gritos un par de Percodans, pero sabía que me habrían convertido en yonqui, último estado en el que habría querido estar entonces.

Miré el reloj. Eran las seis. La hora de llamar a Hester. Respondió a la primera llamada.

—Ha funcionado —dijo—. Eres libre.

Sólo me sentí aliviado a medias.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó.

Menuda pregunta.

—No lo sé muy bien.

—Espera un segundo. —Se oía otra voz de fondo—. Shauna quiere hablar contigo.

Hubo un leve rumor cuando el teléfono cambió de manos y Shauna dijo:

—Tenemos que hablar.

Shauna, a quien no se le daban las bromas fáciles ni las sutilezas, parecía extrañamente cansada y —lo que todavía era más difícil de imaginar en ella— asustada. Mi corazón se lanzó a la carrera.

—¿Qué pasa?

—Algo que no puedo ventilar por teléfono —contestó.

—Dentro de una hora estoy en tu casa.

—No he dicho a Linda lo de… ya sabes.

—Pues ya va siendo hora —dije.

—Sí, claro —y añadió con insólita ternura—. ¿Sabes una cosa? Te quiero, Beck.

—Yo también te quiero.

Me fui a la ducha medio agachado y casi arrastrándome. Tuve que apoyarme en los muebles para avanzar tambaleándome y con las piernas rígidas para mantenerme de pie. Me quedé debajo del chorro hasta agotar toda el agua caliente. El calor alivió un poco el dolor, pero no mucho.

Tyrese me procuró un chándal de terciopelo morado de la colección Al Sharpton de los ochenta. Sólo me faltaba la medalla de oro.

—¿Dónde piensa ir ahora? —me preguntó.

—De momento a casa de mi hermana.

—¿Y después?

—A trabajar, supongo.

Tyrese negó la cabeza.

—¿Qué hay? —pregunté.

—Que puede toparse con algún señorito, doc.

—Sí, claro, es una posibilidad.

—Bruce Lee no se va a dar por vencido.

Me quedé pensando. Tenía razón. Aunque me moría de ganas de hacerlo, no podía ir a casa y esperar a que Elizabeth volviera a ponerse en contacto conmigo. En primer lugar, estaba harto de la pasividad, en mis planes no tenía cabida quedarse a la expectativa. Pero tan importante como eso era que los hombres de la furgoneta no iban a olvidarse del asunto ni me dejarían seguir mi camino tranquilamente.

—Lo vigilaré, doc. Brutus también. Así hasta que termine todo.

A punto estuve de decir alguna frase brillante del tipo de: «¿Cómo voy a pedirte una cosa así?» o «Tú tienes tu vida» pero, pensándolo mejor, sabía que todo el tiempo que dedicase a aquello no traficaría con drogas. Tyrese quería ayudar, a lo mejor incluso lo necesitaba, y, para decir las cosas por su nombre, quien más lo necesitaba era yo. Aunque quisiera ponerlo sobre aviso y recordarle los peligros que corría, en realidad éstas eran cosas que él conocía mejor que yo. O sea que acabé aceptando con gesto de asentimiento.

Carlson recibió la llamada del Centro de Rastreo Nacional antes de lo que esperaba.

—Ya está —le dijo Donna.

—¿Cómo?

—¿Has oído hablar de IBIS?

—Un poco.

Sabía que IBIS eran las siglas de Integrated Ballistic Identification System, un nuevo programa informático utilizado por el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas para registrar casquillos de bala y carcasas de bomba. Formaba parte del nuevo programa Ceasefire de dicha oficina.

—Ni siquiera necesitamos la bala original —prosiguió—. Nos envían las imágenes escaneadas, nosotros las digitalizamos y hacemos la comparación en pantalla.

—¿Y qué hay?

—Pues que tenías razón, Nick —dijo—. Como los otros.

Carlson colgó e hizo otra llamada. Cuando contestaron desde el otro extremo del hilo, preguntó:

—¿Dónde está el doctor Beck?