Larry Gandle estaba sentado delante de Griffin Scope. Se encontraban en el porche del jardín situado en la parte trasera de la mansión de Scope. La noche había caído sobre el cuadro y envolvía el cuidado escenario. Los grillos canturreaban una melodía casi hermosa, como si los que viven en la opulencia fuesen capaces de manipular incluso cosas como aquéllas. Se escuchaba la tintineante música de un piano instalado al otro lado de las vidrieras. Las luces del interior de la casa derramaban una luz tenue que proyectaba sombras de color rojo oscuro y amarillo.
Los dos hombres llevaban pantalones de color caqui. Larry lucía un polo azul. Griffin, una camisa de seda con botoncitos en las puntas del cuello confeccionada por su sastre de Hong Kong. Larry esperaba, la mano enfriada por la cerveza que sostenía. Contemplaba al viejo, que estaba sentado, y cuya silueta era exactamente la grabada en los peniques de cobre, la mirada perdida en el extenso terreno de su propiedad, la nariz ligeramente levantada y las piernas cruzadas. La mano derecha se apoyaba en el brazo del sillón y en la copa de coñac que sostenía se arremolinaba un licor ambarino.
—¿No tienes idea de dónde puede estar? —preguntó Griffin.
—Ni la más mínima.
—¿Y los dos negros que lo rescataron?
—No sé qué papel tienen en todo esto, pero Wu se ocupa del particular.
Griffin bebió un sorbo de la copa. El tiempo avanzaba lentamente, cálido y pegajoso.
—¿Crees de veras que ella sigue viva?
Larry estaba a punto de lanzarse a una larga disquisición en torno a las pruebas en pro y en contra y a sopesar opciones y posibilidades. Pero abrió la boca y se limitó a decir:
—Sí.
Griffin cerró los ojos.
—¿Recuerdas el día del nacimiento de tu primer hijo?
—Sí.
—¿Asististe al nacimiento?
—Sí.
—En mi tiempo no se estilaba —dijo Griffin—. Los padres nos quedábamos en la sala de espera paseando de aquí para allá y hojeando números atrasados de revistas. Recuerdo que se me acercó la enfermera, me llevó a través del vestíbulo, doblé una esquina y de repente vi a Allison con Brandon en los brazos. Fue una sensación rarísima, Larry. Sentí que algo me iba subiendo por dentro y hasta llegué a pensar que podía estallar. La sensación era casi demasiado intensa, demasiado abrumadora. Imposible eludirla pero imposible también soportarla. Creo que todos los padres experimentan una sensación similar.
Se calló. Larry miró hacia otro lado. Por las mejillas del viejo resbalaban unas lágrimas que brillaban a la escasa luz reinante. Larry permaneció inmóvil.
—Tal vez los sentimientos más destacados de aquel día fueran la alegría y el temor… temor en el sentido de que era responsable de aquella personita a partir de aquel momento. Pero había algo más. Algo que me sería imposible definir. Por lo menos, lo habría sido entonces. No supe qué era hasta el primer día que Brandon fue a la escuela.
El viejo tenía un nudo en la garganta. Tosió un poco y Larry vio más lágrimas en sus ojos. Fue como si la música hubiera bajado de volumen. Hasta los grillos se habían parado a escuchar.
—Esperamos el autobús escolar. Yo le tenía cogida la mano. Brandon tenía cinco años. Levantó los ojos y me miró de aquella manera que miran los niños a esa edad. Llevaba unos pantalones de color marrón ya manchados de hierba en la rodilla. Recuerdo que el autobús amarillo se arrimó a nosotros y que la puerta chirrió al abrirse. Entonces Brandon se me soltó de la mano y subió al autobús. Me entraron ganas de cogerlo y llevármelo a casa, pero quedé petrificado en el sitio. Subió al autobús y volví a oír el chirrido de la puerta al cerrarse. Brandon se sentó junto a una ventana. Le veía la cara. Agitó la mano. Yo la agité a mi vez y, mientras el autobús se alejaba, dije para mí: «Ahí va todo mi mundo». Aquel autocar amarillo, con sus endebles flancos metálicos y un conductor que yo no tenía idea de quién podía ser, se llevaba lo que era todo para mí. Y en aquel momento comprendí lo que había sentido el día de su nacimiento. Terror. No simplemente temor, sino un terror frío e implacable. Se puede sentir miedo a la enfermedad o a la vejez o a la muerte, pero ese miedo no es nada comparado con el terror que sentí entonces, una piedra en el vientre, en el momento en que vi alejarse el autobús. ¿Entiendes lo que te digo?
Larry asintió con un ademán.
—Sí, creo que lo entiendo —dijo.
—En aquel momento supe que, por mucho que yo vigilara, podía ocurrirle algo malo. Y que yo no siempre estaría a su lado para recibir el golpe. No podía apartar aquella idea de mis pensamientos. Supongo que todos hacemos lo mismo. Pero cuando ocurrió… —se calló y miró a Larry Gandle—. Sigo intentando hacerlo volver. Sigo cambalacheando con Dios, ofreciéndole esto y aquello, ofreciéndoselo todo si me devuelve vivo a Brandon. Sé que no ocurrirá, por supuesto. Lo entiendo de sobra. Pero resulta que ahora vienes tú y me dices que, mientras mi hijo, todo mi mundo, está pudriéndose en la tierra… ella sigue viva —comenzó a mover la cabeza de un lado a otro—. No lo puedo aceptar, Larry, ¿puedes entenderlo?
—Sí, lo entiendo —dijo Larry.
—No supe protegerlo una vez, pero no quiero fallarle ahora.
Griffin Scope volvió la mirada hacia su jardín. Tomó otro sorbo de licor. Larry Gandle lo entendía. Por eso se levantó, echó a andar y se perdió de nuevo en la noche.
Eran las diez cuando Carlson se acercó a la puerta principal del número 28 de Goodhart Road. No le preocupaba que fuera tan tarde. Había visto luces en la planta baja y el parpadeo de un televisor pero, aunque no hubiera sido así, Carlson tenía preocupaciones más importantes que el sueño reparador de quien fuese.
Ya iba a pulsar el timbre cuando se abrió la puerta. Apareció Hoyt Parker. Por un momento se quedaron los dos frente a frente, dos boxeadores en el centro del cuadrilátero mirándose fijamente mientras el árbitro repite sus absurdas instrucciones sobre golpes bajos y golpes en la espalda.
Carlson no aguardó a que sonara la campana.
—¿Su hija consumía drogas?
La expresión de Hoyt Parker apenas se alteró.
—¿Por qué le interesa saberlo?
—¿Puedo entrar?
—Mi esposa está durmiendo —dijo Hoyt saliendo al exterior y cerrando la puerta tras él—. ¿Le importa que hablemos ahí fuera?
—Lo que usted diga.
Hoyt se cruzó de brazos y dio lo que parecían unos saltitos sobre las puntas de los pies. Tenía pinta de hombre fuerte con sus vaqueros azules y su camiseta, ahora más ceñidos como cuando pesaba cinco kilos menos. Carlson sabía que Hoyt era un policía veterano. Con él no valían argucias ni sutilezas.
—¿Va a contestar mi pregunta? —preguntó Carlson.
—¿Y usted me dirá por qué quiere saberlo? —replicó Hoyt.
Carlson decidió cambiar de táctica.
—¿Por qué se llevó las fotos que acompañaban la autopsia del expediente de su hija?
—¿Qué le hace pensar que me las llevase yo? —ni actitud ofendida, ni negativas estentóreas.
—Hoy he examinado el informe de la autopsia —dijo Carlson.
—¿Por qué?
—Perdone, pero…
—Hace ocho años que mi hija está muerta. Su asesino está en la cárcel. Pese a todo, usted hoy ha decidido examinar el informe de la autopsia. Me gustaría saber por qué.
La conversación no iba a ningún sitio y estaba yendo demasiado rápido. Carlson decidió reducirla, bajar la guardia, dejar que el otro vadeara un tramo, ver qué pasaba.
—Ayer su yerno visitó al forense del condado. Quería ver el expediente de su esposa. Me gustaría saber por qué.
—¿Se lo dejaron ver?
—No —dijo Carlson—. ¿Sabe usted por qué tenía tanto interés en verlo?
—No tengo ni idea.
—Pero parece que le preocupa que pueda verlo.
—Yo, como usted, encuentro sospechoso su proceder.
—Pero aquí hay algo más —dijo Carlson—. Lo que usted quería saber era si había puesto realmente las manos en el informe. ¿Por qué?
Hoyt se encogió de hombros.
—¿Querrá decirme qué hizo usted de las fotografías de la autopsia?
—No sé de qué me habla —replicó, impertérrito.
—Nadie más que usted firmó el informe.
—¿Demuestra algo, quizá?
—Cuando usted vio el informe, ¿estaban en él las fotografías?
Aunque le brillaron levemente los ojos, Hoyt no demoró la respuesta.
—Sí —dijo—, estaban allí.
Carlson no pudo reprimir una sonrisa.
—Una buena respuesta —la pregunta era una trampa en la que Hoyt no había caído—. Si hubiera dicho no, yo habría debido preguntarle por qué no había informado inmediatamente del hecho, ¿verdad?
—Usted es desconfiado por naturaleza, agente Carlson.
—Ajá. ¿Sabe usted dónde han ido a parar esas fotografías?
—Se habrán traspapelado.
—Seguramente. Pero a usted eso no parece preocuparle demasiado.
—Mi hija está muerta. Su caso está cerrado. ¿Para qué andarse con más preocupaciones?
Todo aquello era una pérdida de tiempo. O tal vez no. Carlson no conseguía mucha información, pero la reacción de Hoyt era muy elocuente.
—¿O sea que usted sigue pensando que KillRoy mató a su hija?
—Es un hecho indiscutible.
Carlson mostró el informe de la autopsia.
—¿Incluso después de leer esto?
—Sí.
—¿No le intriga que muchas de las heridas fueran post mórtem?
—Al revés, me consuela —dijo—. Eso me dice que mi hija sufrió menos.
—No hablo de eso. Yo hablo de pruebas contra Kellerton.
—En el informe no veo nada que desmienta la conclusión.
—Pero no corresponde con los demás asesinatos de este hombre.
—En eso no estoy de acuerdo —dijo Hoyt—. Con lo que no corresponde es con la fuerza de mi hija.
—No sé a qué se refiere.
—Sé que Kellerton disfrutaba torturando a sus víctimas —explicó Hoyt— y sé que generalmente las marcaba cuando todavía estaban vivas. Pero nosotros supusimos que Elizabeth había tratado de escapar o, en cualquier caso, que se había resistido. Consideramos que él se había visto obligado a dominarla y que, al final, la había tenido que matar. Esto explica las heridas de navaja que mi hija tenía en las manos. Y esto explica por qué la marca era post mórtem.
—Ya comprendo —dijo Carlson, sorprendido.
Procuró, sin embargo, no perder pie. Pero la respuesta era buena, endiabladamente buena. Tenía sentido. Hasta las víctimas más débiles pueden causar problemas. Aquella explicación hacía consecuentes las posibles inconsecuencias del caso. A pesar de todo, subsistían algunos enigmas.
—¿Qué me dice del informe de toxicología?
—Absurdo —dijo Hoyt—. Es como preguntar por su historial sexual a la víctima de una violación. Aquí no tiene importancia alguna que mi hija fuera abstemia o adicta al crack.
—¿Cuál de las dos cosas era su hija?
—No tiene ninguna importancia —repitió.
—Cuando se investiga un asesinato importa todo. Y usted lo sabe.
Hoyt dio un paso adelante.
—Váyase con cuidado —dijo.
—¿Me está amenazando?
—Ni por asomo. Lo que quiero es advertirle que no corra tanto, que no se ensañe por segunda vez con mi hija.
Se quedaron donde estaban. Había sonado la campana final. Ahora había que esperar una decisión que no iba a ser satisfactoria para nadie cualquiera que fuera el lado hacia el cual se inclinaran los jueces.
—¿Nada más? —preguntó Hoyt.
Carlson asintió y dio un paso atrás. Parker tendió la mano hacia la puerta.
—¿Hoyt?
Hoyt se dio la vuelta en redondo.
—Así pues, aquí no hay malentendidos —dijo Carlson—. No creo una palabra de todo lo que acaba de decir. ¿Está claro?
—Como el cristal —respondió Hoyt.