Carlson estaba sentado en el coche. Su corbata seguía impecablemente anudada. Su chaqueta colgaba de una percha de madera en el asiento de atrás. El aire acondicionado soplaba con fuerza y denuedo. Carlson leyó el sobre de la autopsia: Elizabeth Beck, expediente 94-87002. Desató el cordel con los dedos. Abrió el sobre. Sacó su contenido y lo extendió en el asiento de al lado.
¿Qué habría querido averiguar el doctor Beck?
Stone ya le había dado la respuesta: Beck quería saber si había algo que podía incriminarlo. Esto encajaba con sus primeras teorías, al fin y al cabo el propio Carlson había sido el primero en poner en duda la versión aceptada del asesinato de Elizabeth Beck. Él había sido el primero en creer que aquel asesinato no era lo que parecía y que quien lo había planeado, en realidad, había sido el doctor David Beck, el marido.
Pero ¿por qué ya no aceptaba aquella versión?
Había analizado con máxima atención las lagunas que se perfilaban en aquella teoría, pero Stone las había rellenado de forma convincente. En todos los casos había lagunas. Carlson lo sabía. En todos los casos había incongruencias. Y si no aparecían era porque se había pasado algo por alto.
¿Por qué, pues, ahora tenía dudas con respecto a la culpabilidad de Beck?
Tal vez tenía que ver con que ahora el caso se convirtiese en algo demasiado perfecto, que de pronto todas las pruebas se pusieran en fila para corroborar su teoría. O quizá porque sus dudas se basaban en algo tan poco fiable como la «intuición», pese a que Carlson nunca había sido partidario de ese aspecto particular de la labor investigadora. La intuición solía suavizar los ángulos, una técnica excelente para sustituir pruebas y hechos evidentes por algo mucho más escurridizo y caprichoso. Carlson sabía que los peores detectives eran los que confiaban en la llamada intuición.
Cogió la primera hoja. Información general. Elizabeth Parker Beck. Su dirección, su fecha de nacimiento (tenía veinticinco años al morir), mujer caucásica, altura ciento sesenta y nueve centímetros, peso cuarenta y cuatro kilos y medio. Complexión delgada. El examen externo reveló que el rigor mortis se había atenuado. Las ampollas de la piel rezumaban líquido a través de los orificios. Esto situaba a más de tres días el momento de la muerte. La causa de la muerte era una herida de arma blanca en el pecho. La razón de la muerte era pérdida de sangre y hemorragia masiva de la aorta derecha. También tenía cortes en manos y dedos, en teoría porque había querido defenderse de un ataque con arma blanca.
Carlson sacó un bloc y su pluma Mont Blanc. Escribió: «¿¡¿¡Heridas de arma blanca en las manos?!?!». Y subrayó repetidas veces las palabras. Heridas defensivas. No era el estilo de KillRoy. KillRoy torturaba a sus víctimas. Las ataba con una cuerda, hacía con ellas lo que quería y, cuando había llegado tan lejos que ya no valía la pena seguir, las mataba.
¿Por qué, pues, heridas en las manos?
Carlson siguió leyendo. Pasó por encima el color del cabello y de los ojos y, cuando ya iba por la mitad de la segunda página, encontró otro dato horripilante.
Elizabeth Beck había sido marcada post mórtem.
Carlson leyó de nuevo. Sacó el libro de notas y garrapateó la palabra post mórtem. No era lo normal. KillRoy siempre había marcado a sus víctimas mientras todavía estaban con vida. Se había hablado mucho en el juicio de que disfrutaba con el olor a carne quemada, de que le encantaban los alaridos de sus víctimas en el momento de socarrarles la piel.
En primer lugar, las heridas en las manos. Y ahora esto. Había algo que no encajaba.
Carlson se quitó las gafas y cerró los ojos. Confusión, se dijo para sí. La confusión lo desorientaba. Cabía esperar algunas lagunas en la lógica del caso, pero esto eran auténticos lagos. Por otra parte, la autopsia venía a corroborar su hipótesis inicial: el asesinato de Elizabeth Beck se había presentado de manera que pareciese obra de KillRoy. Sin embargo, de ser verdad, la teoría comenzaba a desmontarse.
Trató de revisarla paso a paso. En primer lugar, ¿por qué Beck tenía tanto interés en ver aquel informe? Considerando las cosas de una manera superficial, la respuesta parecía obvia. Cualquiera que viese los resultados advertiría al momento que era muy probable que KillRoy no hubiera asesinado a Elizabeth Beck. A pesar de todo, tampoco podía darse por sentado que fuera así. Pese a las cosas que se leen, los asesinos en serie no suelen tener unos hábitos establecidos. Podía ser que KillRoy hubiera modificado su modus operandi o querido diversificarlo. Pese a todo, lo que leyó Carlson bastaba para hacerle reflexionar.
Todo esto, sin embargo, suscitaba la gran pregunta: ¿por qué nadie había reparado en su momento en aquellas evidentes incongruencias?
Carlson quiso barajar todas las posibilidades. A KillRoy no se le había juzgado nunca por el asesinato de Elizabeth Beck. Las razones de que hubiera sido así estaban ahora muy claras. Tal vez los detectives habían sospechado la verdad. Tal vez habían advertido que Elizabeth Beck no encajaba en el cuadro general pero que, divulgar este hecho, no haría más que contribuir a la defensa de KillRoy. El problema que plantea el juicio de un asesino en serie es que hay que echar unas redes tan grandes que es fácil que se cuele por ellas algún pececillo. Todo lo que tiene que hacer la defensa es apartar un caso, buscar las discrepancias que puede haber con un asesinato y ¡patapam! todos los demás casos quedan inmediatamente tocados por la asociación. Por consiguiente, si no media una confesión, rara vez se juzga enseguida al asesino por todos los asesinatos que ha podido cometer. Se procede paso a paso. Es probable que los detectives, al seguir el procedimiento, quisiesen pasar por alto el asesinato de Elizabeth Beck.
Sin embargo, aquella versión también tenía sus problemas.
El padre y el tío de Elizabeth Beck, dos hombres comprometidos con el deber del cumplimiento de la ley, habían visto el cadáver. Era probable, además, que también hubieran visto el informe de la autopsia. ¿No se habrían planteado ninguna duda ante las incongruencias que presentaba? ¿Habrían dejado que el asesino quedara impune con tal de que KillRoy fuera condenado? Carlson lo dudaba.
Así pues, ¿en qué situación quedaba él?
Continuó revisando el expediente y tropezó con otra sorpresa. El aire acondicionado del coche lo había dejado helado, el frío había calado hasta sus huesos. Carlson bajó el cristal de una ventana y sacó la llave del contacto. En la parte superior de la hoja decía: Informe de Toxicología. Según las pruebas, en la sangre de Elizabeth Beck se había encontrado cocaína y heroína. También se habían encontrado restos de estas sustancias en el cabello y ropa de la víctima, lo que indicaba que su uso no era algo esporádico.
¿Encajaba esto en el cuadro general?
Lo estaba sopesando cuando sonó el móvil. Contestó.
—Carlson —dijo.
—Hay novedades —dijo Stone.
Carlson dejó el informe.
—¿Qué?
—Beck. Ha encargado un pasaje a Londres desde el JFK. Sale dentro de dos horas.
—Voy para allá.
Tyrese, al salir, me puso una mano en el hombro.
—Putas —dijo por enésima vez—. No son de fiar.
No me molesté en contestarle.
En un primer momento me sorprendió que Tyrese hubiese podido localizar tan rápidamente a Helio González, pero la red callejera estaba tan desarrollada como cualquier otra. Si uno pide a un ejecutivo de Morgan Stanley que busque un homólogo suyo en Goldman Sachs seguro que lo encuentra en pocos minutos. Pídanme que envíe un paciente a cualquier otro médico del Estado y la gestión se reducirá a una llamada telefónica. ¿Por qué ha de ocurrir de otro modo con los delincuentes que andan sueltos por la calle?
Helio acababa de quedar en libertad después de un periodo de cuatro años en el norte del Estado por robo a mano armada. Su aspecto lo proclamaba a los cuatro vientos. Gafas de sol, un trapo atado a la cabeza, camiseta blanca debajo de una camisa de franela que sólo tenía abrochado el botón de arriba a la manera de una capa o de las alas de un murciélago. Llevaba arremangadas las mangas de la camisa, que dejaban al descubierto los tatuajes del antebrazo y resaltaban los músculos que había debajo, esos músculos que revelan de manera inequívoca la estancia en la cárcel, esa calidad lisa y marmórea tan diferente de la de los gimnasios.
Nos sentamos en la entrada de un edificio de Queens. No podría decir exactamente dónde. Se oía un fondo rítmico latino cuyo golpeteo me resonaba en el pecho. Deambulaban por la calle mujeres de oscura cabellera con tops de tirantes finos demasiado ceñidos. Tyrese me hizo un ademán. Me volví hacia Helio. Me miraba con sonrisa afectada. Tragué saliva y mi cerebro me dictó una única palabra: escoria. Escoria inalcanzable y cruel. Bastaba mirarlo para saber que aún le quedaba mucha destrucción por sembrar a su paso. Lo único que restaba por precisar era en qué cantidad. Sabía que mi acritud no era caritativa y que, de tener que juzgar por las apariencias, lo mismo podía decirse de Tyrese. En fin, no importaba. Seguramente Elizabeth creía en la redención de seres endurecidos por la vida en la calle o con la moral anestesiada. Yo no lo tenía tan claro.
—Hace algunos años que te detuvieron por el asesinato de Brandon Scope —comencé—. Sé que quedaste en libertad y no quiero causarte problemas. Pero me gustaría que me dijeras la verdad.
Helio se sacó las gafas de sol. Lanzó una mirada a Tyrese.
—¿Me has traído a un poli?
—Yo no soy un poli —dije—. Soy el marido de Elizabeth Beck.
Esperaba una reacción. No la hubo.
—La mujer que te proporcionó la coartada.
—Sé quién es.
—¿Estaba contigo aquella noche?
Helio se tomó un tiempo antes de contestar.
—Sí —dijo con una sonrisa lenta que dejó al descubierto sus dientes amarillentos—. Estuvo conmigo toda la noche.
—Mientes —dije.
Helio volvió a mirar a Tyrese.
—Oye tío, ¿qué le pasa a éste?
—Sé que no estuviste con ella.
Se quedó sorprendido.
—Pero ¿se puede saber qué pasa aquí?
—Necesito que me confirmes una cosa.
Helio se quedó a la espera.
—¿Estabas con mi mujer aquella noche? ¿Sí o no?
—¿Qué quieres que diga, tío?
—La verdad.
—¿Y si la verdad fuera que ella estuvo conmigo toda la noche?
—No es verdad —contesté.
—¿Por qué estás tan seguro?
Tyrese intervino:
—Anda, dile lo que quiere saber.
Helio volvió a concederse un momento de espera.
—La verdad es lo que ella dijo. Me la tiré, ¿está claro? Lo siento, tío, pero es así. Estuvimos toda la noche dale que te pego.
Miré a Tyrese.
—Déjanos un momento, ¿quieres?
Tyrese asintió. Se levantó y se fue al coche. Se quedó apoyado en la puerta lateral con los brazos cruzados. Brutus estaba a su lado. Miré a Helio.
—¿Dónde conociste a mi mujer?
—En el centro.
—Ella quería ayudarte, ¿verdad?
Se encogió de hombros, pero sin mirarme.
—¿Conocías a Brandon Scope?
Una sombra de algo que podía ser miedo cruzó su cara.
—Oye, yo me voy —dijo.
—Aquí no estamos más que tú y yo, Helio. Estoy en tus manos.
—¿Lo que usted busca es que niegue mi coartada?
—Sí.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque hay alguien que mata a todo aquel que está relacionado con lo que le ocurrió a Brandon Scope. Anoche mataron a la amiga de mi mujer en su estudio. Hoy me han cogido a mí y si estoy aquí es gracias a Tyrese. También quieren matar a mi mujer.
—Creía que había muerto.
—Es largo de contar, Helio. Pero eso es lo que hay. Como no me entere de lo que ocurrió realmente, nos matarán a todos.
No sabía muy bien si era realidad o hipérbole. En cualquier caso, me tenía sin cuidado.
—¿Dónde estabas tú aquella noche? —insistí.
—Con ella.
—Puedo demostrar que no es verdad —dije.
—¿Cómo?
—Mi mujer estaba en Atlantic City. Tengo los informes de las acusaciones. Puedo demostrarlo. Si quiero, pulverizo tu coartada, Helio. Y lo haré. Sé que tú no mataste a Brandon Scope. O sea que tienes que ayudarme. Dejaré que te liquiden si no me dices la verdad.
Era un farol. No era más que un mayúsculo farol. Vi, sin embargo, que le había hecho mella.
—Dime la verdad y seguirás libre —dije.
—Yo no maté a ese tipo, te lo juro, tío.
—Lo sé —repetí.
Se quedó meditando.
—No sé por qué ella hizo lo que hizo, ¿comprende?
Asentí procurando que siguiera charlando.
—Aquella noche robé en una casa de Fort Lee. O sea que no tenía coartada. Me habrían hundido. Menos mal que ella me salvó.
—¿Le preguntaste por qué lo había hecho?
Negó con un gesto de cabeza.
—Pero la dejé hacer. Mi abogado me contó lo que ella había dicho. Y yo lo confirmé. Y me soltaron al momento.
—¿Viste a mi mujer otra vez?
—No —dijo levantando los ojos—. Oye, ¿por qué estás tan seguro de que tu mujer no te timaba?
—La conozco.
Sonrió.
—¿Y crees que nunca te ha mentido?
No respondí.
Helio se levantó.
—Di a Tyrese que me debe una.
Sonrió, dio media vuelta y se alejó.