32

Los archivos de las autopsias antiguas se guardaban en un almacén de Layton, en Nueva Jersey, no lejos de la frontera con Pensilvania. El agente especial Nick Carlson llegó solo. Le gustaban muy poco aquel tipo de almacenes. Le ponían los pelos de punta. Abiertos las veinticuatro horas del día, y sin vigilancia, sólo tenían una simbólica cámara de seguridad en la entrada. Sólo Dios sabía qué guardaban aquellas enormes cajas de cemento cerradas con candado. Carlson sabía que muchas contenían drogas, dinero y contrabando de todo tipo. Pero aquello no le preocupaba demasiado. Recordaba, sin embargo, el caso de un ejecutivo del petróleo al que secuestraron unos años atrás; lo habían embalado y almacenado en una de aquellas cajas. El ejecutivo en cuestión había muerto asfixiado. Carlson estaba presente cuando lo encontraron. Desde entonces siempre imaginaba que allí dentro podía haber personas vivas, esas que desaparecen sin explicación, a pocos metros del lugar donde se encontraban, encadenadas en la oscuridad, luchando por librarse de la mordaza.

La gente suele comentar que este mundo está enfermo. Pero no tienen ni idea.

Timothy Harper, el médico forense del condado, salió de una especie de garaje con un gran sobre de papel manila en la mano atado con un cordel. Tendió a Carlson el informe de la autopsia de Elizabeth Beck.

—Tendrá que firmar el recibo —dijo Harper.

Carlson firmó el documento.

—¿No le dijo Beck por qué quería ver el informe? —preguntó Carlson.

—Habló de que era un marido apesadumbrado, dijo algo sobre que tenía poco tiempo, pero aparte de eso…

Harper se encogió de hombros.

—¿Le preguntó algo más sobre el caso?

—Nada especial.

—¿Y qué hay de lo que no es especial?

Harper reflexionó un momento.

—Me preguntó si recordaba quién había identificado el cadáver.

—¿Lo recordaba?

—Al principio, no.

—¿Quién lo identificó?

—Su padre. También me preguntó cuánto rato tardó.

—¿Cuánto rato tardó qué?

—En hacer la identificación.

—No comprendo.

—Tampoco yo lo entendí, francamente. Al parecer, quería saber si el padre de la chica había hecho la identificación de inmediato o si había tardado unos minutos.

—¿Por qué querría saber eso?

—No tengo ni idea.

Carlson intentó buscarle algún sentido a aquello, pero no lo encontró.

—¿Y usted qué le respondió?

—Le respondí la verdad. De hecho, no lo recuerdo. Supongo que haría la identificación en el tiempo habitual, de otro modo lo habría recordado.

—¿Algo más?

—No, en realidad, no —dijo—. Mire usted, si ya hemos terminado, me están esperando un par de chicos que han empotrado un Civic contra un poste de teléfonos.

Carlson cogió el sobre con el informe.

—Sí —dijo—. Hemos terminado. ¿Si necesito volver a hablar con usted?

—Me encontrará en mi despacho.

Peter Flannery, abogado, rezaba el estarcido en oro viejo del vidrio granulado de la puerta. En dicho vidrio había un agujero del tamaño de un puño. Alguien lo había querido disimular con cinta adhesiva gris. La cinta estaba sucia.

Mantenía la visera de la gorra baja. Después de mi terrible experiencia con el asiático, las tripas me dolían. Habíamos oído mi nombre a través de la emisora de radio que promete el mundo a cambio de veintidós minutos. Oficialmente, la policía me buscaba.

Costaba acomodar mi antiguo cerebro a la situación. Tenía serias dificultades y, sin embargo, todo me parecía extrañamente lejano, como si no me ocurriera a mí sino a alguien con quien estaba de alguna manera emparentado. Yo, la persona que estaba ahí, en realidad tenía poca importancia. Porque yo no tenía más que un solo objetivo: encontrar a Elizabeth. Lo demás eran pamplinas.

Tyrese estaba junto a mí. En la sala de espera había media docena de personas. Dos llevaban complicados aparatos ortopédicos en el cuello. Otro hombre llevaba un pájaro enjaulado. No entendí por qué. Nadie se molestó en mirarnos, como si tras sopesar el esfuerzo de desviar los ojos hacia nosotros hubieran decidido que no valía la pena.

La recepcionista, que lucía una espantosa peluca nos miró como si acabásemos de salir de la nada.

Pregunté por Peter Flannery.

—Está con un cliente —la frase no fue como un portazo en las narices, pero poco le faltó.

Tyrese tomó las riendas. Con la ligereza de manos de un prestidigitador, hizo aparecer un fajo de billetes del grosor de mi muñeca.

—Dígale que le daremos un buen anticipo —y con una sonrisa astuta, añadió—: Y lo mismo le digo a usted. Tenemos que verlo enseguida.

Dos minutos después nos hacían pasar al sanctasanctórum del señor Flannery. El despacho olía a humo de puro y a Lemon Pledge. Habían teñido de oscuro los muebles, como esos que venden en Kmart o Bradlees; eran de imitación roble y caoba y daban el pego como un tupé en Las Vegas. De las paredes no colgaban títulos universitarios como los que suelen exhibir algunos farsantes cretinos para epatar a la gente fácilmente. Había uno que atestiguaba que Flannery pertenecía a la Asociación Internacional de Catadores de Vino y otro muy historiado que certificaba que en 1996 había asistido a un Congreso Jurídico en Long Island. ¡Vaya trofeos! Unas fotos descoloridas por el sol mostraban a un Flannery más joven con una gente que supuse eran celebridades o políticos locales, pero nadie que yo reconociese. Detrás de la mesa, adornaba un lugar privilegiado una foto con marco de imitación madera de un doble de golf.

—Por favor —dijo Flannery haciendo un gesto amplio con la mano—, tomen asiento, caballeros.

Me senté. Tyrese siguió de pie con los brazos cruzados, apoyado en la pared del fondo.

—Ustedes dirán —dijo Flannery, alargando las palabras como si fueran goma de mascar—, ¿en qué puedo servirles?

Peter Flannery tenía aspecto de atleta envejecido. Sus rizos, en otro tiempo dorados, se habían vuelto más escasos. Sus rasgos eran maleables. Llevaba un traje a rayas de tres piezas, de los que hacía tiempo que no veía, y el chaleco tenía incluso bolsillo para el reloj, que llevaba sujeto con una cadena de oro falso.

—He venido a hacerle unas preguntas sobre un caso antiguo —dije.

Me apuntó con unos ojos que todavía conservaban el azul frío de la juventud. Descubrí en la mesa una foto de Flannery con una mujer regordeta y una niña de unos catorce años sumida en una torpe adolescencia. Todos sonreían, pero percibí en ellos también esa crispación del que espera un golpe.

—¿Un caso antiguo? —repitió.

—Hace ocho años mi esposa le hizo una visita. Quisiera saber qué quería.

Los ojos de Flannery saltaron a Tyrese. Éste seguía con los brazos cruzados y de él se veía poco más que las gafas de sol.

—No comprendo. ¿Se trata de un divorcio?

—No —dije.

—Entonces… —levantó las manos y se encogió de hombros en un gesto como de me-gustaría-ayudar-pero…—. Existe la confidencialidad abogado-cliente. No veo en qué podría serle útil.

—No creo que ella fuera una cliente.

—Usted me confunde, señor… —se quedó a la espera de que yo colmase la laguna.

—Beck —dije yo—, y llámeme doctor en lugar de señor.

Se le aflojó la papada al oír mi nombre. Me pregunté si habría oído las noticias, aunque no pensé que fuera por eso.

—El nombre de mi mujer es Elizabeth.

Flannery no dijo nada.

—La recuerda ¿verdad?

Volvió a mirar a Tyrese.

—¿Era una clienta, señor Flannery?

Carraspeó.

—No —dijo—, no era una clienta.

—Pero recuerda haberla visto.

Flannery se removió en su asiento.

—Sí.

—¿De qué hablaron?

—Ha pasado mucho tiempo, doctor Beck.

—¿Va a decirme que no lo recuerda?

No respondió directamente a la pregunta.

—Su esposa fue asesinada, ¿verdad? —preguntó—. Recuerdo que dijeron algo al respecto en las noticias.

Traté de que no se apartara del tema.

—¿A qué vino aquí mi esposa, señor Flannery?

—Soy abogado —contestó y fue casi como si la palabra le reventara el pecho.

—Pero no el de ella.

—Aun así —dijo como tratando de conseguir una ventaja—, necesito que remuneren mi dedicación —tosió tapándose la boca—. Usted habló antes de un anticipo.

Miré por encima del hombro, pero Tyrese ya se había puesto en movimiento. Había sacado el fajo de billetes y estaba contando. Puso tres Ben Franklins sobre la mesa, fulminó a Flannery con la mirada a través de las gafas de sol y retrocedió a su sitio.

Flannery miró el dinero, pero no lo tocó. Juntó las yemas de los dedos y, después, las palmas de las manos.

—Suponga que me niego a darle información.

—No veo por qué —dije—. Su trato con ella no fue confidencial, ¿verdad?

—No me refería a eso —respondió Flannery, fijando en mí sus ojos y titubeando—. ¿Quería usted a su esposa, doctor Beck?

—Muchísimo.

—¿Se ha vuelto a casar?

—No —dije—. Pero ¿qué tiene esto que ver con el asunto?

Se recostó en la silla.

—Váyase, por favor —dijo—. Coja su dinero y váyase.

—Es importante, señor Flannery.

—No entiendo por qué. Hace ocho años que está muerta. Su asesino está en el corredor de la muerte.

—¿Qué es lo que no se atreve a decirme? —pregunté.

Flannery no respondió enseguida. Tyrese volvió a despegarse de la pared y se acercó a la mesa. Flannery lo miró y me sorprendió con un suspiro de cansancio:

—Oiga —le dijo a Tyrese—, déjese de posturitas, ¿quiere? He representado a psicópatas y usted a su lado parece Mary Poppins.

Por un momento creí que Tyrese iba a responderle, pero eso no habría ayudado. Pronuncié su nombre, me miró y negué con la cabeza. Tyrese se hizo atrás. Flannery se estaba pellizcando el labio inferior. Le dejé hacer. Yo podía esperar.

—No querrá saber la verdad —me dijo un momento después.

—Sí, quiero saber la verdad.

—Esto no le devolverá a su mujer.

—Tal vez sí —dije.

Aquello despertó su atención. Frunció el ceño, pero algo se había suavizado.

—Por favor —insistí.

Hizo girar el sillón hacia un lado y lo inclinó hacia atrás al tiempo que fijaba la mirada en las persianas de la ventana, amarillentas y costrosas desde los tiempos de las escuchas del Watergate. Enlazó las manos y las dejó descansar sobre la barriga. Observé cómo subían y bajaban las manos al compás de la respiración.

—Yo era abogado de oficio en aquel entonces —empezó—. ¿Sabe de qué le hablo?

—Sí, defendía a los indigentes —dije.

—Más o menos. Los derechos Miranda. Dicen que uno tiene derecho a dejarse aconsejar por un abogado siempre que pueda pagarlo. Yo soy el tipo que acude cuando no puedes hacerlo.

Asentí, pero él seguía mirando las persianas.

—En cualquier caso, me asignaron uno de los juicios por asesinato más importantes del estado.

Sentí que en mi estómago hormigueaba una cosa muy fría.

—¿Cuál? —pregunté.

—El de Brandon Scope, el hijo del multimillonario. ¿Recuerda el caso?

Me quedé helado. Casi no podía respirar. Por algo me había resultado familiar el nombre de Flannery. Brandon Scope. A punto estuve de negar con el gesto, no porque no recordase el caso sino porque habría preferido oír cualquier nombre menos aquél.

Para dejar claras las cosas, déjenme contarles lo que dijeron los periódicos. Brandon Scope, de treinta y tres años de edad, había sido objeto de robo y asesinato hacía ocho años. Sí, ocho años. Unos dos meses antes de que fuera asesinada Elizabeth. Le dispararon dos tiros y arrojaron su cadáver en unos edificios en construcción del barrio de Harlem. Le robaron el dinero que llevaba encima. Los medios de comunicación se explayaron a fondo. Se habló mucho del trabajo benéfico de Brandon Scope, de lo mucho que ayudaba a los niños de la calle, de cómo eligió trabajar con los pobres en lugar de ocuparse de la multinacional de papá. En fin, ese tipo de música. Fue uno de aquellos asesinatos que «estremecen a una nación» y condujo a multitud de insinuaciones y a mesarse mucho los cabellos. Se había instituido una fundación benéfica con el nombre del joven Scope. Mi hermana, Linda, se encarga de su dirección. Es increíble la cantidad de obras buenas que lleva a cabo.

—Lo recuerdo —dije en voz baja.

—¿Recuerda que hubo una detención?

—Un niño de la calle —dije—. Uno de los niños a los que ayudaba, ¿verdad?

—Sí. Detuvieron a Helio González, que entonces tenía veintidós años. Estaba alojado en Barker House, en Harlem. Su historial le habría permitido entrar en el Salón de los Personajes Ilustres: robo a mano armada, incendio provocado, asalto, un angelito el tal señor González.

Noté la boca seca.

—Pero hubo que retirar las acusaciones, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. En realidad, no eran muchas. Había huellas dactilares suyas en el escenario del crimen, pero también las de muchas personas más. También encontraron cabellos de Scope e incluso una mancha de sangre compatible con la de Scope donde vivía González. Pero Scope había estado en el sitio con anterioridad. Habríamos podido alegar fácilmente que aquello explicaba las huellas. A pesar de todo, esto ya justificaba de por sí la detención y los polis estaban seguros de que todavía saldría algo más.

—¿Qué ocurrió, pues? —pregunté.

Flannery seguía sin mirarme. Aquello no me gustaba ni pizca. Flannery era uno de esos tipos que viven inmersos en el mundo de Willy Loman, un mundo donde abundan los zapatos brillantes y el contacto visual. Conocía al tipo. No quería saber nada de esa clase de gente, pero la conocía.

—La policía estableció la hora de la muerte de manera fiable —prosiguió—. El forense pudo hacer la lectura de la temperatura del hígado. Scope había sido asesinado a las once. La hora podía variar media hora arriba o abajo pero era bastante aproximada.

—No lo entiendo —dije—. ¿Qué tiene que ver todo esto con mi mujer?

Volvió a juntar las yemas de los dedos.

—Tengo entendido que su esposa también se ocupaba de los pobres —dijo—. Compartía el despacho con la víctima, para ser más exactos.

No sabía dónde quería ir a parar con todo aquello, lo que sí sabía era que no me iba a gustar. Durante unos segundos llegué a pensar si Flannery tendría razón, si sería verdad que yo no quería oír lo que iba a decirme, si no habría sido mejor que me levantara y me olvidara totalmente del asunto. Pero lo que dije fue:

—¿Y bien?

—Es una causa noble —dijo con un leve gesto de la cabeza—. Me refiero a proteger a los desvalidos.

—Me alegra que lo crea así.

—Por eso me metí en Derecho. Para ayudar a los pobres.

Tragué bilis y me erguí ligeramente.

—¿Le importaría decirme qué tiene que ver mi mujer con todo lo que me está contando?

—Pudo conseguir la libertad gracias a ella.

—¿Quién?

—Mi cliente. Helio González. Su esposa consiguió su libertad.

—¿Cómo? —dije, frunciendo el ceño.

—Le proporcionó una coartada.

Se me paralizó el corazón. Se me paralizaron los pulmones. A punto estuve de golpearme el pecho para que toda la maquinaria de mi interior volviera a ponerse en marcha.

—¿Cómo? —repetí.

—¿Se refiere a qué tipo de coartada?

Asentí con un gesto vago, pero él no me miraba. Conseguí articular un sí.

—Muy sencillo —dijo—. Ella y Helio estaban juntos a aquella hora.

Sentí que mi mente se perdía a la deriva, sin salvavidas a la vista.

—Nunca leí nada de eso en los periódicos —dije.

—Se silenció.

—¿Por qué?

—En primer lugar, a petición de su esposa. Y por otra parte, la oficina del fiscal del distrito no quería dar más publicidad a la detención errónea que había practicado. Debido a esto, todo se hizo procurando armar el menor ruido posible. Aparte de que… había problemas con el testimonio de su esposa.

—¿Qué clase de problemas?

—En un primer momento había mentido.

Más desazón. Me hundí hasta un lugar muy hondo. Pero volví a la superficie. Seguía debatiéndome.

—¿De qué está hablando?

—Su esposa había declarado que, en el momento en que se cometió el asesinato, ella estaba asesorando a González en el despacho de la institución benéfica. Pero eso no se lo tragó nadie.

—¿Por qué?

Levantó una ceja en gesto de escepticismo.

—¿Asesoramiento a las once de la noche?

Asentí atontado.

—Por lo tanto, como abogado del señor González, recordé a su esposa que la policía comprobaría su coartada. Y que, entre otras cosas, en las oficinas de la institución benéfica donde trabajaba había cámaras de seguridad y que habría cintas que habían filmado todas las idas y venidas. Entonces fue cuando habló con claridad.

Se calló.

—Continúe —dije.

—Es bastante evidente, ¿no le parece?

—Aun así, continúe.

Flannery se encogió de hombros.

—Supongo que quería ahorrarse… y ahorrarle a usted, la vergüenza. Por eso insistió en que se llevara el asunto con absoluto secreto. Ella estaba en casa de González, doctor Beck. Hacía dos meses que se acostaban juntos.

No reaccioné. Nadie dijo nada. Oí un pájaro que graznaba a lo lejos. Seguramente el de la sala de espera. Me levanté. Tyrese retrocedió un paso.

—Gracias por el tiempo que me ha dedicado —dije con la voz más tranquila de este mundo.

Flannery asintió, mirando las persianas.

—No es verdad —le dije.

No respondió. Pero esta vez yo tampoco había esperado que lo hiciera.